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Authors: Paulo Coelho

Once minutos (11 page)

BOOK: Once minutos
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No sabía si había ido demasiado lejos, porque llegaron las bebidas, y la conversación fue interrumpida. Ambos permanecieron sin decir palabra durante un rato. María pensó que ya era hora de irse, y tal vez Ralf Hart hubiese pensado lo mismo. Pero allí estaban aquellos dos vasos llenos de aquella bebida horrorosa, y eso era un pretexto para seguir juntos.

—¿Por qué los libros sobre haciendas?

—¿Qué quieres decir?

—He estado en la rue de Berne. Después de decirme dónde trabajabas, recordé que ya te había visto antes: en aquella discoteca cara. Sin embargo, mientras te pintaba, no me di cuenta: tu «luz» era muy fuerte.

María sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. Por primera vez sintió vergüenza de lo que hacía, aunque no tuviese la menor razón para ello; trabajaba para sustentarse ella y su familia. Era él el que debería sentir vergüenza de ir a la rue de Berne; de un momento a otro, todo aquel posible encanto había desaparecido.

—Escucha, Ralf Hart, aunque sea brasileña, hace nueve meses que vivo en Suiza. Y he aprendido que los suizos son discretos porque viven en un país muy pequeño, casi todos se conocen, como acabamos de ver, razón por la cual nadie pregunta por la vida de los demás. Tu comentario ha sido impropio y muy poco delicado, pero si tu objetivo era humillarme para sentirte mejor, estás perdiendo el tiempo. Gracias por el licor de anís, que es horroroso, pero que voy a tomar hasta el final. Y después voy a fumarme un cigarrillo. Y finalmente, me levantaré y me marcharé. Pero tú puedes salir en este momento, ya que no es bueno para los pintores famosos sentarse a la misma mesa que una prostituta. Porque es eso lo que soy, ¿sabes? Una prostituta. Sin ninguna culpa, de los pies a la cabeza, de arriba abajo, una prostituta. Y ésta es mi virtud: no engañar, ni a mí misma ni a ti. Porque no vale la pena, no mereces ni una mentira. ¿Te imaginas si el químico famoso, al otro lado del restaurante, descubriese quién soy?

Ella empezó a levantar la voz:

—¡Una prostituta! ¿Y sabes qué más? ¡Eso me hace libre, saber que me marcho de esta maldita tierra exactamente dentro de noventa días, cargada de dinero, mucho más culta, capaz de escoger un buen vino, con la bolsa repleta de fotos que saqué en la nieve y entendiendo la naturaleza de los hombres!

La chica del bar escuchaba, asustada. El químico parecía no prestar atención. Pero tal vez fuese el alcohol, tal vez la sensación de que pronto sería otra vez una mujer de pueblo, tal vez la gran alegría de poder decir en qué trabajaba y reírse de las reacciones de sorpresa, de las miradas de crítica, de los gestos de escándalo.

—¿Has entendido bien, Ralf Hart? De arriba abajo, de los pies a la cabeza, ¡soy una prostituta, y ésa es mi cualidad, mi virtud! Él no dijo nada. Ni se movió. María sintió que su confianza volvía.

—Y tú eres un pintor que no entiende a sus modelos. Tal vez el químico sentado allí, distraído, durmiendo, sea realmente un ferroviario, y el resto de las personas de tu cuadro sean siempre aquello que no son. Si no fuese así, jamás habrías dicho que puedes ver una «luz especial» en una mujer que, como has descubierto durante la pintura, ¡NO ES MÁS QUE UNA PROS-TI-TU-TA!

Las palabras finales fueron pronunciadas lentamente, en voz alta. El químico despertó, y la chica del bar trajo la cuenta.

—No tiene nada que ver con la prostituta, sino con la mujer que eres. —Ralf ignoró la cuenta, y también respondió lentamente, pero en voz baja.— Tienes brillo. La luz que viene de la fuerza de voluntad, de alguien que sacrifica cosas importantes en nombre de otras que juzga todavía más importantes. Los ojos, esa luz se manifiesta en los ojos.

María se sintió desarmada; él no había aceptado su provocación. Quiso creer que deseaba seducirla y nada más. Le estaba prohibido pensar —por lo menos en los próximos noventa días— que existen hombres interesantes sobre la faz de la tierra.

