Authors: Laura Gallego García
Las ofrendas de comida, ya fueran frutas o pasteles, representaban el deseo de que su reinado fuera próspero para todo el mundo.
El agua implicaba un deseo de salud y longevidad para el nuevo soberano.
Y, por último, la pluma de ave representaba la gloria y la grandeza, el deseo de que el rey volase más alto que ninguno. Normalmente, los reyes obtenían la grandeza sobre los demás por la fuerza de las armas.
Jack entendió.
—Ojalá los dioses escuchen tus plegarias —le dijo al oído.
—Ojalá —suspiró Victoria.
Sin embargo, el altar de las ofrendas estaba lleno de plumas de ave. Alsan se había ganado un nombre combatiendo, y todos esperaban que continuara así. En cambio, pocos habían dejado cuencos con agua. Había una cierta cantidad de ofrendas de comida, y bastantes flores. Pero, sobre todo, plumas.
—¿Esto es lo que todos esperan de él? —dijo Victoria, con cierta amargura—. ¿Que siga luchando?
—Prácticamente no ha hecho otra cosa en toda su vida —comentó Jack—. Pero entiendo lo que quieres decir.
Su mano se entrelazó con la de ella. Victoria lo miró y le sonrió.
Jack deseó, por un momento, que aquel instante no terminara nunca. Pero le pesaba su reciente conversación con Christian. ¿Y si los dos lo sabían ya? ¿Y si el bebé que esperaba Victoria era hijo del shek, y se lo habían ocultado? ¿Y si...?
—Estás nervioso hoy —le dijo Victoria de pronto—. ¿Qué te pasa?
—He estado pensando —cortó él, impulsivamente; se inclinó hacia ella y le dijo al oído-: ¿Te gustaría que bendijesen nuestra unión?
Lo dijo a bocajarro, sin pensar apenas. Aquella mañana se había jactado ante Christian de que iban a celebrar la ceremonia de la unión, y el shek, con aquella irritante capacidad suya de ir por delante de los demás, había adivinado que no lo había consultado todavía con Victoria. En fin, pensó Jack, eso era solo una formalidad. Claramente estaban enamorados. No había motivo para que ella dijese que no.
Pero el semblante de Victoria cambió en cuanto se lo propuso. Sus ojos se agrandaron y palideció un poco; o al menos, a Jack se lo pareció.
—No es como si fuera una boda —se apresuró a aclarar él—. Un sacerdote celeste se limita a...
—Lo sé —lo tranquilizó ella—. Sé lo que significa la bendición de la unión. ¿Ha sido idea de Alsan?
Jack se detuvo un momento, ofendido.
—Alsan me ha explicado en qué consiste —dijo—, y me ha dicho que sería buena idea, sí. Pero ten por seguro que no te lo diría si no lo quisiera de verdad. ¿Por quién me tomas?
Victoria lo tomó de la mano, conciliadora.
—Ya lo sé. Es solo que... bueno, no me esperaba que me hablaras de esto... aquí y ahora.
Jack cerró los ojos, maldiciéndose por su torpeza. La conversación con Christian lo había enervado un poco, y lo había hecho precipitarse. Por supuesto que habría tenido que esperar al momento adecuado, en un entorno más íntimo.
—Lo siento... ha sido un impulso. Pero eso no significa que no quiera hacerlo igual.
La miró, expectante. Pero Victoria le dirigió una mirada de disculpa.
—También a mí me gustaría —repuso—, pero no puedo hacerlo, Jack. Lo siento.
La negativa fue para él como un jarro de agua fría. Se desasió de la mano de Victoria como si le quemara.
—Pero..., ¿por qué? —susurró—. ¿Es por Christian?
Victoria inclinó la cabeza.
—En parte —dijo.
Jack no preguntó nada más, pero el recuerdo de una reciente conversación con Alsan acudió inoportunamente a su memoria: «A todas las futuras madres les encanta declarar que están felizmente enamoradas del padre de su hijo», había dicho él.
También había hablado de lo mucho que todo aquello uniría a Victoria y al padre de su bebé. Solo que Alsan había dado por sentado que se trataba de Jack.
Pero... ¿y si no lo era? ¿Por eso Victoria acababa de negarse a que bendijeran su unión? ¿Y si el tiempo que había pasado con Christian los había unido tanto como para que ella hubiese elegido definitivamente al shek, o para engendrar un hijo, o ambas cosas?
Se estremeció. No quería creerlo, pero, ¿qué otro motivo podía llevarla a rechazar su propuesta, salvo el temor a que el sacerdote dijese ante todo el mundo que ella no estaba enamorada de él?
Sintió que la mano de Victoria se enlazaba con la suya, oyó la voz de ella en su oído.
—No tiene que ver contigo, Jack. No necesitas que un celeste te diga lo que ya sabes, o deberías saber.
—¿Y qué debería saber? —replicó él, con un poco de dureza.
Vio el semblante dolido de Victoria, pero no llegó a escuchar su respuesta, porque en aquel momento Alsan subía al estrado y la multitud estallaba en una salva de aplausos.
