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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (10 page)

BOOK: Oscura
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El conductor bajó del autobús, pero los acompañantes estaban demasiado ocupados para preocuparse, atendiendo a los niños que levantaban la mano para que los ayudaran a ir al baño de atrás.

El conductor regresó diez minutos después. Subió al autobús sin decir una sola palabra, mientras los acompañantes seguían supervisando los turnos para ir al baño. Joni le pidió al conductor que esperara unos cuantos minutos más, pero él ignoró su petición. Los niños fueron conducidos de nuevo a sus asientos y todo volvió a la normalidad.

El autobús avanzó en silencio. El programa de audio no fue activado de nuevo. Las bromas del conductor cesaron, y se negó a responder a todas las preguntas de Joni, quien estaba sentada detrás, en la primera fila. Ella se alarmó un poco, pero concluyó que no debería permitir que los demás notaran su preocupación. Se dijo a sí misma que el autobús aún se desplazaba sin novedades, que iban a una velocidad normal y que pronto llegarían a su destino.

Momentos después, el autobús entró en un camino de tierra y todos los pasajeros se despertaron. Avanzó por un terreno cada vez más irregular y las bebidas se derramaron sobre las piernas de los niños mientras el autobús traqueteaba. Continuaron así durante un minuto, hasta que el vehículo se detuvo repentinamente.

El conductor apagó el motor y todos escucharon el silbido neumático de la puerta plegable. Bajó sin decir palabra, con el eco de las llaves perdiéndose en la distancia.

Joni les dijo a los monitores
que esperaran. Si habían llegado a la academia, como ella esperaba, en cualquier momento serían recibidos por el personal encargado. El silencio del chófer podría ser discutido cuando llegara el momento. A pesar de todo, cada vez fue más evidente que no era así, y que nadie iría a recibirlos.

Joni se agarró del respaldo de su asiento, se puso de pie, y se dirigió en dirección a la puerta abierta.

—¿Hola? —dijo en medio de la oscuridad.

Sólo escuchó el sonido del radiador y el aleteo de un ave de paso.

Se volvió hacia los jóvenes que tenía a su cuidado y percibió su cansancio y ansiedad. Un viaje tan largo, y este final incierto... Algunos niños estaban llorando atrás.

Joni convocó una reunión de monitores
en la parte delantera. Susurraron entre ellos con nerviosismo, y nadie supo qué hacer.

«Sin señal», anunció una voz molesta y anodina por el teléfono móvil de Joni. Uno de los acompañantes buscó a tientas la radio del conductor en el salpicadero del autobús, pero no pudo encontrarla. No obstante, percibió que su asiento todavía estaba caliente.

Otro acompañante, un chico impetuoso de diecinueve años llamado Joel, desplegó su bastón y bajó del autobús.

—Es un campo cubierto de hierba —informó. Acto seguido, le gritó al conductor o a cualquier otra persona que pudiera estar al alcance de su oído—: ¡Hola! ¿Hay alguien ahí?

—Creo que sucede algo malo —dijo Joni, sintiéndose tan impotente como los pequeños que tenía a su cuidado—. No entiendo qué sucede.

—Espera —le dijo Joel—. ¿Has oído eso?

Todos escucharon en silencio.

—Sí —dijo otro.

Joni no oyó nada, aparte de un búho ululando en la distancia.

—¿Qué es?

—No lo sé. Es un... zumbido.

—¿Un zumbido mecánico?

—Tal vez. No lo sé. Parece... casi un mantra de yoga. Ya sabes, una de esas sílabas sagradas. Un murmullo...

Siguió escuchando
un momento más.

—No oigo nada, pero... tenemos dos opciones: cerrar la puerta y permanecer indefensos dentro, o bajar y buscar ayuda.

Nadie quería permanecer en el autobús. Llevaban mucho tiempo en su interior.

—¿Y qué pasa si se trata de algún tipo de prueba? —especuló Joel—. Es decir, alguna de las actividades programadas.

Un acompañante murmuró en señal de aprobación. Esto despertó algo en Joni.

—Bien —dijo ella—. Si se trata de una prueba, entonces la sortearemos como unos campeones.