—¿Ves este licor de anís? —continuó él—. Pues tú ves simplemente un licor de anís. Yo, sin embargo, como necesito entrar en lo que hago, veo la planta de donde nació, las tempestades a las que esa planta se enfrentó, la mano que recogió los granos, el viaje en barco desde otro continente hasta aquí, los olores y colores que esa planta, antes de ser puesta en alcohol, dejó que la tocasen y que formasen parte de ella. Si algún día yo pintase esta escena, pintaría todo eso, aunque, al mirar el cuadro, tú creyeses que estabas ante un simple licor de anís.

»De la misma manera, mientras mirabas la calle y pensabas —porque sé que lo pensabas— en el Camino de Santiago, yo pinté tu infancia, tu adolescencia, tus sueños deshechos en el pasado, tus sueños en el futuro, tu voluntad, que es lo que más me intriga. Cuando viste el cuadro...

María bajó la guardia, sabiendo que sería muy difícil levantarla de allí en adelante.

—Yo vi esa luz...

»... aunque allí hubiese una mujer que sólo se parece a ti. De nuevo, el incómodo silencio. María miró el reloj.

—Tengo que irme dentro de unos minutos. ¿Por qué dijiste que el sexo era aburrido?

—Tú debes de saberlo mejor que yo.

—Yo lo sé porque trabajo en eso. Hago lo mismo todos los días. Pero tú eres un hombre de treinta años...

—Veintinueve...

—... Joven, atractivo, famoso, que todavía debería estar interesado en estas cosas, y que no necesita ir a la rue de Berne para conseguir compañía.

—Sí que lo necesita. Me he acostado con alguna de tus colegas, no porque tuviese problemas para conseguir compañía. Mi problema es conmigo mismo.

María sintió un poco de celos, y se asustó. Ahora entendía que realmente tenía que irse.

—Era mi última tentativa. Ahora he desistido —dijo Ralf, empezando a reunir el material diseminado por el suelo.

—¿Tienes algún problema físico?

—Ninguno. Simplemente, desinterés. No era posible.

—Paga la cuenta. Vamos a caminar. En realidad, creo que mucha gente siente lo mismo, pero nadie lo dice, está bien charlar con alguien tan sincero.

Salieron por el Camino de Santiago, era una subida y una bajada que terminaba en el río, que terminaba en el lago, que terminaba en las montañas, que terminaba en un remoto lugar de España. Pasaron junto a gente que volvía de comer, madres con sus cochecitos de bebé, turistas que sacaban fotos del hermoso chorro de agua en el medio del lago, mujeres musulmanas con la cabeza cubierta por un pañuelo, chicos y chicas haciendo
jogging,
todos peregrinos en busca de esa ciudad mitológica, Santiago de Compostela, que tal vez ni siquiera existía, que tal vez era una leyenda en la que la gente necesita creer para darle sentido a su vida. En el camino recorrido por tanta gente, hace tanto tiempo, también andaban aquel hombre de pelo largo cargando una pesada mochila llena de pinceles, tintas, lienzos, y una chica con una bolsa llena de libros sobre administración de haciendas. A ninguno de los dos se le ocurrió preguntar por qué hacían aquella peregrinación juntos; era lo más normal del mundo, él lo sabía todo sobre ella, aunque ella no supiese nada sobre él.

Y por eso resolvió preguntar, ahora lo preguntaba todo. Al principio él se hizo el tímido, pero ella sabía cómo conseguir cualquier cosa de un hombre, y él acabó contando que se había casado dos veces (¡récord para tener veintinueve años!), que había viajado mucho, había conocido reyes, actores famosos, fiestas inolvidables... Había nacido en Géneve, había vivido en Madrid, Amsterdam, Nueva York, y en una ciudad del sur de Francia llamada Tarbes, que no estaba en ninguna ruta turística importante, pero que a él le encantaba por su proximidad a las montañas Y por el calor en el corazón de sus habitantes. Su talento había sido descubierto cuando tenía veinte años, cuando un gran marchante de arte había ido a comer, por casualidad, a un restaurante japonés de su ciudad natal, decorado con sus trabajos. Había ganado mucho dinero, era joven, estaba sano, podía hacer cualquier cosa, ir a cualquier lugar, quedarse con quien deseara, ya había vivido todos los placeres que un hombre puede vivir, hacía lo que le gustaba, y sin embargo, a pesar de todo aquello, fama, dinero, mujeres. viajes, era un hombre infeliz que sólo tenía una alegría en la vida: el trabajo.

