Papá Goriot (27 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Papá Goriot
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Vautrin salió sin querer oír la respuesta negativa del estudiante con objeto de que tuviera ocasión de reflexionar tranquilamente. Parecía conocer el secreto de aquellas pequeñas resistencias, de aquellos combates que a los hombres les sirven para justificarse a sí mismos sus acciones censurables.

—Que haga lo que quiera —se dijo Eugenio—, pero yo no me casaré con la señorita Taillefer.

Después de haber sufrido las molestias de una fiebre interior que le ocasionó la idea de un pacto con aquel hombre del que sentía horror, pero que crecía ante sus ojos por el cinismo mismo de sus ideas y por la audacia con que juzgaba a la sociedad, Rastignac se vistió, pidió un coche y fue a casa de la señora de Restaud. Desde hacía unos días, aquella mujer había redoblado su solicitud por el joven, cada paso del cual constituía un progreso en el corazón del gran mundo, y cuya influencia parecía haber de ser temible algún día. Pagó a los señores de Trailles y de Ajuda, jugó al
whist
una parte de la noche y recuperó lo que había perdido. Supersticioso como la mayor parte de los hombres cuyo camino aún está por recorrer y que son más o menos fatalistas, quiso ver en su felicidad una recompensa del cielo por su perseverancia en permanecer en el buen camino. Al día siguiente por la mañana apresuróse a preguntar a Vautrin si tenía aún su letra de cambio. Ante su respuesta afirmativa, le devolvió los tres mil francos manifestando un placer harto natural.

—Todo va bien —le dijo Vautrin.

—Pero yo no soy vuestro cómplice —dijo Eugenio.

—Lo sé, lo sé —interrumpióle Vautrin—. Todavía hacéis niñerías y os detenéis por cualquier bagatela.

III
Burla-la-Muerte

Dos días más tarde, Poiret y la señorita Michonneau se hallaban sentados en un banco, tomando el sol, en una avenida solitaria del jardín Botánico, y charlaban con el señor que parecía sospechoso al estudiante de medicina.

—Señorita —decía el señor Gondureau—, no veo de dónde proceden vuestros escrúpulos. Su Excelencia, el señor ministro de la policía general del reino…

—¡Ah! Su Excelencia el señor ministro de la policía del reino… —repitió Poiret.

—Sí, Su Excelencia se ocupa de este asunto —dijo Gondureau.

¿A quién no parecerá inverosímil que Poiret, antiguo empleado, sin duda hombre de virtudes burguesas, aunque desprovisto de ideas, continuara escuchando al pretendido rentista de la calle de Buffon, en el momento en que él pronunciaba la palabra «policía», dejando ver la fisonomía de un agente de la calle de Jerusalén a través de su máscara de hombre honrado? Sin embargo, nada había más natural. Todos comprenderán mejor la clase particular a la que pertenecía Poiret en la gran familia de los necios, después de una observación hecha ya por algunas personas, pero que no ha sido publicada hasta ahora. Se trata de una nación plumígera, encerrada en el presupuesto entre el primer grado de latitud que comporta los honorarios de mil doscientos francos, especie de Groenlandia administrativa, y el tercer grado, en el que empiezan los honorarios algo más cálidos de tres a seis mil francos, región templada, en la que se aclimata la gratificación, donde ella florece a pesar de las dificultades del cultivo. Una de las características que revela mejor la estrechez de esas personas subalternas es una especie de respeto involuntario, maquinal, instintivo, por ese gran lama de todo ministerio, conocido del empleado por una firme ilegible y bajo el nombre de Su Excelencia el señor Ministro, cinco palabras que equivalen a
Il Bondo Cani
del
Califa de Bagdad
, y que, a los ojos de esa gente, representan un poder sagrado, sin apelación. Como el Papa para los cristianos, el ministro es administrativamente infalible a los ojos del empleado; el brillo que emite se comunica a sus actos, a sus palabras, a las que se dicen en su nombre; todo lo cubre con su esplendor y legaliza las acciones que ordena; su nombre de Excelencia, que da fe de la pureza de sus intenciones y de la santidad de su voluntad, sirve de pasaporte a las ideas menos admisibles. Lo que esas personas no harían en su propio interés, se apresuran a realizarlo tan pronto como oyen pronunciar la palabra de «Su Excelencia». Los departamentos tienen su obediencia pasiva, como el ejército tiene la suya: sistema que ahoga la conciencia, aniquila a un hombre y acaba, con el tiempo, por adaptarlo como un torbellino a la máquina gubernamental. Así, el señor Gondureau, que parecía entender en hombres, distinguió pronto en Poiret a uno de esos necios burocráticos, e hizo salir el
Deus ex machina
, la palabra mágica de Su Excelencia, en el momento en que era preciso deslumbrar a Poiret, que le parecía el macho de la Michonneau, tal como la Michonneau le parecía la hembra del Poiret.

