Authors: Dan Simmons
»Lamento no haberlo curado. Lo lamento todo. —Oenone se volvió a mirar al balcón, pero parecía dudoso que pudiese ver a la gente con claridad a través de la bruma de calor y humo y dolor de sus ojos ardientes—. Pero al menos esa perra de Helena nunca volvió a verlo vivo.
Las filas de troyanos empezaron a murmurar hasta que el sonido se convirtió en un rugido. Demasiado tarde, una docena de guardias troyanos corrieron hacia Oenone para retenerla e interrogarla.
Ella subió a la pira.
Primero su pelo estalló en llamas y luego su vestido. Increíble, imposiblemente, siguió escalando por la montaña de madera mientras su carne ardía y se ennegrecía y se desgajaba como pergamino calcinado. Sólo en los últimos segundos antes de caer se rebulló visiblemente en agonía. Pero sus gritos llenaron la plaza durante lo que parecieron minutos, aturdiendo a la multitud y silenciándola.
Cuando los troyanos volvieron a hablar, el suyo fue un grito para exigir que la guardia de honor de aqueos entregara a Filoctetes.
Furioso, confuso, Menelao contempló la escalinata. La guardia real de Príamo había rodeado a todos cuantos ocupaban el balcón. El camino hacia Helena quedaba bloqueado por una muralla de escudos troyanos y un bosque de lanzas.
Menelao bajó de su escalón y cruzó corriendo el espacio despejado junto a la pira. El calor le golpeó el rostro como un puño y se dio cuenta de que sus cejas empezaban a chamuscarse. En cuestión de segundos se unió a las filas de sus camaradas argivos, con la espada desenfundada. Áyax, Diomedes, Odiseo, Teucro y los demás habían formado su propio círculo alrededor de Filoctetes, también con las armas alzadas y dispuestas.
La abrumadora masa de troyanos que los rodeaba alzó sus escudos, aprestó sus lanzas y avanzó hacia las dos docenas de griegos condenados.
De repente el rugido de la voz de Héctor los inmovilizó a todos.
—¡Alto! ¡Lo prohíbo! Las locuras de Oenone, si es que esa mujer que se ha matado hoy era Oenone, pues no la he reconocido, no significan nada. ¡Estaba loca! Mi hermano murió en mortal combate con Febo Apolo.
Los furiosos troyanos no parecían convencidos. Las puntas de las lanzas y las espadas continuaron prestas y ansiosas. Menelao miró a su grupo de condenados y advirtió que, aunque Odiseo fruncía el ceño y Filoctetes se acobardaba, Áyax
el Grande
sonreía como si anticipara la masacre inminente que pondría fin a su vida.
Héctor se abrió paso y se interpuso entre las lanzas troyanas y el círculo de griegos. Seguía sin llevar armadura ni armas, pero de repente pareció el guerrero más formidable del campo.
—Estos hombres son nuestros aliados y mis huéspedes de honor en el funeral de mi hermano —gritó Héctor—. No los dañaréis. Todo aquel que desafíe mi orden morirá por mi mano. ¡Lo juro por los huesos de mi hermano!
Aquiles se bajó de la plataforma y alzó el escudo. Todavía iba vestido con su mejor armadura y armado. No dijo nada y no hizo ningún movimiento, pero todos los troyanos de la ciudad fueron conscientes de su presencia.
Los cientos de troyanos miraron a su líder, examinaron a Aquiles, contemplaron por última vez la pira funeraria donde el cadáver de la mujer había sido consumido por las llamas, y renunciaron. Menelao pudo sentir el espíritu de lucha huyendo de la multitud que los rodeaba, pudo ver la confusión en los curtidos rostros troyanos.
Odiseo condujo a los aqueos hacia las puertas Esceas. Menelao y los otros hombres bajaron sus espadas pero no las envainaron. Los troyanos les dejaron paso como un mar reacio pero aún hambriento de cadáveres.
—Por los dioses... —susurró Filoctetes desde el centro de su círculo mientras atravesaban las puertas y dejaban atrás más filas de troyanos—. Os juro que...
—Cierra el pico, viejo —dijo el poderoso Diomedes—. Si dices una palabra más antes de que lleguemos a las negras naves, te mataré yo mismo.
Más allá de las filas aqueas, tras las trincheras defensivas y bajo los campos de fuerza moravec, la confusión se extendía por toda la costa, aunque en los campamentos no podían haberse enterado del desastre que había estado a punto de producirse en la ciudad de Troya. Menelao se apartó de los demás y corrió a la playa.
—¡El rey ha vuelto! —gritó un lancero, que siguió corriendo e hizo sonar con fuerza un cuerno de concha—. El comandante ha regresado.
«No puede ser Agamenón —pensó Menelao—. No volverá al menos hasta dentro de un mes. Quizá dos.»
Pero era su hermano quien estaba en la proa de las más alta de las treinta naves negras que componían su flota. Su armadura dorada resplandecía mientras los remeros conducían el largo y fino navío hacia la playa.
Menelao se internó en el agua hasta que le cubrió las grebas de bronce que protegían sus espinillas.
