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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (24 page)

BOOK: Oscura
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No había cadáveres. Realmente no descubrió gran cosa, sólo una gran cantidad de estantes vacíos, como si el anciano se hubiera mudado recientemente. La puerta del sótano, sometida al resplandor
de las lámparas ultravioleta, escupía ahora chispas de color naranja. Tal vez esto hubiera sido una especie de búnker, de refugio contra ataques de vampiros, una especie de cámara acorazada
construida para evitar que entraran.

Gus permaneció allí más tiempo del prudencial —la cortina de humo se estaba desplegando una vez más, tapando de nuevo el sol—, mientras cavaba entre los escombros en busca de algo, de cualquier cosa que pudiera serle útil a la causa.

Oculta debajo de una viga caída, Ángel descubrió una caja pequeña, una reliquia sellada y elaborada exclusivamente en plata. Era un descubrimiento hermoso y conmovedor. La alzó, mostrándosela a la pandilla, y a Gus en particular. Éste sostuvo la caja en sus manos.

—El viejo —dijo. Y sonrió.

 

 

Estación Pensilvania

 

C
UANDO LA ANTIGUA ESTACIÓN
Pensilvania se inauguró en 1910, fue considerada como un monumento al derroche. Un templo suntuoso del transporte masivo, y el mayor espacio interior en toda Nueva York, una ciudad que desde hacía un siglo ya estaba inclinada al exceso.

La demolición de la estación original, que comenzó en 1963, y su sustitución
por el actual laberinto de túneles y pasillos fue vista en términos históricos como un catalizador para el movimiento de restauración arquitectónica, en el sentido en que fue quizá —y algunos dicen que lo sigue siendo— el mayor fracaso de la «reforma urbana». La estación Pensilvania continuó siendo el centro de transporte más activo de los Estados Unidos, sirviendo a 600.000 pasajeros al día, cuatro veces más que la estación Grand Central. Era utilizada por la Amtrak, la Autoridad Metropolitana del Transporte (MTA), y la de Tránsito de Nueva Jersey, y tenía una estación de la Autoridad Portuaria Trans-Hudson (PATH) a sólo una manzana
de distancia, en aquel entonces accesible por un pasaje subterráneo clausurado desde hacía muchos años por razones de seguridad.

La moderna estación Pensilvania utilizaba los mismos andenes del metro que la estación original. Eph había reservado billetes para Zack, Nora y la madre de ésta en el Servicio Keystone, que atravesaba Filadelfia hasta Harrisburg, la capital del estado. Normalmente era un viaje de cuatro horas, aunque se esperaban retrasos significativos. Una vez allí, Nora estudiaría la situación y haría los preparativos para ir al campamento de las niñas.

Eph dejó la furgoneta a una manzana
de distancia, en una parada
de taxis que estaba vacía, y los condujo por las calles desoladas hacia la estación. Una nube oscura se cernía sobre la ciudad —en sentido literal
y figurado—; el humo los rondaba
amenazadoramente mientras pasaban frente a los escaparates vacíos. Las vitrinas estaban rotas, aunque no había rastro de los saqueadores, pues la mayoría se habían convertido en vampiros.

¿Hasta qué punto y con qué rapidez había sucumbido la ciudad?

Sólo al llegar a la entrada de la Séptima Avenida del Joe Louis Plaza, debajo del anuncio del Madison Square Garden, Eph reconoció un vestigio de la Nueva York de dos semanas o de un mes atrás. Policías y funcionarios de la Autoridad Portuaria provistos de chalecos de color naranja dirigían a la multitud apiñada, conservando el orden mientras entraban
a la estación.

Los pasajeros bajaban hasta la explanada por las escaleras eléctricas fuera de servicio.

El incesante trasiego
de personas hacía que la estación continuara siendo uno de los últimos bastiones de la civilización en una ciudad asediada por los vampiros, resistiendo a su colonización a pesar de su proximidad con el mundo subterráneo. Eph no ignoraba que la mayoría de los trenes —si no todos— iban con retraso, pero le bastaba saber que seguían funcionando. La afluencia de tantos ciudadanos agobiados por el miedo era suficiente evidencia para comprobarlo: si los trenes dejaban de funcionar, esto se habría convertido en un amotinamiento.

Muy pocas lámparas funcionaban en el techo. Ninguna de las tiendas estaba en servicio, los estantes se hallaban vacíos y en los cristales de los escaparates
se leían letreros escritos a mano que decían «Cerrado hasta nuevo aviso».

