Authors: Laura Gallego García
—¡Vamos, ven! —la llamó, tendiéndole la mano.
La varu reaccionó y corrió hacia él. Pero, cuando ya subía por la escalera, algo se enrolló en torno a su tobillo, haciéndola caer. Era el látigo de uno de los piratas. Aleeva lanzó un agudo grito telepático y trató de desasirse. El pirata tiró de ella.
—¡Suéltala! —gritó Shail.
—¿Por qué? —se burló el pirata—. ¡Si a los varu les gusta el agua! Si te la llevas arriba se resecará.
Aleeva gritó de nuevo, pero esta vez de dolor.
—¡Suéltala! —repitió Shail, y esta vez acompañó su orden con un hechizo de ataque cuyo rayo mordió el brazo del pirata y lo obligó a soltar el látigo.
—¡Hechicero, eso es jugar sucio! —les gritó el semivaru mientras desaparecían en dirección a la cubierta superior.
—¡Aleeeerta! —gritó de nuevo el vigía.
Arriba se había iniciado una batalla encarnizada. Los marineros, asomados a las escotillas, disparaban flechas de fuego contra el barco pirata. Alexander le salió al paso a Shail. Todavía no tenía buena cara.
—¡Nos atacan! —le dijo.
—Sí, ya me había dado cuenta.
—Pero, ¿cómo voy a luchar si el suelo no deja de moverse?
Shail iba a contestar, pero no tuvo tiempo. Raktar lo agarró por la túnica y tiró de él hasta llevarlo a una de las escotillas laterales.
—¡Haz algo, mago! —gritó—. ¡Los tenemos encima!
Shail se asomó al exterior y vio el barco pirata. Era más pequeño que el de Raktar y parecía haber sido construido con materiales de desecho. Y, no obstante, todo él parecía una verdadera criatura marina emergida de las profundidades. Los semivaru habían decorado el casco con distintos tipos de conchas y algas. Si el barco pirata se hubiese sumergido bajo las olas en aquel momento, a Shail no le habría extrañado en absoluto.
—Es el
Ola Sangrienta —
susurró Raktar al oído de Shail—. El barco de Glasdur el Pálido.
Shail sintió un vacío en el estómago. El barco estaba ya muy cerca, y pudo ver claramente cómo algunos de los piratas se arrojaban al mar desde las escotillas para nadar hacia ellos. Si los marineros de la bodega perdían la pelea, la siguiente oleada lo tendría muy fácil para entrar.
No obstante, se esforzó por recordar el hechizo que tenía en mente. Murmuró las palabras y, en ese preciso instante, una de las flechas de fuego disparadas por la gente de Raktar aumentó varias veces de tamaño. La impresionante saeta fue a clavarse, con estrépito, en el casco del
Ola Sangrienta.
Agotado, Shail cerró los ojos un momento, sobreponiéndose al agudo dolor de su pierna. Oyó los gritos de alarma de los piratas, y, pese a todo, sonrió.
—¡Raktar! —se oyó de pronto una potente voz desde el barco pirata—. ¡Maldito bellaco! ¿Ahora llevas magos en tu barco? ¡Eso no es jugar limpio!
Alguien le alcanzó un altavoz al capitán, que se lo llevó a los labios y vociferó:
—¿Y desde cuándo lo es sabotear la bodega del tektek, Glasdur? ¡No me hables de juego limpio, viejo canalla! ¡Y no te atrevas a acercarte a mi barco, porque de lo contrario...!
Se oyó una risotada que tenía el deje gutural de la risa varu.
—¡Ya es demasiado tarde, pielseca! ¡Demasiado tarde!
—Esto se mueve... se mueve demasiado... —murmuró entonces Alexander.
Shail se dio cuenta, de pronto, de que tenía razón. El barco se bamboleaba con demasiada violencia.
—¡La ola! —chilló entonces el vigía, aterrado—. ¡La ola gigante! ¡Viene hacia aquí!
