Papá Goriot (24 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Papá Goriot
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—Una mujer —pensaba el estudiante— no se entrega de tal modo a un hombre. Quiere servirse de mí para atraer de nuevo a De Marsay. Sólo el despecho impulsa a hacer estas cosas.

—Bueno —dijo papá Goriot—, ¿en qué estáis pensando?

Eugenio no conocía el delirio de vanidad de que ciertas mujeres eran presa en aquel momento, e ignoraba que para abrirse una puerta en el barrio de San Germán la mujer de un banquero era capaz de todos los sacrificios. En esa época, la moda empezaba a poner por encima de todas las mujeres a aquellas que eran admitidas en la sociedad del barrio de San Germán, llamadas las damas del Petit-Château, entre las cuales la señora de Beauséant, su amiga la duquesa le Langeais y la duquesa de Maufrigneuse ocuparan el primer rango. Sólo Rastignac ignoraba el furor que se había apoderado de las mujeres de la Chaussée-d'Antin por entrar en el círculo superior en el que brillaban las constelaciones de su sexo. Pero la desconfianza le fue de utilidad, le dio frialdad e indiferencia y el triste poder de poner condiciones en lugar de recibirlas.

—Sí, iré —respondió.

Así, la curiosidad le llevaba hacia la casa de la señora de Nucingen, mientras que si aquella mujer le hubiera desdeñado, quizá le habría conducido a ella la pasión. Sin embargo, aguardó a que llegara el día siguiente y la hora de partir con cierta impaciencia. Para un joven, en su primera intriga existe quizá tanto encanto como en un primer amor. La seguridad de salir airoso engendra mil placeres que los hombres no confiesan y que constituyen el encanto de algunas mujeres.

El deseo no nace menos de la dificultad que de la facilidad del triunfo. Todas las pasiones de los hombres se hallan ciertamente excitadas o mantenidas por una u otra de estas dos causas, que dividen el imperio amoroso. Quizás esta división es una consecuencia de la gran cuestión de los temperamentos, que domina, por más que se diga, la sociedad. Si los melancólicos tienen necesidad del tónico de las coqueterías, quizá los nerviosos o sanguíneos se alejan si la resistencia dura demasiado. En otros términos, la elegía es tan esencialmente linfática como bilioso es el ditirambo. Mientras Eugenio se estaba vistiendo saboreó todos estos pequeños placeres de los que no se atreven a hablar los jóvenes por temor a que se burlen de ellos, pero que halagan el amor propio. Se peinaba pensando que la mirada de una hermosa mujer se deslizaría bajo sus negros rizos. Permitióse monadas infantiles como las que habría hecho una joven mientras se arreglaba para ir al baile. Contempló al espejo con agrado su esbelta cintura. Por supuesto, se dijo, que hay otros mucho menos elegantes que yo. Luego bajó en el momento que todos los huéspedes de la pensión se hallaban a la mesa, y recibió alegremente la ovación de tonterías que su aspecto elegante suscitó. Un rasgo propio de las costumbres de las pensiones es el asombro que excita una persona cuando va bien arreglada. Nadie se pone un traje nuevo sin que cada cual diga la suya.

—Kt, kt, kt, kt —hizo Bianchon, haciendo chasquear la lengua contra su paladar, como para excitar un caballo.

—Estáis elegante como un duque o un par —exclamó la señora Vauquer.

—¿El señor sale de conquista? —preguntó la señorita Michonneau.

—¡Kikirikí! —gritó el pintor.

—Saludos a vuestra señora esposa —dijo el empleado del Museo.

—¿El señor tiene esposa? —preguntó Poiret.

