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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (19 page)

BOOK: Papá Goriot
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«¡Ah, si las mujeres de París lo supieran! —decíase Rastignac devorando las peras cocidas servidas por la señora Vauquer—. Vendrían a hacerse amar aquí». En aquel momento presentóse en el comedor un cartero de las Mensajerías reales. Preguntó por el señor Eugenio de Rastignac, al que entregó dos bolsas y le dio a firmar un recibo. Rastignac recibió entonces como un latigazo una profunda mirada que le dirigió Vautrin.

—Tendréis con qué pagar lecciones de armas y sesiones de tiro —le dijo.

—Ya han llegado los galeones —dijo la señora Vauquer mirando las bolsas.

La señorita Michonneau tenía miedo de mirar las bolsas para no dejar traslucir su codicia.

—Tenéis una buena madre —le dijo la señora Couture.

—El señor tiene una buena madre —repitió Poiret.

—Sí, mamá se ha hecho una sangría —dijo Vautrin—. Ahora ya podéis entrar en sociedad, pescar dotes y bailar con condesas que llevan flores de melocotonero en la cabeza.

Vautrin hizo el gesto del hombre que apunta hacia el adversario. Rastignac quiso dar una propina al cartero, pero no encontró nada en el bolsillo. Vautrin buscó en el suyo y dio veinte sueldos al hombre.

—Tenéis buen crédito —repuso éste mirando al estudiante.

Rastignac viose obligado a darle las gracias, aunque después de las palabras ásperamente cambiadas el día en que había regresado de casa de la señora de Beauséant, aquel hombre le resultase insoportable. Durante aquellos ocho días, Eugenio y Vautrin habían permanecido silenciosos uno delante del otro, observándose recíprocamente. El estudiante se preguntaba en vano por qué. Sin duda las ideas se proyectan en razón directa de la fuerza con que se conciben, y van a dar allí adonde el cerebro las envía por una ley matemática comparable a la que dirige las bombas al salir del mortero. Los efectos son diversos. Si las naturalezas tiernas en las que se alojan las ideas, por las cuales son asoladas, hay también naturalezas vigorosamente fortificadas, cráneos con murallas de bronce sobre las cuales las voluntades de los demás se quiebran y caen las balas ante una fortaleza; además, hay también unas ralezas flojas y algodonosas en las que las ideas ajenas vienen a perderse como en tierra blanda. Rastignac poseía una de esas cabezas llenas de pólvora que saltan al menor choque. Era demasiado vivazmente joven para no ser accesible a esa proyección de las ideas, a ese contagio de los sentimientos de los cuales tantos extraños fenómenos nos hieren sin que nos demos cuenta. Su vista moral poseía el alcance lúcido de los ojos del lince. Cada uno de sus dobles sentidos poseía este alcance misterioso, esta flexibilidad de ir y volver que nos maravilla en las personas superiores. Por otra parte, desde hacía un mes, habíanse desarrollado en Eugenio tantas cualidades como defectos. Sus defectos se los habían exigido el mundo y el cumplimiento de sus crecientes deseos. Entre sus cualidades se encontraba aquella vivacidad meridional que impulsa a ir derecho hacia la dificultad para resolverla, y que no permite a ten hombre de más allá del Loira permanecer en una incertidumbre cualquiera; cualidad que las gentes del Norte llaman defecto: para ellos, si esto fue el origen de la fortuna de Murat, fue también la causa de su muerte. Habría que llegar a la conclusión de que cuando un meridional sabe unir la astucia del Norte y la audacia de más allá del Loira, es completo, y es rey de Suecia. Rastignac no podía, pues, permanecer mucho tiempo bajo el fuego de las baterías de Vautrin sin saber si aquel hombre era su amigo o su enemigo. A veces le parecía como si aquel hombre singular penetrara sus pasiones y leyera en su corazón, mientras que en él todo estaba tan herméticamente cerrado que parecía poseer la inmovilidad de una esfinge que todo lo sabe, todo lo ve y no dice nada. Sintiendo llena la bolsa, Eugenio se irritó.

—Hacedme el favor de aguardar —dijo a Vautrin, que se levantaba para salir después de haber saboreado los últimos sorbos de café.