Raktar lo alcanzó en dos zancadas, lo apartó de un empujón y miró por el periscopio. Cuando se separó de él estaba lívido como un muerto.
—¿Qué pasa? —quiso saber Shail, preocupado.
El capitán no contestó. Salió corriendo pasillo abajo, y Shail lo siguió. Lo vio subiendo por la escalera que llevaba a la cubierta exterior. Lo alcanzó cuando ya se alzaba en cuclillas sobre el techo del barco, desafiando al viento, y contemplaba el horizonte con gesto grave.
—¿Qué...?
—Mira eso, mago —cortó Raktar—, y júrame que no lo has hecho tú con tu magia.
Shail miró en la dirección indicada y sintió como si le arrancasen las entrañas.
Tras el barco pirata se alzaba una ola gigantesca, tan alta que su cresta se cernía sobre ellos, rozando los dos soles gemelos. Se convulsionaba como si tuviese vida propia, lamiendo cada pedacito de cielo que alcanzaba, dirigiéndose hacia ellos lenta pero inexorablemente, una gran masa de agua de un color azul tan profundo como las más hondas simas oceánicas.
—No lo he hecho yo —pudo decir Shail, con un hilo de voz—. Y esa es una mala noticia. Porque si fuese obra mía, sabría cómo detenerlo, y no es el caso.
Raktar lo miró, horrorizado.
—Sagrada Neliam —murmuró.
—Sí... me temo que eso es bastante exacto —dijo Shail, alicaído.
El capitán se puso en pie y vociferó:
—¡Glasdur, mira detrás de ti! ¡Sal de ahí antes de que te trague el mar!
—¡Ja, ja, ja, no vas a engañarme con un truco tan...! —la respuesta del semivaru quedó acallada por un grito de terror. El
Ola Sangrienta
era arrastrado hacia el interior de una ola todavía más mortífera y aterradora que el legendario barco pirata.
Más cabezas asomaron por la escotilla del barco de Raktar, entre ellas la de Alexander. Anonadados, los marineros contemplaron cómo el navío de Glasdur escalaba la ola, arrastrado por su fuerza letal, en medio de los gritos aterrorizados de sus tripulantes.
Momentos después, el dragón descendía en picado sobre la cubierta del barco de Raktar. Pero era demasiado tarde, porque la ola se abatía sobre ellos, y ambos barcos, y el dragón que los había alcanzado, fueron arrastrados por las aguas.
—Deberían haberme avisado —dijo Zaisei, exasperada.
El viejo Bluganu le dirigió una mirada apenada, pero no respondió.
—La Madre Venerable está bajo mi responsabilidad —insistió Zaisei.
«Disculpad que discrepe, pero... ¿no tiene ella edad suficiente como para saber qué está haciendo?», respondió el varu.
Zaisei enrojeció levemente, comprendiendo las dudas de Bluganu. Gaedalu no solo era la poderosa Madre Venerable de la Iglesia de las Tres Lunas sino que, además, era lo bastante mayor como para ser su abuela.
—La Madre Venerable está actuando de forma extraña últimamente —le confió al varu—. Hace poco que se enteró de la muerte de su hija, y temo que eso la haya trastornado. Su corazón alberga sentimientos oscuros; por eso debo acompañarla y vigilarla para que no perjudique a nadie ni se dañe a sí misma.
Bluganu asintió.
«Entiendo», dijo. «Pero al lugar al que ha ido la Madre no debo acompañaros».
Zaisei respiró hondo. Percibía un temor supersticioso en los sentimientos del anciano, y comprendió que no debía presionarlo. Sin embargo, se trataba de Gaedalu; si aquel lugar era peligroso...
—Decidme, ¿a dónde ha ido? ¿Tiene que ver con la Piedra de Erea, la roca que cayó del cielo?
Bluganu le dirigió una mirada llena de incertidumbre.
«No sé nada de eso. Desde tiempos remotos siempre se la ha llamado la Roca Maldita».
—¿Maldita? ¿Por qué razón?
