Authors: Laura Gallego García
«¿Sientes curiosidad?»
«En parte. Me has citado aquí, lo que significa que no vas a matarme. Doy por supuesto que una ejecución debería llevarse a cabo delante de testigos».
«Todavía no voy a matarte», respondió Shizuko. «Espero no tener que hacerlo, en realidad».
«Eso significa que Gerde aún quiere algo más de mí. También yo espero que lo que vas a pedirme no te obligue a matarme. No solo por mí, sino también por ti. Si yo me negase, te enfrentarías a un dilema interesante»
«¿Tú crees?»
«Elegir entre lo que quieres hacer y lo que debes hacer. Entre los sentimientos y la razón. Oh, sé de qué estoy hablando. Es algo que puede cambiar tu vida puesto que, una vez decides, ya no hay marcha atrás».
«Tal vez. Pero no quiero tener que llegar a eso. Todo depende de ti».
«Puede ser. Aunque el hecho de que admitas esa posibilidad implica que tu voluntad ya no te pertenece solamente a ti. Y eso significa que ya sabes que lo que te conté acerca de Gerde es cierto».
«Sí», respondió Shizuko, y aquel pensamiento estaba más teñido de temor y de respeto reverencial que de afirmación. «Pero, ¿cómo es posible?».
Christian inclinó la cabeza.
«Llevo ya tiempo tratando de comprender las razones de los dioses, pero aún no sé a ciencia cierta a qué están jugando, ni qué sentido tiene la guerra que llevan librando desde el principio de los tiempos, y que ha implicado a tantas criaturas a lo largo de los siglos. Lo único que sé es que el Séptimo no es como los otros Seis. Porque el Séptimo adopta identidades mortales, y los Seis, no. No sé qué significa esto».
«Significa que el Séptimo está mucho más cerca de sus criaturas que cualquier otro dios...».
«... para bien o para mal», pensaron ambos a la vez.
Quedaron un momento en silencio, mientras desenredaban sus pensamientos enlazados, con suavidad.
«¿Qué es lo que te ha pedido Gerde?», quiso saber entonces Christian.
«Nada que no puedas cumplir, o al menos, eso creo. Lo cual me hace pensar que no quiere perderte. Y eso significa que puede que tengas una oportunidad de regresar con nosotros. A pesar del desastre que has causado a los sheks, si ella me da motivos para perdonarte, podré hacerlo en nombre de todos los sheks».
Christian dejó que fluyera hasta ella un breve pensamiento de amargo escepticismo.
«Perdimos un mundo por tu culpa», dijo Shizuko. «Pero, si nos ayudas a conquistar otro, tal vez queden perdonadas antiguas ofensas».
«Perdonadas», repitió Christian. «No olvidadas».
«Por algo se empieza. Lo que te ha pedido es poca cosa, no obstante, así que imagino que con el tiempo tendrás que realizar tareas más importantes. Pero, de momento, solo tienes que traerme a la muchacha».
«¿A Victoria? Lo siento, no puedo hacerlo». «Ella dijo que dirías eso», comentó Shizuko; no había rencor ni amargura en sus palabras. «Me pidió que especificara que no quiere hacerle daño. Sólo quiere verla, y me dijo que te prometiera que no le pasará nada. Lo único que has de hacer es conducirla hasta la ventana interdimensional para que Gerde la vea. Desde Idhún no puede tocarla, y yo me ocuparé de que no la dañe ningún shek, puesto que tan importante es para ti. Después, podrás llevártela de vuelta a tu
usshak».
«Mi respuesta sigue siendo no. Y no es porque no confíe en ti. Es que no me fío de ella».
«Si te niegas, Kirtash, tendremos que matarte. Y no quiero hacerlo».
«Pues no puedo complacerte».
Cruzaron una larga y dolorosa mirada.
«Es una conducta irracional, Kirtash», le reprochó ella. «Sabes perfectamente por qué quiere verla. Si te niegas a mostrársela, estarás confirmando sus sospechas. De modo que de todas formas le estás diciendo a Gerde lo que quiere saber».
«Lo sé. Y precisamente por eso no puedo llevarla ante ella».
Shizuko no contestó. Los dos permanecieron en silencio un largo rato, un silencio oscuro y lleno de incertidumbre, hasta que ella dijo:
«Pasado mañana, al amanecer, nos encontraremos junto a la ventana interdimensional. Trae a la chica. Y, si no vas a traerla... mejor será que no vuelvas. Por tu bien».
Christian no dijo nada.
«Puede que no sea yo la que se encuentre ante un dilema», señaló Shizuko con calma. «Puede que seas tú el que tenga que decidir si desea volver a ser uno de nosotros. Y el shek que habita en ti, y que yo puedo ver debajo de ese frágil disfraz humano, desea regresar a la red, lo desea con toda su alma. Así que deberás decidir a quién prefieres rendir lealtad. Aunque, en el fondo de tu corazón... lo sabes».
Christian le dirigió una larga mirada.
«Nos veremos dentro de dos días», dijo solamente. «En Hok-kaido».
