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Authors: Dan Simmons

Olympos (47 page)

BOOK: Olympos
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«Héctor está aquí.»

Incluso después de diez años de admirar su presencia, su heroísmo y sabiduría, incluso después de diez años de ser una planta que se vuelve hacia el sol que es el carisma de Héctor, Helena de Troya siente que el pulso se le acelera cuando Héctor, hijo de Príamo, verdadero líder de los combatientes y el pueblo de Troya, entra en el salón.

Lleva su armadura de batalla. Está limpio (obviamente, vuelve de la cama, no del campo de batalla; acaban de sacarle brillo a la armadura, su escudo no tiene marcas, incluso lleva el pelo recién lavado y trenzado), pero el joven parece cansado, herido por un dolor del alma.

Héctor saluda a su regio padre y se sienta en el trono de su madre muerta mientras sus capitanes ocupan su sitio detrás de él.

—¿Cuál es la situación? —pregunta Héctor.

Responde Deífobo, hermano de Héctor, ensangrentado por el combate de la noche, mirando al rey Príamo como si le informara a él pero hablándole en realidad a Héctor.

—Las murallas y las grandes puertas Esceas están seguras. Casi nos pilló por sorpresa el repentino ataque de Agamenón y andábamos escasos de hombres con tantos combatientes al otro lado del Agujero luchando contra los dioses, pero rechazamos a los argivos, y expulsamos a los aqueos hasta sus naves al amanecer. Pero poco ha faltado.

—¿Y el Agujero se ha cerrado? —pregunta Héctor.

—Ha desaparecido —dice Deífobo.

—¿Y todos nuestros hombres consiguieron volver antes de que el Agujero desapareciera? Deífobo mira a uno de sus capitanes y recibe una sutil señal.

—Eso creemos. Hubo mucha confusión mientras miles de hombres se retiraban a la ciudad, los artificios moravec huían en sus máquinas voladoras y Agamenón lanzaba su traidor ataque... Muchos de nuestros mejores hombres cayeron ante las murallas, atrapados entre nuestros arqueros y los aqueos. Pero creemos que no ha quedado nadie al otro lado del Agujero, excepto Aquiles.

—¿Aquiles no ha vuelto? —pregunta Héctor, alzando la cabeza. Deífobo niega con un gesto.

—Después de matar a todas las mujeres amazonas, Aquiles se quedó atrás. Los otros capitanes y reyes aqueos huyeron a sus propias filas.

—¿Pentesilea está muerta? —pregunta Héctor. Helena advierte ahora que el hijo mayor de Príamo ha estado desconectado del mundo más de veinte horas, hundido en su propia miseria y sin creer que la guerra contra los dioses hubiera terminado.

—Pentesilea, Clonia, Bremusa, Euandra, Termodoa, Alcibia, Dermaquia, Deríone... las trece amazonas han caído, mi señor.

—¿Y qué ocurre ahora con los dioses?

—Guerrean entre sí con más fiereza —dice Deífobo—. Es como los días anteriores... a nuestra guerra contra ellos.

—¿Cuántos hay de nuestra parte? —pregunta Héctor.

—Hera y Atenea son las principales aliadas y patronas de los aqueos. Se ha visto a Poseidón, Hades y a una docena más de inmortales en el campo de batalla esta noche, instando a las hordas de Agamenón, lanzando rayos contra nuestras murallas.

El viejo Príamo se aclara la garganta.

—Entonces, ¿por qué nuestras murallas aguantan todavía, hijo mío? Deífobo hace una mueca.

—Como en los viejos tiempos, padre mío, por cada dios que nos desea mal tenemos a nuestro protector. Apolo está con nosotros, con su arco de plata. Ares dirigió nuestro contraataque al amanecer. Deméter y Afrodita... —Se detiene.

—¿Afrodita? —dice Héctor. Su voz es fría como un cuchillo al caer sobre mármol. Andrómaca dijo que esa diosa había asesinado al bebé de Héctor. Ésa era la que había forjado la alianza entre los mayores enemigos de la historia, Héctor y Aquiles, e iniciado su guerra contra los dioses.

