—Visto así… Tú me molas mucho, desde luego.
Berto casi se tuvo que poner de puntillas para besar a Miguel que recibió la lengua del muchacho como si fuera una rama o un trozo de hierro oxidado. Disimuló su desinterés, respondió al beso lo mejor que pudo y lo apartó de sí.
—Vamos a la habitación.
A medida que avanzaban por el largo pasillo hacia el dormitorio, Berto empezó a mosquearse. El suelo estaba manchado por un enorme rastro de sangre coagulada, todos los muebles desplazados o tirados, signos claros de pelea. Y además estaba el olor…
—¿Qué ha pasado aquí? —quiso saber Berto con un hilillo de voz.
Miguel intentó aparentar despreocupación pero no pudo controlar la expresión crispada de su cara.
—Nada, nada… Un lío que hemos tenido con… ¡uf! No veas.
Frente a la puerta de la habitación, el olor se hacía casi insoportable, la carraspera líquida de Fabio se podía oír tras la puerta. Berto se puso tenso de pronto, clavó sus pies al suelo.
—¿Qué, qué pasa…? ¿Quién hay ahí dentro? ¡Me voy!
—No seas bobo, lo vamos a pasar bien los tres.
—¡No, no, tío, paso, me voy!
Miguel, con una potente llave de su antebrazo, agarró a Berto con fuerza por el cuello, inmovilizándolo, impidiéndole casi respirar. Berto lanzó un leve graznido, como un pajarito al caer en una trampa. Miguel se disculpaba, jadeante:
—Lo siento mucho…
Abrió la puerta de la habitación empujando a Berto a su interior. La baja estatura y escasa complexión física del chaval no eran rivales para el metro ochenta y cinco de Miguel y sus músculos entrenados en años de gimnasios, así que por mucho que Berto forcejeó, no pudo librarse de la presa. Miguel lo introdujo casi a rastras en la oscura habitación de calor pegajoso y hedor insoportable. Berto, horrorizado, creyó que lo que había sobre la cama era una especie de animal enorme: una especie de potro manchado por la sangre y la placenta del parto o un orangután despellejado… pero enseguida supo que se trataba de una de esas personas caníbales que invadían las calles desde hacía casi dos días.
Berto, el pobre, seguía pensando aún que aquello tenía algún tipo de connotación sexual.
—Yo paso, por favor, no me van las cosas raras, yo soy más de una mamada… Una enculada, si acaso doble… Poco más…
A Miguel el joven le dio lástima. Cuando le dijo: "Esto no tiene nada que ver con un polvo, guapo", sintió una marea de angustia en su garganta y se tuvo que reprimir para no echarse a llorar.
Mientras Berto comprendía la verdad y empezaba a gritar y patalear y revolverse con uñas y dientes atenazado por los fuertes brazos de Miguel, éste hacía cábalas sobre cómo "servirle" su comida al novio. Soltarle de sus ligaduras podría ser peligroso pero al menos debería liberarle una mano. ¿Dejaría primero inconsciente a la víctima para poder maniobrar? ¿Los dejaría a los dos encerrados en la habitación? En ese caso, quizá Berto acabaría "contagiado" y no muriera como le pasó a la vecina, con lo cual tendría que montárselo para echarle de la casa sin recibir ni un rasguño. O bien optar por rematarlo él mismo. "No he sido nada previsor" —pensó— ¡Necesito un arma!".
Pero era tarde, Miguel apenas podía contener los forcejeos de Berto a los pies de la cama. Fabio, atado al lecho, los miraba a los dos con creciente y ávido interés, entreabriendo la boca en algo parecido a una sonrisa sardónica, como un gato cuando hace fiemen.
Con gran esfuerzo, arrastró poco a poco a Berto hacia la cabecera de la cama; paso a paso, lentamente, avanzando centímetro a centímetro. Berto oponía una resistencia feroz, ya no gritaba, ahorraba todas sus fuerzas para oponerse al avance. Miguel tampoco emitía ni un sonido salvo sus jadeos, intentando acercar la cabeza de Berto a la de Fabio para que éste pudiera pegarle un mordisco. Sólo se oía a Fabio, que a medida que su "comida" estaba más y más cerca, comenzó a gritar, a gruñir y a babear un liquido viscoso y verde mientras abría y cerraba rápidamente la quijada.
Sudorosos los dos, entrelazados como si estuvieran follando, Miguel colocó la amoratada cara de Berto muy cerca de las fauces de Fabio, que lanzaba dentelladas al aire. Miguel pensó inmediatamente en
Alien, el octavo pasajero
. Fue en ese momento cuando oyó una frase en su cerebro, algo como: "¿Qué coño haces?" y miró a Berto que, con toda la cara hinchada y roja, congestionada por la tenaza en su cuello que le cortaba la respiración, le devolvió una mirada tan lastimera, tan desvalida, tan carente de esperanza, que tuvo que soltarle.
Al dejar de forcejear sintió un alivio infinito. Berto escapó por un centímetro de las mandíbulas de Fabio y gateando se refugió en una de las esquinas de la habitación.