—¿Por qué? —respondió el cuarentón, poniéndose su sombrero de anchas alas y cogiendo un bastón de hierro con el que a menudo hacía molinetes como un hombre que no hubiera temido verse asaltado por cuatro ladrones.

—Voy a devolveros el dinero —dijo Rastignac, que deshizo en seguida una de las bolsas y entregó ciento cuarenta francos a la señora Vauquer—. Las buenas cuentas hacen los buenos amigos —dijo a la viuda—. Estamos en paz hasta el día de San Silvestre. Cambiadme estos cien escudos.

—Los buenos amigos hacen las buenas cuentas —repitió Poiret mirando a Vautrin.

—Aquí tenéis veinte sueldos —dijo Rastignac entregando una moneda a la esfinge con peluca.

—Diríase que tenéis miedo de deberme algo —exclamó Vautrin lanzando una mirada adivinadora al alma del joven, a quien dirigió una de aquellas sonrisas filosóficas con las que Eugenio estuvo cien veces a punto de enfadarse.

—Pues…, sí —respondió el estudiante, que tenía sus dos bolsas en la mano y se había levantado para subir a su habitación.

Vautrin salía por la puerta que daba al salón y el estudiante se disponía a marcharse por la que daba acceso a la escalera.

—Sabéis, señor marqués de Rastignacorama, que lo que me decís no es precisamente cortés —dijo entonces Vautrin cerrando de golpe la puerta del salón y avanzando hacia el estudiante, el cual le miró fríamente.

Rastignac cerró la puerta del comedor, llevando con él a Vautrin a la parte baja de la escalera, junto a una puerta que daba al jardín. Allí el estudiante dijo delante de Silvia, que salía de la cocina:

—Señor Vautrin, yo no soy marqués y no me llamo Rastignacorama.

—Van a batirse —dijo la señorita Michonneau con aire indiferente.

—¡Abatirse! —repitió Poiret.

—No —dijo la señora Vauquer acariciando su montón de escudos.

—Pues ya se dirigen hacia los tilos —gritó la señorita Victorina levantándose para mirar al jardín—. Sin embargo, ese joven tiene razón.

—Subamos, pequeña mía —dijo la señora Couture—; esos asuntos no nos incumben.

Cuando la señora Couture y Victorina se levantaron, encontraron junto a la puerta a la gruesa Silvia que les cerraba el paso.

—¿Qué hay, pues? —dijo—. El señor Vautrin ha dicho al señor Eugenio: «¡Expliquémonos!». Luego le ha cogido del brazo y helos ahí que se dirigen hacia nuestras alcachofas.

En aquel momento apareció Vautrin.

—Señora Vauquer —dijo sonriendo—, no os asustéis de nada. Voy a probar mis pistolas bajo los tilos.

—¡Oh!, señor —dijo Victorina juntando las manos—. ¿Por qué queréis matar al señor Eugenio?

Vautrin dio dos pasos atrás y contempló a Victorina.

—Es una historia larga de contar —exclamó con voz burlona que hizo ruborizarse a la pobre muchacha—. Es muy guapo ese mozo, ¿verdad? —añadió—. Me dais una idea.

La señora Couture había cogido por el brazo a su pupila y se la llevó de allí diciéndole al oído:

—Pero Victorina, estáis inconcebible esta mañana.

—No quiero que se disparen tiros de pistola en mi casa —dijo la señora Vauquer—. ¡No vayáis a asustar a todo el vecindario y hacer que venga la policía!

—Vamos, calma, señora Vauquer —respondió Vautrin.

Fue a reunirse con Rastignac, al que cogió familiarmente del brazo.

—Aun cuando os demostrase que a treinta y cinco pasos meto cinco veces seguidas mi bala en un naipe —le dijo—, no perderíais vuestro valor. Me parecéis un testarudo, y os haríais matar como un imbécil.

—Retrocedéis —dijo Eugenio.