«No sabría deciros, sacerdotisa. Pero tiene algo que vuelve locas a las criaturas del mar. En esa zona, hasta los animales más pacíficos se vuelven agresivos. Y de entre los varu, solo los jóvenes se atreven a acercarse por allí. Todos sienten curiosidad tarde o temprano y se acercan a la Roca Maldita, pero creedme si os digo que nadie que haya estado allí ha sentido el menor deseo de ir por segunda vez».
—¿Y habéis permitido que Gaedalu vaya allí sola?
«No ha ido sola: la escoltaban dos jóvenes centinelas. En cualquier caso, yo no podría haberla detenido. No soy más que el encargado de la Casa de Huéspedes, ¿recordáis?».
Zaisei percibió tristeza y algo de amargura en sus palabras, y le sonrió con simpatía.
—Tal vez para los varu eso no signifique mucho —le dijo suavemente—. Pero ahora mismo mi vida está en vuestras manos. Si no fuese por vuestro trabajo, los habitantes de la superficie no sobrevivirían a una visita al Reino Oceánico.
No lo decía solo para consolarlo; cada una de sus palabras era estrictamente cierta. La Casa de Huéspedes era el único edificio de Dagledu que podía ser habitado por gente de la superficie. Había sido construido a partir de una inmensa burbuja, semejante a las que utilizaban los varu para transportar a los «pielseca» desde el puerto. En torno a la burbuja habían levantado paredes de coral, y la habían recubierto con algas para tapar el techo. El interior constaba de una sola habitación, lo bastante amplia como para que el visitante se sintiera cómodo. Había cuatro literas, dos arcones para que los visitantes guardaran sus pertenencias, una mesa con varios asientos y un pequeño aseo separado del resto por paneles coralinos. Con todo, la burbuja estaba herméticamente cerrada. Debía ser así, puesto que cualquier brecha haría que el interior se inundase de agua. Bluganu debía velar no solo por el bienestar de sus invitados, sino también por la seguridad del habitáculo.
—Por favor —suplicó Zaisei—. Necesito ir allí. Si me hubieseis dicho que la Madre ha ido a visitar a unos parientes no se me ocurriría molestaros. Pero no es normal lo que está haciendo, y si está arriesgando su vida o la de otros por odio o por venganza, debo tratar de detenerla. Os lo ruego; si no vais a acompañarme, por lo menos encontradme a alguien que sí quiera hacerlo.
Bluganu suspiró.
«Está bien», dijo. «Os acompañaré. Aguardad un momento».
Se dirigió, con los pasos torpes de quien no está acostumbrado a caminar en suelo firme, a la burbuja de transporte en la que habían traído a Zaisei desde el puerto, y que ahora descansaba en el interior del habitáculo, junto a la entrada. Bluganu abrió la cápsula de transporte con ambas manos e invitó a Zaisei con un gesto a que entrara. Ella obedeció, y la burbuja se cerró tras ella. Bluganu la empujó suavemente hasta que la sacó de la casa. Zaisei reprimió una exclamación al verse flotando a la deriva entre los edificios de la ciudad, y se volvió para ver cómo Bluganu traspasaba con elegancia la frágil superficie de la burbuja de la Casa de Huéspedes, sin romperla. Momentos después, el varu remolcaba la cápsula de aire de Zaisei a través de Dagledu, moviendo lentamente sus pies palmeados para avanzar en el medio líquido.
«Será un viaje largo», le dijo.
—No me importa —respondió Zaisei, pero su voz quedó ahogada en el interior de la burbuja.
Bluganu no dijo nada más. Siguió empujando la cápsula de aire a través de la ciudad, y Zaisei olvidó por un momento su preocupación por Gaedalu para admirar el sosegado mundo de los varu.
La ciudad estaba llena de actividad, pero era una actividad lenta, silenciosa, como lo era todo en aquel refugio submarino. Los varu nadaban de un lado a otro, sin prisa, pero sin pausa. Algunos los miraban con curiosidad, pero ninguno hizo ademán de acercarse a ellos.
