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Authors: Dan Simmons

Olympos (8 page)

BOOK: Olympos
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—Todos los demás han desaparecido... todo el mundo que estuviera más allá de un radio de quinientos kilómetros de Troya. Africanos. Indios de Norteamérica. Indios de Suramérica. Los chinos y los aborígenes de Australia. Los hunos del norte de Europa y los daneses y los futuros vikingos. Los protomongoles. Todo el mundo. Todos los demás seres humanos del planeta, calculamos que había unos veintidós millones, han desaparecido.

—Eso no es posible —dice Hockenberry.

—No. Eso cabría pensar.

—¿Qué clase de poder...?

—Divino.

—Pero desde luego no estos dioses del Olimpo. Ellos sólo son... sólo...

—¿Humanoides más poderosos? —dice Mahnmut—. Sí, es lo que pensamos. Hay otras energías en danza aquí.

—¿Dios? —susurra Hockenberry, educado en una estricta familia baptista de Indiana antes de cambiar la fe por la educación.

—Bueno, tal vez —responde el moravec—, pero si es así, vive en o alrededor del planeta Tierra. Enormes cantidades de energía cuántica fueron liberadas de la Tierra o de cerca de la órbita de la Tierra en el mismo momento en que desaparecieron la esposa y los hijos de Agamenón.

—¿La energía procedía de la Tierra? —repite Hockenberry. Contempla la noche, la pira funeraria de abajo, la vida nocturna de la ciudad animándose en las calles, las distantes hogueras de los aqueos y las más distantes estrellas—. ¿De aquí?

—No de esta Tierra —dice Mahnmut—. De la otra Tierra. La tuya. Y parece que vamos a ir allí.

Durante un momento el corazón de Hockenberry late de manera tan salvaje que tiene miedo de vomitar. Luego cae en la cuenta de que Mahnmut no se refiere realmente a su Tierra, al mundo del siglo XXI, a los fragmentos que recuerda apenas de su antigua vida previa a que los dioses lo resucitaran a partir de ADN y libros y Dios sabe qué, no al mundo que regresa lentamente a su conciencia de la Universidad de Indiana y su esposa y sus estudiantes, sino a la Tierra concurrente con el Marte terraformado de casi tres mil años después de la breve y no tan feliz vida de Thomas Hockenberry.

Incapaz de permanecer sentado, se levanta y camina de un lado a otro por el derruido undécimo piso del edificio, acercándose primero a la pared caída del lado noreste y luego a la caída en vertical de los lados sur y oeste. Un guijarro empujado por su sandalia cae más de treinta metros a las calles oscuras de abajo. El viento le azota la capa y el largo pelo canoso. Hockenberry sabe desde hace ocho meses que el Marte que ahora es visible a través del Agujero coexistía en algún futuro sistema solar con la Tierra y los otros planetas, pero nunca había relacionado ese simple hecho con la idea de que esa otra Tierra estuviera realmente allí, esperando.

«Los huesos de mi esposa están mezclados con el polvo de esa Tierra —piensa, y entonces, al borde de las lágrimas, casi se echa a reír—. Mierda, mis huesos están mezclados con el polvo de allí.»

—¿Cómo podéis ir a esa Tierra? —pregunta, y de inmediato advierte la estupidez de la pregunta. Ha oído la historia de cómo Mahnmut y su enorme amigo Orphu viajaron hasta Marte desde el espacio de Júpiter con algunos otros moravecs que no sobrevivieron a su primer encuentro con los dioses. «Tienen naves espaciales, Hockenbush.» Aunque la mayoría de las naves moravec y rocavec aparecieron como por arte de magia a través de los Agujeros cuánticos que Mahnmut ayudó a crear, no por ello dejaban de ser naves espaciales.

—Estamos construyendo una nave para ese propósito en Fobos y sus alrededores —dice el moravec en voz baja—. Esta vez no vamos a ir solos. Ni desarmados.

