Authors: Paulo Coelho
Le estaba contando la verdad, pero podía influir de manera negativa en la chica.
—En cualquier caso, es mejor una vida sin sorpresas —concluyó—. Tal vez mi marido se habría muerto antes, de no ser así.
María salió decidida a investigar sobre haciendas. Como tenía la tarde libre, resolvió pasear un poco, y se fijó, en la parte alta de la ciudad, en una pequeña placa amarilla con un sol y una inscripción: «Camino de Santiago». ¿Qué era aquello? Como había un bar del otro lado de la calle, y como había aprendido a preguntar todo lo que no sabía, decidió entrar e informarse.
—No tengo ni idea —dijo la chica de detrás de la barra.
Era un lugar elegante, y el café costaba tres veces más de lo normal. Pero como tenía dinero, y ya que estaba allí, pidió un calé, y resolvió dedicar las horas siguientes a aprenderlo todo sobre administración de haciendas. Abrió el libro con entusiasmo, pero no consiguió concentrarse en la lectura, era aburridísimo. Sería mucho más interesante hablar con alguno de sus clientes al respecto, ellos siempre sabían la mejor manera de administrar el dinero. Pagó el café, se levantó, dio las gracias a la chica que la atendió, dejó una buena propina (había creado una superstición al respecto, si daba mucho, recibiría también mucho), caminó en dirección a la puerta y, sin darse cuenta de la importancia de aquel momento, oyó la frase que cambiaría para siempre sus planes, su futuro, su hacienda, su idea de felicidad, su alma de mujer, su actitud de hombre, su lugar en el mundo:
—Espera un momento.
Miró sorprendida hacia un lado. Aquello era un bar respetable, no era el Copacabana, donde los hombres tienen derecho a decir eso, aunque las mujeres puedan responder: «Me voy, y tú no vas a impedírmelo».
Se preparaba para ignorar el comentario, pero su curiosidad fue más fuerte, y se volvió en dirección a la voz. Lo que vio fue una escena extraña: un hombre de aproximadamente treinta años (¿o acaso debía pensar «un chico de aproximadamente treinta años»? Su mundo había envejecido muy de prisa), de pelo largo, arrodillado en el suelo, con varios pinceles diseminados a su lado, dibujando a un señor, sentado en una silla, con un vaso de anís a su lado. No se había fijado en ellos al entrar.
—No te vayas. Estoy terminando este retrato y me gustaría pintarte a ti también.
María respondió, y al responder creó el lazo que faltaba en el universo:
—No me interesa.
—Tienes luz. Déjame por lo menos hacer un esbozo.
¿Qué era un esbozo? ¿Qué era «luz»? No dejaba de ser una mujer vanidosa, ¡imagina tener un retrato pintado por alguien que parecía serio! Empezó a delirar: ¿y si era un pintor famoso? ¡Ella sería inmortalizada para siempre en un lienzo! ¡Expuesta en París, o en Salvador de Bahía! ¡Un mito!
Por otro lado, ¿qué hacía aquel hombre, con todo aquel desorden a su alrededor, en un bar tan caro y posiblemente bien frecuentado?
Adivinando su pensamiento, la chica que servía a los clientes dijo bajito:
—Es un artista muy conocido.
Su intuición no había fallado. María procuró controlarse y mantener la sangre fría.
—Viene aquí de vez en cuando y siempre trae a un cliente importante. Dice que le gusta el ambiente, que lo inspira; está haciendo un cuadro con la gente que representa a la ciudad, fue un encargo del ayuntamiento.
María miró al hombre que estaba siendo pintado. De nuevo la camarera leyó su pensamiento.
—Es un químico que ha hecho un descubrimiento revolucionario. Ha ganado el Premio Nobel.
—No te vayas —repitió el pintor—. Acabo dentro de cinco minutos. Pide lo que quieras y que lo pongan en mi cuenta.
Como hipnotizada por la orden, María se sentó en el bar, pidió un cóctel de anís (como no acostumbraba a beber, lo único que se le ocurrió fue imitar al tal premio Nobel), y esperó mientras miraba trabajar al hombre. «No represento a la ciudad, debe de estar interesado en otra cosa. Pero no es mi tipo», pensó automáticamente, repitiendo lo que siempre decía para sí misma desde que había empezado a trabajar en el Copacabana; era su tabla de salvación y su renuncia voluntaria a las trampas del corazón.
Una vez que estaba eso claro, no le costaba nada esperar un poco, tal vez la chica de la barra tuviese razón y aquel hombre podría abrirle las puertas de un mundo que no conocía, pero con el que siempre había soñado: al fin y al cabo, ¿no había pensado seguir la carrera de modelo?
Permaneció observando la agilidad y la rapidez con las que él concluía su trabajo, por lo visto era un lienzo muy grande, pero estaba completamente doblado, y ella no podía ver los demás rostros allí retratados. ¿Y si ahora tuviese una segunda oportunidad? El hombre —había decidido que era «hombre» y no «chico», porque si no comenzaría a sentirse demasiado vieja para su edad— no parecía de los que hacen esa proposición sólo para pasar una noche con ella. Cinco minutos después, conforme había prometido, él había terminado su trabajo, mientras María se concentraba en Brasil, en su futuro brillante y en su absoluta falta de interés por conocer gente nueva que pudiese poner todos sus planes en peligro.