—Desde el momento en que Su Excelencia mismo, Su Excelencia el señor… ¡Ah!, la cosa varía —dijo Poiret.

—Bien —dijo el falso rentista—, Su Excelencia tiene ahora la certeza más completa de que el pretendido Vautrin, que se aloja en la Casa Vauquer, es un penado evadido del presidio de Toulon, donde se le conoce bajo el nombre de Burla-la-Muerte.

—¡Ah, Burla-la-Muerte! —dijo Poiret—. Puede considerarse muy dichoso si ha merecido ese nombre.

—Pues sí —repuso el agente—. Ese mote es debido a la suerte que ha tenido de no perder la vida en las acciones sumamente audaces que ha realizado. Ese hombre es peligroso, ¿sabéis? Posee cualidades que le hacen extraordinario. Su condena es incluso una cosa que en su actividad le ha reportado un honor inmenso…

—Entonces es hombre de honor —dijo Poiret.

—A su modo, sí. Consintió en hacerse responsable del delito de otro, una estafa cometida por un joven muy guapo al que quería mucho, un joven italiano bastante jugador, que entró después en el servicio militar, donde, por otra parte, se portó perfectamente.

—Pero si Su Excelencia el ministro de la policía está seguro de que el señor Vautrin es Burla-la-Muerte, ¿por qué, entonces, habría de tener necesidad de mí? —preguntó la señorita Michonneau.

—¡Ah, sí! —dijo Poiret—; si en efecto el ministro, como vos nos habéis hecho el honor de decirnos, tiene la seguridad de que…

—Seguridad no es la palabra; sólo lo sospecha. Vais a entender la cuestión. Jaime Collin, apodado Burla-la-Muerte, goza de toda la confianza de los tres presidios que lo han escogido para ser su agente y su banquero. Gana mucho ocupándose en esta clase de negocios, que necesariamente requieren un hombre de marca.

—¡Ah, ah! ¿Comprendéis el juego de palabras, señorita? —dijo Poiret—. El caballero lo llama hombre de marca porque ha sido marcado.

—El falso Vautrin —prosiguió diciendo el agente de policía— recibe los capitales de los señores presidiarios, los invierte, se los conserva y los tiene a disposición de los que se evaden, o de sus familias, cuando disponen de ellos por testamento, o de sus queridas.

—¡De sus queridas! Sin duda queréis decir de sus mujeres —repuso Poiret.

—No, señor. El presidiario sólo tiene generalmente esposas ilegítimas, a las que llamamos concubinas.

—¿Viven todos, pues, en estado de concubinato?

—Desde luego.

—Bien —dijo Poiret—, he ahí unos horrores que el señor ministro no debería tolerar. Puesto que vos tenéis el honor de ver a Su Excelencia, a vos, que me parece tenéis ideas filantrópicas, corresponde informarle de la conducta inmoral de esas personas, que dan un ejemplo muy malo al resto de la sociedad.