Hicieron bajar a los niños por filas, formándolos en fila india, de modo que cada uno pudiera apoyar su mano en el hombro del que tenía delante. Algunos percibieron el «zumbido» y trataron de reproducirlo a quienes no lo habían escuchado. El zumbido pareció calmarlos, pues el lugar del cual provenía les dio la sensación de que habían llegado.

Tres monitores
lideraron la marcha, tanteando el suelo con sus bastones. El terreno era abrupto, pero tenía muy pocas rocas u otros obstáculos traicioneros.

No tardaron en oír ruidos de animales en la distancia. Alguien dijo que se trataba de burros, pero la mayoría concluyó que no. Más bien parecían cerdos.

¿Era una granja? ¿Sería el zumbido de una máquina de gran tamaño, una especie de trituradora de alimentos funcionando en la noche?

Aceleraron la marcha hasta encontrar un obstáculo: una valla
de ferrocarril, de madera y de poca altura. Dos de los tres líderes se dividieron a derecha e izquierda. Localizaron otra cerca, el grupo fue conducido hasta ella, y todos la cruzaron. La hierba cedió el paso a la tierra bajo sus zapatos, y los gruñidos se volvieron más cercanos. Estaban en una especie de camino ancho, y los monitores
formaron a los niños en filas más compactas, avanzando hasta llegar a una edificación. El camino conducía directamente a una puerta grande y abierta. Llamaron después de
entrar, pero no recibieron respuesta.

Estaban dentro de un gran salón donde se escuchaban varios ruidos diferentes.

Los cerdos reaccionaron a su presencia con unos gruñidos de curiosidad
que asustaron a los niños. Los animales parecieron tropezar contra los corrales y arañar el suelo de paja con sus pezuñas. Joni percibió que había establos a ambos lados. Olía a excrementos animales, pero también... a algo más putrefacto. Algo así como un osario.

Habían encontrado la sección porcina de un matadero, aunque ninguno de ellos la habría denominado así.

A algunos niños les pareció que el rumor se había convertido en una voz y sintieron la necesidad de dispersarse, al parecer como respuesta a algo familiar que había en la voz, y los monitores
tuvieron que reunirlos de nuevo, recurriendo incluso a la fuerza. Hicieron un recuento
para cerciorarse de que todos estaban juntos.

Joni escuchó la voz durante el recuento. Le pareció que era la suya; era una sensación completamente extraña, pues aquella voz parecía llamarla como en un sueño. Acudieron a aquella llamada
y bajaron por una rampa ancha que daba a un área común con un fuerte olor a huesos humanos.

—¿Hola? —inquirió Joni, con voz temblorosa, esperando que el conductor del autobús le respondiera—. ¿Podrías ayudarnos?

Un ser los esperaba. Una sombra semejante a un eclipse. Los invidentes sintieron su calor y su inmensidad. El murmullo insistente se hizo más fuerte, ocupando sus mentes de una forma inevitable, nublándoles el sentido más agudo que les quedaba —el reconocimiento aural— y dejándolos en un estado de animación casi suspendido. Ninguno de ellos escuchó el chirrido suave de la carne chamuscada del Amo mientras éste se acercaba.

I
NTERLUDIO
I

Otoño de 1944

 

 

 

L
a carreta tirada por bueyes avanzaba dando tumbos sobre la tierra y la hierba enmarañada, rodando obstinadamente por el campo. Los bueyes eran bestias de fuerte constitución, al igual que la mayoría de los animales de tiro castrados, y sus colas delgadas y trenzadas se balanceaban sincronizadas como las varillas de un péndulo.

El conductor tenía las manos callosas a fuerza de sujetar los estribos. El acompañante que estaba sentado a su lado llevaba una túnica negra sobre unos pantalones humildes del mismo color. Alrededor de su cuello colgaban las cuentas de un rosario, perteneciente a un sacerdote polaco.

Pero aquel hombre joven que llevaba vestiduras sacras no era sacerdote.

Ni siquiera era católico.

Era un judío disfrazado.

Un automóvil se acercó por detrás y les dio alcance en medio del camino lleno de baches; era un transporte militar ruso que los adelantó por el lado izquierdo. El conductor de la carreta no hizo ningún gesto de respuesta al paso de los soldados, y utilizó su larga vara para arriar a los bueyes entre la humareda levantada por el tubo de escape del motor diésel.

