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Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan

Oscura (28 page)

BOOK: Oscura
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Vosotros podréis
decir que yo, como exterminador de oficio, me he estado entrenando toda mi vida para esto.

Comprendo el argumento. Pero simplemente no puedo respaldarlo.

Porque una cosa es que una rata corra por tu brazo llena de miedo.

Y otra muy distinta es enfrentarte a alguien con apariencia humana y liquidarlo.

Parecen personas. Se parecen mucho a ti y a mí.

Ya no soy un exterminador. Soy un cazador de vampiros.

Y hay algo más.

Algo que sólo declararé aquí porque no me atrevo a decírselo a nadie más.

Porque sé lo que estáis pensando.

Sé lo que sentiréis.

Sé lo que veréis cuando me miréis a los ojos.

Pero ¿qué pasa con toda esta matanza?

Me gusta.

Y soy bueno para eso.

Incluso se podría decir que soy magnífico.

La ciudad se está desintegrando, y probablemente el mundo también. El Apocalipsis es una palabra poderosa, una palabra fuerte, cuando comprendes que realmente te enfrentas a él. No puedo ser el único. Debe de haber otros como yo. Personas que han vivido toda su vida sintiendo que algo les falta, que nunca encajaron muy bien en el mundo, que nunca entendieron por qué estaban aquí ni para qué; que nunca respondieron a la llamada
porque nunca la
escucharon. Porque nadie les habló nunca.

Hasta ahora.

 

 

Estación Pensilvania

 

N
ORA MIRÓ HACIA OTRO LADO
en lo que le pareció un instante solamente. Mientras observaba el gran panel
a la espera del número de su tren, su mirada se hizo penetrante y se extravió por completo, totalmente agotada.

Por primera vez en varios días, no pensó en nada. Ni en vampiros, ni en miedos, ni en planes. Su concentración se disipó, y su mente se sumergió en una especie de somnolencia mientras sus ojos permanecían abiertos.

Cuando parpadeó de nuevo y volvió a la realidad, fue como despertar de una caída en pleno sueño. De un temblor, de un sobresalto, de un grito de asombro.

Se dio la vuelta y vio a Zack a su lado, escuchando el iPod.

Pero su madre había desaparecido.

Miró a su alrededor, pero no la vio. Le quitó los auriculares a Zack para preguntarle si sabía algo de ella, y salió a buscarla.

—Espera aquí —le dijo Nora, señalando las maletas—. ¡No te muevas!

Se abrió paso a través de la multitud que esperaba apretujada junto a los paneles
de salida. Buscó un espacio en la multitud, algún rastro que pudiera haber dejado su madre en medio de su parsimonia, pero no vio nada.

—¡Mamá!

Las voces hicieron que Nora se girara. Avanzó a empellones entre el tumulto, hasta salir casi en un extremo de la explanada, junto a la puerta de una charcutería cerrada.

Allí estaba su madre, importunando a una desconcertada familia del sudeste asiático.

—¡Esme! —gritó la madre de Nora, invocando el nombre de su difunta hermana—. ¡Vigila
la tetera, Esme! Está punto de hervir. ¡Puedo oírla!

Nora la tomó del brazo, balbuciendo
una disculpa a los padres —que no hablaban inglés— y a sus dos pequeñas hijas.

—Ven, mamá.

—Ya lo ves, Esme —exclamó—. ¿Qué se está quemando?

—Vamos, mamá. —A Nora se le humedecieron los ojos.

—¡Estás quemando la casa!

Nora sujetó con fuerza a su madre y la ayudó a abrirse paso entre la multitud, haciendo caso omiso de los gruñidos e insultos. Zack estaba de puntillas. Nora no le dijo nada, pues no quería desmoronarse ante
él. Pero esto era demasiado. Todo parecía derrumbarse a su alrededor. Nora se acercó para abrazarlo.

Qué orgullosa se había sentido Mariela cuando su hija había obtenido la licenciatura en Químicas en la Universidad de Fordham, y luego, cuando estudió en la Escuela de Medicina y se especializó en Bioquímica en la Universidad Johns Hopkins. Nora intuía que su madre era consciente de sus logros y que pensaba que ella sería una médica acaudalada. Pero Nora se había interesado por la salud pública, y no por la medicina interna ni la pediatría. Visto en retrospectiva, Nora pensaba que haber crecido a la sombra de Three Mile Island había moldeado
su vida más de lo que había imaginado. Los Centros para el Control y Prevención pagaban salarios gubernamentales, muy distintos de los cuantiosos ingresos que recibían muchos de sus colegas. Pero todavía era joven: podía ser útil ahora y ganar dinero después.

