Authors: Laura Gallego García
La hembra bajó la cabeza para devolver a su lugar a una cría que reptaba demasiado lejos.
«Por el momento», añadió Eissesh, «estarán mejor aquí, en Umadhun. Lejos de los sangrecaliente y sus dioses desquiciados».
Un aviso lo interrumpió. Alguien deseaba hablar con él, y Eissesh le prestó atención.
«Gerde desea hablar contigo», le dijeron.
Eissesh siseó, molesto.
«Espero que sea importante».
«No me ha dicho de qué se trataba», respondió la serpiente. «Quiere hablar contigo en persona».
Eissesh entornó los párpados, pero no dijo nada. Se despidió de la madre y salió a la galería principal. Un rato después, ya se encontraba en lo que los sheks llamaban «la estancia del Portal», la gran caverna donde se abría la grieta interdimensional que comunicaba con Idhún.
Detestaba profundamente aquella sensación de intenso calor que tenía que soportar cada vez que cruzaba la Puerta interdimensional entre ambos mundos. Y, en los últimos tiempos, tenía que hacerlo muy a menudo. Con un siseo irritado, alzó el vuelo y, tras dar un par de vueltas en el aire, se atrevió a cruzar el Portal.
Fue tan desagradable como en otras ocasiones, pero le reconfortó comprobar que al otro lado era de noche, una noche suave y fresca, que calmó la sensación de calor que había traspasado sus escamas y amenazaba con alcanzar su corazón. Dedicó una breve mirada a las lunas, maravillándose, como siempre que lo hacía, de su turbadora belleza, pero no se entretuvo mucho más. Contactó inmediatamente con la red shek y preguntó por Gerde. Le informaron de que no estaba en la base principal. Eso quería decir que lo esperaba en su refugio secreto, donde estaba terminando de ultimar los detalles para el exilio de las serpientes. Eissesh se sintió intrigado. Sabía que Gerde no deseaba que ningún shek se acercara por allí, para no llamar la atención sobre aquel lugar, vital para la supervivencia futura de la especie.
El cielo empezaba ya a clarear cuando divisó el árbol de Gerde encajonado entre dos paredes montañosas; no lejos de él, un suave resplandor rojizo delataba el Portal que ella mantenía permanentemente abierto.
Se posó cerca del árbol, con suavidad, y aguardó. Apenas unos instantes después, el interior del árbol se iluminó y Gerde apareció en la entrada.
—Eissesh —dijo, al reconocerlo—. Me alegro de que hayas podido venir tan deprisa.
El shek inclinó un poco la cabeza para verla más de cerca.
«¿De qué se trata?».
El semblante del hada se ensombreció.
—Los dioses han regresado —dijo—. Están volviendo, uno tras otro. No sé si algo de lo que hemos hecho ha llamado su atención, o simplemente se cansaron de buscar por el plano espiritual y han decidido regresar al plano material. El caso es que irán manifestándose todos, otra vez, y cuando se haya reunido el panteón al completo, seguirán arrasando Idhún hasta que nos encuentren. No podemos esperar más.
El cuerpo de Eissesh se estremeció. Pensó en la shek a la que acababa de visitar, en sus crías recién nacidas.
«¿A dónde iremos?», quiso saber.
Gerde inspiró hondo. Pareció mostrarse indecisa por primera vez desde que la conocía.
—¿Ves esa Puerta? —dijo, señalándola—. Es la Puerta a nuestro futuro, Eissesh. Pero es un futuro que no veo claro todavía. Necesito que alguien vaya al otro lado para comprobar que todo marcha bien.
Eissesh siseó suavemente.
«Entiendo».
—Sheks y szish —dijo Gerde—. No un grupo demasiado numeroso, cuatro o cinco individuos, como mucho. Si regresan sanos y salvos, y con informes favorables, sabré que puedo conduciros a todos al otro lado.
