Authors: Dan Simmons
Y en Cráter París era donde planeaba hacer lo que tenía que hacer.
Daeman se cargó la pesada mochila, recogió la ballesta, regresó al pabellón, dio un silencioso adiós a las brisas tropicales y el rumor de las hojas de las palmeras y tecleó el primer código de su lista.
Aquiles ha cargado con el cuerpo muerto pero perfectamente conservado de la amazona Pentesilea durante más de treinta leguas, más de ciento cincuenta kilómetros, por la falda del monte Olimpo, y está dispuesto a llevarla otras cincuenta leguas más (o cien si es preciso, o un millar). Pero en algún momento de este tercer día, en algún lugar, hacia los dos mil metros de altura, el aire y el calor desaparecen por completo.
Durante tres días y noches, con sólo pequeñas pausas para descansar y echar una cabezada, Aquiles, hijo de Peleo y la diosa Tetis, nieto de Eaco, ha subido por el tubo de la escalera de cristal que asciende hasta la cumbre del Olimpo. Destrozada en la zona de las pendientes inferiores durante los primeros días de lucha entre las fuerzas de Héctor y Aquiles y los dioses inmortales, la mayor parte de la escalera mecánica ha conservado su atmósfera presurizada y sus elementos caloríficos. Hasta el nivel de los dos mil metros. Hasta aquí. Hasta ahora.
En este punto un rayo o un arma de plasma ha cortado por completo el tubo de la escalera y ha abierto un boquete de medio kilómetro o más. La escalera de cristal en la roja pendiente volcánica parece una serpiente cortada por la mitad con un hacha. Aquiles atraviesa el campo de fuerza del extremo abierto del tubo y cruza la terrible abertura cargado con sus armas, su escudo y el cuerpo de Pentesilea ungido de ambrosía conservante de Palas Atenea y envuelto en el lino, antes blanco, de su tienda de mando. Cuando llega al otro lado, con los pulmones a punto de reventar, los ojos ardiendo y los oídos sangrando por la baja presión, la piel erosionada por el punzante frío, ve que el tubo está destrozado kilómetros, sin aire ni calor en su interior. En vez de una escalera por la que subir, quedan añicos con trozos de metal puntiagudo y cristales retorcidos hasta donde le alcanza la vista. Sin aire, helada, ni siquiera ofrece refugio de los aullantes vientos.
Maldiciendo, jadeando, Aquiles retrocede, atraviesa de nuevo el zumbante campo de fuerza de la abertura del tubo de cristal y se desploma en los escalones metálicos, depositando su carga envuelta cuidadosamente en los escalones. Tiene la piel enrojecida y cuarteada por el frío.
«¿Cómo puede hacer tanto frío tan cerca del sol?», se pregunta. El divino Aquiles está seguro de que ha ascendido más de lo que voló Ícaro. La cera de las alas del muchacho que quiso ser pájaro se derritió por el calor del sol. ¿No fue así? Pero las cimas de las montañas de la tierra de su infancia (la tierra de Quirón, el país de los centauros) eran lugares fríos e inhóspitos donde soplaba el viento y el aire se hacía más escaso a medida que uno escalaba. Aquiles advierte que esperaba más del Olimpo.
Saca una bolsa de cuero de su capa, extrae un pequeño odre de vino de la bolsa y apura las últimas gotas con los labios agrietados. Aquiles se ha comido lo que le quedaba de queso y pan hace diez horas, confiando en llegar pronto a la cima. Pero el Olimpo no parece tener cima.
Tiene la sensación de que han pasado meses desde la mañana del día en que empezó su misión, hace tres días, el día en que mató a Pentesilea, el día en que el Agujero se cerró aislándolo de Troya y sus camaradas mirmidones y aqueos, aunque no le importa que el Agujero haya desaparecido ya que no tiene ninguna intención de regresar hasta que Pentesilea viva de nuevo y sea su esposa. Pero no había planeado esta expedición. Esa mañana de hace tres días, cuando Aquiles partió de su tienda, cerca de la base del Olimpo, sólo llevaba unos bocados de alimento a la batalla con las amazonas porque no planeaba estar fuera más que unas pocas horas. Su fuerza aquella mañana parecía tan ilimitada como su cólera.