—Pero, señor, el Gobierno no los pone allí para ofrecer el modelo de todas las virtudes.

—Exacto. Sin embargo, caballero, permitid…

—Pero dejad al señor que hable, querido —le dijo la señorita Michonneau.

—Vos comprendéis, señorita —repuso Gondureau—. El Gobierno puede tener un gran interés en intervenir en una caja ilícita, que dicen asciende a un total considerable. Burla-la-Muerte ingresa en caja valores considerables, ocultando no sólo las sumas que poseen algunos de sus compañeros, sino aun las que proceden de la Sociedad de los Diez Mil…

—¡Diez mil ladrones! —exclamó Poiret asustado.

—No, la Sociedad de los Diez Mil es una asociación de altos ladrones, gente que trabaja en grande y no toma parte en un negocio en el que no haya a ganar diez mil francos. Esta sociedad se compone de lo más distinguido entre nuestros hombres que pasan por los tribunales. Conocen el Código, y nunca se arriesgan a hacerse aplicar la pena de muerte cuando son atrapados. Collin es su hombre de confianza, su consejero. Con ayuda de sus inmensos recursos, ese hombre ha sabido crearse una policía propia, relaciones muy extensas que él envuelve en un misterio impenetrable. Aunque desde hace un año está rodeado de espías, todavía no hemos podido ver su juego. Su caja y su talento sirven, pues, constantemente para apoyar el vicio, para fomentar el crimen, y mantienen un ejército de malos sujetos que se encuentran en un perpetuo estado de guerra con la sociedad. Atrapar a Burla-la-Muerte y apoderarse de su banca será cortar el mal de raíz. Así, esta expedición se ha convertido en un asunto de Estado y de alta política, susceptible de honrar a aquellos que cooperaran en su éxito. Vos mismo, señor, podríais emplearos de nuevo en la Administración, llegar a ser secretario de un comisario de policía, funciones que no os impedirían cobrar vuestro retiro.

—¿Pero por qué —dijo la señorita Michonneau— Burla-la-Muerte no se va con su caja?

—¡Oh! —dijo el policía—, dondequiera que fuese sería seguido de un hombre encargado de matarle si robase el presidio. Además, una caja no es tan fácil de robar como lo es de raptar una señorita de buena familia. Por otra parte, Collin es un mozo incapaz de hacer semejante trastada, pues se consideraría deshonrado por ello.

—Señor —dijo Poiret—, tenéis razón; quedaría completamente deshonrado.

—Todo ello no nos explica por qué no venís sencillamente a apoderaros de él —dijo la señorita Michonneau.

—Bien, señorita, voy a decíroslo… Pero —le dijo al oído— impedid que vuestro compañero me interrumpa; de lo contrario, será el cuento de nunca acabar. Burla-la-Muerte, al venir aquí, se ha revestido de la piel de un hombre honrado, se ha convertido en un buen burgués de París, se ha alojado en una pensión modesta. El señor Vautrin es un hombre considerado, que hace negocios considerables.

—Naturalmente —díjose Poiret a sí mismo.

—El ministro, si uno se equivocase deteniendo a un verdadero Vautrin, no quiere enemistarse con el comercio de París ni con la opinión pública. El señor prefecto de policía tiene enemigos. Si hubiera un error, los que quieren su puesto se aprovecharían del barullo armado por los liberales para hacerle saltar. Se trata aquí de proceder como en el asunto de Cogniard, el falso conde de Santa Elena.

—Sí, pero tenéis necesidad de una linda mujer —dijo vivamente la señorita Michonneau.

—Burla-la-Muerte no se dejaría abordar por una mujer —dijo el agente—. ¿Queréis que os confíe un secreto? No le gustan las mujeres.

—Entonces no veo cómo podría servir yo para semejante verificación, suponiendo que yo consintiera en realizarla por dos mil francos.