El estruendo de un tren que efectuaba su entrada en el andén inferior tranquilizó a Eph, que llevaba la bolsa de Nora y la señora Martínez, mientras la doctora supervisaba que su madre no se cayera. La explanada estaba atestada de personas, pero Eph aceptó complacido la presión de la muchedumbre, pues había olvidado la sensación de ser una persona rodeada por una multitud humana.

Varios soldados de la Guardia Nacional aguardaban más adelante. Parecían retraídos y agotados. Aun así, observaban detenidamente a los pasajeros; todavía pesaba una orden de captura sobre Eph.

A esto se sumaba el hecho de que él llevaba, enfundada en la cintura, la pistola que le había dado Setrakian. Eph los acompañó únicamente hasta los altos pilares azules, señalándoles la puerta de la sala de espera de la Amtrak a la vuelta de la esquina.

Mariela Martínez parecía asustada, e incluso algo enfadada.

Las multitudes le desagradaban. A la madre de Nora, que había trabajado como enfermera domiciliaria, le habían diagnosticado hacía dos años un principio de alzhéimer precoz. A veces creía que Nora tenía dieciséis años, lo que ocasionaba serios problemas sobre quién estaba a cargo de quién. Hoy, sin embargo, estaba callada, abrumada y ansiosa por estar lejos de casa. No había discutido con su marido fallecido ni insistido en vestirse para una fiesta. Llevaba un impermeable largo sobre una bata de color azafrán, con su pelo abundante colgando en una trenza gruesa y gris. Ya se había encariñado con Zack, y lo tomó de la mano para subir al tren, lo cual le agradó a Eph al mismo tiempo que le partió el corazón.

Eph se arrodilló frente a su hijo. El chico miró hacia otro lado, como si no quisiera despedirse.

—Ayúdale a Nora con la señora Martínez, ¿quieres?

Zack asintió con la cabeza.

—¿Por qué tenemos que ir a un campamento de niñas?

—Porque Nora es una niña y ya lo conoce. Sólo estaréis vosotros tres allí.

—¿Y tú —preguntó Zack al vuelo— cuándo vendrás?

—Muy pronto, espero.

Eph tenía las manos sobre los hombros de Zack, que lo agarró
de los antebrazos.

—¿Me lo prometes?

—Iré tan pronto como me sea posible.

—Eso no es una promesa.

Eph apretó los hombros de su hijo, intentando convencerlo.

—Te lo prometo.

Sabía que Zack no le creía. Podía sentir la mirada de Nora.

—Dame un abrazo —le dijo Eph.

—¿Por qué? —dijo Zack, retrocediendo un poco—. Te abrazaré cuando te vea... en Pensilvania.

Su padre esbozó una sonrisa.

—Espero que sea tan fuerte como para derribarme.

—Pero...

Eph lo abrazó, apretándolo con fuerza en medio de la multitud que se arremolinaba en torno a ellos. El muchacho forcejeó levemente; Eph lo besó en la mejilla y lo soltó.

Eph se puso de pie y Nora se acercó rápidamente, aunque se mantuvo a dos pasos de distancia. Sus ojos castaños centelleaban.

—Dime ahora qué es lo que estás planeando.

—Voy a despedirme de ti.

Ella se acercó un poco más, como una amante diciendo adiós, salvo que le presionó la parte inferior del esternón, retorciéndolo con sus nudillos como si apretara un tornillo.

—Quiero saber qué harás cuando nos hayamos ido.

Eph miró a Zack, que estaba junto a la madre de Nora, sosteniendo su mano con docilidad.

—Trataré de ponerle fin a este asunto. ¿Qué piensas tú? —dijo Eph.

—Creo que es demasiado tarde para eso, y tú lo sabes. Ven con nosotros. Si estás haciendo esto por el viejo, quiero decirte que siento la misma admiración hacia él. Pero todo está perdido, Eph, y ambos lo sabemos. Acompáñanos. Nos reagruparemos allá. Pensaremos en nuestro próximo paso. Setrakian lo entenderá.

Eph sintió que las palabras de Nora lo presionaban aún más que sus nudillos en el esternón.

—Todavía tenemos una oportunidad aquí —insistió él—. Eso creo.

—Nosotros... —Nora se cercioró de que él supiera que se estaba refiriendo a los dos— todavía tenemos una oportunidad, si nos vamos juntos ahora.

Eph descargó la bolsa y la puso en los hombros de Nora.

—Una bolsa con armas —le explicó—. Por si se presenta algún problema.

Lágrimas de rabia humedecieron los ojos de Nora.

—Debes saber que si terminas haciendo algo estúpido, estoy decidida a odiarte por siempre.