—Sí —responde Deífobo—. Afrodita lucha junto a los otros dioses que nos aman. Afrodita dice que no fue ella quien asesinó a nuestro querido Escamandro, nuestro Astianacte, nuestro joven señor de la ciudad.

Los labios de Héctor están blancos.

—Continúa —dice.

Deífobo toma aliento. Helena contempla el gran salón. Las docenas de rostros están blancos, intensos, concentrados en la fuerza del momento.

—Agamenón y sus hombres y sus aliados inmortales se están reagrupando junto a sus negras naves —dice el hermano de Héctor—. Se acercaron lo bastante anoche para apoyar sus escalas contra nuestras murallas y enviar a muchos valientes hijos de Ilión al Hades, pero sus ataques no estaban bien coordinados y llegaron demasiado pronto, antes de que la masa de sus capitanes y hombres atravesara el Agujero, y con la ayuda de Apolo y el liderazgo de Ares, los hicimos retroceder más allá de sus antiguas trincheras y los abandonados asentamientos moravec.

Cae el silencio sobre la sala mientras Héctor permanece allí sentado, aparentemente perdido en sus pensamientos. Su casco bruñido, que lleva en el hueco del brazo, muestra un reflejo distorsionado de los rostros más cercanos.

Héctor se pone en pie, se acerca a Deífobo, agarra un segundo el hombro de su hermano y se vuelve hacia su padre.

—Noble Príamo, amado padre, Deífobo, el más querido de todos mis hermanos, ha salvado nuestra ciudad mientras yo lloriqueaba en mis aposentos como una vieja perdida en agrios recuerdos. Pero ahora te pido que me perdones para poder entrar de nuevo en las filas que defienden nuestra ciudad.

Los ojos reumáticos de Príamo parecen ganar un leve destello de vida.

—¿Harías a un lado tu lucha contra los dioses para ayudarnos, hijo mío?

—Mi enemigo es el enemigo de Ilión —dice Héctor—. Mis aliados son aquellos que matan a los enemigos de Ilión.

—¿Lucharás junto a Afrodita? —insiste el viejo Príamo—. ¿Te aliarás con los dioses que has intentado matar en estos últimos meses? ¿Matarás a esos aqueos, a esos argivos, a quienes has aprendido a llamar amigos?

—Mi enemigo es el enemigo de Ilión —repite Héctor, la mandíbula firme. Alza el casco dorado y se lo pone. Sus ojos son fieros a través de los círculos en el metal pulido.

Príamo se levanta, abraza a Héctor, besa su mejilla con infinita ternura.

—Conduce a nuestros ejércitos a la victoria en este día, noble Héctor.

Héctor se vuelve, estrecha durante un segundo el antebrazo de Deífobo y habla alto, dirigiéndose a todos los cansados capitanes y a sus hombres.

—En este día llevaremos el fuego al enemigo. ¡En este día rugiremos gritos de batalla, todos juntos! Zeus nos ha entregado este día, un día que valdrá por todo el resto de nuestras largas vidas. ¡En este día nos apoderaremos de las naves, mataremos a Agamenón y pondremos fin a esta guerra para siempre!

El silencio resuena durante una larga pausa y de repente el gran salón se llena de un rugido que asusta a Helena y la hace retroceder un paso hacia Casandra, que sonríe de oreja a oreja en una especie de rictus de muerte.

El salón se vacía como si la gente hubiera sido expulsada por el rugido, un rugido que no muere sino que comienza de nuevo y luego se vuelve aún más poderoso mientras Héctor sale del antiguo palacio de Helena y es vitoreado por los miles de hombres que esperan fuera.

—Así comienza de nuevo —susurra Casandra, la terrible mueca petrificada en su rostro—. Así los antiguos futuros vuelven de nuevo a nacer con sangre.

—Cállate —susurra Helena.