Fue una ceremonia extraña. Jack y Victoria se sentaron juntos, esforzándose por parecer felices y relajados, pero la preocupación asomaba a sus semblantes, y la tensión era palpable entre ambos.
Por fortuna, la mayor parte de la gente estaba a demasiada distancia de ellos como para darse cuenta de lo que sucedía. Y, por otro lado, también había muchas otras cosas en qué fijarse.
La ceremonia en sí fue corta y austera. Alsan hincó una rodilla ante la reina Erive, quien le hizo pronunciar el juramento de lealtad a su reino. Con voz firme y serena, Alsan proclamó, como era tradición, que todo Vanissar era ahora su hogar, y sus habitantes, su familia. Y, como tal, se esforzaría por que nada les faltase mientras él siguiese con vida, por defenderlos por la fuerza de las armas, si fuera preciso, y por gobernarlos con sabiduría y bondad.
Jack olvidó sus diferencias con Victoria cuando Erive colocó la corona sobre la cabeza de Alsan y todos los presentes prorrumpieron en gritos de júbilo. Alsan se incorporó y dirigió a todos una mirada serena; Jack detectó un brillo de orgullo y alegría latiendo en sus ojos oscuros, y sonrió, aplaudiendo al nuevo soberano de Vanissar con todas sus fuerzas.
A su lado, Victoria también aplaudía. No obstante, no pudo evitar darse cuenta que había una persona en el palco que no se había unido a la alegría general.
De nuevo, Ha-Din, el Padre Venerable.
Permanecía sentado, con las manos sobre el regazo y, aunque su semblante parecía serio e inexpresivo, sus hombros caídos revelaban un profundo abatimiento.
Tras el juramento de fidelidad de los caballeros vanissardos y el saludo formal de los reyes y nobles de los demás reinos, Alsan pronunció un discurso.
No fue un parlamento muy largo, ni muy elocuente. Alsan recordó a su padre, el rey Brun, y juró hacer lo posible por ser tan buen soberano como lo había sido él. Prosiguió hablando de las penalidades sufridas por su pueblo en la era de Ashran. Habló de su viaje en busca del dragón y del unicornio, y de cómo los había traído de vuelta para que los ayudaran en la lucha contra los sheks.
A medida que iba avanzando el discurso, Victoria se iba poniendo cada vez más tensa. Miró por el rabillo del ojo a Jack, y descubrió, por la forma en que fruncía el ceño, que a él tampoco le convencía el cariz que estaban tomando los acontecimientos.
Alsan terminó su discurso proclamando que la lucha aún no había finalizado. Y declaró, con voz potente, que no descansaría hasta exterminar a la última serpiente de Idhún.
Victoria movió la cabeza, preocupada.
—Esto no puede ser bueno —murmuró, pero nadie la oyó, porque todos estaban aclamando a Alsan.
Apenas se enteró de lo que sucedió a continuación. Los dragones artificiales empezaron a sobrevolar la explanada, haciendo piruetas en el aire, pero Victoria no les prestó atención. Y vio que Jack sí alzaba la cabeza para mirarlos, aunque apenas los veía; por su expresión seria y pensativa, parecía claro que tenía la mente en otra cosa.
Cuando los dragones se alejaron de la ciudad, de vuelta a Raheld, uno de los hechiceros de la Torre de Kazlunn se adelantó e inclinó la cabeza ante el público del palco. Tras él había seis aprendices que iban a ofrecerles a todos una muestra de su magia.
Victoria alzó la cabeza. Aquellos aprendices debían de ser magos a los que ella misma había consagrado en los últimos tiempos. La posibilidad de volver a verlos la animó un poco.
Contempló cómo los aprendices deleitaban a los presentes con una danza de sombras mágicas, que se alzaban sobre ellos y bailaban, entrelazándose, como movidas por la brisa.
Todos los rostros le resultaban familiares. A todos ellos les había entregado la magia no hacía mucho.
Yaren no estaba entre ellos.
Victoria arrugó el ceño, preocupada, y echó un vistazo a Qaydar, que estaba sentado en el palco, cerca de ellos. Yaren tampoco se hallaba junto a él. Respiró hondo. Estaba convencida de que lo había visto salir del castillo junto a los demás. Y su instinto le decía que no podía andar muy lejos.
Tal vez fuera el momento de volver a enfrentarse a él.
Murmurando una disculpa, se levantó de su asiento y se dispuso a marcharse. Lanzó una mirada fugaz a Jack, pero este hizo como si no se diera cuenta. Victoria bajó por las escaleras y se deslizó hacia la parte posterior de las gradas, deseando que nadie detectara su ausencia demasiado pronto.
Lo encontró no muy lejos de allí, en el bosquecillo que rodeaba la explanada. O tal vez fue él quien la encontró a ella. Se miraron a los ojos un momento.
—Volvemos a vernos —dijo Yaren, con lentitud.
—Cierto —respondió Victoria, suavemente—. ¿Qué es lo que quieres hacer ahora? ¿Matarme? ¿Hablar?
El mago entornó los ojos.
—Sé que has recuperado tu poder. Sé también que traté de matarte. Pero, a pesar de eso, me lo debes, Lunnaris. Me debes una magia limpia. No puedes negármela.