«Tú cruzas esa Puerta a menudo», observó Eissesh.
Gerde rió.
—Sí, pero yo no soy una serpiente —hizo notar.
«Es peligroso, ¿verdad?»
—Probablemente. En rigor, debería ser responsabilidad de Ziessel, pero ella no está aquí para asumir esa responsabilidad. De modo que deberás elegir a los que formarán el grupo y traerlos aquí, como muy tarde, mañana al primer atardecer.
«¿Qué sucederá si el grupo no regresa, o si los informes no son favorables?».
—Que pondremos en marcha el plan de reserva. En cualquier caso, ha llegado la hora de reunir a todos los sheks. —Hizo una pausa y añadió-: incluyendo a Sussh y a los suyos.
La serpiente ladeó la cabeza.
«No vas a poder arrancar a Sussh de Kash-Tar. Está demasiado apegado a ese pedazo de desierto, quién sabe por qué».
—Iré a buscarlo, entonces. Igual que fui a buscarte a ti. Ahora retírate, Eissesh, y vuelve mañana con tu gente.
Pasaron el día explorando los alrededores de la cabaña, sin alejarse demasiado. Las plantas habían dejado de crecer. Parecía que Wina seguía avanzando hacia el sur.
Meses atrás, su paso había transformado al marchito Alis Lithban en una selva llena de vida y colorido. Fue sencillo encontrar frutas comestibles, y Christian llegó incluso a pescar en el arroyo. Victoria, por su parte, encontró que su nuevo estado restringía su movilidad. Le resultaba difícil acostumbrarse, dado que había sucedido de la noche a la mañana.
—No deberías hacer esfuerzos —dijo Christian cuando regresó con el pescado y la vio arrodillada ante lo que había sido el brasero, despejándolo de maleza—. Estás embarazada.
—Tampoco tú —replicó ella, alzando la cabeza para mirarlo—. Estás convaleciente.
Christian sonrió y se inclinó junto a ella para ayudarla.
—Cuando estés mejor, nos marcharemos de aquí —dijo Victoria—. Como refugio, esta cabaña deja bastante que desear.
El shek se encogió de hombros.
—Tal vez —dijo—, pero a mí me trae buenos recuerdos.
Victoria se volvió hacia él, desconcertada.
—¿Buenos recuerdos? ¿Es que habías estado aquí antes?
Christian asintió y paseó la mirada por las ruinosas paredes.
—Viví aquí con mi madre —explicó—, antes de que Ashran viniera a buscarme.
Victoria se quedó con la boca abierta.
—¿Quieres decir... que esta era tu casa?
—Ya ves —sonrió él—. No tengo muchos recuerdos de aquella época, pero los pocos que conservo se ajustan a este lugar. Por lo visto, nadie ha vuelto a vivir aquí desde entonces.
Victoria tardó un poco en responder. Observó a Christian mientras este terminaba de despejar el brasero.
—Christian —dijo entonces—, Jack y Shail estuvieron buscando información sobre Ashran y averiguaron cosas sobre tu madre.
El no respondió. Ni siquiera la miró. Seguía con toda su atención puesta en la tarea que estaba llevando a cabo, como si no la hubiese escuchado.
—Se llamaba Manua —prosiguió ella, en voz baja—. Era Oyente del Gran Oráculo. —Hizo una pausa y añadió-: allí fue donde conoció a tu padre, cuando invocó al Séptimo a través de la Sala de los Oyentes. Y allí naciste tú, meses después.
Christian alzó la cabeza por fin y la miró.
—¿Dices que invocó al Séptimo a través de la Sala de los Oyentes? —repitió—. Eso no lo sabía.
Victoria inclinó la cabeza.
—Por lo visto, se clavó una daga en el pecho y murió allí mismo para después resucitar como el Séptimo dios.