Hockenberry no puede dejar de caminar de un lado a otro. Cuando llega al borde de la planta destrozada, tiene ganas de saltar a la muerte... unas ganas que lo tientan siempre que se encuentra en lugares altos, desde niño. «¿Por eso me gusta subir aquí? ¿Para pensar en saltar?

¿Pensar en suicidarme? —Se da cuenta de que así es. Se da cuenta de lo solo que se ha sentido en los últimos ocho meses—. Y ahora incluso Nightenhelser ha desaparecido... desaparecido con los indios, probablemente, absorbido por una aspiradora cósmica que ha hecho desaparecer a todos los humanos del planeta excepto a estos pobres malditos troyanos y griegos.» Hockenberry sabe que puede girar el medallón TC que cuelga sobre su pecho y aparecer en América del Norte en un santiamén, y buscar a su viejo amigo escólico en esa parte de la Indiana prehistórica donde lo dejó hace ocho meses. Pero también sabe que los dioses podrían rastrearlo a través de los intersticios del espacio de Plank. Por eso no ha TCeado en ocho meses.

Regresa junto al fuego y contempla al pequeño moravec.

—¿Por qué demonios me cuentas esto?

—Te invitamos a venir con nosotros —dice Mahnmut.

Hockenberry se sienta pesadamente. Al cabo de un minuto, es capaz de decir:

—¿Por qué, por el amor de Dios? ¿Qué utilidad puedo tener para vosotros en una expedición semejante?

Mahnmut se encoge de hombros de un modo muy humano.

—Eres de ese mundo —dice simplemente—. Aunque no de esa época. Hay humanos en esa otra Tierra, ¿sabes?

—¿Los hay? —Hockenberry oye lo aturdida y estúpida que suena su voz. Nunca se le había ocurrido preguntar.

—Sí. No muchos: la mayoría de los humanos por lo que parece evolucionaron a una especie de condición posthumana y se marcharon del planeta a ciudades anillo orbitales hace más de mil cuatrocientos años... pero nuestras observaciones sugieren que quedan unos pocos cientos de miles de humanos antiguos.

—Seres humanos antiguos —repite Hockenberry, sin intentar siquiera no parecer aturdido—. Como yo.

—Exactamente —dice Mahnmut. Se pone en pie, su placa visora apenas llega al cinturón de Hockenberry, y éste, que nunca ha sido un hombre alto, advierte de pronto cómo deben parecerles los mortales ordinarios a los dioses del Olimpo—. Opinamos que deberías venir con nosotros. Podrías resultar de muchísima ayuda cuando nos encontremos y hablemos con los humanos de tu Tierra futura.

—Jesucristo —susurra Hockenberry. Vuelve a acercarse al borde, se da cuenta de nuevo de lo fácil que sería dar un paso más hacia la oscuridad. Esta vez los dioses no lo resucitarían—. Jesucristo —repite una vez más.

Hockenberry ve la silueta oscura de Héctor junto a la pira funeraria de Paris. Sigue derramando vino en la tierra, sigue ordenando a sus hombres que alimenten las llamas con más madera.

«Yo maté a Paris —piensa Hockenberry—. He matado a todo hombre, mujer, niño y dios que ha muerto desde que tomé la forma de Atenea y secuestré a Patroclo y fingí matarlo para conseguir que Aquiles atacara a los dioses.»

De pronto, Hockenberry se ríe amargamente, sin importarle que la pequeña persona-máquina que tiene detrás piense que ha perdido la razón. «He perdido la razón. Esto es una locura. En parte no he saltado de este puñetero saliente antes porque lo considero faltar a mi deber... es como si necesitara seguir observando, como si siguiera siendo un escólico que informa a la Musa que informa a los dioses. He perdido por completo la razón.» No por primera ni por quincuagésima vez, le apetece echarse a llorar.

—¿Vendrás a la Tierra con nosotros, doctor Hockenberry? —pregunta Mahnmut en voz baja.