—Una esposa de compartimientos, que va por encima del agua, de color garantizado, de precios comprendidos entre veinticinco y cuarenta, dibujos a cuadros de última moda, susceptible de ser lavada, mitad hilo, mitad algodón, mitad lana, que cura el dolor de muelas y otras enfermedades aprobadas por la Academia Real de Medicina; excelente, por otra parte, para los niños; mejor aún contra los dolores de cabeza, enfermedades del esófago, de los ojos y del oído —exclamó Vautrin con volubilidad cómica y el aire de un operador—. Pero ¿cuánto vale esa maravilla?, me diréis, caballos. ¡Dos sueldos! No. En absoluto. Se trata de un resto de serie hecho en el Gran Mogol y que todos los soberanos de Europa, incluyendo al duque de Bade, han querido ver. Entrad y pasad a la tienda. ¡Música! ¡Bum, la, la, trin! ¡La, la, bum, bum! Señor del clarinete, desafinas —añadió con voz ronca—; voy a darte en los dedos.

—¡Dios mío!, qué simpático es ese hombre —dijo la señora Vauquer a la señora Couture—; nunca me cansaría de oírle.

En medio de las risas y de las bromas de las que este cómico discurso fue el comienzo, Eugenio pudo captar la mirada furtiva de la señorita Taillefer, que se inclinó sobre la señora Couture, al oído de la cual dijo algunas palabras.

—Ahí está el cabriolé —dijo Silvia.

—¿Adónde va, pues, a comer? —preguntó Bianchon.

—A casa de la baronesa de Nucingen.

—La hija del señor Goriot —respondió el estudiante.

Al oír este nombre, las miradas se posaron en el antiguo fabricante de fideos, que contemplaba a Eugenio con una especie de envidia.

Rastignac llegó a la calle Saint-Lazare, a una de aquellas casas ligeras, de columnas delgadas y pórticos mezquinos que constituyen lo lindo en París, una verdadera casa de banquero, llena de rebuscados detalles costosos. Encontró a la señora de Nucingen en un saloncito con pinturas italianas, cuya decoración parecía la de los cafés.

La baronesa estaba triste. Los esfuerzos que hizo por disimular su pena interesaron a Eugenio tanto más vivamente cuanto que no había en ellos nada de fingido. Quería alegrar a una mujer con su presencia, y la encontraba presa de la desesperación. Esta contrariedad hirió su amor propio.

—Tengo pocos derechos a vuestra confianza, señora —dijo después de haberla atormentado queriendo averiguar el motivo de su preocupación—; pero en caso de que viniera a molestaros, cuento con vuestra buena fe para que me lo dijerais con toda franqueza.

—Quedaos —dijo la joven—; estaría sola si os marchaseis. Nucingen come fuera de casa y no quisiera quedarme sola. Necesito distraerme.

—Pero ¿qué os ocurre?

—Vos seríais la última persona a quien se lo diría —exclamó la señora de Nucingen.

—Quiero saberlo, ya que debo de tener parte de algún modo en ese secreto.

—¡Es posible! Pero no —repuso—; se trata de querellas del hogar que han de ser sepultadas en el corazón. ¿No os lo decía anteayer? No soy feliz. Las cadenas de oro son las más pesadas.

Cuando una mujer le dice a un joven que es desgraciada, si ese joven es inteligente, elegante, si tiene en el bolsillo mil quinientos francos de ociosidad, debe pensar lo que se decía a sí mismo Eugenio, y se vuelve fatuo.

—¿Qué podéis desear? —respondió—. Sois hermosa, joven, amada, rica.

—No hablemos de mí —dijo la joven con un triste gesto—. Comeremos juntos e iremos a oír la música más deliciosa. ¿Soy de vuestro agrado? —añadió levantándose y mostrándole su vestido de cachemira blanco con dibujos persas, muy elegante.

—Quisiera que fueseis toda para mí —dijo Eugenio—. Sois encantadora.

—Tendríais una triste propiedad —dijo la señora de Nucingen sonriendo con amargura—. Nada aquí os anuncia la desgracia, y sin embargo, a pesar de las apariencias, estoy desesperada. Mis penas me quitan el sueño, me pondré fea.