Ahora Aquiles se pregunta si le quedan fuerzas para descender las treinta leguas de escalera metálica.
«Tal vez si dejo el cadáver de la mujer.»
Incluso mientras el pensamiento se desliza por su mente agotada, sabe que no lo hará: no puede hacerlo. ¿Qué dijo Atenea? «No hay liberación posible de este hechizo concreto de Afrodita: las feromonas han hablado y su juicio es definitivo. Pentesilea será tu único amor en esta vida, bien como cadáver o como mujer viva...»
Aquiles, hijo de Peleo, no tiene ni idea de lo que son las feromonas, pero sabe que la maldición de Afrodita es bastante real. El amor por esta mujer a quien ha matado tan brutalmente roe sus entrañas con más fiereza que los retortijones de hambre que hacen rugir su vientre. Nunca regresará. Atenea dijo que había tanques sanadores en la cima del Olimpo, el secreto de los dioses, la fuente de su propio resurgir físico y su inmortalidad... un camino secreto en torno a la línea inviolable de la luz y la oscuridad que es la barrera de los dientes de la Muerte. Los tanques sanadores... ahí es adonde Aquiles llevará a Pentesilea. Cuando ella vuelva a respirar, será su esposa. Aquiles desafía a los mismos Hados para que se opongan a él en esta misión.
Pero el cansancio hace que sus brazos poderosos y bronceados tiemblen y se inclina hacia delante, apoyando esos brazos en sus rodillas ensangrentadas, justo por encima de las grebas. Mira a través del techo y los lados de cristal de la escalera metálica cerrada y, por primera vez en tres días, contempla el panorama.
Es casi el atardecer y la sombra del Olimpo se extiende por el paisaje rojo de abajo. El Agujero ha desaparecido y ya no hay hogueras de campamento visibles en la llanura. Aquiles distingue la línea serpenteante de la escalera mecánica de cristal a lo largo de mucho más de las treinta leguas que ha escalado; su cristal capta más luz que las oscuras pendientes que tiene a sus pies. Más allá, la sombra de la montaña cae sobre la línea de la costa, las colinas lejanas e incluso el mar azul que fluye tan mansamente desde el norte. Más al este, Aquiles puede ver las blancas cumbres de otros tres altos picos alzándose sobre las nubes bajas, captando el brillo de la roja puesta de sol. El borde del mundo es curvo. Eso le parece a Aquiles algo muy extraño, ya que todo el mundo sabe que el mundo es plano o tiene forma de platillo, con las paredes lejanas curvándose hacia arriba, no hacia abajo como hace el borde de este mundo a la luz del atardecer. Éste no es obviamente el monte Olimpo de Grecia, pero Aquiles lo sabe desde hace muchos meses. Este mundo de suelo rojo y cielo azul con esta montaña imposiblemente alta es el auténtico hogar de los dioses, y sospecha que el horizonte puede curvarse hacia abajo en este lugar o hacer lo que le plazca.
Se vuelve hacia arriba para mirar la montaña justo cuando un dios TCea y aparece.
Es un dios pequeño para los cánones del Olimpo, un enano (apenas de metro ochenta de estatura) barbudo, feo y, cuando se tambalea al ver los daños de su escalera mecánica, Aquiles advierte que es cojo, casi jorobado. Tan familiarizado con el panteón olímpico como cualquier otro héroe argivo, Aquiles sabe de inmediato de quién se trata: Hefesto, dios del fuego y principal artificiero de los dioses.
Hefesto casi ha terminado de estudiar los desperfectos de su creación (está allí de pie en el frío glacial, de espaldas a Aquiles, rascándose la barba y murmurando mientras contempla el destrozo) y parece que no ha reparado en Aquiles y su bulto envuelto en lino.