—¿Te han hecho sufrir las mujeres? —preguntó ella, dándose cuenta en seguida de que era una pregunta idiota, probablemente escrita en un manual sobre
Todas las cosas que las mujeres deben saber para conquistar a un hombre.

—Nunca me han hecho sufrir. Fui muy feliz en mis dos matrimonios. Fui traicionado y traicioné como cualquier pareja normal. Sin embargo, después de pasado algún tiempo, ya no me interesaba el sexo. Continuaba amando, sintiendo la falta de compañía, pero el sexo... ¿por qué estamos hablando de sexo?

—Porque, como tú mismo has dicho, yo soy una prostituta.

—Mi vida no tiene gran interés. Soy un artista que consiguió tener éxito siendo joven, lo cual es raro, y en pintura, rarísimo. Que hoy en día puede pintar cualquier tipo de cuadro, y valdrá un buen dinero, aunque los críticos se pongan furiosos, creyendo que sólo ellos saben lo que es el «arte». Una persona de la que todos creen que tiene respuesta para todo, y cuanto más callado estoy, más inteligente me consideran.

Él continuó contando su vida: todas las semanas lo invitaban a algún acto, en algún lugar del mundo. Tenía un agente que vivía en Barcelona, ¿sabía dónde estaba? Sí, María lo sabía, estaba en España. El agente se ocupaba de todo lo relacionado con dinero, invitaciones, exposiciones, pero jamás lo presionaba para hacer nada que él no quisiese, ya que, después de muchos años de trabajo, habían conseguido una cierta estabilidad en el mercado.

—¿Es una historia interesante? —su voz denotaba una ligera inseguridad.

—Yo diría que es una historia muy diferente. A mucha gente le gustaría estar en tu piel.

Ralf quiso saber cosas de María.

—Yo soy tres, dependiendo de la persona que me busca. La Niña Ingenua, que mira al hombre con admiración, y finge estar impresionada con sus historias de poder y de gloria. La Mujer Fatal, que ataca a aquellos que se sienten más inseguros, pero que al reaccionar así, tomando el control de la situación, hace que se sientan más cómodos, porque ellos no tienen que preocuparse por nada más.

»Y, finalmente, la Madre Comprensiva, que cuida de los que necesitan consejo y escucha, con aire de quien lo comprende todo, historias que le entran por un oído y le salen por el otro. ¿A cuál de las tres quieres conocer?

—A ti.

María se lo contó todo, porque necesitaba contarlo, era la primera vez que lo hacía, desde que había salido de Brasil. Al final, descubrió que, a pesar de su empleo poco convencional, no había sucedido nada demasiado emocionante aparte de la semana en Río y del primer mes en Suiza. Todo era casa, trabajo, casa, trabajo, y nada más.

Cuando terminó, estaban de nuevo sentados en un bar, esta vez al otro lado de la ciudad, lejos del Camino de Santiago, cada cual pensando en lo que el destino había reservado para el otro.

—¿Falta algo? —preguntó ella. —Cómo decir «hasta luego».

Sí. Porque no había sido una tarde como las demás. María se sentía angustiada, tensa, por haber abierto una puerta y no saber cómo cerrarla.

—¿Cuándo podré ver el lienzo?

Ralf le tendió una tarjeta de su agente en Barcelona.

—Llámala dentro de seis meses, si aún estás en Europa. Las caras
de Géneve,
gente famosa y gente anónima, será expuesta por primera vez en una galería de Berlín. Después hará una gira por Europa.

María se acordó del calendario, de los noventa días que faltaban, de todo lo que cualquier relación, cualquier lazo, podría significar de peligroso.

«¿Qué es lo más importante de esta vida? ¿Vivir o fingir que he vivido? ¿Me arriesgo ahora, diciéndole que ha sido la tarde más hermosa que he pasado en esta ciudad? ¿Le agradezco que me haya escuchado sin críticas y sin comentarios? ¿O me limito a poner la coraza de mujer con fuerza de voluntad, con «luz especial», y me voy sin hacer ningún comentario?»