—No me calentéis la bilis —repuso Vautrin—. Esta mañana no hace frío; venid a sentaros conmigo allá abajo —dijo señalando las sillas pintadas de verde—. Allí nadie nos oirá. Tengo que hablar con vos. Sois un jovencito al que no quiero mal. ¡Os aprecio, a fe de Vautrin! ¿Por qué os aprecio? Voy a decíroslo. Entretanto, os conozco como si os hubiera hecho, y voy a demostrároslo. Poned vuestras bolsas ahí —dijo a continuación señalando la mesa redonda.

Rastignac dejó su dinero encima de la mesa y se sentó, presa de una curiosidad que fue desarrollada en él en el más alto grado por el cambio súbito operado en las maneras de aquel hombre que, después de haber hablado de matarle, se las daba de protector.

—Querríais saber quién soy, lo que he hecho o lo que hago —repuso Vautrin—. Sois demasiado curioso, pequeño. Vamos, calma. He tenido muchas desgracias. Primero escuchadme, luego me contestaréis. He aquí mi vida anterior en pocas palabras. ¿Quién soy? Vautrin. ¿Qué hago? Lo que me da la gana. Adelante. ¿Queréis conocer mi carácter? Soy bueno con aquellos que me hacen bien o cuyo corazón le habla al mío. A éstos todo les está permitido; pueden darme puntapiés en la espinilla, sin que yo les diga: ¡Cuidado! Pero soy malo como el diablo con aquellos que me fastidian o que no me agradan. Y bueno es que sepáis que no me cuesta esfuerzo liquidar a un sujeto así —dijo escupiendo—. Sólo que procuro matarlo limpiamente cuando hay que matarlo. Soy lo que vos llamáis un artista. Tal como me veis, he leído las Memorias de Benvenuto Cellini, y en italiano. Aprendí de ese hombre a imitar a la Providencia, que nos mata a diestro y siniestro, y a amar lo bello dondequiera que se encuentre.

Por otra parte, ¿no es estupendo luchar uno solo contra todos? He reflexionado mucho sobre la constitución de vuestro desorden social. Pequeño, el duelo es un juego de niños, una tontería. Cuando de dos hombres vivos debe desaparecer uno de ellos, hay que ser imbécil para confiar en la casualidad. ¿El duelo? Cara o cruz. Meto cinco balas seguidas dentro de un naipe reforzando cada bala sobre la otra, y esto a treinta y cinco pasos. Cuando uno está dotado de este pequeño talento, puede estar seguro de acabar con su hombre. Bien, he disparado sobre un hombre a veinte pasos, y he fallado la puntería. El imbécil no había manejado una pistola en toda su vida. ¡Mirad! —dijo aquel hombre extraordinario desabrochándose el chaleco y mostrando su pecho velludo como la espalda de un oso, pero provisto de una crin rubia que producía una especie de asco mezclado con espanto—, aquel imbécil me enrubió el vello —añadió metiendo el dedo de Rastignac en un agujero que tenía en el pecho—. Pero en aquel entonces yo era un chiquillo; tenía vuestra edad, veintiún años. Todavía creía en algo, en el amor de una mujer, un montón de tonterías en las que vos vais a embrollaros. Nos habríamos batido, ¿verdad? Habríais podido matarme. Suponed que yo estuviera en tierra. ¿Dónde estaríais vos? Sería preciso huir, ir a Suiza, comer el dinero de papá, que no tiene mucho. Voy a explicaros la situación en que os encontráis; pero voy a hacerlo con la superioridad de un hombre que, después de haber examinado las cosas de aquí abajo, ha visto que sólo había dos partidos a tomar: o una estúpida obediencia o la revuelta. Yo no obedezco a nada, ¿está claro? ¿Sabéis lo que os hace falta en la situación en que os encontráis? Un millón, y pronto; sin ello, con nuestra cabecita podríamos ir a pasear a Saint-Cloud para ver si hay un Ser Supremo. Este millón yo voy a dároslo.

Vautrin hizo una pausa para mirar a Eugenio.

