Authors: Laura Gallego García
—¿Familia? —repitió Jack—. ¿Quieres decir que viven aquí?
—
Somos
de aquí —corrigió Shail—. Mi padre, mi madre y mis hermanos y hermanas. Por no hablar de mis tíos, primos... Si la ciudad no fuera tan grande, la mitad de sus vecinos estarían emparentados con nosotros.
Jack sonrió, aún un poco sorprendido. Nunca se le había ocurrido que Shail pudiera tener familia... pero, si se paraba a pensarlo, lo cierto era que nunca le había preguntado al respecto.
Llegaron junto a los guardias, pero Estrik no mostró mucho interés en saber quiénes eran los acompañantes de Shail, y qué asuntos les traían a la ciudad. Por el contrario, estuvo un buen rato hablando con Shail acerca de lo que había sucedido en Nandelt en los últimos años. Dio por sentado que el mago había permanecido encerrado en la Torre de Kazlunn desde el día de la conjunción astral, como la mayoría de los hechiceros de Idhún. Shail no lo desmintió.
—Me alegra ver que sobreviviste al ataque de los sheks —comentó Estrik—. Y veo que el encierro te ha sentado estupendamente. Aún pareces un chaval, y eso que han pasado casi veinte años desde la última vez que te vi.
—Cosas de magos —respondió Shail, evasivo—. Ya sabes, hechizos rejuvenecedores y esas cosas.
—Ya verás cuando te vea tu madre. Y a tus hermanos no los vas a reconocer, especialmente a los pequeños.
La sonrisa de Shail se desvaneció. Jack podía comprender cómo se sentía. Desde el día en que había viajado a la Tierra por primera vez, para él habían transcurrido sólo siete años. Siete años, que habían sido casi dos décadas en Idhún. No había visto a su familia en todo aquel tiempo. Los más jóvenes ya debían de ser hombres. Sus hermanos pequeños serían ahora mayores que él.
—Vamos —lo apremió Alexander, empujándolo suavemente—. Hay cola.
Shail se despidió de Estrik y siguió avanzando, aún un tanto turbado.
Momentos después, los tres cruzaban el arco de entrada a la ciudad y se perdían en sus laberínticas callejas.
Desde dentro, Puerto Esmeralda seguía sin dar la sensación de ser una ciudad marítima. Las calles eran pequeñas y estrechas, y las casas, muy bajas, de dos pisos como máximo. La sombra de la muralla lo cubría todo, como si quisiera proteger a sus habitantes de los peligros del océano.
Recorrieron las calles de Puerto Esmeralda, envueltos en una niebla húmeda y pegajosa. El sonido de los cuernos llenaba sus oídos como un lamento lúgubre. Todo ello unido al hecho de que la ciudad parecía estar desierta contribuía a darle un cierto aspecto fantasmal.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Jack.
—En el puerto —respondió Shail—. Hay marea baja, pero está subiendo. Pronto regresarán los barcos.
—¡El puerto! —repitió el chico, desconcertado—. ¿Y se puede saber dónde lo escondéis? ¡Aún no he visto ni un solo barco!
Shail sonrió, y señaló una arcada baja al fondo de una calle sin salida. Jack había visto antes aquellos arcos, decorados con motivos marinos, que cubrían escaleras descendentes. Le habían recordado a las estaciones de metro de la Tierra, aunque había supuesto que conducían a sótanos o bodegas.
—¿Bajo tierra? ¿Tenéis un puerto subterráneo?
—Casi. Te lo mostraré más tarde, si quieres. Ahora será mejor que busquemos un sitio donde alojarnos.
Un rato después llegaban a una casa de dos pisos, un poco más grande que las demás. Tenía dos dependencias: un edificio más estrecho, el cual se abría a la calle a través de una enorme puerta ancha en forma de arco, que conducía a una tienda, y otro más amplio, adosado al primero, que parecía un almacén.