—¡Oh!, eso es imposible —dijo el estudiante—. Pero estoy intrigado por conocer esas penas que, al parecer, un amor abnegado sería incapaz de borrar.

—¡Oh!, si os las confesase huiríais de mí. Vos no me amáis todavía más que por una galantería que es corriente en los hombres; pero si me amaseis mucho caeríais en una terrible desesperación. Ya veis que debo callar. Por favor, hablemos de otra cosa. Venid a ver mis apartamentos.

—No, quedémonos aquí —respondió Eugenio sentándose en un diván, delante de la chimenea, junto a la señora de Nucingen, cuya mano tomó con confianza.

Ella se la dejó tomar e incluso la apoyó en la del joven por uno de esos movimientos de fuerza concentrada que revelan intensas emociones.

—Escuchad —le dijo Rastignac—; si tenéis penas, debéis confiármelas. Quiero demostraros que os quiero por vos misma. O me habláis y me contáis vuestras cuitas para que pueda disiparlas, aunque para ello tuviera que matar a seis hombres, o saldré de aquí para no volver.

—¡Bien! —exclamó, con un pensamiento de desesperación que le hizo darse un golpe con la mano en la frente—, ahora mismo voy a poneros a prueba.

Dicho esto, tiró del cordón de la campanilla.

—¿Está dispuesto el coche del señor? —preguntó a su ayuda de cámara.

—Sí, señora.

—Voy a utilizarlo. Al señor le daréis el mío y mis caballos. No serviréis la comida hasta las siete. Vamos —dijo a Eugenio, el cual creyó estar soñando cuando se encontró en el cupé del señor de Nucingen al lado de aquella mujer.

—Al Palacio Real —dijo al cochero—, cerca del Teatro Francés.

Durante el camino pareció agitada, y negóse a contestar a las mil preguntas que le hizo Eugenio, quien no sabía qué pensar de aquella resistencia muda, compacta, obtusa.

—En un momento se me escapa —decíase el joven.

Cuando el coche paró, la baronesa miró al estudiante con un aire que impuso silencio a sus locas palabras.

—¿De veras me amáis? —preguntóle la señora de Nucingen.

—Sí —respondió Eugenio disimulando la inquietud que le embargaba.

—¿No pensaréis nada malo de mí, fuera lo que fuese lo que os pidiera?

—No.

—¿Estáis dispuesto a obedecerme?

—Ciegamente.

—¿Habéis ido alguna vez a una casa de juego? —preguntóle con voz trémula.

—Jamás.

—¡Ah!, entonces respiro. Seréis feliz. Tomad, aquí tenéis mi bolsa. Hay cien francos; es todo lo que posee esta mujer tan dichosa. Subid a una sala de juego; no sé dónde están, pero sé que las hay en el Palacio Real. Arriesgad los cien francos en un juego que llaman la ruleta y perdedlo todo o traedme seis mil francos. Al regreso os contaré mis penas.

—Que el diablo me lleve si entiendo algo de lo que debo hacer, pero voy a obedeceros —dijo con una gran alegría producida por el siguiente pensamiento: «Se compromete conmigo; no podrá negarme nada».

Eugenio coge la hermosa bolsa y corre al número nueve después de haber hecho que un comerciante le indicase la casa de juego más próxima. Sube a ella, deja que le cojan el sombrero y pregunta dónde está la ruleta. Ante el asombro de los contertulios, el encargado de la sala le lleva junto a una larga mesa. Eugenio, seguido de todos los espectadores, pregunta sin rebozo dónde hay que hacer la apuesta.

—Si colocáis un luis en uno solo de estos treinta y seis números, y sale, tendréis treinta y seis luises —le dijo un anciano respetable de cabellos blancos.

Eugenio echa los cien francos en la cifra de su edad, veintiuno. Un grito de sorpresa resuena sin que él se dé cuenta de lo que ocurre. Había ganado sin saberlo.

—Retirad vuestro dinero —le dice el anciano—; no se gana dos veces con ese sistema.