Fabio se agitó con violencia, enloquecido. Tras haber olido la carne fresca que se le había ofrecido, no estaba dispuesto a dejarla escapar así como así y se desgañitó la garganta, se revolvió, haciendo crujir las cuerdas que le sujetaban y la cama bajo él, arqueando su cuerpo tumbado de espaldas, retorciéndose como un poseído.
Miguel, recuperada la cordura, se acercó a la esquina en la que, agazapado, Berto se cubría la cabeza con la mano, llorando.
—Perdona… —acertó a decir Miguel. Pero apenas oyó sus propias palabras sobre el escándalo de gritos, gruñidos y alaridos que Fabio estaba montando en la angosta habitación.
Berto, aterrado, agitaba las manos ante sí, se cubría la cara, no quería ver, ni oír, no sabía cómo afrontar aquella pesadilla. Miguel le cogió las manos y se las apartó del rostro, necesitaba verle los ojos, necesitaba su perdón en medio del fragor de muelles agitados por la bestia inmunda que saltaba sobre el colchón, a sus espaldas. Cuando Berto le miró a los ojos, Miguel no recibió el perdón que esperaba sino el horror más crudo.
—Por favor, no sé lo que me pasó… Perdóname, no sabía lo que hacía. Te ayudaré a salir de aquí, si tú quieres…
Pero el espanto en los ojos de Berto no sólo no desaparecía sino que se agudizaba, como si una avalancha se aproximara, como si la muerte se precipitara sobre él. Miguel se dio cuenta tarde de que Berto no le miraba a él sino a un punto indefinido tras su espalda.
Cuando se dio la vuelta vio a un par de centímetros de su rostro, las fauces putrefactas de Fabio, que se había soltado. Los dientes negros, la saliva hedionda junto a su mejilla. En unas centésimas de segundo, antes de sentir el dolor del mordisco, al ver tan cerca de sí la boca de su novio esperó, por costumbre, recibir el familiar aliento de su amor, el particular olor de su boca, su suave hálito fresco… Pero en vez de eso sólo notó un vapor pútrido que ni siquiera salía de su boca sino de todo él.
Y después sí, después notó un terrible dolor en el pescuezo, junto a la mandíbula, cuando Fabio hincó los colmillos en su carne.
Miguel dejó de oír. En completo silencio y a casi cámara lenta su cuello perdió la fuerza y no pudo evitar que su cabeza descansara en el suelo. Esperó resignado las siguientes dentelladas de su novio, supuso que al final sería él y no Berto quien le iba a servir de alimento y rió por lo irónico de la situación. También renunció a resistirse: al fin y al cabo Fabio había sido el hombre de su vida, no podía concebir mejor fin que morir devorado por él, aunque a estas alturas no fuera sino una caricatura del lozano joven musculado de antaño.
Sin embargo, Fabio no se lanzó sobre él. Miguel no supo exactamente qué ocurrió a continuación ni en qué orden pero vio las piernas y los brazos de Berto agitarse ante su campo de visión y pudo oír, lejano, su grito de terror acompañándole fuera de la habitación, huyendo a gatas. Fabio, como una pantera, saltó tras él.
Miguel, tras unos segundos de embotamiento, se obligó a levantarse. Los espejos de la habitación le devolvieron la imagen de su rostro y de su herida roja del cuello. No parecía tan grave como en un principio creyó; no sangraba demasiado, la piel estaba desgarrada pero no profundamente. Sin embargo se preguntó cuánto tiempo le quedaba. Cuánto hasta perder la cabeza, hasta volverse uno de ellos. Lo había visto en la vecina y en su propio novio antes. Un mordisco de esos seres te hacía ser como ellos. Miguel creyó que no tenía mucho tiempo y antes de lo inevitable tomó una decisión: hacía unos minutos estuvo a punto de matar a Berto, lo menos que podía hacer por él, para tranquilizar un poco su conciencia aún desenfocada, era tratar de salvarlo ahora.
Pero cuando salió al pasillo descubrió que no había nada que hacer. Fabio había atrapado al infortunado y le estaba literalmente destrozando el abdomen, desparramando sus intestinos por las paredes y el piso. Como una suerte de pintor expresionista, esparcía coágulos y tripas sobre el papel pintado mientras Berto continuaba vivo, agitando brazos y piernas pero sin emitir ni un grito, sólo toses y gorgoteos ahogados por la sangre que inundaba sus pulmones.
A Miguel aquella imagen dantesca no le causó mayor impresión que las de la guerra de Irak, mil veces vistas por televisión, o un toro picado por los banderilleros, y se dio cuenta de que se estaba acostumbrando al horror. Aún así, decidió que aquello debía acabar. El bate de béisbol, todo rojo, con el que agredió a su vecina, seguía allí. Como un autómata lo cogió en sus manos, lo aseguró fuertemente y se acercó por detrás a su novio que, agazapado, devoraba las entrañas de Berto que, de pronto, le miró directamente a los ojos. Miguel no estaba seguro de si Berto lo veía o si sus ojos vidriosos estaban ya nublados por la muerte. En cualquier caso, cuando sólo le separaba un paso del agachado Fabio, éste volvió la cabeza y también le vio. De su boca roja granate, formando lo que parecía una sonrisa, colgaba un pedazo del maloliente intestino grueso de Berto.