Un día, su madre se perdió de camino a la tienda de comestibles. Ya no era capaz de atarse los cordones de los zapatos, y salía de casa dejando el horno encendido. También hablaba con los muertos. El diagnóstico del alzhéimer obligó a Nora a vender su apartamento para cuidarla. Había estado aplazando la búsqueda de un lugar adecuado para Mariela, sobre todo porque aún no sabía si podría pagarlo.

Zack percibió el malestar de Nora, pero la dejó a solas, pues intuía que ella no quería hablar, y se refugió de nuevo en sus auriculares.

En aquel momento, varias horas después de lo previsto, el número del tren apareció en el panel, anunciando su llegada. Se desató una carrera desenfrenada. Empujones y gritos, empellones e insultos. Nora recogió el equipaje, sujetó a su madre del brazo y le pidió a Zack que se apresurara.

Las cosas se hicieron más desagradables cuando el oficial de la Amtrak que estaba en la parte superior de la estrecha escalera que conducía al andén anunció que el tren aún no estaba listo. Nora se encontró al final de la multitud enardecida, pero tan atrás que no supo si lograrían subir al tren, aunque ya hubieran pagado sus billetes previamente.

Entonces hizo algo que se había prometido a sí misma no hacer nunca: utilizar su carné del CDC para abrirse camino y llegar adelante. Lo hizo sabiendo que no era por su propio beneficio, sino por el de su madre y Zack. Sin embargo, escuchó los insultos y sintió los dardos de las miradas de todos los pasajeros, que los dejaron avanzar de mala gana.

Pero parecía que todo había sido en vano. Cuando abrieron finalmente el acceso a la escalera mecánica para permitir que los pasajeros descendieran a la vía subterránea, Nora se encontró ante los raíles vacíos. El tren había sufrido un nuevo retraso, y nadie les dijo por qué, ni cuánto tendrían que esperar.

Acomodó las maletas para que su madre se sentara sobre ellas, allí, en primera fila, junto a la línea amarilla. Compartió con Zack el último donut
Hostess que había en la bolsa, y sólo le dejó beber pequeños sorbos de agua de la botella a medio llenar que traía consigo.

La tarde los había abandonado. Estarían saliendo —cruzó los dedos— después del atardecer, y esto le preocupaba. Había planeado y esperaba estar muy lejos de la ciudad cuando cayera la noche. Se inclinaba de vez en cuando
sobre el borde del andén
para observar los túneles, apretando firmemente contra sí misma el bolso con las armas.

La corriente de aire que salió del túnel fue como un suspiro de alivio. La luz anunció que el tren se aproximaba, y todo el mundo se puso de pie. Un tipo que llevaba una mochila enorme y abultada golpeó inadvertidamente a Mariela, que por poco cae a las vías. El tren se deslizó por el andén, y todos forcejearon para entrar, mientras un par de puertas se detenían milagrosamente justo enfrente de Nora. Finalmente les estaba sucediendo algo bueno.

Las puertas se abrieron y entraron con el tropel vociferante. Nora consiguió asientos individuales para su madre y Zack, colocando su equipaje en el portaequipajes de la parte superior, salvo la mochila que Zack tenía en su regazo y la bolsa con las armas. Nora se sentó frente a los dos, sus rodillas contra las de ellos, sus manos aferradas a la barandilla.

El resto de los pasajeros se acomodaron como pudieron. Una vez a bordo, sabiendo que la etapa final de su éxodo estaba a punto de comenzar, los pasajeros, aliviados, mostraron un poco más de civismo. Nora vio que un hombre le cedía su asiento a una mujer con un niño. Varias personas ayudaron a otros pasajeros a colocar
su equipaje. Hubo una sensación inmediata de comunidad entre los afortunados ocupantes de los vagones.

Nora sintió una repentina sensación de bienestar. Al menos estaba cerca de poder respirar con facilidad.

—¿Estás bien? —le preguntó a Zack.

—Nunca he estado mejor —dijo él, moviendo los ojos, desenredando los cables del iPod y ajustándose los auriculares
en sus oídos.

Tal como ella temía, muchos pasajeros —algunos con billete, otros sin él— no pudieron subir al tren. Después de algunos problemas para cerrar las puertas, los pasajeros sin sitio comenzaron a golpear las ventanillas, mientras otros suplicaban a los
empleados
de la Amtrak que se encontraban en el andén, que
también parecían querer subir al tren. Los pasajeros rechazados parecían refugiados asolados por la guerra. Nora elevó una breve oración por ellos con los ojos cerrados, y luego otra para sí misma, pidiendo perdón por favorecer a sus seres queridos en perjuicio de aquellos desconocidos.