Aquiles no espera a que se dé la vuelta. Atravesando el campo de fuerza a toda velocidad, el de los pies ligeros alcanza al dios del fuego y usa con él sus llaves favoritas. Primero la famosa «presa al cuerpo» que le ha hecho ganar incontables premios en juegos de lucha: agarra al dios por su hirsuta cintura, lo pone boca abajo y lo arroja de cabeza contra la roca más cercana. Hefesto aúlla una maldición y trata de levantarse. Aquiles agarra entonces al dios enano por el velludo antebrazo y usa el movimiento «yegua voladora»: se carga a Hefesto al hombro, le da una vuelta completa y lo arroja de espaldas al suelo.
Hefesto gime y grita una maldición verdaderamente obscena.
Sabiendo que el siguiente movimiento del dios será teletransportarse, Aquiles se lanza sobre la figura baja y gruesa, pasa las piernas alrededor de la cintura de Hefesto en una presa de tijera que le aplasta las costillas y coloca el brazo izquierdo alrededor del cuello del dios barbudo. Se saca el cuchillo para matar dioses del cinturón y lo coloca bajo la barbilla del dios del fuego.
—Si huyes, iré contigo y te mataré al mismo tiempo —susurra Aquiles a la peluda oreja del artificiero.
—No... puedes... matar... a un... puñetero... dios —jadea Hefesto, usando sus dedos gruesos y callosos para intentar zafar la garganta del antebrazo de Aquiles.
Aquiles emplea la hoja de Atenea para marcar un corte de unos ocho centímetros (largo pero poco profundo) bajo la barbilla de Hefesto. Icor dorado mancha la barba rala. Simultáneamente, el aqueo aprieta las piernas contra las costillas del dios, que crujen.
El dios descarga electricidad por todo su cuerpo hasta los muslos del hombre, que hace una mueca cuando recibe la descarga pero no suelta su presa. El dios ejerce una fuerza sobrehumana para escapar: Aquiles la contrarresta con fuerza aún más sobrehumana y lo retiene aumentando la presión de su presa de tijera y clavando un poco más la hoja bajo la barbilla del dios de rostro arrebolado.
Hefesto gruñe, rezonga, se queda flácido.
—Está bien... basta —jadea—. Has ganado este asalto, hijo de Peleo.
—Dame tu palabra de que no desaparecerás.
—Te doy mi palabra —jadea Hefesto. Gruñe cuando Aquiles aprieta con más fuerza sus poderosos muslos.
—Te mataré si rompes tu palabra —ruge Aquiles. Se vuelve, consciente de que el aire es demasiado escaso para permanecer consciente más de unos segundos. Agarrando al dios del fuego por la túnica y el pelo revuelto, lo arrastra a través del campo de fuerza hasta el aire cálido y denso de la escalera de cristal cubierta.
Una vez dentro, Aquiles arroja al dios sobre los peldaños de metal y rodea de nuevo con las piernas las costillas de Hefesto. Sabe por haber observado a Hockenberry y a los propios dioses que, cuando Tcean, dondequiera que vayan, transportan con ellos a quien tengan en contacto físico.
Gimiendo, resoplando, Hefesto mira el cuerpo envuelto en lino de Pentesilea.
—¿Qué te trae al Olimpo, Aquiles, el de los pies ligeros? ¿Traes la colada para que la laven?
—Calla —jadea Aquiles. Tres días sin comida y el esfuerzo de escalar dos mil metros en una montaña sin aire se han cobrado su precio. Nota que su fuerza sobrehumana mengua como agua en un cedazo. Otro minuto y tendrá que soltar a Hefesto... o matarlo.
—¿Dónde conseguiste ese cuchillo, mortal? —pregunta el dios barbudo, sangrando icor.
—Palas Atenea me lo confió. —Aquiles no ve ningún motivo para mentir y, al contrario que algunos (el astuto Odiseo, por ejemplo), no miente nunca.
