Authors: Laura Gallego García
El piloto había visto lo que había sucedido con su compañero. Había comprendido que, en aquellos momentos, era más urgente regresar a Nandelt para revelar a todo el mundo lo que había descubierto que quedarse a pelear y correr el riesgo de que aquella información se perdiera con él.
Los Nuevos Dragones llevaban ya tiempo enviando patrullas a explorar los Picos de Fuego. Sabían exactamente dónde encontrar a los sheks y a los szish, pero todavía no habían atacado su base. Se limitaban a recorrer los alrededores, reconociendo el terreno. Alguna vez habían sido interceptados por sheks. Pero nunca antes habían topado con Gerde. Todo el mundo daba por supuesto que ella se encontraría en el mismo lugar donde se habían refugiado el resto de las serpientes, cerca de la Sima. La noticia de que se escondía en otro lugar iba a interesar mucho a Denyal, a Covan y al rey Alsan.
Nunca llegó a salir de los Picos de Fuego. Lo último que vio fue el rostro de la feérica al otro lado de la escotilla, un rostro terrible y sobrenatural, enmarcado por una revuelta cabellera que parecía tener vida propia; Gerde lo miraba sin expresión alguna en sus facciones de alabastro, y era una mirada que pareció taladrar su mente e hizo temblar de horror cada partícula de su cuerpo.
Aquella sensación de puro terror fue lo último que sintió antes de que él y su dragón se desintegrasen igual que un muñeco de arena aplastado por la mano de un titán.
Gerde volvió a posarse en tierra, suavemente, y oteó el cielo sobre ella. No había más dragones. Sonrió, satisfecha... y se estremeció, de pronto, sin saber por qué. Alzó la cabeza, preocupada, deseando que su percepción se hubiese equivocado.
—No, aún no... —murmuró—. Aún es demasiado pronto...
«¿Qué demonios estoy haciendo aquí?», se preguntó Jack, por segunda vez en muy poco tiempo. «Soy un dragón: tengo una dignidad...»
Pero también era en parte humano y, por alguna razón, le había parecido algo natural, al deambular sin rumbo por las calles de Lumbak, entrar en la primera taberna que había encontrado.
No le sorprendió ver que la regentaba un humano. No obstante, los clientes eran yan, en su mayoría. Después de lo que había visto en el campamento de los rebeldes,
no
sentía ganas de tener más tratos con yan, por el momento; de modo que ocupó un lugar libre no lejos de un enorme humano barbudo que roncaba, de bruces sobre la mesa, ante la que con toda seguridad no era, precisamente, su primera jarra.
Jack suspiró para sus adentros. Aquello era un antro caluroso, ruidoso y maloliente, pero en aquellos momentos no le importaba. Sentía que no tenía ningún otro sitio a donde ir. Ya no quería regresar a Nandelt, con Alsan, Tanawe y los demás. Tenía la extraña sensación de que había visto su futuro en aquel campamento yan; de que, si las cosas seguían así, pronto la guerra contra las serpientes se convertiría en algo muy semejante a lo que estaba sucediendo en Kash-Tar.
El tabernero interrumpió sus lúgubres pensamientos.
—¿Qué te sirvo, muchacho?
Jack lo miró con cierta desgana.
—¿Qué es lo típico por aquí?
—El
darkah —
respondió el hombre, con una amplia sonrisa—. Pero es una bebida yan. Puro fuego, ya sabes.
Jack se encogió de hombros.
—No me asusta el fuego.
—Como quieras —rió el tabernero.
Lo cierto era que Jack no estaba acostumbrado a beber alcohol, y suponía que lo que iban a servirle le sentaría como un tiro. Pero no le importaba. El borracho que yacía a su lado dormía como un bendito, y en aquellos momentos Jack lo envidiaba profundamente.
El tabernero plantó ante él una jarra llena de un líquido rojizo. Jack no quiso preguntar con qué se elaboraba el
darkah.
Sospechaba que no le sentaría mejor si lo sabía.
—Banzai —murmuró, y bebió un sorbo.