El tren plateado comenzó a moverse hacia el oeste, en dirección a los túneles bajo el río Hudson, y el vagón atestado prorrumpió en aplausos. Nora observó las luces de la estación desvaneciéndose hasta desaparecer, y luego la oscuridad del inframundo al internarse en el túnel, como nadadores saliendo a la superficie para recobrar el aliento.

Se sentía bien en el interior del tren, que avanzaba en medio de la oscuridad como una espada penetrando en la carne de un vampiro. Miró el rostro arrugado de su madre, notando cómo parpadeaba. Un par de minutos después dormía profundamente.

Salieron de la vía subterránea en medio de la noche, asomando brevemente a la superficie y dejando atrás los túneles bajo el río Hudson. La lluvia salpicó las ventanas del tren, y Nora se quedó sin aliento ante lo que vio. Escenas totalmente caóticas: coches carbonizados, llamaradas en la distancia, ciudadanos peleando bajo jirones de lluvia negra. Figuras corriendo por las calles; ¿estaban siendo perseguidas? ¿Cazadas? ¿Eran seres humanos después de todo? Tal vez eran ellos quienes iban de cacería.

Observó a Zack concentrado en la pantalla de su iPod. Vio, en su ensimismamiento, al padre en el hijo. Nora amaba a Eph, y creía que podía amar a Zack, aunque supiera muy poco de él. Los dos se parecían en muchos aspectos, más allá de su fisonomía. Tendría mucho tiempo para conocerlo cuando llegaran al campamento aislado.

Siguió observando la noche, la oscuridad y los apagones brevemente interrumpidos por los faros de automóviles y por las explosiones esporádicas de los generadores de energía eléctrica. La luz equivalía a la esperanza. A ambos lados, el paisaje empezó
a desaparecer y la ciudad comenzó a replegarse. Nora se apretó contra la ventana para evaluar el trayecto recorrido y calcular cuánto tiempo faltaría para entrar en el próximo túnel y salir finalmente de Nueva York.

Fue entonces cuando vio, encima de un muro no muy alto, la silueta de una figura contra un haz de luz que provenía desde abajo. Esa imagen hizo que se estremeciera: era como una premonición del mal. No podía apartar sus ojos de aquella imagen fantasmagórica que empezó a levantar un brazo.

Estaba señalando el tren. Pero no sólo al tren; también parecía estar señalando directamente a Nora.

El tren aminoró la marcha, o tal vez fue solamente una impresión; su sentido del tiempo y del movimiento parecían distorsionados por el terror.

Sonriendo, iluminada desde atrás bajo la lluvia, con el pelo liso y la boca sucia, los ojos rojos horriblemente dilatados y en llamas, Kelly Goodweather miraba a Nora Martínez.

Sus miradas se encontraron mientras el tren avanzaba.

El dedo de Kelly siguió a Nora.

Apoyó la frente contra el cristal, asqueada por el espectáculo que ofrecía la vampira, pero intuyendo lo que Kelly estaba a punto de hacer: saltó en el último instante con la gracia sobrenatural
de los animales, desapareciendo de la vista de Nora mientras se agarraba al tren.

 

 

Flatlands

 

S
ETRAKIAN TRABAJÓ
con rapidez, mientras oía
a Fet llegar en su camioneta al garaje de la parte trasera de la tienda. Pasó frenéticamente las páginas del antiguo volumen sobre la mesa, el tercero de la edición francesa de la
Collection des anciens alchimistes grecs,
publicado en 1888 por Berthelot & Ruelle en París, mientras sus ojos inspeccionaban los grabados de las páginas y las hojas con los símbolos que había copiado del
Lumen
. Estudió un símbolo en particular. Por último, encontró el grabado, y sus manos y ojos se detuvieron por un momento.

Un ángel de seis alas, con una corona de espinas, y con un rostro sin boca y sin ojos —pero con múltiples bocas
festoneando cada una de sus alas—. A sus pies había un símbolo familiar: una media luna acompañada por una palabra.

—Argentum
—leyó Setrakian. Tomó la página amarillenta con reverencia, desprendió el grabado de la vieja encuadernación y la guardó entre las páginas de su cuaderno de notas, cuando Fet abrió la puerta.

 

 

F
et regresó antes del atardecer. Estaba seguro de que la camada de vampiros no lo había visto ni rastreado, algo que habría conducido al Amo directamente hasta Setrakian.

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