Con todo, lo que más llamó la atención de Zaisei fueron los racimos de burbujas.
Había visto algunos en la ciudad, y suponía que los varu habían dejado las cápsulas allí a propósito, para cuando las necesitasen. No obstante, al salir de Dagledu, pasaron por encima de un inmenso lecho de burbujas, que cubrían el fondo marino hasta donde alcanzaba la vista.
—¿Es aquí donde las guardáis? —preguntó Zaisei en voz alta.
Bluganu no la oyó, pero vio la curiosidad pintada en su rostro.
«Un campo de marpalsas», explicó. «Es una clase de planta submarina que produce burbujas de aire. Y no son burbujas corrientes, puesto que están recubiertas por una sustancia que nace de la propia planta, y que las hace flexibles y a la vez resistentes. Si no fuera por las marpalsas, los pielseca nunca habrían podido visitar el Reino Oceánico. Y tampoco existiría la Casa de Huéspedes. Su burbuja fue producida por una planta excepcionalmente grande. Nunca hemos vuelto a ver nada parecido, pero llevamos siglos cultivando marpalsas y cada vez logramos burbujas más grandes. Con el tiempo esperamos obtener ejemplares de tamaño considerable, lo bastante como para poder crear más espacios de aire para los pielseca».
Zaisei contempló los racimos de burbujas que se extendían a sus pies, impresionada. Trató de ver las plantas, pero no lo consiguió: las burbujas, arremolinadas unas junto a otras, lo cubrían todo y solo permitían ver lo que había debajo de forma distorsionada. Se sintió muy pequeña y muy frágil, perdida en el fondo de aquel mundo azul, milenario, y se acurrucó en su burbuja de aire, mientras el viejo varu la empujaba, con lentitud, a través de las profundidades.
Jack abrió los ojos poco a poco. Lo primero que sintió fue que estaba mojado. Lo segundo, el olor a mar y a salitre. Y, por último, que le dolían todos los huesos.
Trató de incorporarse. Tenía una terrible jaqueca, y sacudió la cabeza para despejarse; pero solo consiguió que le doliera más.
Miró a su alrededor. Estaba en una gran cueva, húmeda e incómoda, que se abría sobre un inmenso mar azul. Junto a él estaban Shail, Alexander, el capitán Raktar y algunas otras personas a las que no conocía. Alexander estaba despierto, con una manta sobre los hombros, que no parecía mucho más seca que sus propias ropas, y la espalda apoyada en la pared. Shail estaba dormido, o inconsciente. Y el capitán hablaba en voz baja con dos hombres, que Jack supuso que serían parte de su tripulación. Miró a Alexander, que tenía mal aspecto.
—¿Dónde estamos? ¿Qué ha pasado?
—¿No lo recuerdas?
—Si lo recordara, no te lo preguntaría.
Alexander suspiró.
—Fuimos golpeados por una ola gigante. Nuestro barco volcó, pero tú te las arreglaste para remontar el vuelo y luego volviste a bajar a por nosotros. Por lo visto, encontraste el barco, lo enganchaste con las garras y tiraste de él hacia arriba para mantenerlo en la superficie.
Jack estaba impresionado.
—¿Yo hice eso?
—Debió de resultar un gran esfuerzo para ti, porque al cabo de un rato te desplomaste en el mar. Pero mantuviste el barco a flote, y eso salvó muchas vidas. Los piratas se encargaron de recogernos. Ahora estamos en sus dominios.
—¡Los piratas! —Jack empezaba a recordar—. ¿Te refieres al otro barco que estaba junto al vuestro?
Alexander asintió.
—Son semivaru. Su barco también volcó, pero la mayoría se las arreglaron para sobrevivir. Aunque muchos no pueden respirar bajo el agua, son excelentes nadadores, y el mar no los asusta. Podrían habernos abandonado a nuestra suerte, pero por lo visto les caíste bien. Es la ventaja que tiene ser un dragón —añadió, con una sonrisa feroz.