Fue mucho peor de lo que había imaginado. El licor abrasó su boca, su lengua y su garganta y cayó por su esófago como un río de lava. Jack empezó a toser, sin poderlo evitar, despertando al borracho y provocando un coro de risas en el local.
—¡Por Aldun, muchacho, ya te dije que era fuerte!
Jack trató de decir algo, pero no fue capaz. Entonces, un vozarrón tronó a su lado:
—¡Vete a llenarle las tripas a un swanit, Orfet! ¿Es que quieres envenenarlo?
Después le ordenó al tabernero que le sirviera algo que Jack no entendió. Momentos más tarde, tenía ante sí una nueva jarra. Aún boqueando, la miró con cierta desconfianza.
—Bebe, te sentará bien.
Cualquier líquido tenía que ser, por fuerza, más refrescante que lo que le acababan de dar, por lo que Jack, con la garganta abrasada, bebió con avidez. Y fue casi milagroso: el brebaje calmó su sed y lo refrescó por dentro. Se volvió hacia su salvador, el enorme humano borracho, que resultó tener, despierto, una desconcertante mirada de dos colores.
Abrió la boca para darle las gracias, pero de pronto, todo empezó a darle vueltas y dejó caer pesadamente la cabeza sobre la mesa. Sintió, vagamente, que el barbudo lo agarraba del cuello de la camisa y lo levantaba un poco en el aire. Después lo dejó caer otra vez.
Jack respiró hondo y, poco a poco, fue recuperándose. Logró alzar la cabeza un poco, parpadeó y enfocó la vista. Todavía le daba vueltas la cabeza, pero empezaba a sentirse mejor.
—Caray —fue todo lo que pudo decir.
El borracho le dio un par de cachetes en las mejillas. Bastante certeros, para estar borracho, pensó Jack. Se despejó del todo.
—Ya... para, para. Ya estoy bien.
—Tu primer trago de
darkah,
¿eh? Suele producir ese efecto en la gente. Deberías andar con cuidado y, si te dicen que algo es fuerte, hacer caso.
Jack se sintió molesto de pronto. Le entraron ganas de gritar a todo el mundo que él no era ningún niño, que había cazado un swanit, matado a varios sheks, y derrotado a un dios. Se contuvo al pensar que nadie le creería y que, de todas formas, no había entrado en aquella taberna buscando notoriedad sino, precisamente, pasar desapercibido. El gesto del barbudo era amistoso, por lo que se esforzó por sonreír.
—Gracias —dijo—. Me llamo Jack.
—Qué nombre tan raro —comentó el hombre—. Bueno, yo soy Rando.
No parecía tan borracho como Jack había supuesto. Volvió a mirarlo con más atención y se dio cuenta de que su primera impresión había sido correcta: tenía un ojo de cada color.
Desvió la mirada, para no parecer descortés, y volvió a hundirla en las profundidades de su jarra.
—Puedes beber eso tranquilamente —dijo Rando—. Te entonará un poco, pero no te matará. Al menos, al principio —añadió, con una risotada.
Jack sonrió. No fue una sonrisa alegre.
—Problemas con las mujeres, ¿eh? —dijo entonces Rando.
—¿Por qué cuando alguien tiene un problema la gente siempre da por sentado que se trata de mujeres? —replicó Jack, molesto.
—Problemas con las mujeres —entendió Rando, asintiendo enérgicamente.
Jack no pudo reprimir una sonrisa, pese a que lo intentó.
—Problemas con muchas cosas, en realidad —murmuró.
—Bueno —respondió Rando, encogiéndose de hombros—. Nada puede ser tan grave como para querer suicidarse bebiendo el que, probablemente, es el peor
darkah
de todo Kash-Tar —añadió, levantando la voz para que lo oyera el tabernero; este lo mandó a paseo desde la barra.
Rando cogió la jarra de
darkah
de Jack y, alzándola en el aire, se la bebió de un trago, a la salud del tabernero. Jack lo miraba, atónito. Cuando Rando dejó la jarra en la mesa, aún se quedó mirándolo un momento más, sin poder creerse que siguiera tan tranquilo.