—Gracias, ya puede cambiar de posición —le dijo el pintor al químico, que pareció despertar de un sueño.
Y girándose hacia María, dijo sin rodeos:
—Colócate en aquella esquina, y ponte cómoda. La luz es perfecta.
Como si ya todo estuviese planeado por el destino, como si fuese lo más natural del mundo, como si siempre hubiese conocido a aquel hombre, o hubiese vivido aquel momento en sueños y ahora supiese qué hacer en la vida real, María tomó su vaso de anís, el bolso, los libros sobre administración de haciendas, y se dirigió al lugar indicado por el pintor, una mesa cerca de la ventana. Él recogió los pinceles, el lienzo grande, una serie de pequeños frascos llenos de tinta de diversos colores, un paquete de cigarrillos, y se arrodilló a sus pies.
—Mantén siempre la misma posición.
—Eso es mucho pedir; mi vida está en constante movimiento. Era una frase que consideraba brillante, pero él no le prestó la menor atención. María, procurando mantener la naturalidad, porque la mirada de aquel hombre la hacía sentirse muy incómoda, señaló el lado de fuera de la ventana, donde se veía la calle y la placa:
—¿Qué es «Camino de Santiago»?
—Una ruta de peregrinación. En la Edad Media, personas venidas de toda Europa pasaban por esta calle en dirección a una ciudad de España, Santiago de Compostela.
Él dobló una parte del lienzo y preparó los pinceles. María seguía sin saber muy bien qué hacer.
—¿Quieres decir que, si sigo esta calle, llegaré a España? —Dentro de dos o tres meses. Pero ¿puedo pedirte un favor? permanece en silencio; esto no dura más de diez minutos. Y quita el paquete de la mesa.
—Son libros —respondió ella, con una cierta dosis de irritación por el tono autoritario de la petición. Quería que él supiese que estaba ante una mujer culta, que gastaba su tiempo en bibliotecas, no en tiendas. Pero él mismo tomó el paquete y lo puso en el suelo, sin ningún tipo de ceremonia.
No había conseguido impresionarlo. De hecho, no tenía la menor intención de impresionarlo, estaba fuera de su horario de trabajo, guardaría la seducción para más tarde, con hombres que pagaban bien por su esfuerzo. ¿Por qué intentar relacionarse con aquel pintor, que tal vez no tuviese dinero ni para invitarla a un café? Un hombre de treinta años no debe llevar el pelo largo, queda ridículo. ¿Por qué creía que no tenía dinero? La chica del bar había dicho que era una persona conocida, ¿o acaso era el químico el que era famoso? Se fijó en su ropa, pero no le decía mucho; la vida le había enseñado que hombres vestidos displicentemente, como era su caso, parecían siempre tener más dinero que los que usaban traje y corbata.
«¿Qué hago pensando en este hombre? Lo que me interesa es el cuadro.»
Diez minutos no era un precio muy alto por la oportunidad de hacerse inmortal en una pintura. Vio que él la estaba pintando al lado del químico premiado, y empezó a preguntarse si iba a pedirle algún tipo de pago al final.
—Gira la cabeza hacia la ventana.
Una vez más, María obedeció sin preguntar nada, lo que no formaba en absoluto parte de su carácter. Se puso a mirar a las personas que pasaban, la placa del camino, imaginando que aquella calle llevaba allí muchos siglos, una ruta que había sobrevivido al progreso, a los cambios del mundo, a los propios cambios del hombre. Tal vez fuese un buen presagio; aquel cuadro podía tener el mismo destino, estar en un museo dentro de quinientos años.
Él empezó a dibujar y, a medida que el trabajo progresaba, ella iba perdiendo la alegría inicial y empezó a sentirse insignificante. Al entrar en aquel bar, era una mujer segura de sí misma, capaz de tomar una decisión muy difícil, abandonar un trabajo que le daba dinero para aceptar un desafío todavía más difícil, dirigir una hacienda en su tierra. Ahora, parecía haber vuelto la sensación de inseguridad ante el mundo, cosa que una prostituta jamás se puede permitir el lujo de sentir.
Finalmente acabó descubriendo la razón de su incomodidad: por primera vez en muchos meses alguien no la veía como un objeto, ni como una mujer, sino como algo que no conseguía entender, aunque la definición más próxima fuese «él está viendo mi alma, mis miedos, mi fragilidad, mi incapacidad para luchar con un mundo que yo finjo dominar, pero del que no sé nada».
Ridículo, continuaba delirando. —Me gustaría que...
—Por favor, no hables —dijo el hombre—. Estoy viendo tu luz. Nunca nadie le había dicho eso. «Estoy viendo tus senos duros», «estoy viendo tus muslos bien torneados», «estoy viendo esa belleza exótica de los trópicos», o, como mucho, «estoy viendo que quieres salir de esta vida, ¿por qué no me das una oportunidad y alquilo un departamento para ti?». Éstos eran los comentarios que acostumbraba a oír pero... ¿tu luz? ¿Acaso se refería al atardecer?