—¡Ja, ja! Ya le ponéis mejor cara a vuestro papaíto Vautrin. Al oír estas palabras sois como una jovencita a la que se le dice: Hasta la noche, y que se arregla relamiéndose como un gatito que bebe leche en un plato. ¡Vamos, pues! Voy a hablaros de vos, jovencito. Allá abajo tenemos a papá, a mamá, a la tía, a dos hermanas (dieciocho y diecisiete años) y dos hermanitos (quince y diez años); he aquí el control de la tripulación. La tía educa a las hermanas. El cura viene a enseñar latín a los dos hermanos. La familia come más castañas hervidas que pan blanco; papá procura no gastar demasiado los pantalones; mamá posee apenas un vestido de invierno y uno de verano; nuestras hermanas se las arreglan como pueden. Yo lo sé todo; he estado en el Sur. Las cosas ocurren así en vuestra casa. Tenemos una cocinera y un criado; hay que guardar las apariencias; papá es barón. En cuanto a nosotros, somos ambiciosos, tenemos a los Beauséant como aliados y vamos a pie; queremos fortuna y no tenemos un céntimo; comemos la bazofia que nos da la señora Vauquer y nos gustan las comidas del barrio de San Germán; nos acostamos en un catre y queremos un hotel. No os censuro por ello. El tener ambición, amiguito, no es algo que le sea concedido a todo el mundo. Preguntadles a las mujeres qué hombres les gustan: los ambiciosos. Los ambiciosos tienen los riñones más fuertes, la sangre más rica en hierro, el corazón más caliente que los otros hombres. Y la mujer se encuentra tan dichosa y tan bella en las horas en que es fuerte, que prefiere entre todos los hombres a aquel cuya fuerza es enorme, aunque corriera el peligro de ser destrozada por él. Yo hago el inventario de vuestros deseos con el fin de plantearos la cuestión. He aquí cuál es ella. Tenemos un hambre canina. ¿Qué haríamos para satisfacerla? Ante todo, hemos de comernos el Código; no es divertido, porque no enseña nada, pero hay que hacerlo. Sea. Nos hacemos abogados para convertirnos en presidentes de una audiencia, enviar a los pobres diablos que valen más que nosotros con una T. F. sobre la espalda, con el fin de demostrar a los ricos que pueden dormir tranquilos. No es divertido, y además muy largo. Ante todo, dos años en París, mirando sin poder tocar todas aquellas cosas que nos engolosinan. Es fatigoso estar siempre deseando algo sin poder satisfacer nunca nuestros deseos. Si fueseis pálido y de la naturaleza de los moluscos, no tendríais nada que temer; pero tenemos la sangre de los leones y un apetito como para cometer veinte tonterías al día. Sucumbiréis, pues, a este suplicio, el más horrible que hayamos encontrado en el infierno del buen Dios. Supongamos que seáis prudente, que bebáis leche y compongáis elegías; será preciso, generoso como sois, empezar, después de molestias y privaciones como para volver rabioso a un perro, convirtiéndoos en el sustituto de cualquier imbécil en un rincón de ciudad en la que el Gobierno os arrojará mil francos de sueldo como se le da a un perro un plato de sopa. Ladra contra los ladrones, defiende a los ricos, haz guillotinar a las personas de corazón. ¡Muy bien! Si no tenéis protectores os pudriréis en vuestro tribunal de provincia. Hacia los treinta años seréis juez con el sueldo de mil doscientos francos al año. Cuando lleguéis a la cuarentena os casaréis con alguna hija de molinero, rica de unas seis mil libras de renta. Si tenéis protecciones, seréis procurador del rey a los treinta años, con mil escudos de sueldo, y os casaréis con la hija del alcalde. Si cometéis algunas de esas bajezas políticas, como la de leer en un boletín Villèle en vez de Manuel (esto rima, esto tranquiliza la conciencia), a los cuarenta años seréis procurador general y podréis llegar a ser diputado. Observad, querido hijo, que habremos hecho traiciones a nuestra pequeña conciencia, habremos tenido veinte años de aburrimiento, de miserias secretas, y, nuestras hermanas se habrán quedado para vestir santos. Tengo el honor de haceros observar que no hay más que veinte procuradores generales en Francia, y que sois veinte mil aspirantes al cargo, entre los cuales se encuentran muchos farsantes que venderían a su familia para poder alcanzarlo. Si el oficio os desagrada, veamos otra cosa.

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