—Sí, claro, mierda, ¿por qué no? ¿Cuándo?

—¿Qué tal ahora mismo? —dice el pequeño moravec.

El moscardón estaba seguramente flotando en silencio a unas docenas de metros sobre ellos, pero con las luces de navegación apagadas. De repente la máquina negra y aserrada surge de la oscuridad con tanto ímpetu que Hockenberry casi se cae por el borde del edificio.

Una ráfaga de viento especialmente fuerte le ayuda a mantener el equilibrio y da un paso atrás justo cuando una rampa desciende del vientre del moscardón y golpea la piedra. Hockenberry ve un brillo rojo dentro de la nave.

—Tú primero —dice Mahnmut.

6

Acababa de amanecer y Zeus estaba solo en el Gran Salón de los Dioses cuando su esposa, Hera, entró llevando un perro sujeto con una correa dorada.

—¿Es ése? —preguntó el Señor de los Dioses desde su trono de oro, donde estaba sentado reflexionando.

—Lo es —respondió Hera. Soltó la correa del perro, que se sentó.

—Llama a tu hijo —dijo Zeus.

—¿A cuál?

—Al gran artificiero. Al que desea tanto a Atenea que se frotaría contra su muslo como haría este perro si no tuviera modales.

Hera se dio media vuelta. El perro se levantó para seguirla.

—Deja al perro —dijo Zeus.

Hera hizo un gesto para que el perro se quedara y el animal obedeció.

El perro era grande, gris, de pelo corto, y delgado, con suaves ojos marrones que extrañamente parecían a la vez estúpidos y astutos. Comenzó a moverse y sus patas rascaron el mármol mientras caminaba de un lado a otro alrededor del trono de oro de Zeus. Olisqueó las sandalias y los tobillos descalzos del Señor del Trueno, el hijo de Cronos. Luego se acercó al borde de la enorme laguna de holovisión, se asomó, no vio nada que le interesara en los oscuros videorremolinos de la estática superficial, perdió interés y se dirigió hacia una columna situada a muchos metros de distancia.

—¡Ven aquí! —ordenó Zeus.

El perro miró a Zeus, luego desvió la mirada. Empezó a oler la base de la enorme columna blanca, preparándose.

Zeus silbó.

El perro alzó la cabeza y se giró, irguió las orejas, pero no obedeció. Zeus volvió a silbar y dio una palmada.

El perro gris acudió entonces rápidamente, corriendo, la lengua fuera, los ojos alegres.

Zeus se levantó de su trono y acarició al animal. Sacó un cuchillo de su túnica y cercenó la cabeza del perro con un único movimiento de su enorme brazo. La cabeza del animal rodó casi hasta el borde de la laguna de visión mientras el cuerpo se desplomaba en el mármol, las patas delanteras extendidas como si le hubieran ordenado tenderse y obedeciera con la esperanza de recibir una recompensa.

Hera y Hefesto entraron en el Gran Salón y se acercaron, cruzando cientos de metros de mármol.

—¿Jugando otra vez con los animalitos, mi señor? —preguntó Hera cuando se acercó.

Zeus agitó la mano como para indicarle que le daba igual lo que dijera, envainó la hoja en la manga de su túnica y regresó a su trono.

Hefesto era enano y rechoncho para tratarse de un dios, de poco menos de metro ochenta de estatura. Parecía un gran tonel velludo. El dios del fuego era también cojo y arrastraba la pierna izquierda igual que si fuera una cosa muerta, como así era, en efecto. Tenía una melena salvaje, y una barba aún más salvaje que parecía fundirse con el pelo de su pecho, y ojos enrojecidos que siempre se movían de un lado a otro. Parecía que llevara armadura, pero visto de cerca se notaba que la armadura era una sólida cobertura hecha de cientos de diminutas cajas y bolsas y herramientas y aparatos, algunos forjados de metal precioso, otros de hierro, algunos de cuero, otros al parecer de pelo tejido, que colgaban de correas y cinturones que cruzaban su cuerpo velludo. El artesano del metal definitivo, Hefesto era famoso en el Olimpo por haber creado una vez mujeres de oro, jóvenes vírgenes mecánicas que podían moverse y sonreír y dar placer a los hombres casi como si estuvieran vivas. Se decía que de sus tinas alquímicas había surgido también la primera mujer, Pandora.