—¡Hermano! —exclamó, agitando los brazos sobre la cabeza como un niño—. ¿Qué noticias hay de casa? ¿Dónde están los nuevos guerreros con los que juraste regresar?
Todavía a quince o veinte metros de la orilla, con el agua salpicando alrededor de la proa de su negro barco mientras remontaba la marea, Agamenón se cubrió los ojos como si el sol de la tarde lo deslumbrara y respondió:
—¡Desaparecidos, hermano! ¡Todos desaparecidos!
El cadáver se consumirá toda la noche.
Thomas Hockenberry, licenciado en lengua inglesa por la facultad Wabash, doctorado por Yale en estudios clásicos, antiguo miembro de la Universidad de Indiana (en realidad, jefe del Departamento de Lenguas Clásicas hasta que murió de cáncer en el año 2006 d. C.) y, más recientemente, nueve de los nueve años y ocho meses transcurridos desde su resurrección, escólico homérico para los dioses del Olimpo, uno de cuyos deberes era informar diaria y verbalmente a su musa, Melete de nombre, acerca de los acontecimientos de la guerra de Troya y ver cómo seguían o divergían de la
Ilíada
de Homero (los dioses, parece, son tan incultos como niños de tres años), deja atrás la plaza de la ciudad y la ardiente pira de Paris poco antes del anochecer y sube a la segunda torre más alta de Troya, dañada y peligrosa, para comer su pan, su queso y su vino en paz. En opinión de Hockenberry, ha sido un día largo y extraño.
La torre que suele elegir para retirarse está más cerca de las puertas Esceas que del centro de la ciudad, junto al palacio de Príamo pero no en la vía principal, así que la mayor parte de los almacenes de su base están vacíos. Oficialmente, la torre (una de las más altas de Ilión antes de la guerra, de casi catorce pisos de altura según considerarían en el siglo XX y en forma de junco reventón o de minarete, con una hinchazón bulbosa cerca de su cima) está cerrada al público. Una bomba de los dioses destruyó los tres pisos superiores y segó en diagonal la protuberancia, dejando las pequeñas habitaciones de la parte superior al aire libre, en las primeras semanas de la guerra actual. En el hueco principal de la torre hay alarmantes grietas y la estrecha escalera en espiral está cubierta de cascotes, argamasa y pedruscos. Hockenberry tardó horas en abrirse paso hasta la protuberancia del undécimo piso durante su primera incursión, hace dos meses. Los moravecs, siguiendo órdenes de Héctor, han colocado cinta plástica naranja en las entradas que advierten a la gente con gráficos pictogramas del peligro que corren si entran (la torre misma podría desplomarse en cualquier momento según las imágenes más alarmantes), y ordenan con otros símbolos que se mantengan apartados so pena de incurrir en la ira del rey Príamo.
Los saqueadores vaciaron el lugar a las setenta y dos horas de su destrucción y después los lugareños se mantuvieron alejados de la torre. ¿Qué sentido tiene un edificio vacío? Ahora Hockenberry se escabulle entre las tiras de cinta, enciende la linterna y comienza su largo ascenso sin que le preocupe mucho que lo arresten o le roben o lo interrumpan. Va armado con un cuchillo y una espada corta. Además, es bien conocido: Thomas Hockenberry, hijo de Duane, amigo ocasional (bueno, amigo no, pero interlocutor al menos) tanto de Aquiles como de Héctor, por no mencionar que es una figura pública con algo más que una relación casual con moravecs y rocavecs, así que hay muy pocos griegos o troyanos que estén dispuestos a hacerle daño sin pensárselo dos veces.
Pero los dioses... bueno, eso es otro cantar.
Hockenberry jadea al llegar al tercer piso, resopla y se detiene a recuperar el aliento en el décimo y hace los mismos ruidos que el Packard de 1947 de su padre cuando llega al destrozado undécimo. Ha pasado más de nueve años observando a estos semidioses humanos (griegos y troyanos por igual) guerrear y celebrar y amar y copular como modelos musculosos de anuncio del mejor gimnasio del mundo, por no mencionar a los dioses, masculinos y femeninos, que son anuncios ambulantes del mejor gimnasio del universo; pero Thomas Hockenberry, catedrático, nunca ha encontrado tiempo para ponerse en forma. «Típico», piensa.
La escalera continúa su ascenso por el centro del edificio circular. No hay puertas y, algunas noches, la luz llega al pozo central a través de las ventanas de las diminutas habitaciones en forma de porción de tarta que hay a cada lado, pero la ascensión sigue siendo a oscuras. Hockenberry usa la linterna para asegurarse de que las escaleras están en su lugar y de que no han caído más escombros. Al menos no hay pintadas en las paredes... una de las muchas bendiciones de una población completamente analfabeta.
Como siempre, cuando llega a su pequeño refugio en el actual piso superior, despejado hace tiempo por él mismo de escombros y polvo de escayola, pero abierto a la lluvia y el viento, Hockenberry decide que la escalada ha merecido la pena.
