Orgullo Z (14 page)

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Authors: Juan Flahn

Tags: #Terror

BOOK: Orgullo Z
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Así que se impulsó con las manos escaleras abajo, siguió bajando todo lo deprisa que pudo haciendo caso omiso a los dolores de su pecho y de sus piernas, rezando porque el chico putrefacto partido por la mitad no fuera muy veloz y no la atrapara.

Cuando llegó al segundo piso una puerta se abrió. Una vieja, bañada con sangre su ropa vulgar de barrio, con el rostro destrozado, un ojo colgando, se abalanzó sobre ella con grito de ave rapaz.

Toñi supo entonces que no se podía proteger, que ese era su fin, que no tenía fuerzas ni para defenderse ni para luchar, ni siquiera para incorporarse y ofrecer la más mínima resistencia. Y pensó en cerrar los ojos.

Pero antes de hacerlo, vio que la cabeza de la vieja se partía, impulsada con violencia hacia un lado, los sesos se desparramaban manchando las paredes de gotelé del portal, como por aspersión. Una figura enorme y negra, que ocupaba con su corpachón casi todo el pequeño descansillo se abalanzaba sobre la señora-monstruo golpeando con un bate una y otra vez, hasta que ella dejó de moverse y gritar. Luego, ese gigantón, con sólo una zancada, pasó por encima de Toñi y subió un tramo de escaleras. Toñi no pudo ver nada, no podía volver la cabeza hacia ese ángulo en concreto, pero oyó más golpes del bate contra algo blando y algunos quejidos inhumanos y débiles.

Después oyó unos pasos contundentes acercarse a ella y se sintió izada. El hombretón la aupaba, la llevaba en sus brazos, la rescataba: Toñi se aferró al cuello herido del hombre negro, al cuello ancho y venoso de Miguel que la transportaba a la calle, a la luz, a la salvación.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local. 12:59 PM del martes 5 de julio.

Belén retiró con cuidado las gasas que se puso sobre la herida de su pierna a primera hora de la mañana. El agujero rojo oscuro no tenía buena pinta, supuraba un poco de pus y estaba cada vez más hinchado y caliente.

Frunciendo el gesto, volvió a echar una cantidad generosa de agua oxigenada sobre la herida, tanta que vació el bote. Luego, con cuidado porque le dolía mucho, renovó las gasas y los esparadrapos y tapó la lesión; todo esto lo hizo sin dejar de gemir por lo bajo y de pensar en su madre y en su novia Paula. Y por primera vez cayó en la cuenta de lo mucho que se parecían ellas dos. No físicamente, que un poco también, sino en la forma de ser: las dos resolutivas, nada perezosas, con las ideas claras, seguras de sí mismas y dispuestas a conseguir sus objetivos a toda costa. Sólo que su madre tuvo que conformarse con vivir en la prisión de un matrimonio que le venía pequeño y Paula pudo desarrollarse, prosperar y realizarse como empresaria y como mujer. "Qué ganas tengo de que se conozcan las dos. Se caerán tan bien…". Belén hacía sus planes, queriendo olvidar el caos del exterior y la herida de su pierna, rezando por recuperar de nuevo su vida de joven lesbiana liberada, alegrándose por saber que las dos mujeres que más quería en este mundo estaban a salvo fuera de Chueca. Sólo tenía que buscar la manera de reunirse con ellas. Pero por mucho que buscó no encontró una sola red WIFI a la que conectarse y el teléfono fijo que hasta hace horas había estado sobrecargado, ahora ya ni siquiera daba señal.

Entonces lo oyó: unos pitidos característicos, acompasados. Los pitidos de una señal horaria. Esos familiares sonidos que emiten por la radio a las horas en punto y a las y media. Se oían muy amortiguados pero no estaban lejos. El último más sostenido: biiiip. Tras las señales horarias, las voces atenuadas e incomprensibles de un locutor. ¿De dónde procedían?