Eph asintió con un aire de docilidad.

Ella lo besó en los labios, rodeándolo con sus brazos. Rozó con su mano la pistola de Eph, y se le nublaron los ojos; entonces giró la cabeza para mirarlo fijamente a la cara. Por un momento, Eph pensó que le iba a arrebatar el arma, pero ella le habló al oído, con su mejilla húmeda de lágrimas.

—Ya te odio —le susurró.

Se alejó sin mirarlo, y condujo a Zack y a Mariela a la plataforma de salida.

Eph vio al niño darse la
vuelta para mirar hacia atrás, buscándole. Lo saludó con la mano levantada, pero su hijo no lo vio. Y entonces sintió, súbitamente, todo el peso de la Glock enfundada en su cinturón.

 

 

D
entro de la antigua sede del proyecto Canary, en la Undécima Avenida con la calle 27, el doctor Everett Barnes, director de los Centros para el Control y Prevención de Enfermedades, dormía en la silla reclinable de la antigua oficina de Ephraim Goodweather. El repiqueteo del teléfono penetró en su consciencia, aunque no con suficiente fuerza para despertarlo, cosa que sí logró un agente especial del FBI al posar una mano en su hombro.

Barnes se incorporó, sacudiéndose el sueño y sintiéndose renovado.

—¿Washington? —preguntó.

El agente negó con la cabeza.

—Goodweather.

Barnes presionó el botón que titilaba en el teléfono del escritorio y levantó el auricular.

—¿Ephraim? ¿Dónde estás?

—En una cabina telefónica de la estación Pensilvania.

—¿Estás bien?

—Acabo de subir a mi hijo en un tren. Se ha ido de la ciudad.

—¿Sí?

—Estoy listo para incorporarme de nuevo.

Barnes miró al agente y asintió con la cabeza.

—Me alivia escuchar eso.

—Quisiera entrevistarme contigo.

—Quédate ahí, me pondré en camino.

Colgó el teléfono y el agente le entregó su abrigo. Barnes estaba vestido con su uniforme de la Marina. Salieron de la oficina principal hacia la calle, donde el doctor Barnes tenía aparcada
su camioneta SUV negra.

Subió al asiento del pasajero y el agente encendió el motor.

El golpe fue tan repentino que Barnes no sabía qué estaba sucediendo.

Pero no lo recibió él, sino al agente del FBI, quien se desplomó hacia delante, y su barbilla hizo sonar la bocina al golpearla. Intentó levantar las manos pero recibió un segundo golpe, lanzado desde el asiento de atrás. Una mano empuñaba una pistola. El tercer golpe lo noqueó, dejándolo desmoronado contra la puerta.

El agresor bajó del asiento trasero y abrió la puerta del conductor. Sacó al agente inconsciente y lo dejó en la acera como si fuera una gran bolsa de ropa.

Ephraim Goodweather subió al asiento del conductor y cerró la puerta de un golpe. Barnes abrió la suya, pero Eph le impidió salir, colocándole la pistola en la parte interior del muslo, y no en la cabeza: sólo un médico —o tal vez un soldado— sabe que un hombre puede sobrevivir a una herida en la cabeza o en el cuello, pero que un disparo en la arteria femoral significa una muerte segura.

—Ciérrala —le ordenó Eph.

Barnes obedeció. Eph ya había puesto en marcha la camioneta
y avanzó por la calle 27.

Barnes intentó apartar la pistola de su pierna.

—Por favor, Ephraim, hablemos.

—¡Bien! Empieza.

—¿Puedo ponerme el cinturón de seguridad?

—No —le respondió Eph, doblando la esquina a toda velocidad.

Barnes vio que Ephraim había arrojado algo en el portavasos: la placa del agente del FBI. Eph tenía el cañón contra su pierna y sujetaba firmemente el volante con la mano izquierda.

—Por favor, Ephraim, ten cuidado.

—Empieza a hablar, Everett. —Eph apretó el arma contra la pierna de Barnes—. ¿Por qué diablos sigues aquí, todavía en la ciudad? Querías un asiento de primera clase, ¿eh?

—No sé a qué te refieres, Ephraim. Es aquí donde están los enfermos.

—¡Los enfermos! —masculló Eph, despectivamente.

—Los infectados.

—Everett, sigue hablando así y esta arma se disparará.

—Has estado bebiendo.

—Y tú mintiendo. ¡Quiero saber por qué no hay una maldita cuarentena!

La furia de Eph tronó en el interior del coche. Giró bruscamente a la derecha para esquivar una furgoneta destartalada y desvalijada.

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