Salió a recibirlos una mujer de unos cuarenta años, enérgica y vivaz, de amplia sonrisa y alegres ojos castaños. A Jack le resultó familiar.
—¡Bienvenidos a nuestro almacén de productos traídos de todo Idhún! —los saludó—. ¿En qué puedo ayudaros?
Shail se quedó mirándola, con un brillo de emoción contenida en los ojos.
—¿Madre? —pudo decir.
Pero la mujer lo miró sin reconocerlo.
—Ten por seguro que, si hubiese tenido un hijo tan guapo como tú, lo recordaría —bromeó—. ¿A quién buscabas, hechicero?
Shail se sobrepuso, y la miró mejor.
—¡Inisha! Cómo... quiero decir... ha pasado mucho tiempo, y has cambiado. Te pareces mucho a nuestra madre.
Ella lo observó con atención.
—Bendita Irial —susurró—. ¿Shail?
Corrió a su encuentro, y los dos se abrazaron con cariño. Inisha se separó de él para volver a mirarlo.
—Pero... ¿dónde has estado todo este tiempo? ¿Y qué te has hecho? ¡Si tú y yo teníamos casi la misma edad!
Shail se mostró un poco avergonzado.
—Lo siento. Cosas de la magia —mintió.
Su hermana volvió a abrazarlo, esta vez con más energía.
—¡Ha pasado tanto tiempo...! ¿Tienes idea de todo lo que ha sucedido aquí? Pero no te quedes en la puerta. Tú y tus amigos sois bienvenidos.
Jack le dedicó una amplia sonrisa. Alexander, sin embargo, permanecía quieto, con gesto serio y sombrío. Shail lo vio, y entendió que se estaba acordando de su propio hermano, muerto en la batalla de Awa. Por fortuna, Inisha seguía hablando sin parar, por lo que pronto distrajo a Alexander de sus tristes pensamientos.
Alcanzaron el puerto de Dagledu al atardecer.
El viaje no había sido largo, pero a Zaisei se lo había parecido. Las primeras horas en el interior de la cápsula las había pasado durmiendo, envuelta en su capa, mecida por las olas; ni siquiera los ocasionales gorjeos de los lamus que tiraban del vehículo habían logrado despertarla de su profundo sopor. Solo una sacudida de la cápsula, provocada por el oleaje, la arrancó del sueño. Al despejarse, la joven comprobó que el pequeño bote se balanceaba más de lo normal. Tratando de mantener el equilibrio, se puso en pie y abrió la puerta superior para asomarse al exterior. La recibieron un día luminoso, una extensión infinita de mar azul y una salpicadura de agua en plena cara. Lanzó una exclamación de sorpresa. Uno de los lamus se volvió hacia ella y dejó escapar un sonido parecido a una risa. Zaisei sonrió.
Con todo, se sintió inquieta. De día, la inmensidad del océano dejaba todavía más patente la fragilidad de su pequeño bote y, además, había algo de oleaje, aunque no soplaba ni una brizna de viento. Buscó con la mirada a Gaedalu, y la vio, nadando al frente de los lamus, que la seguían con devoción, apenas una forma plateada bajo las olas. Zaisei quiso llamarla, pero sabía que no la oiría. De todas formas, el haber comprobado que seguía allí bastó para tranquilizarla un poco. Volvió a cerrar la puerta y trató de acomodarse en el interior de la cápsula.
Descubrió entonces que el movimiento del vehículo había hecho volcar la bolsa impermeable de Gaedalu, y esta se había abierto. Asomaba de ella el canto de un antiguo libro que Zaisei reconoció de inmediato: era el volumen extraído de la biblioteca de Rhyrr.
Lo cogió para asegurarse. Descubrió la marca del pájaro en el lomo, propia de los encuadernadores de la biblioteca celeste. Ya no cabía duda: la Madre no se había llevado aquel libro por error o por descuido.