Como un sabueso cojo, Belén rastreó el origen de las voces. Si se acercaba a la salida de la tienda las perdía completamente. Cuanto más adentro, mejor. Se metió en el mínimo baño sin ventanas, que era la estancia más interior. Allí se percibían más alto, aunque difícilmente entendía palabras. Acercando el oído al inodoro comprobó con estupor que los sonidos se oían mejor allí… ¿Cómo era posible? Sin sombra de asco o reparo, metió la cabeza dentro de la taza. No, seguía sin entender nada. Los sonidos venían de un lugar situado a su izquierda… Había una pequeña ducha, que casi nunca se utilizaba y estaba atestada de cajas, un cubo de fregar y diversos trastos apilados. Con creciente ansiedad retiró todos los objetos del plato de ducha. La voz del locutor se oyó entonces un poco más clara. Belén aplicó el oído al desagüe: ¡sí, a lo lejos, al fondo, allí estaban las voces de la radio, discutían entre ellas! ¿Era una tertulia? Los interlocutores parecían alterados o asustados… ¿Pero cómo era posible que ella estuviera escuchando la radio por el plato de ducha de la tienda? Quizá, de algún modo, las cañerías del edificio funcionasen como un sistema de amplificación, como un teléfono rudimentario. ¡Tenía un contacto con el exterior, tenía información!

Excitada, olvidándose del dolor creciente de su pierna, se afanó por limpiar de pelos y suciedad la boca del desagüe. Rascó con los dedos cuanto pudo, sacó pelusas enormes, pero no consiguió mejorar la recepción, aún así aquello era para ella como si hubiera encontrado un tesoro: esa radio significaba que había gente viva por allí cerca, en ese mismo edificio. Lástima que desde el local no hubiera forma de acceder ni al portal de viviendas ni al patio interior sin salir a la calle. Pero si ella oía su radio también los vecinos podrían oírle a ella, al menos sabrían de su existencia, podría pedir ayuda…

Belén aplicó la boca al desagüe de la ducha.

—¿Hola…? ¿Me oye alguien?

No se atrevió a hablar muy alto, tenía miedo de llamar la atención de los de las armas del exterior. Tras un par de intentos más, se lo pensó mejor y optó por escuchar en vez de hablar. Una radio no significaba necesariamente que hubiera alguien vivo, podría haber saltado por un temporizador, podía ser un radio-despertador. ¿Pero quién programaba un despertador para la una de la tarde? Bueno, aquello era Chueca.

La herida de la pierna volvía a dolerle, palpitante, pero procuró no hacerle mucho caso y se acomodó como pudo en el suelo de la ducha, luchando por entender algo. Le llegaban palabras sueltas: "situación muy grave", "emergencia nacional", "tranquilidad" "ejército" "bajo control", "investigación", "científicos internacionales viajando en primera clase…". Le pareció entender que los tertulianos se dedicaban a describir con qué lujo y comodidades viajaban esos científicos, le pareció oír las palabras
"jacuzzi"
y "putas" pero pensó que era imposible, por el contexto. Otro tertuliano se puso a despotricar acerca de que no se podían gastar esos dinerales del erario público en hacer que los científicos viajaran en
business
.

Pero Belén nunca estuvo segura de si eso último lo entendió así o fue producto de la fiebre que, poco a poco, empezaba a subirle.

Calle Infantas 23. Portal. 13:11 PM del martes 5 de julio.

Toñi, dolorida, descansaba sentada en las escaleras del soportal de la casa de Miguel. Un trapecio de luz de sol se internaba en el fresco portal, brillando insolente en el sucio suelo de baldosa, cegándoles a ambos pero a la vez reconfortándoles.

—Gracias por subir a buscarme —dijo Toñi.

—De nada. ¿Te sientes mejor? ¿Podrás andar?