Después, desapareció en la noche, apenas una sombra sutil recortada contra las luces de Tokio; y Shizuko se quedó sola en el balcón, mientras la brisa revolvía su cabello y enfriaba agradablemente su piel humana. Sin embargo, ella se envolvió más en su bata, inquieta. Por una vez, el calor le resultaba reconfortante.
Encontró a Victoria sentada en el sofá, leyendo unos folios, abstraída. Había olvidado sobre la mesita un sandwich a medio comer. Cuando la sombra de Christian le tapó la luz, Victoria alzó la cabeza, sobresaltada.
—No te había oído llegar —sonrió.
Los dos cruzaron una mirada llena de entendimiento y complicidad. Se sentían más unidos que nunca, y les gustaba aquella sensación.
Christian se sentó a su lado y señaló la carpeta que descansaba sobre sus rodillas.
—Veo que por fin te has decidido —comentó.
El rostro de Victoria se ensombreció.
—Después de todo lo que he aprendido sobre ti, no me gustaba pensar en lo poco que sabía acerca de mí misma. Por otra parte, tú ya conocías toda esta información. Podía haber topado con ella en cualquier momento, mientras exploraba tu mente. Si no lo hice, es porque tu mente es demasiado grande como para conocerla por entero en tan poco tiempo —añadió, con una sonrisa y un leve rubor en las mejillas—. Pero podría haberme enterado de todo esto por casualidad, así que no tenía sentido que siguiera dándole la espalda.
—Sé de qué tenías miedo —dijo Christian con cierta dulzura—. Es parte de tu historia como humana. Y hace tiempo que ya no deseas ser humana.
Victoria sacudió la cabeza.
—Estuve débil; lo pasé muy mal. Es demasiado reciente como para que lo haya olvidado, o quiera volver a pasar por ello.
—Y, no obstante, es nuestro cuerpo humano lo que nos permite estar juntos... amarnos. No sé si deberías rechazar esa parte humana tan a la ligera.
—¿De veras? —Victoria sonrió sin alegría—. No hace tanto que todos pensamos que me había vuelto del todo humana. Aún recuerdo la decepción en tus ojos, y en los de Jack. Mi parte humana no te gusta, Christian. De hecho, si fuese completamente humana no habríamos podido compartir anoche lo que compartimos tú y yo. Habríamos mantenido una relación física que, por muy importante que pudiera ser para mí, para ti no habría sido suficiente. ¿Me equivoco?
—No. Pero no eres solo humana, Victoria, y ahí está la clave. De hecho, ni siquiera eras solo humana cuando eras un bebé.
Victoria entendió por qué lo decía. Bajó la mirada hacia las hojas que había estado leyendo.
—¿Fue por eso? —preguntó en voz baja—. ¿Por eso yo sobreviví al accidente, y mis padres, no?
Christian asintió.
Y, lo quisiera o no, Victoria sintió que tenía un nudo en la garganta. Lo cierto era que aquella historia la había conmovido profundamente. Y, aunque aún no sabía cómo se las había arreglado Christian para averiguar todo aquello, de pronto se dio cuenta de que no le importaba.
Allí, en las hojas que contenía aquella carpeta, el shek había anotado tiempo atrás los detalles sobre su origen, detalles que Allegra jamás había llegado a contarle. Así, Victoria se había enterado de que, aunque había nacido en España, sus raíces estaban en otra parte. Sus padres, Germán y Miranda, habían emigrado desde Argentina poco antes de venir ella al mundo. Habían tratado de abrirse paso en el país que los había acogido, un poco a regañadientes, con el trabajo de él como albañil, y de ella como camarera en una cafetería. Al nacer Victoria, Miranda había tenido que abandonar su trabajo, y la familia había pasado estrecheces. Sin embargo, apenas unos meses más tarde, todo había terminado en tragedia, con un brutal accidente de tráfico. Los padres de Victoria habían fallecido en el acto, pero ella no había sufrido ni un rasguño.
—¿Por qué no me llevaron de vuelta a Argentina? —murmuró Victoria—. ¿Mis padres no tenían familia allí?
—También yo me lo pregunté —respondió Christian—. Por lo visto, la familia de tu madre no aprobaba su relación con tu padre. Se marcharon a España, buscando iniciar una nueva vida juntos, y cortaron los lazos con su país. Tal vez los habrían retomado con el tiempo... si hubiesen tenido ocasión. Ni siquiera dijeron que habían tenido un bebé, así que las autoridades correspondientes no supieron muy bien qué hacer contigo. Tus abuelos no sabían ni que existías.
—Y terminé en un orfanato —dijo ella, un poco perpleja.
—Terminaste en casa de Aile Alhenai, una de las más poderosas hechiceras de Idhún. Te encontró en Madrid, pero me temo que te habría encontrado de todas formas, aunque te hubieses ocultado en el lugar más remoto del mundo.
—Me encontró antes que tú —señaló Victoria, alzando sus grandes ojos hacia él—. Y tú sabías quién era ella antes de que yo me enterase. Siempre pareces saberlo todo.
—Todo, no. Pero sí muchas cosas. Supe quién era ella y le perdoné la vida porque te protegía. Y ése fue un grave error por mi parte.