—No importa lo rápido que vaya —comentó una vez que se hubo desvanecido la nube de humo—. Al final, todos llegamos al mismo destino, ¿verdad, padre?

Abraham Setrakian no respondió, pues ya no estaba muy seguro de la veracidad de esas palabras.

El grueso vendaje que llevaba en el cuello era una estratagema. Había logrado comprender
bastante la lengua polaca, pero no podía hablarla tan bien como para hacerse entender.

—Lo han golpeado, padre —le dijo el conductor de la carreta—. Le han partido las manos.

Setrakian se las miró. Los nudillos fracturados no se le habían curado bien mientras estuvo huido. Un cirujano local se había apiadado de él tratando de curar las articulaciones medias, aliviando en parte el dolor causado por la superposición de los huesos. Quedó con un poco de movilidad en ellos, más de lo que podría haber esperado. El cirujano le dijo que sus articulaciones empeorarían progresivamente con el paso del tiempo.

Setrakian las estiraba durante el día, soportando todo el dolor que podía, en un esfuerzo por aumentar su flexibilidad. La guerra había ensombrecido la esperanza de todos los hombres de llevar una vida larga y productiva, pero Setrakian había decidido que, sin importar los años que tuviera por delante, nunca se consideraría un inválido.

No reconoció la campiña a su regreso, pero ¿cómo podría hacerlo? Había llegado a esa localidad en un tren cerrado y desprovisto de ventanas. Abandonó el campo de concentración cuando se produjo el levantamiento, y lo hizo simplemente para internarse en lo más profundo del bosque. Miró las vías del tren, pero, al parecer, los raíles habían sido arrancados. Sin embargo, su huella seguía allí, como una cicatriz atravesando los cultivos. Un año no era demasiado tiempo como para que la naturaleza restañara aquella vía de la infamia.

Setrakian se apeó en la última curva, no sin antes bendecir al campesino que conducía la carreta.

—No se quede mucho tiempo aquí, padre —le dijo el conductor, antes de azotar a los bueyes para que reanudaran la marcha—. Este sitio está cubierto por un oscuro manto.

Setrakian contempló el balanceo rítmico de los animales, y ascendió por el camino apisonado. Llegó a una modesta casa de ladrillos situada al lado de un campo de alta hierba, al cuidado de unos pocos trabajadores. El campo de concentración conocido como Treblinka había sido construido con un carácter transitorio. Fue concebido como un matadero humano provisional, diseñado para la máxima eficacia, destinado a desaparecer por completo una vez que cumpliera su objetivo. No se les tatuaron los brazos a los prisioneros, como en Auschwitz, y los trámites se redujeron al mínimo. El campamento fue camuflado como una estación de tren con una taquilla falsa, un nombre ficticio (Obermajdan) y una lista de falsas conexiones ferroviarias. Los arquitectos de los campos de concentración de la Operación Reinhard habían planeado el crimen perfecto a una escala delirantemente genocida.

Poco después de la revuelta de los prisioneros, Treblinka fue desmantelado y demolido en el otoño de 1943. La tierra fue arada y se construyó una granja con el fin de que los habitantes
locales pudieran entrar para desmontar el lugar. La casa fue construida con ladrillos de las viejas cámaras de gas. Un guardia ucraniano, de nombre Strebel, y su familia se instalaron allí como ocupantes. Los trabajadores ucranianos del campamento eran antiguos prisioneros de guerra soviéticos reclutados para el servicio. El objetivo del campo de concentración —el asesinato en masa— había trastornado a todos y cada uno de ellos. Setrakian había visto con sus propios ojos cómo estos ex prisioneros —especialmente los ucranianos de origen alemán, a quienes se les asignó la responsabilidad de encargados de sección o de cuadrilla— sucumbieron a la corrupción del campo de concentración, así como al sadismo y al enriquecimiento personal.

Setrakian no podía recordar a Strebel simplemente por su nombre, pero sí recordaba con claridad los negros uniformes de los ucranianos, así como la crueldad con que utilizaban las culatas de sus fusiles. Setrakian había escuchado que Strebel y su familia habían abandonado recientemente estas tierras de cultivo, huyendo ante el avance del Ejército Rojo. Pero Setrakian, en su condición de párroco de la aldea situada a unos cien kilómetros de distancia, también conocía historias que describían una plaga maligna que se había abatido sobre la región aledaña al antiguo campo de concentración. Se murmuraba que la familia de Strebel había desaparecido una noche sin previo aviso, y sin llevarse ni una sola de sus pertenencias.