—Creo que sí. ¿Pero dónde quieres ir? ¿Por qué no nos quedamos en tu casa? Allí estaremos más seguros que en la calle.

—Quédate tú si quieres. Yo no puedo.

—¿Por qué no…?

Toñi recordó los cadáveres destrozados, arriba en el cuarto piso, y no quiso averiguar más, no quiso saber qué clase de pesadilla había vivido Miguel en esos dos días desde que todo empezó. Así que le preguntó:

—¿Y qué quieres hacer? Me voy contigo.

—Toñi, escucha. Yo no tengo nada que perder, me da todo igual. Si quieres te puedes quedar en mi casa.

—No, vamos a buscar ayuda. Ahí fuera en alguna parte tiene que haber gente, tiene que estar la policía o el ejército o algún hijo de puta que nos ayude.

—No sé si puedo con esto.

—Claro que puedes. Me lo acabas de demostrar allá arriba en el portal —Toñi miró a los ojos negros y tristes de Miguel y le acarició la cara—. Vamos. Vamos, movámonos hacia algún lado… Busquemos gente.

—Pero estás desnudo, desnuda…

—Ese es el menor de mis problemas.

Calle Costanilla de los Capuchinos 11. Local, 13:17 PM del martes 5 de julio.

Tal y como vinieron las voces por el desagüe, se extinguieron. Si al principio ya eran casi incomprensibles, poco a poco se tornaron metálicas y chirriantes, hasta que al final desaparecieron en un murmullo de electricidad estática y ruido blanco. Belén supuso que el aparato emisor se debía haber quedado sin pilas pero antes de eso creyó escuchar algo que le hizo sudar repentinamente y le erizó el vello de todo su cuerpo.

"catástrofe nacional… masacre sin precedentes… colaboración internacional… ayuda humanitaria… sólo el ejército tiene acceso… según los últimos informes… no hay supervivientes en todo el barrio de Chueca…".

¡Pero sí había supervivientes! Al menos una: ¡ella! Ella estaba viva. Viva con el oído pegado al desagüe de una ducha roñosa, en lo más profundo de una tienda de pijadas caras, un local cutre de un edificio vetusto e idéntico a cientos de edificios más de Chueca… ¡Pero ella estaba allí! Y necesitaba ayuda con urgencia. Necesitaba que alguien le curara bien la pierna que cada vez le dolía más, que alguien la llevara junto a su amor, junto a su madre…

Belén se levantó del suelo del baño. El frío de las baldosas se le había metido en los huesos pero en su pierna herida no. Su pierna herida estaba caliente, muy caliente y palpitaba. Cojeando se acercó a una estantería repleta de dulces. Por primera vez no supo qué excéntrico bollito escoger.

Agarró una botella de Oporto de la balda contigua. La abrió y bebió un buen lingotazo. Cuando notó el líquido caliente descender por su garganta se sintió confortada. Y entonces sí empezó a comer, pensando en el dineral que estaba derrochando. Pero Paula sabría disculparla.

Calle Infantas y Plaza Vázquez de Mella. 13:33. PM del martes 5 de julio.

Negro y travestí caminaron calle Infantas adelante, despacio, pasito a pasito, con precaución, siempre alerta por si alguien salía a su encuentro. Decidieron acercarse a la Plaza de Vázquez de Mella porque era una zona amplia en la que había pensiones y hoteles para refugiarse, lugares en los que esperaban encontrar a alguien —autoridades, policía, bomberos, ejército, lo que fuera—, alguien que los ayudara, que los sacara de esa pesadilla.

Pero a medida que avanzaban y se cruzaban con coches en llamas, cuerpos desmadejados sobre el asfalto, suciedad y podredumbre, se dieron cuenta de que aún no habían siquiera supuesto el alcance y la magnitud del desastre que estaban viviendo.

Al llegar a la altura de la pequeña calle Víctor Hugo, miraron a su izquierda, esperando vislumbrar la Gran Vía y su abundante y tranquilizador tráfico, pero lo que vieron fue una extraña superficie blanquecina, muy pulida, que tardaron unos segundos en identificar.