—¡Levántate, Ada! ¡Levántate!

Ada apartó el paño turín y se sentó en la cama. Era Emme quien la sacudía. Ada alzó la palma izquierda y vio que era poco más de medianoche.

De fuera llegaban gritos, alaridos, el chisporroteo de los rifles de flechitas de cristal y el tañido de las pesadas ballestas al disparar. Algo pesado chocó contra la muralla de Ardis Hall y un segundo más tarde una ventana de la primera planta explotó hacia dentro. Había llamas iluminando la ventana: llamas en el exterior y abajo.

Ada se levantó de un salto. Ni siquiera se había quitado las botas, así que se alisó la túnica y siguió a Emme al pasillo, lleno de gente que corría. Todo el mundo tenía un arma y corría hacia su puesto asignado.

Petyr se encontró con ella al pie de las escaleras.

—Han irrumpido a través de la muralla oeste. Tenemos un montón de muertos. Los voynix están dentro del complejo.

35

Ada salió de Ardis Hall y se encontró en medio de la confusión, la oscuridad, la muerte y el terror.

Con Pety y un grupo de defensores había salido por la puerta principal al jardín sur, pero la noche era tan oscura que sólo pudo ver antorchas en las empalizadas y las vagas formas de gente que corría hacia la mansión. Oyó solamente gritos y chillidos.

Reman llegó corriendo. El hombre, barbudo y fornido, uno de los primeros llegados a Ardis a escuchar las enseñanzas de Odiseo, llevaba una ballesta sin saetas.

—Los voynix entraron primero por la muralla norte. Trescientos o cuatrocientos a la vez, concentrados, en masa...

—¿Trescientos o cuatrocientos? —susurró Ada. El ataque de la noche anterior había sido el peor y habían calculado que no más de ciento cincuenta criaturas, desplegadas, habían atacado el complejo.

—Hay al menos unos doscientos atacando cada muralla —jadeó Reman—. Pero han rebasado primero la muralla norte, tras una andanada de piedras. Un montón de los nuestros están heridos... no podíamos ver las piedras en la oscuridad y cuando los nuestros en los parapetos han caído hemos tenido que mantener la cabeza gacha. Algunos han corrido, los voynix han venido saltando, usando las espaldas de otros voynix como trampolín. Estaban entre el ganado antes de que pudiéramos llamar a las reservas. Necesito más saetas para la ballesta y una lanza nueva...

Intentó entrar en el vestíbulo donde se entregaban las armas, pero Petyr lo agarró del brazo.

—¿Habéis recogido a los heridos de la muralla? Reman negó con la cabeza.

—Aquello es una locura. Los voynix han matado a todos los caídos, incluso a los que sólo tenían heridas leves en la cabeza o magulladuras por las piedras. No hemos podido... no hemos podido llegar hasta ellos.

El hombretón se volvió para ocultar el rostro.

Ada rodeó corriendo la casa en dirección a la muralla norte.

La enorme cúpula estaba ardiendo y las llamas iluminaban la confusión. Los barracones provisionales y las tiendas donde dormía más de la mitad de la gente de Ardis estaban ardiendo también. Hombres y mujeres corrían hacia Ardis Hall aterrorizados. El ganado mugía mientras las veloces sombras de los voynix lo masacraban: eso era lo que hacían antes los voynix, Ada lo sabía bien, sacrificar animales para los humanos, y todavía tenían sus letales hojas manipuladoras en los extremos de aquellos poderosos brazos de acero. Más vacas cayeron al barro y la nieve mientras Ada lo contemplaba todo horrorizada. Entonces los voynix se acercaron saltando hacia ella, cubriendo rápidamente los cien metros que los separaban de la casa con grandes brincos de saltamontes.

Petyr la agarró.

—Vamos, tenemos que retroceder.