—Atenea, ¿eh? —gruñe Hefesto—. Es la diosa a quien amo por encima de todas las demás.
—Sí, eso he oído —dice Aquiles. En realidad, lo que Aquiles ha oído es que Hefesto persiguió a la diosa virgen durante siglos, tratando de salirse con la suya. En un momento dado se acercó tanto que Atenea tuvo que apartar el hinchado miembro de Hefesto de sus muslos (y los griegos usaban tímidamente la palabra «muslos» para referirse a las partes pudendas de la mujer) cuando, bombeando en seco, el barbado dios cojo eyaculó sobre la parte superior de sus piernas justo cuando la diosa, más poderosa, lo apartaba de un empujón. De niño, el tutor de Aquiles, el centauro Quirón, le contó muchos relatos en los cuales la lana,
erion
, que Atenea empleó para limpiar el semen o el polvo donde ese semen cayó jugaban papeles interesantes. De hombre, siendo el más grande guerrero del mundo, Aquiles ha oído a los poetas-juglares cantar al «rocío marital» (
herse
o
drosos
en el lenguaje de su hogar), pero estas palabras también se refieren a un niño recién nacido. Se dice que varios héroes humanos (algunos incluyen a Apolón) han nacido de esta lana o del polvo impregnado de semen.
Aquiles decide no mencionar el relato. Además, casi se ha quedado sin fuerzas, necesita conservar el aliento.
—Libérame y seré tu aliado —dice Hefesto, jadeando de nuevo—. Somos como hermanos, de todas formas.
—¿Cómo es que somos como hermanos? —consigue decir Aquiles. Ha decidido que, si tiene que liberar a Hefesto, hundirá la daga de Atenea bajo la mandíbula del dios hasta su cráneo, destrozando el cerebro del artificiero y ensartándolo como a un pez de un arroyo.
—Cuando me arrojaron al mar, no mucho después del Cambio, Eurínome, hija de Océano, y tu madre, Tetis, me recibieron en sus regazos —jadea el dios—. Me habría ahogado si tu madre, la queridísima Tetis, hija de Nereo, no me hubiera acogido y me hubiera cuidado. Somos como hermanos.
Aquiles vacila.
—Somos más que hermanos —jadea Hefesto—. Somos aliados.
Aquiles no habla, porque de hacerlo revelaría su debilidad, cada vez mayor.
—¡Aliados! —exclama Hefesto, cuyas costillas crujen una a una, como ramas con el frío—. Mi amada madre, Hera, odia a la puta inmortal Afrodita, que es tu enemiga. Mi adorada amada, Atenea, te envió a esta misión, dices. Así que es mi voluntad ayudarte en tu gesta.
—Llévame a los tanques sanadores —consigue decir Aquiles.
—¿Los tanques sanadores? —Hefesto respira profundamente cuando Aquiles reduce un poco la presión—. Te encontrarán de inmediato, hijo de Peleo y Tetis. El Olimpo está al borde del caos y la guerra civil hoy. Zeus ha desaparecido pero sigue habiendo guardias en los tanques sanadores. Todavía no ha oscurecido. Ven a mi morada, come, bebe, refréscate, y luego te llevaré directamente a los tanques curadores al amparo de la noche, cuando sólo estén allí el monstruoso Curador y unos pocos guardias adormilados
«¿Comida?», piensa Aquiles. Es cierto, advierte, que apenas podrá luchar (mucho menos ordenar a nadie que le devuelva la vida a Pentesilea) a menos que coma algo pronto.
—Muy bien —gruñe Aquiles, retirando las piernas de la cintura del dios barbudo y guardando en su cinturón la hoja de Atenea—. Llévame a tu morada en la cima del Olimpo. Sin trucos.
—Sin trucos —gruñe Hefesto, frunciendo el ceño y palpándose las costillas magulladas y rotas—. Pero es un día aciago cuando un inmortal puede ser tratado de esta forma. Toma mi mano y nos TCearemos de aquí ahora mismo.