Authors: Dan Simmons
—Victoria sobre Aquiles que ha engañado a tu hijo, el noble Héctor, y que incluso ahora conduce a Ilión a la ruina —replicó Pentesilea—. Victoria sobre los argivos, los aqueos, que incluso ahora planean vuestra caída, la ruina de la ciudad, la muerte de vuestros otros hijos y nietos y la esclavitud de vuestras esposas e hijas.
Príamo sacudió la cabeza, casi con tristeza.
—Nadie puede derrotar al de los pies ligeros en combate, amazona. Ni siquiera Ares, que tres veces ha conocido la muerte en manos del propio Aquiles. Ni siquiera Atenea, que ha huido de su ataque. Ni siquiera Apolo, que volvió al Olimpo hecho pedazos de sangre dorada después de desafiar a Aquiles. Ni siquiera Zeus, que teme bajar a enfrentarse en combate singular con el hombre-dios.
Pentesilea sacudió la cabeza y sus rizos dorados se agitaron.
—Zeus no teme a nadie, noble Príamo, orgullo del linaje dardánida. Y podría destruir Troya... y toda la tierra donde reside Troya, con un gesto de su égida.
Los lanceros se pusieron pálidos e incluso Príamo dio un respingo ante la mención de la égida, la más poderosa y divina y misteriosa arma de Zeus. Todos comprendían que incluso los otros dioses del Olimpo podían ser destruidos instantáneamente si Zeus decidía emplear la égida. No se trataba de una mera arma termonuclear como la que el dios atronador había lanzado inútilmente contra los campos de fuerza moravec al principio de la guerra. La égida era temible.
—Te hago este juramento, noble Príamo —dijo la reina amazona—. Aquiles estará muerto antes de que el sol se ponga en cualquiera de los mundos hoy. Juro por la sangre de mis hermanas y mi madre que...
Príamo alzó las manos para detenerla.
—No me hagas ningún juramento, joven Pentesilea. Eres como una hija para mí y lo has sido desde que eras un bebé. Desafiar a Aquiles a un combate es la muerte. ¿Qué te ha impulsado a venir a Troya a encontrar la muerte de esta forma?
—No es la muerte lo que busco, mi señor —dijo la amazona, la tensión audible en su voz—. Es la gloria.
—A menudo las dos cosas son lo mismo —contestó Príamo—. Ven, siéntate junto a mí. Háblame con calma.
Hizo un gesto a su guardaespaldas e hijo, Deífobo, para que se apartara y no los oyera. La docena de amazonas también se apartaron unos pasos de los tronos. Pentesilea se sentó en el de alto respaldo que antaño perteneciera a Hécuba, recuperado de las ruinas del antiguo palacio y desocupado en memoria de la reina. La amazona depositó su brillante casco en el ancho brazo del trono y se inclinó para acercarse al anciano.
—Me persiguen las Furias, padre Príamo. Desde hace tres meses, me persiguen las Furias.
—¿Por qué? —preguntó Príamo. Se acercó, como un sacerdote de una era aún futura hacia un penitente por nacer—. Esos espíritus vengadores buscan la sangre por la sangre sólo cuando ningún vengador humano queda vivo para hacerlo, hija mía... sobre todo cuando un miembro de una familia ha sido herido por otro de la misma. Sin duda que no habrás herido a ningún miembro de tu familia real, amazona.
—Maté a mi hermana Hipólita —dijo Pentesilea. La voz le tembló. Príamo se echó atrás.
—¿Has asesinado a Hipólita? ¿La reina de las amazonas? ¿La regia esposa de Teseo? Oímos que había muerto en un accidente de caza: alguien vio movimiento y confundió a la reina de Atenas con un ciervo.
—No pretendía asesinarla, Príamo. Pero después de que Teseo secuestrara a mi hermana, la sedujera a bordo de su nave durante una visita de estado, izara velas y se la llevara, las amazonas decidimos vengarnos. Este año, mientras todos los ojos y la atención de todos en las islas de casa y el Peloponeso se volvían hacia vuestra lucha, aquí, en Troya, con los héroes lejos y Atenas indefensa, reunimos una flotilla, preparamos nuestro propio asedio, aunque no tan grandioso e inmortal como el asedio de los argivos a Troya, e invadimos la fortaleza de Teseo.