Mientras andaban por el Camino de Santiago, y a medida que se escuchaba a sí misma contando su vida, María había sido una mujer feliz. Podía contentarse con eso, ya era un gran regalo de la vida.

—Iré a buscarte —dijo Ralf Hart.

—No lo hagas. Me voy dentro de nada a Brasil. No tenemos nada que darnos el uno al otro.

—Iré a buscarte como cliente.

—Eso será una humillación para mí.

—Iré a buscarte para que me salves.

Él había hecho aquel comentario al principio, sobre el desinterés por el sexo. Ella quiso decir que sentía lo mismo, pero se controló; había ido demasiado lejos en sus negativas, era más inteligente permanecer callada.

Qué patético. Una vez más estaba allí con un chico, que esta vez no le pedía un lápiz, sino un poco de compañía. Miró a su pasado y, por primera vez, se perdonó a sí misma: no había sido culpa suya, sino del niño inseguro, que había desistido a la primera tentativa. Eran pequeños, y los pequeños se comportan así, ni ella ni el niño estaban equivocados, y eso supuso un gran alivio, se sintió mejor, no había desperdiciado su primera oportunidad en la vida. Todos lo hacen, es parte de la iniciación del ser humano en busca de su otra parte, las cosas son así.

Sin embargo, ahora la situación era diferente. Por inmejorables que fuesen las razones (me voy a Brasil, trabajo en una discoteca, no hemos tenido tiempo de conocernos bien, no me interesa el sexo, no quiero saber nada de amor, tengo que aprender a administrar haciendas, no entiendo nada de pintura, vivimos en mundos diferentes), la vida la desafiaba. Ya no era una niña, tenía que escoger.

Prefirió no responder. Apretó su mano, como era la costumbre en aquella tierra, y se fue en dirección a su casa. Si él era realmente el hombre que a ella le gustaría que fuese, no se dejaría intimidar por su silencio.

F
ragmento del diario de María, escrito aquel mismo día:

Hoy, mientras andábamos alrededor del lago, por este extraño Camino de Santiago, el hombre que estaba conmigo, un pintor, una vida diferente de la mía, tiró una piedrecilla al agua. En el lugar en el que cayó la piedra aparecieron pequeños círculos que se fueron ampliando, ampliando, hasta alcanzar a un pato que pasaba casualmente por allí y que nada tenía que ver con la piedra. En vez de asustarse con la onda inesperada, decidió jugar con ella.

Algunas horas antes de esta escena, yo entré en un café, oí una voz y fue, como si Dios hubiese tirado una piedrecilla en aquel lugar. Las ondas de energía me tocaron a mí y a un hombre que estaba en una esquina, pintando un cuadro. Él sintió la vibración de la piedra, Yo también. ¿Y ahora?

El pintor sabe cuándo encuentra a una modelo. El músico sabe cuándo su instrumento está afinado. Aquí, en mi diario, soy consciente de que ciertas frases no son escritas por mí, sino por una mujer llena de «luz» que soy y rechazo aceptar. Puedo seguir así. Pero también puedo, congo el patito del lago, divertirme y alegrarme con la ola que llegó de repente y alteró el agua.

Existe un nombre para esa piedra: pasión. Describe la belleza de un encuentro fulminante entre dos personas, pero no se limita a eso; está en la excitación de lo inesperado, en el deseo de hacer algo con fervor, en la certeza de que se va a conseguir realizar un sueño.

La pasión nos da señales que nos guían la vida, y me toca a mí descifrar esas señales.

Me gustaría creer que estoy enamorada. De alguien a quien no conozco y que no entraba en mis planes. Todos estos meses de autocontrol, de rechazar el amor; han dado como resultado exactamente lo opuesto: dejarme llevar por la primera persona que me prestó una atención diferente.

Menos mal que no tengo su teléfono, que no sé dónde vive, que puedo perderlo sin culparme a mí misma de haber perdido una oportunidad.

Y si fuera ése el caso, aunque ya lo haya perdido, yo he obtenido un día feliz en mi vida. Considerando el mundo tal y como es, un día feliz es casi un milagro.

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