—Las trincheras de fuego... —dijo Ada, librándose de su mano. Se abrió paso entre la corriente de gente hasta llegar a una de las antorchas del patio trasero, la encendió y corrió hacia la trinchera más cercana. Tuvo que esquivar a la multitud de hombres y mujeres que corrían hacia la casa. Pudo ver a Reman y otros tratando de dirigir la lucha, pero la muchedumbre, derrotada por el pánico, seguía corriendo. Muchos arrojaban ballestas, arcos y armas de flechitas de cristal. Los voynix ya habían rebasado la cúpula, sus sombras plateadas saltaban sobre el andamiaje en llamas, abatiendo a los hombres y mujeres que intentaban sofocar el fuego. Más voynix, docenas de ellos, saltaban, correteaban y se acercaban a Ada. La trinchera estaba a veinte metros de distancia, los voynix a menos de cuarenta.

—¡Ada!

Ella siguió corriendo. Petyr y un pequeño grupo de hombres y mujeres la siguieron hasta las trincheras, incluso mientras los primeros voynix saltaban sobre la primera zanja.

Los barriles de queroseno estaban en su sitio, pero nadie había vertido el líquido sobre la trinchera. Ada soltó la tapa y de una patada derribó el pesado barril, lo hizo rodar hasta el borde de la trinchera mientas el combustible de fuerte olor se derramaba viscosamente sobre la zanja. Petyr, Salas, Peaen, Emme y otros volcaron más barriles y empezaron a empujarlos.

Entonces los voynix cayeron sobre ellos. Una de las criaturas saltó la zanja y de un tajo le cortó a Emme el brazo a la altura del hombro. La amiga de Ada ni siquiera gritó. Miró su brazo perdido en un silencioso asombro, con la boca abierta. El voynix alzó el brazo y sus cuchillas cortantes destellaron a la luz.

Ada lanzó la antorcha a la zanja, recogió una ballesta caída y lanzó una saeta metálica contra la joroba de cuero del voynix. La criatura se apartó de Emme y se dio la vuelta, dispuesta a saltar contra Ada. Petyr derramó media lata de queroseno sobre su caparazón casi al mismo tiempo que Loes lanzaba su antorcha contra la cosa.

El voynix explotó en llamas y se tambaleó en círculos, sus sensores infrarrojos sobrecargados, los brazos metálicos agitándose. Dos hombres cercanos a Petyr lo aguijonearon con flechitas. Finalmente, cayó a la zanja y prendió toda la sección de la trinchera. Emme se desplomó y Reman la cogió, alzándola con facilidad, y se volvió para llevarla a la casa.

Una piedra del tamaño de un puño llegó de la oscuridad, rápida como un dardo y casi tan invisible, y golpeó a Reman en la nuca. Todavía sosteniendo a Emme, cayó de espaldas a la zanja. Sus cuerpos ardieron.

—¡Vamos! —gritó Petyr, agarrando a Ada por el brazo. Un voynix cruzó de un salto las llamas y aterrizó entre ellos. Ada disparó al vientre del voynix la saeta que le quedaba en la ballesta, agarró la muñeca de Petyr, esquivó al voynix que se tambaleaba y se volvió para echar a correr.

Ahora había incendios en todo el complejo y Ada vio voynix por todas partes: muchos más allá de la trinchera en llamas ya, todos dentro de las murallas. Algunos caían debido a las flechitas de cristal o eran detenidos por saetas y flechas certeras, otros eran destruidos cuando los golpeaba el estallido de las flechitas de cristal, pero los disparos humanos eran esporádicos, individuales, con mala puntería. La gente sentía pánico. La disciplina no se mantenía. La andanada de piedras que arrojaban los voynix invisibles desde el otro lado de las murallas, por otro lado, era incesante: una descarga constante y letal surgida de la oscuridad. Ada y Petyr trataron de ayudar a incorporarse a una muchachita pelirroja antes de que los voynix los arrasaran a todos. La mujer había sido golpeada por una piedra en la sien y tosía sangre sobre su túnica blanca. Ada soltó su ballesta vacía y usó ambas manos para ayudar a la mujer a levantarse y empezó a encaminarse hacia la mansión.

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