—¿Qué es eso? —preguntó Toñi.

—Parecen paneles. Tapan la calle. Han… han puesto una barrera.

Enormes paneles prefabricados, de más de diez metros de alto, ensamblados entre sí ocupando todo el ancho de la, por otra parte, estrecha calle. Parecían ligeros pero resistentes y Miguel pensó que, operarios suficientemente especializados, no habrían tardado más de quince minutos en colocarlos; sospechó que habría paneles como esos en todas las salidas del barrio. A los pies de las grandes placas unos cuantos de esos seres caníbales deambulaban como bobos, sin hacer nada salvo andar desmañadamente de un lado a otro.

—Han aislado Chueca —dedujo Miguel—. Sea lo que sea lo que está pasando no quieren que se extienda fuera del barrio.

—Pues entonces nosotros sí tenemos que salir, Miguel, ¡tenemos que salir!

Mientras decía esa última frase, Toñi recordó las ganas que tuvo hace siete años de entrar en Chueca, de quedarse a vivir allí, en ese paraíso marica que prometía emociones excitantes, libertad y un futuro. Y las comparó con las ansias que le asaltaban ahora de escapar de ese infierno, de alejarse lo máximo posible y la enorme disonancia de voluntades le pareció graciosa: "Bueno, —pensó—, las travestís nos caracterizamos, entre otras cosas, por nuestra volubilidad".

—Saldremos —le aseguró Miguel mirando al fondo de la calle Víctor Hugo, donde se elevaba la barrera plástica— pero ahora mejor cállate. Esos nos han oído y vienen hacia aquí.

Los atontados seres que segundos antes parecían ociosos junto al muro, ahora miraban hacia ellos con expresión ansiosa y amenazante y, despacio, con movimientos torpes pero casi se diría que acompasados, se acercaban poco a poco.

Toñi y Miguel corrieron calle Infantas adelante, hacia la amplia Plaza de Vázquez de Mella, mientras los monstruos echaban a andar tambaleantes tras ellos. A medida que Toñi y Miguel avanzaban los destrozos aumentaban, los cadáveres por el suelo eran más numerosos y el caos se acrecentaba. A lo lejos, al fondo de la recta calle, en su confluencia con la populosa calle Hortaleza, vislumbraron resplandores de llamas y pequeñas detonaciones.

Pero mucho antes de llegar al final de la calle se abrió ante ellos la amplia plaza. Cuando llegaron a ella se pararon en seco. Todo el lugar estaba sembrado de cadáveres. Había varias piras humeantes diseminadas por la plaza. La más cercana, a su derecha, cerca de ellos, con los restos carbonizados de más cuerpos, casi se metía en el
hall
de un enorme y destrozado hotel, antaño uno de los iconos de la modernidad marica y ahora convertido en un oscuro edificio tenebroso desde cuyas ventanas surgían columnas de humo y breves lenguas de llamas anaranjadas.

—¿Qué ha pasado aquí? —susurró Toñi.

Junto al acceso de la Gran Vía, al fondo de la calle Clavel, también se veía una barrera aislando el barrio del resto de Madrid pero esta vez no eran placas de material plástico sino algo más imponente: enormes bloques de hormigón, extendidos de esquina a esquina, taponando cualquier escape. Sobre la mole, la garita de un guarda y mucho alambre de espinos.

Toñi y Miguel pasearon entre el mosaico de cadáveres, donde destacaban otros, vestidos de blanco, que al principio no supieron identificar. "¿Son astronautas?", se preguntó Miguel.

Lo cierto es que la sangre sobre sus cuerpos componía un contraste insultante en sus inmaculados uniformes. Toñi se acercó a uno de ellos.

—Son… soldados de una élite especial. Mírales, van aislados como en una emergencia biológica.

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