Esta última historia era la que más le intrigaba a Setrakian.

Había llegado a sospechar que el ucraniano se habría vuelto parcial o quizá totalmente loco dentro del campo. ¿Habría visto Strebel lo mismo que él creía haber presenciado? ¿O acaso el vampiro que se alimentaba de algunos prisioneros judíos no era más que un producto de su imaginación, un mecanismo de supervivencia, un golem frente a las atrocidades nazis que su mente se negaba a aceptar?

Sólo en ese momento sintió la fortaleza suficiente para buscar una respuesta. Al llegar a la casa de ladrillo, cuando pasó entre los hombres que labraban el campo, vio que no eran trabajadores, sino pobladores que habían traído sus herramientas para cavar la tierra en busca del supuesto oro y joyas que pudieran haber dejado los judíos tras su exterminio. Aunque lo único que conseguían desenterrar era alambres de púas y algunos fragmentos óseos.

Lo miraron con recelo, como si existiera otro código de conducta para los saqueadores, por
no hablar de usurpar bienes en zonas delimitadas de forma imprecisa. Sus ropas no les impedían excavar ni minaban su determinación. Es probable que unos pocos hubieran hecho una pausa para agachar la cabeza, no precisamente en señal de vergüenza, sino como acostumbran hacerlo los saqueadores expertos, esperando a que él reanudara su marcha antes de seguir cavando para usurpar los bienes enterrados.

Setrakian dejó atrás el antiguo campo de concentración y retomó su antigua ruta de escape, que se internaba en lo más profundo del bosque. Después de dar muchas vueltas en falso llegó a las ruinas romanas, que parecían tener el mismo aspecto de antes. Entró en la cueva donde se había enfrentado y destruido al nazi
Zimmer, a pesar de sus manos destrozadas, para llevarlo después a la luz del día y verlo calcinarse bajo el sol. Setrakian registró el interior de las ruinas y percibió algo en las huellas que había en las losas desgastadas de la entrada: la cueva mostraba señales de haber sido ocupada recientemente.

Setrakian salió con rapidez y sintió una opresión en el pecho mientras permanecía en el exterior de las ruinas pestilentes. Percibió algo maligno. El sol se estaba ocultando en el oeste, y muy pronto la oscuridad se cerniría sobre toda la comarca.

Cerró los ojos como un sacerdote en oración. Pero no estaba invocando a un ser superior. Se estaba concentrando en sí mismo, tratando de aplacar su miedo y de aceptar la tarea que le había sido encomendada.

Regresó a la granja. Los lugareños ya se habían ido a casa, y el terreno estaba tan gris e inmóvil como el cementerio que realmente era.

Entró en la casa. Hizo una inspección rápida para asegurarse de que estaba solo. Se llevó un susto cuando llegó a la sala. En una pequeña mesa para leer, junto a la silla más cómoda de la habitación, una pipa de madera descansaba de lado. Setrakian estiró su mano, tomó la pipa con sus dedos retorcidos e inmediatamente recordó algo.

Esa pipa era suya. En la Navidad de 1942, un capitán ucraniano le había ordenado tallar cuatro pipas que quería dar como obsequio.

La pipa tembló en su mano
mientras imaginaba al guardia Strebel sentado en aquella habitación con su familia, rodeado por los ladrillos de los hornos de la muerte, disfrutando de la picadura del tabaco y de la fina voluta de humo que ascendía hasta el techo, en el mismo lugar donde habían ardido los pozos de fuego y el hedor de la inmolación se elevaba hacia el cielo como una horrible súplica.

Setrakian partió la pipa en dos con su mano, la dejó caer al suelo, y terminó de aplastarla con el talón, temblando con una furia inusitada. No obstante, su ira se aplacó tan súbitamente como había aparecido.

Regresó a la rústica
cocina. Encendió una vela y la puso en la ventana que daba al bosque. Luego se sentó frente a la mesa.