Miguel vaciló una décima de segundo. Una décima de segundo en la que toda su vida junto a Fabio pasó ante sus ojos. La primera vez que se vieron, en el vestuario de la piscina municipal de la ciudad en la que esa noche iba a ofrecer una sesión de DJ; esas miradas furtivas que el joven echaba a su cuerpo mulato y desnudo; los ojos de sorpresa del joven cuando Miguel le invitó a la sesión de la noche; el primer beso húmedo en los baños de la discoteca; la decisión del chaval de irse con él a Madrid y el primer y desastroso polvo en la buhardilla de la calle Toledo; la sorpresa, esta vez propia, al saber que el joven no había cumplido los dieciséis; la convicción de no volver a verle; las noches del siguiente año trufadas de sexo con él, cada vez mejor, más experto; la sensación de estar con un pupilo aplicado; los problemas con su familia, las broncas telefónicas, las broncas presenciales; el primer trío con un desconocido; la escena de celos con la que él le obsequió; las risas que se echaron tras los siguientes encuentros sexuales con terceros; la complicidad cada vez mayor entre ambos; el día que decidieron mudarse a una casa mayor en Chueca…
Similar a fílminas instantáneas, estas imágenes y muchas más pasaron ante los ojos de Miguel antes de descargar el bate con todas sus fuerzas contra la cabeza de Fabio, que sonó hueca al romperse. Miguel se obligó a golpear una y otra vez, al principio sin demasiada convicción pero después con rabia y furia crecientes, hasta que lo que fue su novio quedó convertido en una masa inerte de despojos.
En un estado de inusitada lucidez, como no había tenido en años, ni siquiera cuando hacía una década le dio por experimentar con las drogas que expanden la mente, Miguel quedó de pie ante el cadáver inmóvil y silencioso de su novio y el gorgoteante cuerpo destripado de Berto que aún se movía con cadencia lenta, como un autómata en desuso de algún parque temático.
Miguel notaba todos sus sentidos alerta y esperaba. Esperaba su propia transformación, su "muerte" para la vida consciente y su "nacimiento" para esa existencia automática y gregaria que experimentaban los seres que invadían las calles desde hacía dos días. ¿Sería consciente del proceso? ¿Se daría cuenta de algún modo de que se estaba convirtiendo en uno de ellos? Y una vez completado el transcurso, ¿permanecería bajo la capa de podredumbre algún atisbo de su consciencia actual, algo de su esencia, un testigo mudo e impotente, una suerte de Pepito Grillo atado y amordazado tras los ojos de la bestia? Deseaba con todas sus fuerzas que no.
Toñi despertó. No recordaba haberse quedado dormida. Miró a su alrededor para intentar reconocer el lugar; vio el cadáver descabezado de La Perdida bajo el canalón y recordó que se hallaba en el pequeño patio interior de su propio apartamento. La cabeza de su compañera travestí descansaba en una esquina soleada del patio, como un balón de reglamento rubio y despeluchado.
Toñi sintió un primer impulso: volver a la seguridad de su hogar; pero se acordó de que su casa estaba invadida, cayó en la cuenta de que por eso precisamente escapó. Además, miró arriba, vio la pequeña ventana de su retrete y supo que ni en mil años podría escalar por allí. No había vuelta atrás, tenía que salir a la calle.
Estaba acojonada, tenía la boca seca, una sed apremiante y una sensación de presión en la boca del estómago que interpretó como algo parecido al apetito. Ante ella la puerta metálica de color azul cobalto, con desconchones por todos lados, la puerta de salida del patio, la que llevaba al portal y del portal a la calle. Aplicó el oído a la puerta metálica y le vino un recuerdo inoportuno y banal. Un día caluroso de verano bajó a recoger un calcetín caído de la cuerda y al intentar abrir el acceso para salir del patio sufrió una quemadura considerable: el metal de la puerta había estado recogiendo el calor del sol durante horas. Maldijo a los vecinos y a quien se le ocurrió poner esa puerta ahí en vez de una de madera, aunque por supuesto nunca elevó su queja a la junta de vecinos. Ahora el metal estaba todavía frío pero no pudo evitar un gemido que surgió de su garganta con vida propia: tuvo la repentina certeza de que jamás iba a volver a bajar a ese patio a recoger un calcetín, jamás iba a tener la vida que había llevado hasta ese momento. Ella, que presumía de cínica y petarda, en el fondo alimentaba la fantasía romántica de ser una mujer casera, un travestí de costumbres y temió que la palabra "cotidiano" ya no volviera a estar asociada a un sofá cama, a una tele y una taza de té.
Reponiéndose del recuerdo, dejando a su instinto de supervivencia tomar todo el control, Toñi se concentró en prevenir los posibles peligros que le acechaban fuera. No oía nada, todo estaba en silencio, así que abrió la puerta que chirrió levemente.