—Suponía que habría hecho algo así —asintió él; sonrió levemente—. También Gerde murió antes de ser la Séptima diosa, doy fe de ello. Lo que me llama la atención es que Ashran necesitó la Sala de los Oyentes para invocar al Séptimo, no lo hizo desde cualquier lugar. Eso quiere decir que el Séptimo no estaba en Idhún, sino en alguno de esos planos inmateriales por los que se mueven los dioses. Y sería un lugar, imagino, donde los otros Seis no lo habían encontrado. Vaya —añadió, frunciendo el ceño—. Eso no me lo había contado.
—¿No te llama la atención lo que te he contado sobre tu madre?
—Eso pertenece al pasado y no tiene relevancia para el momento presente, Victoria.
—Pero tu madre...
—Mi madre está muerta —cortó él, con serenidad. No había rabia ni dolor en su voz cuando lo dijo, y Victoria se estremeció. Y, aunque quiso preguntarle cómo lo sabía, no se atrevió a insistir.
Aquella tarde, Victoria, agotada, se quedó profundamente dormida después del segundo crepúsculo. Christian la dejó dormir y permaneció en la entrada de la cabaña, contemplando el bosque, pensando.
Cuando se hizo de noche, entró en la casa y se tendió junto a Victoria, todavía meditabundo.
Habían llegado puntualmente con el primer atardecer. Eran tres sheks y cuatro szish.
Gerde los observó con atención y asintió aprobadoramente ante la elección de Eissesh.
Uno de los sheks era una hembra vieja que, probablemente, habría puesto sus huevos mucho tiempo atrás, y ya no sería necesaria para la continuidad de la especie. El otro era un macho joven, pero que parecía débil. Y el tercero era el propio Eissesh.
En cuanto a los szish, ninguno de ellos era un mago. Con eso le bastaba.
—¿Vas a guiar personalmente al grupo?
«Sí», respondió Eissesh. «Me he hecho cargo de los sheks de Nandelt desde la batalla de Awa. Ziessel no está; alguien ha de asumir responsabilidades».
Gerde alzó una ceja.
—¿Y si no regresáis?
«Queda Ziessel. Imagino que algún día estará en condiciones de liderar a todos los sheks».
Gerde esbozó una leve sonrisa, pero no dijo nada.
«Información», pidió entonces Eissesh.
Gerde abrió su mente y le ofreció los conocimientos que precisaba. El shek se inclinó un poco más y la miró a los ojos, y ella notó que los tentáculos de la conciencia de Eissesh penetraban en la suya propia y bebían de todos los datos que ella le proporcionaba acerca del mundo que iban a explorar.
Cuando el contacto se cortó, Eissesh entornó los párpados, pensativo.
«No es como lo había imaginado», reconoció.
—Nunca lo es —aseguró Gerde—. De todas formas, se está desarrollando muy deprisa, es un mundo en constante cambio. Puede que lo que encontréis ahora no sea lo mismo que yo vi ayer en él.
Los sheks cruzaron una mirada de incertidumbre, pero no dijeron nada.
Eissesh dirigió una breve orden telepática a los szish, y ellos fueron los primeros en cruzar la Puerta. Después, los otros dos sheks los siguieron. Antes de ir tras ellos, Eissesh se volvió de nuevo hacia Gerde.
«Espero que sepas lo que haces», le dijo.
—Yo también —murmuró Gerde, y por una vez, no sonreía.
Se quedó mirando la Puerta, incluso mucho rato después de que las serpientes se hubiesen marchado. Ni siquiera se percató de que Assher se colocaba a su lado, inquieto, ni de que Saissh gateaba a sus pies.
—Como esto no funcione —susurró para sí misma—, juro que encontraré a ese medio shek, si todavía sigue vivo, y se lo haré pagar.
Christian se despertó unas horas más tarde. Abrió los ojos y escuchó con atención, alerta. Después, en absoluto silencio, se levantó y se deslizó hasta la entrada, desde donde escrutó las sombras hasta que percibió un leve movimiento, o, al menos, eso le pareció.