Intrigada, Zaisei lo abrió, en busca de la información que Gaedalu consideraba tan importante. Comprobó que era un antiguo libro de historia. No obstante, la varu había dejado una marca entre dos páginas, y Zaisei leyó con curiosidad lo que ponía en ellas.
No le pareció tan interesante. El autor no mencionaba a los sheks, como había creído, sino que dedicaba todo el capítulo a comentar distintos fenómenos atmosféricos poco comunes. En los párrafos señalados por Gaedalu hablaba de la Piedra de Erea, una roca que había caído del cielo, muchos milenios atrás, después de que las lunas se oscurecieran durante varios días. El libro afirmaba que varios mitos de distintas razas corroboraban aquella historia, pero que, no obstante, nadie había encontrado nunca la roca cósmica.
«Probablemente», añadía, «si es cierto que esa gran Piedra de Erea existió, debió de caer en el mar».
Zaisei cerró el libro de golpe.
Tardó un poco en asimilar lo que había descubierto. ¿Quería decir aquello que Gaedalu regresaba al Reino Oceánico en busca de la Piedra de Erea, aquella roca que había caído del cielo en tiempos remotos? ¿Era posible que los varu supieran dónde se encontraba, y que el autor del libro no hubiera sido consciente de ello? Pero, ¿qué importancia tenía aquella Piedra de Erea, y cuál era su relación con los sheks?
Siguió examinando el libro, pero no encontró ninguna otra cosa de interés. Finalmente, lo devolvió a la bolsa de Gaedalu y, a falta de otra cosa mejor que hacer, se recostó sobre las tablas y esperó.
Declinaba ya el segundo de los soles cuando los lamus aminoraron la marcha. Zaisei lo notó, y volvió a asomarse por la escotilla superior.
Entonces vio el puerto a lo lejos: un enorme poste que se alzaba hacia las alturas, rematado por una gran plataforma circular. Esta estaba demasiado elevada como para que pudieran alcanzarla, pero Zaisei sabía que estaba situada allí porque muchos barcos llegaban con la marea alta. Pero el enorme mástil tenía otra plataforma, situada por debajo del nivel del mar, que salía a la superficie con la marea baja. Zaisei calculó que no tardaría en hacerse visible.
En efecto; para cuando alcanzaron el altísimo poste, el nivel del mar había descendido un poco más, y la plataforma más baja emergía entre las olas. Zaisei contempló, con curiosidad, cómo Gaedalu asomaba la cabeza fuera del agua y ataba la cápsula a la baranda de la plataforma. Los lamus se arremolinaban en torno a ella, dejando escapar grititos excitados. La varu rebuscó en la bolsa que llevaba colgada al cinto y sacó pescados para todos. Después los soltó, uno por uno. Al último lo retuvo un momento más entre sus brazos. La criatura la miró, con los ojos muy abiertos, como si estuviera escuchándola atentamente. Después, se sumergió con rapidez.
«Pronto vendrán a buscarnos», dijo Gaedalu.
Ayudó a Zaisei a bajar de la cápsula y a poner los pies sobre la plataforma del puerto. Entre las dos bajaron las pocas bolsas que habían traído. Estaban terminando cuando Zaisei advirtió unas burbujas en el agua, cerca de ellas. Momentos después, tres varu emergían entre las olas.
«Bienvenidas», saludó uno de ellos. «Madre Venerable, es un honor».
Gaedalu inclinó la cabeza.
«Y es un placer para mí estar de vuelta en casa. Lamento haber venido sin avisar. Espero que no haya problemas en alojar a mi acompañante».
«En absoluto. La Casa de Huéspedes está vacía en estos momentos. El viejo Bluganu no tiene mucho que hacer». Zaisei observaba a los otros dos varu, que se habían sumergido de nuevo, y ahora aparecían con algo similar a una burbuja gigantesca. En su interior había espacio para un par de personas. La empujaron hasta la plataforma y la situaron enfrente de Gaedalu. La Madre se mojó las manos en el agua y después las introdujo en la burbuja, atravesándola limpiamente, sin hacerla estallar; entonces las separó, como quien abre una cortina, y las mantuvo así, formando una abertura en la pared de la burbuja.