—Nos enteramos de eso, naturalmente —murmuró el viejo Príamo—. Pero la batalla terminó con rapidez en un tratado de paz y las amazonas se marcharon. Nos enteramos de que la reina Hipólita murió poco después, durante una gran cacería para celebrar la paz.
—Murió por mi lanza —dijo Pentesilea, forzando cada palabra—. Al principio los atenienses huyeron, Teseo resultó herido y pensamos que teníamos la ciudad en nuestro poder. Nuestro único objetivo era rescatar a Hipólita de ese hombre, quisiera ella ser rescatada o no, y estábamos a punto de hacerlo cuando Teseo dirigió un contraataque que nos hizo retroceder hasta nuestras naves. Muchas de mis hermanas murieron. Luchábamos por nuestras vidas y, una vez más, el valor de las amazonas quedó demostrado: hicimos que Teseo y sus luchadores retrocedieran lo avanzado en un día hacia sus murallas. Pero mi última lanza, que apuntaba al propio Teseo, encontró su mortal camino en el corazón de mi hermana, quien, con su atrevida armadura ateniense, parecía un hombre mientras luchaba al lado de su esposo y señor.
—Contra las amazonas —susurró Príamo—. Contra sus hermanas.
—Sí. En cuanto descubrimos a quién había matado yo, la batalla cesó. Se hizo la paz. Erigimos una columna blanca cerca de la acrópolis en memoria de mi noble hermana y partimos apenadas y avergonzadas.
—Y las Furias ahora te acosan, por haber derramado la sangre de tu hermana.
—Cada día —dijo Pentesilea. Sus brillantes ojos estaban húmedos. Sus frescas mejillas habían perdido su color con la narración y estaba pálida, extraordinariamente hermosa.
—Pero ¿qué tienen que ver Aquiles y nuestra guerra con esta tragedia, hija mía? —susurró Príamo.
—Este mes, hijo de Laomedonte y vástago del linaje de Dárdano, se me apareció Atenea. Me explicó que ninguna ofrenda que yo pudiera hacer a las Furias satisfaría a esas bestias del infierno, pero que podría enmendar la muerte de Hipólita viajando a Ilión con doce de mis compañeras elegidas y derrotando a Aquiles en combate singular, poniendo así fin a esta guerra errante y restaurando la paz entre dioses y hombres.
Príamo se frotó la barba gris que había dejado crecer con descuido desde la muerte de Hécuba.
—Nadie puede derrotar a Aquiles, amazona. Mi hijo Héctor, el mejor guerrero que ha engendrado Troya, lo intentó durante ocho años y fracasó. Ahora es aliado y amigo del asesino de los pies alados. Los propios dioses lo han intentado durante más de ocho meses y todos han fracasado o han caído ante la cólera de Aquiles: Ares, Apolo, Poseidón, Hermes, Hades, incluso Atenea... todos han luchado contra Aquiles y han fracasado.
—Es porque ninguno conocía sus debilidades —susurró la amazona Pentesilea—. Su madre, la diosa Tetis, encontró un modo secreto de hacer invulnerable en la batalla a su hijo mortal cuando era niño. No puede caer luchando excepto si se le acierta en su punto flaco.
—¿Cuál es? —susurró Príamo—. ¿Dónde está?
—Le juré a Atenea, so pena de muerte, que no se lo revelaría a nadie, padre Príamo. Pero que utilizaría ese conocimiento para matar a Aquiles con mi propia mano de amazona y poner así fin a esta guerra.
—Si Atenea conoce la debilidad de Aquiles, entonces ¿por qué no la empleó ella para acabar con su vida en el transcurso de su propio combate, mujer? Un duelo que terminó con la huida de Atenea, herida, TCeando de vuelta al Olimpo llena de dolor y miedo.