A solas en esa casa, mientras flexionaba sus manos fracturadas, Setrakian recordó el día en que entró en la iglesia de la aldea. Había salido en busca de alimentos, siendo un fugitivo, y descubrió que la casa parroquial estaba vacía.

Todos los sacerdotes católicos habían sido detenidos y llevados a otro lugar. Setrakian encontró unas vestimentas en el pequeño refectorio adyacente a la iglesia y, más por necesidad que por cualquier otra cosa —las noches eran muy frías, sus ropas estaban hechas jirones y no tenía cómo coserlas—, se enfundó una sotana sin seguir ningún plan premeditado. Salió ataviado con las ropas religiosas, de las que nadie sospechó mientras duró la guerra. De modo subrepticio, y tal vez a causa de la sed religiosa acumulada a lo largo de aquel año oscuro, los habitantes
acudieron a él, aireando sus confesiones a aquel joven ataviado con ropas sagradas que les ofrecía una bendición con sus destrozadas manos.

Setrakian no era el rabino que su familia esperaba que llegara a ser. Algún día sería otra cosa muy diferente, aunque
extrañamente similar.

Fue allí, en aquella iglesia abandonada, donde tuvo que lidiar con aquello de lo cual había sido testigo, preguntándose a veces cómo eso —desde el sadismo de los nazis a la extravagancia del gran vampiro— podía haber sido real. Sus manos destrozadas eran su única prueba. Para entonces, el campo de concentración, tal como le habían informado los refugiados a quienes les había ofrecido «su» iglesia como santuario —campesinos que habían huido de la Armia Krajowa, desertores de la Wehrmacht o de la Gestapo—, había sido borrado de la faz de la Tierra.

Después del crepúsculo, cuando la totalidad de la noche se adueñó del campo, un silencio misterioso descendió sobre la granja. El lugar distaba de ser un sitio apacible a esa hora, y sin embargo, las zonas aledañas se vieron envueltas en un silencio solemne. Era como si la noche estuviera conteniendo el aliento.

No tardó en llegar un visitante. Apareció en la ventana, la palidez de su cara de gusano iluminada por la llama vacilante de la vela contra el cristal delgado y burdo. Setrakian había dejado la puerta abierta, y el visitante entró, avanzando pesadamente, como si se estuviera recuperando de alguna enfermedad grave y penosa.

Setrakian se volvió hacia el hombre con una incredulidad nerviosa. Era Hauptmann,
Sturmscharführer
de las SS, su capataz en el campo de concentración. Era el hombre responsable de la carpintería y de todos los llamados «judíos artesanos», que prestaban servicios cualificados a las SS y a los ucranianos. El antes impecable uniforme de la Schutzstaffel, de color negro ónix, estaba hecho jirones, y las hilachas dejaban al descubierto sendos tatuajes de las SS en sus antebrazos, ahora desprovistos de vello. Los botones brillantes habían desaparecido, al igual que el cinturón y la gorra negra. Aún exhibía las calaveras de la insignia de las SS-Totenkopfverbände en el cuello negro y desgastado. Sus botas de cuero del mismo color, otrora relucientes, estaban agrietadas y cubiertas de mugre. Sus manos, su boca y su cuello estaban manchados con la sangre negra y reseca de antiguas víctimas, y un halo de moscas serpenteaba alrededor de su cabeza.

Cargaba unos sacos de arpillera en sus largas manos. ¿Por qué razón, se preguntó Setrakian, había venido ese oficial de la Schutzstaffel a recoger tierra del sitio que una vez había sido Treblinka? Esa tierra fertilizada con el gas y la ceniza del genocidio.

El vampiro lo miró desdeñoso con sus ojos de un color rojo metálico.

Abraham Setrakian
.

La voz provenía de otro lugar, y no de la boca del vampiro. Sus labios ensangrentados permanecieron inmóviles.

Escapaste de la fosa
.

La voz en el interior de Setrakian era cavernosa
y profunda, y reverberaba como si su columna vertebral fuera un tenedor a punto de doblarse. Lo mismo sucedía con su voz, de dimensiones polifónicas. El gran vampiro. Aquel a quien había visto en el campo de concentración hablaba a través de Hauptmann.

—Sardu —le dijo Setrakian, dirigiéndose a él por el nombre de la forma humana que había adoptado, el noble gigante de la leyenda, Jusef Sardu.

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