Se sienta en su bloque de piedra favorito, se quita la mochila, aparta la linterna que le prestó hace meses uno de los moravecs y saca su paquetito de pan fresco y queso seco. También saca su odre de vino. Sentado aquí, sintiendo la brisa de la noche llegar desde el mar para agitar su nueva barba y su largo cabello, mientras corta ociosamente trozos de queso y pan con su cuchillo de combate, Hockenberry contempla el panorama y deja que la tensión del día lo abandone.
La vista es buena, abarca casi trescientos grados, bloqueada sólo por un fragmento de muro que queda tras él; permite a Hockenberry ver la mayor parte de la ciudad a sus pies. La pira funeraria de Paris, apenas a unas cuantas manzanas al este, parece estar casi debajo desde tanta altura, y las murallas de la ciudad a su alrededor, con las antorchas y las hogueras recién encendidas, y el campamento aqueo extendiéndose al norte y al sur por la costa a lo largo de kilómetros. Las luces de cientos y cientos de fuegos le recuerdan a Hockenberry un panorama que una vez vio desde un avión que descendía sobre Lake Shore Drive, en Chicago, después de oscurecer: la línea de edificios del lago enjoyada con su cambiante collar de luces e incontables apartamentos encendidos. Y ahora, apenas visible sobre el mar color vino, se ven las naves negras que acaban de regresar con Agamenón y que flotan ancladas en vez de haber sido arrastradas a la orilla. El campamento de Agamenón (vacío durante el último mes y medio) está animado por las hogueras y lleno de movimiento esta noche.
Los cielos no están vacíos. Al noreste, el último de los agujeros de envoltura espacial, los agujeros de gusano o como se llamen (la gente llama desde hace seis meses el Agujero al que queda) abre un círculo en el cielo troyano que conecta las llanuras de Ilión con el océano de Marte. El suelo marrón de Asia Menor lleva directamente al polvo rojo marciano sin que haya siquiera una grieta en la tierra para separarlos a ambos. Es un poco más pronto en Marte y un crepúsculo rojo todavía remolonea allí, recortando el Agujero contra el cielo terrestre, más oscuro.
Las luces de navegación parpadean rojas y verdes en una docena de moscardones moravec que realizan patrullas nocturnas sobre el Agujero y la ciudad, revoloteando sobre el mar y yendo hasta las sombras entrevistas de los picos boscosos del monte Ida, al este.
Aunque el sol acaba de ponerse (temprano en esta noche de invierno), las calles de Troya están abiertas para los negocios. Los últimos comerciantes del mercado cercano al palacio de Príamo han recogido sus tenderetes y retiran la mercancía en carros (Hockenberry oye el chirrido de las ruedas de madera incluso desde esta altura), pero las calles cercanas, llenas de burdeles y posadas y casas de baños y más burdeles, cobran vida, llenándose de formas fluctuantes y nerviosas antorchas. Como es costumbre, en cada cruce importante de la ciudad y cada esquina y cada ángulo de las anchas murallas que la rodean se encienden cada atardecer enormes braseros de bronce donde arden hogueras de aceite o de madera toda la noche; eso precisamente hacen ahora mismo los vigilantes. Hockenberry distingue formas oscuras acercándose para calentarse alrededor de cada una de estas hogueras.
En todas menos en una. En la plaza principal de Ilión, la pira funeraria de Paris destaca sobre los demás fuegos de la ciudad y de sus alrededores, pero sólo una forma oscura se acerca a su calor: Héctor, que clama, llorando, llamando a sus soldados y criados y esclavos para que traigan más madera a las aullantes llamas mientras él usa una gran copa de doble asa para servirse vino de un cuenco dorado. Constantemente lo derrama en el suelo, cerca de la pira, hasta que la tierra queda tan empapada que parece rezumar sangre.
Hockenberry acaba de terminar su cena cuando oye pasos en la escalera de caracol.
De repente el corazón se le acelera y saborea el miedo. Alguien lo ha seguido, de eso no cabe duda. Las pisadas en los escalones son muy livianas, como si la persona que sube las escaleras intentara hacerlo disimuladamente.
«Tal vez es una mujer que viene a saquear», piensa Hockenberry, pero la esperanza pronto se esfuma: oye un leve eco metálico en la escalera, como el roce de una armadura de bronce. Además, sabe que las mujeres de Troya pueden ser más mortíferas que la mayoría de los hombres que ha conocido en su mundo de los siglos XX y XXI.
Hockenberry se levanta lo más silenciosamente que puede, aparta el odre de vino, el pan y el queso, envaina el cuchillo, extrae cuidadosamente la espada y retrocede un paso hacia la única pared que queda. El viento se alza y agita su capa roja mientras oculta la espada entre sus pliegues.
«Mi medallón TC. —Con la mano izquierda toca el pequeño aparato de teletransporte cuántico que cuelga sobre su pecho, bajo la túnica—. ¿Cómo es posible que haya pensado que no llevaba encima nada de valor? Aunque ya no pueda seguir usándolo sin ser detectado y perseguido por los dioses, es único. Su valor es incalculable.» Hockenberry saca la linterna y la sujeta extendida, como solía hacer cuando apuntaba con su bastón táser cuando tenía. Desea tener uno ahora.