—Los Hados decretaron cuando Aquiles era niño que su debilidad secreta sólo sería conocida por otro mortal durante esta batalla por Ilión. Pero la obra de los Hados se ha deshecho.
Príamo se arrellanó en su trono.
—Así que Héctor estaba destinado a matar al de los pies alados después de todo — murmuró—. Si no hubiéramos iniciado esta guerra con los dioses, ese destino se habría cumplido.
Pentesilea negó con la cabeza.
—No, no Héctor. Otro mortal, un troyano, le habría quitado la vida a Aquiles después de que éste matara a Héctor. Una de las musas lo supo por un esclavo escólico, que conocía el futuro.
—Un vidente —dijo Príamo—. Como nuestro estimado Heleno o el profeta aqueo, Calcas. La amazona volvió a sacudir sus dorados rizos.
—No, los escólicos no veían el futuro: de algún modo, procedían del futuro. Pero ahora todos han muerto, según Atenea. Sin embargo, el destino de Aquiles aguarda. Y yo lo cumpliré.
—¿Cuándo? —dijo el anciano Príamo, estudiando todas aquellas posibilidades en su mente. No había sido rey de la más grande ciudad sobre la tierra durante más de cinco décadas sin ningún motivo, sin ningún propósito. Su hijo, Héctor, era aliado de sangre de Aquiles, pero no rey. Héctor era el más noble guerrero de Ilión, pero aunque una vez pudo sostener en su espada el destino de la ciudad y sus habitantes, nunca lo había imaginado. Eso era obra de Príamo—.
¿Cuándo? —volvió a preguntar Príamo—. ¿Cuándo podéis tú y tus doce amazonas guerreras matar a Aquiles?
—Hoy —prometió Pentesilea—. Como juré. Antes de que el sol se ponga en Ilión o en el Olimpo visible a través de ese agujero en el aire que atravesamos.
—¿Qué necesitas, hija? ¿Armas? ¿Oro? ¿Riquezas?
—Sólo tu bendición, noble Príamo. Y comida. Y un camastro para mis mujeres y para mí, para echar una corta siesta antes de bañarnos, vestirnos de nuevo con nuestras armaduras y salir a acabar esta guerra con los dioses.
Pentesilea dio una palmada. Deífobo, los muchos guardias, sus cortesanos y las doce mujeres amazonas volvieron a acercarse.
Ordenó que trajeran buena comida a las mujeres y que dispusieran cómodos lechos para su breve descanso; que trajeran bañeras de agua caliente y esclavas preparadas para aplicar aceites y ungüentos tras el baño, y para hacer masajes y, finalmente, que alimentaran a los trece caballos de las mujeres y los peinaran y ensillaran para cuando Pentesilea estuviera dispuesta para salir a la batalla de esa tarde.
Pentesilea sonreía confiada cuando condujo a sus doce acompañantes a la salida del salón real.
La teletransportación cuántica a través del espacio de Planck (un término que la diosa Hera no conocía) era supuestamente instantánea, pero en el espacio de Planck eso significaba poco. El tránsito a través de esos intersticios en el tapiz del espacio-tiempo deja rastros, y los dioses y diosas, gracias a los nanomemes y la reestructuración celular que era parte de su creación, sabían cómo seguir esos rastros tan fácilmente como un cazador, con tan poco esfuerzo como la diosa Artemisa seguía un ciervo a través del bosque.
Hera siguió el rastro serpenteante de Zeus a través de la nada de Planck, sabiendo sólo que no era uno de los regulares canales en cadena entre el Olimpo e Ilión o el monte Ida. Se hallaba en otro lugar de la antigua tierra de Ilión.
TCeó para cobrar existencia en un gran salón que Hera conocía bien. Un enorme haz de flechas y el contorno de un arco gigante estaba pintado en una pared, y había una mesa larga y baja con docenas de hermosas copas, cuencos y platos dorados.