Eugenio retira los tres mil seiscientos francos, y sin saber todavía nada de aquel juego, los coloca sobre el rojo. Los contertulios le miran con envidia, viendo que sigue jugando. Gira la rueda, vuelve a ganar, y el banquero le echa otros tres mil seiscientos francos.

—Tenéis ya siete mil doscientos francos —le dice al oído el señor anciano—. Si queréis hacerme caso, os marcharéis; el rojo ha pasado ocho veces. Si sois caritativo, reconoceréis este buen aviso aliviando la miseria de un antiguo prefecto de Napoleón que se encuentra en la última necesidad.

Rastignac, perplejo, se deja coger diez luises por el hombre de cabello blanco, y sale a la calle con los siete mil francos, sin comprender todavía nada de aquel juego, pero asombrado de su buena suerte.

—¡Bien!, ¿adónde vais a llevarme ahora? —dijo mostrando los siete mil francos a la señora de Nucingen cuando la portezuela del coche estuvo cerrada.

Delfina le estrechó entre sus brazos con un abrazo loco y le besó vivamente, pero sin pasión.

—¡Me habéis salvado!

Por sus mejillas corrían lágrimas de alegría.

—Voy a contároslo todo, amigo mío. Seréis mi amigo, ¿no es cierto? Me veis rica, opulenta, nada me falta o parece que no me falta nada. Pues bien, sabed que el señor de Nucingen no me deja disponer de un solo céntimo: él paga toda la casa, mis coches, mis palcos; me asigna para mi «toilette» una suma insuficiente; me reduce, por cálculo, a una secreta miseria. Soy demasiado orgullosa para implorarle. ¿No sería acaso la última de las criaturas si yo tomase su dinero al precio que él quiere vendérmelo?

¿Cómo, yo, rica de setecientos mil francos, me he dejado despojar? Por orgullo, por indignación. Somos tan jóvenes, tan ingenuas cuando iniciamos la vida conyugal. La palabra con la cual era preciso que yo pidiese dinero a mi marido me desgarraba la boca; nunca me atreví a hacerlo, y fui gastando el dinero de mis economías y el que me daba mi pobre padre; luego quedé llena de deudas. El matrimonio es para mí la más horrible de las decepciones; no puedo hablaros de ello: básteos saber que me arrojaría por la ventana si hubiera de vivir con Nucingen de otro modo que no fuese con habitaciones separadas. Cuando ha sido preciso declararle mis deudas, deudas de joyas, de caprichos (mi pobre padre nos había acostumbrado a no negarnos nada), he pasado un verdadero calvario; pero al fin encontré el valor para decírselo. ¿Acaso no tenía una fortuna que era mía? Nucingen se ha encolerizado, me ha dicho que yo le arruinaría, ha dicho barbaridades. Yo habría querido estar a cien pies bajo tierra. Como él había tomado mi dote, ha pagado; pero estipulando para lo sucesivo, para mis gastos personales, una pensión a la que me he resignado, con objeto de tener paz. Después, yo quise responder al amor propio de uno que vos conocéis —dijo la señora de Nucingen—. Aunque haya sido engañada por él, debo reconocer la nobleza de su carácter. Pero al fin me ha abandonado de un modo indigno. Uno no debería abandonar nunca a una mujer a la que, en un momento de apuro, se le ha dado un montón de oro. Uno debe amarla siempre. Vos, hermosa alma de veintiún años; vos, joven y puro, me preguntaréis cómo puede una mujer aceptar oro de un hombre. ¡Dios mío!, ¿no es natural compartirlo todo con el ser al que debemos la felicidad? Cuando los amantes se lo han dado todo, ¿quién podría preocuparse por una parte pequeña de ese todo? El dinero sólo significa algo en el momento en que el sentimiento ya no existe. ¿No se encuentra uno atado por toda la vida? ¿Quién de nosotros prevé una separación al creerse amado?

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