Volvió al interior de la cabaña y fue al rincón donde Victoria había dejado a Haiass. Dudó un momento antes de cogerla, pues no estaba seguro de si se habría recobrado lo suficiente como para poder sacarla de la vaina. De todas formas la recogió y se la ajustó a la espalda. Al hacerlo, sus dedos se deslizaron sobre la marca que le había dejado en el pecho la gema maldita. Se estremeció. Nunca, jamás, lo había pasado tan mal como cuando aquella cosa constreñía su alma de shek. Había sido para él peor que cualquier tortura.
Procuró no pensar en ello. Alzó la cabeza y trató de concentrarse en lo que rondaba por el exterior. Lo inquietaba el hecho de no saber de qué se trataba. Todavía no había recuperado del todo sus sentidos de shek, y no estaba acostumbrado a ser, simplemente, un humano con una percepción notable. Aun así, salió de la casa y penetró en la selva, con cautela.
Momentos más tarde, algo hizo que su parte shek, enferma como estaba, despertase de pronto en su interior. Casi sin pensarlo, Christian desenvainó a Haiass. Sintió cómo el hielo quemaba su piel, pero no hasta el punto de resultar peligroso para él. Entornó los ojos. Solo había algo capaz de hacerlo reaccionar de aquella manera.
Jack no tuvo tiempo de desenvainar a Domivat. Algo surgió de las profundidades del bosque, a medias entre una sombra y un torbellino, que empuñaba un filo de hielo que conocía muy bien. El dragón, cogido por sorpresa, retrocedió, tropezó y cayó hacia atrás. Su espalda topó con el tronco de un enorme árbol. Inmediatamente, el acero de Haiass acarició su cuello, produciéndole un escalofrío.
—Christian —murmuró Jack—. Veo que vuelves a estar bien, aunque... no te he detectado hasta que te me has echado encima. ¿Cómo lo has hecho?
—¿Qué haces aquí? —replicó el shek, con sequedad.
Jack captó la mirada hostil de él, y tampoco se le escapó que no había retirado la espada todavía. Lo miró, con cautela.
—Os estaba buscando.
Christian ladeó la cabeza, pero no apartó la espada.
—Supongo que estás enfadado porque no ayudé a Victoria a rescatarte —murmuró Jack—. Vale, fue una estupidez. En mi defensa diré que estaba completamente convencido de que esa cosa no podía hacerte daño. Y por lo visto no me equivocaba, porque estás... —calló cuando el filo de Haiass se hundió un poco más en su piel, produciéndole un fino corte que le causó una intensa sensación de frío.
—He estado a punto de morir.
Jack hizo un amago de inspirar hondo, pero sentía la espada de Christian demasiado clavada en su carne como para que aquello fuera una buena idea.
—Créeme si te digo que en ningún momento pensé que ningún sangrecaliente, ni siquiera Alsan, tuviera poder para herirte, y mucho menos matarte —dijo, y lo decía con total sinceridad—. Pero no se trata solo de eso. Aquel día estaba furioso y...
—Lárgate —cortó Christian—. Lárgate y no vuelvas a acercarte a nosotros nunca más.
Jack lo miró como si no creyera lo que estaba oyendo.
—¿¡Qué!?
Christian retiró la espada, solo un poco.
—Ya me has oído. Por deferencia hacia lo que Victoria siente por ti no te mataré esta noche, pero si vuelves a acercarte a ella...
—¡Un momento! —interrumpió Jack, y el fuego del dragón llameó en sus ojos verdes—. ¿Quién eres tú para hablarme así?
—El hombre que está con ella ahora mismo. Y tú eres el que la abandonó. Así que vete.
Jack entornó los ojos. Sentía que Domivat latía a su espalda, sedienta de sangre de shek. Se contuvo para no dar rienda suelta a su rabia.