«Entra», le dijo a Zaisei.
Ella dudó un momento, pero finalmente cargó con las bolsas y se introdujo en la burbuja. Cuando Gaedalu apartó las manos, la esfera se cerró de nuevo. Zaisei quedaba encerrada en ella, y al principio sintió un breve acceso de vértigo. Pero la burbuja se mecía agradablemente, y los varu estaban tranquilos y serenos, por lo que la celeste terminó por calmarse también.
«Cuidaremos del bote hasta vuestra partida», dijo uno de los varu. Zaisei asintió, sin una palabra.
Gaedalu fue la primera en sumergirse. Los otros dos varu la siguieron, remolcando tras ellos la burbuja de Zaisei. El tercero se quedó en la plataforma, con la cápsula.
La joven celeste se acurrucó en el fondo de su burbuja, mientras esta se hundía más y más en las profundidades. Trató de dominar su miedo. Aunque sabía que era un transporte seguro, no podía evitar sentirse inquieta. La voz telepática de uno de los varu llenó su mente.
«Te dolerán un poco los oídos», le dijo. «Es normal. Pero si te duelen mucho, haznos una señal: iremos más despacio».
Zaisei asintió.
Un rato después llegaron a Dagledu, la capital del Reino Oceánico. Desde arriba era difícil verla, porque los edificios estaban cubiertos de algas y corales, y parecían parte del suelo marino. No había calles propiamente dichas; no era necesario, puesto que los varu nadaban entre las casas sin poner los pies en el suelo. Los edificios tampoco tenían puertas, sino ventanas, y estaban construidos en varias alturas, separadas por pequeños tejadillos recubiertos con algas de colores variados; también los peces, que vagaban de un lado para otro, solos o en grupo, presentaban tal gama de formas y colores que hacían de Dagledu una explosión de vida y color. Zaisei se preguntó cómo era posible que en aquel frío y silencioso mundo pudiera existir tanta belleza.
«Es hermoso, ¿verdad?», le preguntó Gaedalu, que nadaba junto a ella.
Zaisei no podía hablar, pero pensó que sí. Y Gaedalu captó aquel pensamiento y sonrió.
«Temía que los sheks hubiesen causado daños graves cuando atacaron la ciudad hace dos años», dijo. «Pero mis sospechas eran ciertas. Algo los hizo retirarse, algo que no habían previsto. Algo que encontraron aquí abajo y que no les gustó en absoluto».
Gaedalu no dijo más, pero no hizo falta. Zaisei ya había encajado todas las piezas.
Los hermanos fueron regresando a casa a la hora de la cena. Para entonces algunos ya sabían que Shail estaba allí. Llegaron a ser siete en el salón, contándolos a ellos, y Jack descubrió que aún faltaba gente, cuando Shail preguntó:
—¿Dónde están los demás? ¿Arsha, Inko, Gaben y Fada? ¿Y papá y mamá?
—Inko y Fada encontraron pareja y formaron una familia, y no viven ya en casa —informó Inisha—. Pero he mandado a alguien a avisarlos de que pasen con los niños en cuanto puedan. Y Gaben... se unió al ejército de los rebeldes cuando nos invadieron las serpientes, y jamás volvió.
Shail bajó la cabeza, con el corazón en un puño.
—Siempre fue muy impulsivo.
—Sí —asintió Inisha, con pesar—. En cuanto a Arsha y nuestra madre, deben de estar al llegar. Han ido al puerto a supervisar los cargamentos de los barcos que zarparán mañana. Mamá se toma muy en serio el control de las mercancías.
Shail sonrió a su vez.
—¿Y qué dice papá al respecto?