—Tu luz personal —completó él, dándose cuenta de que ella no había entendido nada.
Luz personal. Bien, nadie podía estar más lejos de la realidad que aquel inocente pintor. que incluso con sus posibles treinta años no había aprendido nada de la vida. Como todo el mundo sabe, las mujeres maduran mucho más de prisa que los hombres, y María, aunque no se pasase las noches en vela pensando en conflictos filosóficos, al menos una cosa sí sabía: no poseía aquello que el pintor llamaba «luz» y que ella interpretaba como un «brillo especial». Era una persona como todas las demás, sufría su soledad en silencio, intentaba justificar todo lo que hacía, fingía ser fuerte cuando se sentía muy débil, fingía ser débil cuando se sentía fuerte, había renunciado a cualquier pasión en nombre de un trabajo peligroso; pero ahora, ya cerca del final, tenía planes para el futuro y arrepentimientos en el pasado, y una persona así no tiene ningún «brillo especial». Aquello debía de ser simplemente una manera de mantenerla callada y satisfecha por permanecer allí, inmóvil, haciendo el papel de boba.
«Luz personal. Podría haber escogido otra cosa, como "tu perfil es bonito".»
¿Cómo entra luz en una casa? Si las ventanas están abiertas. ¿Cómo entra luz en una persona? Si la puerta del amor está abierta. Y, definitivamente, la suya no lo estaba. Debía de ser un pésimo pintor, no entendía nada.
—He terminado —dijo él, y empezó a recoger sus enseres. María no se movió. Tenía ganas de pedirle que la dejase ver el cuadro, pero al mismo tiempo eso podía significar una falta de educación, no confiar en lo que él había hecho. La curiosidad, sin embargo, habló más alto. Ella se lo pidió, él aceptó.
Sólo había dibujado su rostro; se parecía a ella, pero si algún día hubiese visto aquel cuadro sin conocer a la modelo, habría dicho que era alguien mucho más fuerte, llena de una «luz» que ella no conseguía ver reflejada en el espejo.
—Mi nombre es Ralf Hart. Si quieres, puedo invitarte a otra copa.
—No, gracias.
Por lo visto, el encuentro ahora caminaba de la manera tristemente prevista: el hombre intentaba seducir a la mujer.
—Por favor, otros dos vasos de anís —pidió, sin dar importancia al comentario de María.
¿Qué tenía que hacer? Leer un aburrido libro sobre administración de haciendas. Caminar, como ya había hecho otras tantas veces, por la orilla del lago. O charlar con alguien que había visto en ella una luz que desconocía, justamente en la fecha marcada en el calendario para el comienzo del fin de su «experiencia».
— ¿Qué haces?
Ésta era la pregunta que no quería oír, que la había hecho evitar muchas citas cuando, por una razón o por otra, alguien se acercaba a ella (lo que ocurría raramente en Suiza, dada la naturaleza discreta de sus habitantes). ¿Cuál sería la respuesta posible?
—Trabajo en una discoteca.
Ya está. Un enorme peso desapareció de su espalda, y se alegró por todo lo que había aprendido desde su llegada a Suiza; preguntar (¿qué son los kurdos? ¿Qué es el Camino de Santiago?) y responder (trabajo en una discoteca) sin importarle lo que pensaran.
—Creo que te he visto antes.
María presintió que él quería ir más lejos, y saboreó su pequeña victoria; el pintor que minutos antes le daba órdenes, que parecía absolutamente seguro de lo que quería, ahora volvía a ser un hombre como los demás, inseguro ante una mujer que no conoce.
—¿Y esos libros?
Ella se los enseñó. Administración de haciendas. El hombre pareció sentirse más inseguro aún.
—¿Trabajas en sexo?
Él se había arriesgado. ¿Acaso se vestía como una prostituta? En cualquier caso, tenía que ganar tiempo. Se estaba probando a sí misma, aquello empezaba a ser un juego interesante, no tenía absolutamente nada que perder.
—¿Por qué los hombres sólo piensan en eso? Él volvió a meter los libros en la bolsa.
—Sexo y administración de haciendas. Dos cosas muy aburridas.
¿Qué? De repente, se sentía desafiada. ¿Cómo podía hablar tan mal de su profesión? Bien, él todavía no sabía en qué trabajaba ella, simplemente se arriesgaba con una suposición, pero no podía dejarlo sin respuesta.
—Pues yo pienso que no hay nada más aburrido que la pintura; algo detenido, un movimiento que fue interrumpido, una fotografía que jamás es fiel al original. Algo muerto, por lo que ya nadie se interesa, aparte de los pintores, gente que se cree importante, culta, y que no ha evolucionado como el resto del mundo. ¿Has oído hablar de Joan Miró? Yo no, sólo a un árabe en un restaurante, y eso no cambió absolutamente nada en mi vida.