—Nada más fácil —dijo el desconocido—. Os entregaré un frasco que contiene una dosis de licor preparado para dar un golpe de sangre, que carece de peligro y simula un ataque de apoplejía. Esta droga puede mezclarse igualmente al vino y al café. En seguida transportaréis a vuestro hombre a una cama y lo desnudaréis con objeto de saber si es que no se muere. En el momento en que os quedéis sola, le daréis un golpe en la espalda, ¡paf!, y veréis reaparecer las letras.

—¡Pero todo eso no es nada! —dijo Poiret.

—Bien, ¿consentís? —dijo Gondureau a la solterona.

—Pero, señor mío —dijo la señorita Michonneau—, en el caso de que no hubiera letras, ¿tendré yo los dos mil francos?

—No.

—¿Qué es, pues, lo que me darán?

—Quinientos francos.

—Hacer una cosa así por tan poco dinero… El mal en la conciencia es el mismo, y yo habré de tranquilizar mi conciencia.

—Os aseguro —dijo Poiret— que la señorita tiene mucha conciencia, además de ser una persona muy amable y entendida.

—Bien —dijo la señorita Michonneau—, dadme tres mil francos si es Burla-la-Muerte y nada si es un burgués.

—Está bien —dijo Gondureau—, pero con la condición de que el asunto se hará mañana.

—Todavía no, señor; tengo que consultar antes a mi confesor.

—¡Diantre, qué melindrosa sois! —dijo el agente levantándose—. Hasta mañana, entonces. Y si tuvierais prisa en hablarme, venid a la callejuela de Santa Ana, al final del patio de la Santa Capilla. No hay más que una puerta bajo la bóveda. Preguntad por el señor Gondureau.

Bianchon, que volvía por el paseo de Cuvier, quedóse sorprendido al oír pronunciar el original nombre de Burla-la-Muerte.

—¿Por qué no os decidís? Serían trescientos francos de renta vitalicia —dijo Poiret a la señorita Michonneau.

—¿Por qué? —dijo la mujer—. Hay que meditarlo bien. Si el señor Vautrin fuese Burla-la-Muerte, quizá resultaría más provechoso llegar a un arreglo con él. Sin embargo, pedirle dinero equivaldría a prevenirle, y escurriría el bulto gratis. Sería terrible.

—Aunque estuviese prevenido —dijo Poiret—, ¿no nos ha dicho ese señor que se le está vigilando? Pero vos lo perderíais todo.

—Por otra parte —pensó la señorita Michonneau—, ese hombre no me gusta. Sólo sabe decirme cosas desagradables.

—Pero —repuso Poiret— obraríais mejor. Tal como ha dicho ese caballero, se trata de un acto de obediencia a las leyes al desembarazar a la sociedad de un criminal, por muy virtuoso que pueda ser. El que ha bebido, beberá. ¿Y si se le ocurriese asesinarnos a todos? Pero ¡qué diablo! Nosotros seríamos culpables de esos asesinatos, sin contar con que seríamos las primeras víctimas.

La preocupación de la señorita Michonneau no le permitía escuchar las palabras que una tras otra iban brotando de labios de Poiret, como las gotas de agua que destila el grifo de una fuente mal cerrada. Una vez que ese viejo había iniciado la serie de sus frases, y la señorita Michonneau no le paraba, seguía hablando continuamente, semejante a una máquina. Después de haber comenzado con un tema, era arrastrado, por sus paréntesis, a tratar otros temas completamente opuestos, sin haber concluido ninguno. Al llegar a la Casa Vauquer, habíase embarcado en una serie de pasajes y citas transitorias que le llevaron a contar su deposición en el asunto del señor Ragoulleau y de la señora Morin, en el que compareció como testigo de descargo. Al entrar, su compañera no dejó de advertir a Eugenio de Rastignac, que con la señorita Taillefer estaba sosteniendo una conversación íntima, cuyo interés era tan palpitante que la pareja no hizo el menor caso de los dos viejos huéspedes cuando pasaron por el comedor.

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