—Tú sí que debes de tener problemas —comentó—. ¿Cómo puedes tragarte eso?
—Precisamente porque no tengo problemas —sonrió Rando—. Los problemas son un engorro; te impiden ser feliz, ¿no te parece?
Jack sonrió.
—Supongo que sí —murmuró—. Pero, ¿qué pasa si los problemas lo persiguen a uno?
—Pasa que al final terminamos huyendo de ellos a base de
darkah.
Pero es sorprendente la gran cantidad de problemas que se resuelven simplemente hablando. Sobre todo cuando se trata de mujeres.
—Eso es simplificar las cosas —protestó Jack—. Hay muchos otros asuntos que me preocupan.
—Si fuera así, no estarías aquí tirado; estarías tratando de solucionarlos —razonó Rando; suspiró, y sacudió la cabeza—. Y todo es mucho más sencillo cuando tienes a una mujer a tu lado. Parece mentira, pero te crees capaz de cualquier cosa. Y no te das cuenta, hasta que la pierdes... de hasta qué punto te apoyabas en ella. Es por eso por lo que acabamos derrumbándonos en cualquier bar.
Jack lo miró, con cierta curiosidad.
—¿Por eso estás aquí? ¿Porque no tienes una mujer en la que apoyarte?
—En cierto modo. Pero la tuve. Ah, sí, la tuve —sonrió con nostalgia, y Jack entendió que la bebida sí le había afectado, al menos hasta el punto de soltarle la lengua—. Y la perdí por no hablar con ella.
—Yo hablaba con ella —replicó Jack—. Hablábamos mucho.
—¿Y la escuchabas?
—Claro que sí. Yo era la persona en quien más confiaba. Era su mejor amigo...
Calló, de pronto, al recordar que, pese a todo, Christian siempre había conocido y comprendido a Victoria mucho mejor que él. Y eso que apenas había pasado tiempo con ella, en comparación. Sacudió la cabeza. «El tiene ventaja», pensó. «Puede leerle la mente».
—Y querías ser algo más, ¿no?
—Era algo más. Eramos... bueno, llevábamos bastante tiempo juntos —se rindió por fin—. Es cierto —murmuró—. Creo que en el fondo temo no ser más que un buen amigo para ella... a pesar de todo lo que hemos pasado juntos.
—Oh —comentó Rando—. Entonces es que hay otro.
Jack sonrió con cansancio.
—Siempre ha habido otro. —Hundió la cabeza entre las manos—. ¿Qué se supone que debía hacer? Hasta hace poco lo he llevado... no sé, más o menos bien. Pero ahora... están pasando muchas cosas. —Suspiró—. Le pregunté si quería que bendijesen nuestra unión, y me dijo que no. ¿Qué se supone que debo pensar?
—Nada —respondió Rando, rotundamente—. Por mucho que te esfuerces no vas a comprender las razones por las que una mujer hace tal o cual cosa. Porque las mujeres siempre tienen razones para hacer las cosas, razones que, aunque nosotros no les concedamos importancia, para ellas
sí
son importantes. Así que ante la duda, lo mejor es preguntar. Siempre. Y no darlo todo por sentado.
—Gracias por el consejo —murmuró Jack, arrepintiéndose ya de haber iniciado aquella conversación; estaba empezando a darse cuenta de que la bebida lo había hecho hablar demasiado a él también.
—Es lo que me pasó a mí —prosiguió Rando, sin hacerle caso—. Yo tenía una mujer. Preciosa, lista, dulce, valiente... perfecta, o por lo menos, a mí me lo parecía. Se llamaba Yenna. Cuando encuentras a una mujer así, y encima ella siente algo por ti... quieres creer... deseas creer que para ella no existe nada en el mundo, aparte de ti. Pero, por muy importante que seas para ella... es una persona, y tiene su propia vida, y otras cosas que le importan.