Victoria sonrió.
—Después de lo que sucedió la última vez, ¿todavía insistes en pedirme que te entregue la magia?
Yaren palideció.
—Mírate —prosiguió Victoria—. La magia está echando raíces en tu interior, fluye por tus venas cada vez con mayor facilidad. No deberías permitirlo.
—¿Insinúas acaso que no debería seguir estudiando en la torre? ¿Que nunca llegaré a ser un mago como los demás?
Victoria señaló a sus pies con un breve gesto. Yaren bajó la mirada. La hierba se marchitaba a sus pies, se volvía de un color amarillento, como si la tierra en la que crecía hubiese sido regada con veneno puro.
—Irá a más —dijo Victoria con suavidad.
—Entonces arréglalo —replicó Yaren entre dientes.
Victoria cerró los ojos un instante.
—Puedo volver a entregarte la magia, una magia limpia. Pero no podría garantizarte que eso purificara tu cuerpo. Tal vez solo te produzca más dolor y sufrimiento. Quizá sería necesario que canalizara mi magia durante mucho rato, y aun así no sé si funcionaría.
—Estoy dispuesto a probarlo.
—¿Y si no da resultado?
Yaren esbozó una torva sonrisa.
—Entonces nada me impedirá matarte.
Victoria ladeó la cabeza.
—¿Crees que eso aliviará el dolor que sientes?
—Tal vez no —reconoció Yaren—. Pero estoy convencido de que disfrutaré viéndote morir. Porque no soporto que sigas entregando la magia a otras personas, que estés creando nuevos hechiceros y haciendo realidad para ellos el sueño que no pudiste hacer cumplir para mí. No es justo.
—¿Qué es lo que quieres, pues? ¿Quieres que trate de renovar tu magia? ¿Te arriesgarías a probarlo?
Yaren titubeó.
—¿Debo hacerlo?
Victoria se encogió de hombros.
—La decisión es tuya. Ya te advertí en su día de las consecuencias de recibir mi magia y, pese a todo, insististe en seguir adelante. Ahora te advierto de que lo único que puedo hacer por ti tal vez no sea suficiente. Tú eliges.
Yaren la miró largamente. Después, con lentitud, hincó una rodilla ante ella.
—Me lo debes —dijo simplemente.
Victoria suspiró.
—Como quieras. Lo intentaremos... y que los dioses nos ayuden a ambos.
Se transformó en unicornio. Se sintió inquieta, porque de pronto dejó de percibir a su hijo dentro de ella. Le pasaba siempre que llevaba a término aquella metamorfosis, y sabía que, al recuperar su cuerpo humano, recuperaría también a su bebé. Pero no terminaba de acostumbrarse.
Al verla, Yaren se echó un poco hacia atrás, por instinto, y la miró con desconfianza. No tardó, sin embargo, en dejar caer la cabeza. Las greñas de cabello rubio le taparon la cara.
Victoria avanzó hasta él y bajó la cabeza con lentitud, hasta que su largo cuerno rozó el rostro de Yaren, dulcemente.
El torrente de magia penetró en el interior del joven, y era una magia pura, limpia y hermosa. Por un instante, una sensación de paz y de armonía con todo lo bello que había en el mundo lo embargó, y le hizo suspirar, extasiado. Pero terminó de forma rápida y brutal cuando aquella energía removió la suya propia, extendiéndola por cada fibra de su ser, y haciéndole sentir el dolor más intenso que jamás había experimentado.
Yaren dejó escapar un alarido y trató de escapar, aterrado. Pero el unicornio lo empujó, haciéndole caer al suelo, y lo retuvo entre sus patas, mientras seguía canalizando energía hacia él. «Tengo que limpiarlo... tengo que limpiarlo...», era lo único que pensaba. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que aquella magia oscura que estaba removiendo la afectaba también a ella. Volvió a experimentar el dolor, la angustia, el odio, mientras Yaren se revolvía sobre la hierba, gritando en plena agonía. Victoria apretó los dientes y se esforzó por captar todavía más energía del ambiente para derramarla en el interior de Yaren; esperaba que la nueva magia terminaría por hacer desaparecer el antiguo poder oscuro del mago, pero no sabía cuánto tiempo necesitaría, ni si Yaren lo resistiría.
Sobreponiéndose al dolor, Victoria lo miró, inquieta: los ojos de Yaren emitían una luz intensa, radiante, pero su rostro seguía siendo una máscara de sufrimiento. Y Victoria comprendió que era inútil; que, si seguía así, el cuerpo del joven no resistiría toda aquella energía y terminaría por estallar. Y que, derramando más magia en su interior, solo contribuía a extender la energía sucia por su esencia... todavía más.
Con un sordo jadeo, retiró el cuerno y se dejó caer sobre sus cuartos traseros, agotada. Yaren se quedó hecho un ovillo sobre la hierba, temblando y sollozando como un niño. Victoria recuperó su cuerpo humano, pero aún tardó un poco en liberarse de aquella sensación de angustia y sufrimiento. Acarició su vientre, inquieta, deseando que la energía negativa que había absorbido de Yaren no hubiese afectado a su bebé.