—Bienvenido, artificiero —tronó Zeus—. Te habría llamado antes, pero no teníamos ollas de estaño ni escudos de juguete que reparar.

Hefesto se arrodilló junto al cuerpo sin cabeza del perro.

—No tenías por qué hacer esto —murmuró—. No había ninguna necesidad. Ninguna en absoluto.

—Me ha irritado.

Zeus levantó una copa del brazo de su trono dorado y bebió copiosamente.

Hefesto colocó de lado el cuerpo sin cabeza, pasó su gruesa mano por la caja torácica, como ofreciéndose a rascar el vientre del perro muerto, y apretó. Un trozo de carne y pelo se abrió. El dios del fuego metió la mano en las entrañas del perro y sacó una bolsa clara llena de trozos de carne y otras cosas. Luego sacó una ristra de carne rosa y húmeda de la bolsa.

—Dionisos —dijo.

—Mi hijo —repuso Zeus. Se frotó las sienes como si estuviera cansado de todo.

—¿He de entregar este trozo al Curador y las tinas, oh, hijo de Cronos? —preguntó el dios del fuego.

—No. Haremos que uno de los nuestros lo coma para que mi hijo pueda renacer según sus deseos. Esa Comunión es dolorosa para el anfitrión, pero tal vez eso enseñe a los dioses y diosas del Olimpo a tener más cuidado cuando se trata de mis hijos.

Zeus miró a Hera, que se había acercado más y estaba sentada en el segundo escalón de piedra del trono, con el brazo derecho apoyado afectuosamente en su pierna y tocando la rodilla de Zeus con su blanca mano.

—No, esposo mío —dijo en voz baja—. Por favor. Zeus sonrió.

—Elige entonces, esposa. Sin vacilación, Hera dijo:

—Afrodita. Está acostumbrada a meterse en la boca partes de hombres. Zeus negó con la cabeza.

—Afrodita no. No ha hecho nada desde que estuvo en las tinas por provocar mi ira. ¿No debería ser Palas Atenea, la inmortal que nos trajo esta guerra con los mortales con su intemperado asesinato del amado Patroclo de Aquiles y del hijo de Héctor?

Hera apartó el brazo.

—Atenea niega haber hecho esas cosas, hijo de Cronos. Y los mortales dicen que Afrodita estaba con Atenea cuando mataron al bebé de Héctor.

—En la laguna de visión tenemos la imagen del asesinato de Patroclo, mujer. ¿Quieres que vuelva a ponértela? —En la voz de Zeus, tan grave que parecía un trueno lejano aunque susurrara, se notaban ya los signos de una ira creciente. El efecto era el de una tormenta que avanzara por el Salón de los Dioses.

—No, mi señor —dijo Hera—. Pero sabes que Atenea insiste en que fue el escólico perdido, Hockenberry, quien adoptó su forma e hizo esas cosas. Jura por el amor que te profesa que...

Zeus se levantó impaciente y se apartó del trono.

—Las bandas morfeadoras del escólico no fueron diseñadas para dar a un mortal la forma ni el poder de un dios —replicó—. No es posible. Por momentáneamente que sea. Algún dios o diosa del Olimpo cometió esas acciones... o bien Atenea o alguien de nuestra familia que adoptó la forma de Atenea. Ahora... elige quién recibirá el cuerpo y la sangre de mi hijo, Dionisos.

—Deméter.

Zeus se frotó la barba corta y blanca.

—Deméter. Mi hermana. ¿Madre de mi querida Perséfone?

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