Victoria lo miró, perpleja.
—¿Estás diciendo que deberías haber matado a mi abuela entonces?
—Cuatrocientos veintisiete sheks —dijo Christian solamente.
Victoria enmudeció.
Cuatrocientos veintisiete sheks habían matado Qaydar y Allegra en la batalla de Awa. Con un solo hechizo combinado, aprovechándose del punto débil de las serpientes aladas: el fuego.
—Cumplí con mi deber —añadió Christian—. Con eficacia y exactitud, durante cinco años. Y entonces empecé a fallar. Me juré a mí mismo que te protegería, pero a menudo pienso que debería haber matado a todos los demás. Al dragón que acabó con el imperio de los sheks. Al mago que lideró el ataque a la Torre de Drackwen. Al guerrero que reconquistó Nurgon. A la hechicera que acabó con cuatrocientos veintisiete de los míos. Maté a todos los renegados, menos a cuatro, y cada uno de ellos, a su manera, fue fatal para los sheks.
—Si te hubiese acompañado entonces —murmuró Victoria—, cuando me tendiste la mano... nos habríamos ahorrado todo esto.
Christian guardó silencio durante un rato. Después, dijo:
—No estoy seguro de eso. ¿O es que crees acaso que Jack no habría luchado por recuperarte?
Victoria no dijo nada. Christian la miró intensamente.
—Y, no obstante, me diste la mano aquella noche —dijo con suavidad—. Muchas veces me he preguntado por qué, pero ayer, mientras recorría tu mente, lo supe.
—¿Qué es lo que supiste?
—Que tú y yo estamos hechos de lo mismo, en parte. Los unicornios, Victoria, no son enemigos de los sheks. Nunca lo han sido. Una vez te dije que tú y yo no éramos tan diferentes, pero hasta ayer no supe hasta qué punto tenía razón.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Victoria, cada vez más intrigada.
Pero Christian solo la miró y sonrió, enigmáticamente.
—Hielo y cristal —fue lo único que dijo.
La Ira de Neliam
Puerto Esmeralda estaba construido sobre un altísimo acantilado, y protegido por una enorme muralla que lo separaba del mar; una muralla que a Jack, cuando la vio, le recordó a una mandíbula de largos y afilados colmillos. Esto se debía a sus grandes torres cónicas, terminadas en pequeñas plataformas que parecían lugares estratégicos para observar el mar. Más tarde sabría que en lo alto de cada una de las torres se situaba un gran cuerno que solía sonar cuando subía y bajaba la marea. Los encargados de otear el horizonte desde allí y de hacer sonar el cuerno, con niebla, viento o lluvia, recibían el nombre de Vigilantes de las Mareas.
Jack planeó un instante sobre Puerto Esmeralda, admirando la impresionante cascada que formaba el río Adir al caer en picado desde lo alto del acantilado, por una compuerta abierta en la muralla.
—¡Aterriza en las afueras de la ciudad! —le gritó Shail—. ¡Estás llamando mucho la atención!
—¿Por qué se llama Puerto Esmeralda? —preguntó Jack a su vez, intrigado—. ¿Dónde están los barcos?
Por la forma en que estaba construida, daba la sensación de que la ciudad se defendía del mar con uñas y dientes, en lugar de estar abierta a él.
A sus oídos llegó la alegre risa de Shail.
—Te lo enseñaré cuando bajemos —le respondió.
Aterrizaron junto al río, lejos de las murallas. Jack se transformó inmediatamente en humano, puesto que no lejos de allí había un camino que llevaba directamente a las puertas de la ciudad. También Alexander deseaba pasar inadvertido. Se echó una capa sobre los hombros y se cubrió la cabeza con una capucha. Y así, una vez listos, se encaminaron a la ciudad.
Las puertas de Puerto Esmeralda estaban abiertas de par en par, aunque todos los que entraban en la ciudad, ya fuese en carro, a caballo o andando, tenían que dar su nombre y el motivo de su visita a los guardias de la ciudad. No obstante, mientras estaban en la cola, Jack comprobó que la mayor parte de la gente entraba sin cumplir aquella formalidad; por lo visto, casi todos eran vecinos de Puerto Esmeralda, o bien solían visitarla a menudo, puesto que los guardias ya los conocían. Se estaba preguntando qué tenía pensado decir Shail, y cómo debían actuar en el caso de que los guardias reconociesen a Alexander, cuando uno de ellos los saludó enérgicamente.
—¡Eh! —exclamó—. ¡Cuánto tiempo sin verte, Fesbak!
Ante su sorpresa, Shail respondió:
—¡Lo mismo digo, Estrik! ¡Veo que sigues en la puerta!
—¡Ya ves! —bromeó el guardia—. No abandono la esperanza de que algún día me dejen entrar.
Shail rió, de buen humor. Jack lo miró, perplejo.
—¿Cómo te ha llamado?
—Fesbak. Es el apellido de mi familia. Lo cierto es que somos tantos hermanos que la gente que nos conoce tiene problemas para recordar los nombres de todos, así que suelen llamarnos así.