Zeus alzó sorprendido la cabeza del lugar donde estaba sentado (había reducido su tamaño a poco más de dos metros en aquel salón humano) y rascó un tanto ociosamente las orejas de un perro de hocico gris.
—Mi señor —dio Hera—, ¿vas a cortarle también la cabeza a este perro? Zeus no sonrió.
—Debería —rezongó—. Por piedad —todavía tenía el ceño fruncido—. ¿Reconoces este lugar y este perro, esposa mía?
—Sí. Es la casa de Odiseo, en la rocosa Ítaca. El perro se llama
Argos
y fue criado por el joven Odiseo poco antes de que marchara a Troya. Lo entrenó cuando era un cachorro.
—Y todavía lo sigue esperando —dijo Zeus—. Pero ahora Penélope ha desaparecido, y Telémaco, e incluso los pretendientes que acababan de empezar a llegar como cuervos carroñeros al hogar de Odiseo, buscando la mano de Penélope y sus tierras y sus riquezas. Todos han desaparecido junto con Penélope, Telémaco y todas las otras almas mortales excepto los pocos miles que se hallan en Troya. No hay nadie para alimentar a este animal.
Hera se encogió de hombros.
—Podrías enviarlo a Ilión para que se alimentara de tu hijo malcriado, Dionisos. Zeus sacudió la cabeza.
—¿Por qué eres tan dura conmigo, esposa mía? ¿Y por qué me has seguido hasta aquí cuando quiero estar a solas para reflexionar sobre este extraño robo de todas las personas del mundo?
Hera avanzó hacia el dios de dioses. Temía su cólera: de todos los dioses y mortales, sólo Zeus podía destruirla. Tenía miedo por lo que estaba a punto de hacer, pero estaba decidida a hacerlo.
—Temida majestad, hijo de Cronos, he venido sólo para decirte adiós por unos cuantos soles. No quiero dejar nuestra última discusión en su nota de discordia.
Avanzó un paso más y tocó con disimulo la banda de Afrodita bajo su pecho derecho. Hera notó el flujo de energía sexual llenando la sala; sintió sus feromonas fluyendo.
—¿Adónde vas a ir durante varios soles cuando tanto el Olimpo como la guerra de Troya se encuentran en tal estado, esposa? —gruñó Zeus. Pero las aletas de su nariz se dilataron y la miró con un nuevo interés, ignorando a
Argos,
el perro.
—Con ayuda de la Noche, voy a dirigirme a los confines de esta tierra vacía para visitar a Océano y la Madre Tetis, que prefiere este mundo a nuestro frío Marte, como bien sabes, esposo.
—Se acercó otros tres pasos, de modo que casi podía tocar a Zeus.
—¿Por qué visitarlos ahora, Hera? Les ha ido bien sin ti en los siglos que han pasado desde que domamos el mundo rojo y habitamos el Olimpo.
—Espero poner fin a su pugna interminable —dijo Hera, con tono culpable—. Durante demasiado tiempo se han apartado el uno de la otra, vacilando en hacer el amor a causa del odio de sus corazones. Quería decirte dónde estaría para que no volcaras tu ira divina contra mí si pensaras que había ido en secreto a visitar los profundos y ondulantes salones de Océano.
Zeus se puso en pie. Hera captó la excitación que lo sacudía. Sólo los pliegues de su túnica divina ocultaban su lujuria.
—¿Por qué apresurarte, Hera? —Los ojos de Zeus la devoraban. Su mirada hizo a Hera recordar el contacto de la lengua y las manos de su hermano-esposo-amante en los lugares más suaves de su cuerpo.
—¿Por qué retrasarme, esposo?
—Ir a ver a Océano y Tetis es un viaje que podrás emprender mañana o pasado mañana o nunca —dijo Zeus, avanzando hacia Hera—. ¡Hoy, aquí, podemos perdernos en el amor! Ven, esposa...
Zeus barrió todas las copas, bandejas y comida de la mesa con una andanada de fuerza invisible con su mano alzada. Arrancó un gigantesco tapiz de la pared y lo arrojó sobre las burdas planchas de la mesa.