»Yenna y yo éramos felices. Había un lazo entre nosotros, los sacerdotes habían bendecido nuestra unión. En aquel entonces, yo trabajaba como soldado en el ejército del rey Kevanion. Se me daba bien —añadió, con una sonrisa—, porque tengo algo de sangre Shur-Ikaili y soy más alto y fuerte que la mayoría de los hombres. Pero para mí no era más que un trabajo. Así que, cuando los sheks invadieron Idhún, y el rey Kevanion se alió con ellos... para mí no cambió nada. Seguí luchando, como siempre, aunque algunos de mis compañeros desertaron.
»Pero con el tiempo Yenna empezó a comportarse de forma diferente. La encontraba más callada, más esquiva. Me estaba ocultando algo, y empecé a sospechar que se veía con otro.
Jack alzó la cabeza, interesado.
—Un día los vi juntos —prosiguió Rando—, mientras regresaba a casa. Estaban en un callejón oscuro, y hablaban en susurros, compartiendo un secreto, algo que no me incluía a mí. Me puse furioso, para qué negarlo. Regresé a casa y la esperé y, cuando llegó, le pedí explicaciones. Le pregunté quién era ese hombre, y qué estaba haciendo con él.
—¿Qué te dijo? —quiso saber Jack.
—Nada —respondió Rando—. No me dijo nada. Se limitó a mirarme, y entonces dio media vuelta y salió de casa. Esa fue la primera vez en toda mi vida que me emborraché —añadió, abatido—. Fui a la taberna y bebí hasta el tercer amanecer, y compartí mis penas con otros solitarios, como estoy haciendo contigo ahora. Cuando regresé a casa ella no había vuelto aún, pero yo estaba tan ebrio que apenas me di cuenta. Al día siguiente pasé todo el día durmiendo. Al despertar me extrañó que Yenna aún no hubiese regresado, y lo primero que pensé fue que se había ido con el otro. Pero entonces me di cuenta de que algo no andaba bien en casa. Todas sus cosas seguían en su sitio. Y parecía que había habido un forcejeo.
»Entendí entonces que alguien se la había llevado a la fuerza, y me lancé a las calles a buscarla, sin éxito. Apenas un par de días después, me llegó un mensaje oficial desde el castillo. Me informaban de que no hacía falta que buscase más a Yenna, porque había sido acusada de traición... y ejecutada.
Se le quebró la voz. Jack se había quedado helado.
—Pensé que debía de ser una broma pesada. ¿Yenna, mi Yenna... tenía tratos con los rebeldes? Y entonces recordé... cuando nos llegó la noticia de que los sheks habían arrasado Shia. Ella había llorado toda la noche. Yo la consolé como pude, pensé que era muy sensible, de hecho me gustaba que fuera sensible. Pensé que se le pasaría. Como al día siguiente ya no lloraba, creí... que ya se le había olvidado.
—Pero no fue así —murmuró Jack.
Rando dio un puñetazo sobre la mesa.
—Si hubiera sabido escucharla... Si me hubiese dado cuenta de que su dolor iba mucho más allá de la empatia, si hubiese concedido importancia al hecho de que ella tenía raíces shianas... tal vez me habría dado cuenta antes de lo que estaba sucediendo. Estábamos luchando en bandos contrarios, y yo no lo sabía. Pero, lo que para mí era un trabajo... para ella era una pasión. Creía firmemente en la causa de los rebeldes, hasta el punto de dar su vida por ella. Pero no quería arriesgar la mía, y por eso nunca me dijo nada. Sabía que, si me mantenía al margen, me protegería incluso aunque las serpientes la capturasen a ella. Y yo, estúpido de mí, no fui capaz de darme cuenta de que Yenna tenía una vida más allá de nosotros dos y de nuestro hogar. Cuando la vi con ese hombre no pude evitar pensar que tenía que ver conmigo, que era una amenaza para nuestra relación. Pero, aunque yo era el centro de su mundo, no era todo su mundo, ¿entiendes? Es lo que no fui capaz de ver. Y por eso la delaté sin darme cuenta.