—¿Me llevaréis esta noche a los Italianos? —preguntó la vizcondesa a su marido.
—No podéis dudar del placer que tendría en obedeceros —respondió con una burlona galantería que engañó al estudiante—, pero debo ir a reunirme con alguien en las Variedades.
«Su amante», pensó la vizcondesa.
—¿No tenéis, pues, a Ajuda esta noche? —inquirió el vizconde.
—No —respondió ella con buen humor.
—Bien, si os hace falta indispensablemente un brazo, tomad el de Rastignac.
La vizcondesa miró a Eugenio sonriendo.
—Esto será muy comprometedor para vos —dijo.
—«
El francés ama el peligro porque en él encuentra la gloria
», ha dicho el señor de Chateaubriand –respondió Rastignac, inclinándose.
Unos momentos más tarde fue llevado, al lado de la señora de Beauséant, en un rápido cupé, al teatro de moda, y creyó estar viendo un cuento de hadas cuando entró en un palco delantero y viose convertido en blanco de todas las miradas a través de los binóculos, en compañía de la vizcondesa, cuya toilette era deliciosa. Iba de sorpresa en sorpresa.
—Tenéis algo de que hablarme —le dijo la señora de Beauséant—. ¡Ah!, ahí tenéis a la señora de Nucingen, a tres palcos del nuestro. Su hermana y el señor de Trailles se encuentran al otro lado.
Al decir estas palabras, la vizcondesa miraba hacia el palco en el que debía encontrarse la señorita de Rochefide, y al no ver en él al señor de Ajuda, su rostro adquirió un fulgor extraordinario.
—Es encantadora —dijo Eugenio, después de haber mirado a la señora de Nucingen.
—Tiene las cejas blancas.
—Sí, pero ¡qué talle tan esbelto!
—Tiene grandes las manos.
—¡Qué ojos tan hermosos!
—Tiene la cara alargada.
—Pero llena de distinción.
—Es una gran suerte para ella tener distinción por lo menos en la cara. ¡Fijaos de qué modo toma y deja su binóculo! El Goriot se trasluce en todos sus movimientos —dijo la vizcondesa con gran asombro por parte de Eugenio.
En efecto, la señora de Beauséant miraba la sala con su binóculo y parecía no fijarse en la señora de Nucingen, de la cual, sin embargo, no perdía un solo gesto. La concurrencia era exquisitamente bella. Delfina de Nucingen se sentía muy halagada de ocupar la atención exclusiva del joven, guapo y elegante primo de la señora de Beauséant, el cual no miraba más que a ella.
—Si continuáis cubriéndola con vuestras miradas vais a provocar un escándalo, señor de Rastignac. No conseguiréis nada si os arrojáis de este modo a los pies de las personas.
—Querida prima —dijo Eugenio—, ya me habéis protegido mucho; si queréis completar vuestra obra, sólo os pido que me hagáis un favor que os costará poco trabajo y me hará mucho bien. Ya estoy preso.
—¿Ya?
—Sí.
—¿Y de esa mujer?
—¿Es que mis pretensiones serían bien acogidas en otra parte? —dijo lanzando una penetrante mirada a su prima—. La señora duquesa de Carigliano es amiga de la señora duquesa de Berry —añadió después de una pausa—; tenéis que verla; tened la bondad de presentarme a ella y de llevarme al baile que dará el lunes. Allí encontraré a la señora de Nucingen y libraré mi primera escaramuza.
—Con mucho gusto —dijo la vizcondesa—. Si ya sentís afición por ella, vuestros asuntos del corazón marchan bien. He ahí a De Marsay en el palco de la princesa Galathionne. La señora de Nucingen sufre un suplicio, está despechada. No hay momento mejor para abordar a una mujer, sobre todo a una esposa de banquero. Estas damas de la Chaussée-d'Antin aman todas las venganzas.
—¿Qué haríais, pues, vos en tal caso?
—Yo sufriría en silencio.
En aquel instante el marqués de Ajuda apareció en el palco de la señora de Beauséant.
—He hecho mal mis negocios para poder venir a veros —dijo— y os informo de ello para que no sea considerado como un sacrificio.
El radiante rostro de la vizcondesa enseñó a Eugenio a reconocer la expresión de un verdadero amor y a no confundirlo con los fingimientos de la coquetería parisiense. Admiró a su prima, enmudeció y cedió, suspirando, su sitio al señor de Ajuda. «Qué noble, qué sublime criatura es una mujer que ama así! —se dijo—. ¡Y ese hombre habría de traicionarla por una muñeca! ¿Cómo es posible traicionar así?». Sintió en su corazón una rabia infantil.
Habría querido echarse a los pies de la señora de Beauséant, deseaba el poder de los demonios con objeto de acogerla en su corazón, como un águila arrebata en la llanura y la lleva a su nido a una joven cabra blanca que aún mama.
Sentíase humillado de encontrarse en aquel gran museo de la belleza sin su cuadro, sin una amante: «Tener una amante es una posición casi real —decíase—; ¡es el signo del poder!». Y miró a la señora de Nucingen como un hombre insultado mira a su adversario. La vizcondesa volvióse hacia él para dirigirle por su discreción mil gracias en un guiño de ojos. El primer acto había terminado.
—¿Conocéis lo suficiente a la señora de Nucingen para presentarle al señor de Rastignac? —dijo al marqués de Ajuda.
—Estará encantada de ver al caballero —dijo el marqués.
El apuesto portugués se levantó, tomó del brazo al estudiante, que en un abrir y cerrar de ojos se encontró al lado de la señora de Nucingen.
—Señora baronesa —dijo el marqués—, tengo el honor de presentaros al caballero Eugenio de Rastignac, primo de la vizcondesa de Beauséant. Le causáis tan buena impresión, que he querido completar su felicidad acercándole a su ídolo.
Estas palabras fueron dichas con cierto acento de burla, que daban un aire algo brutal al pensamiento, pero de un modo que nunca desagrada a las mujeres. La señora de Nucingen sonrió y ofreció a Eugenio el sitio de su marido, que acababa de salir.
—No me atrevo a proponeros que os quedéis a mi lado, caballero —le dijo—. Cuando se tiene la dicha de estar junto a la señora de Beauséant, uno no se mueve de allí.
—Pero —le dijo en voz baja Eugenio— creo que, si quiero complacer a mi prima, me quedaré al lado de vos. Antes de que llegara el señor marqués —añadió en voz alta— estábamos hablando de la distinción de toda vuestra persona.
El señor de Ajuda se retiró.
—¿Verdaderamente, caballero —dijo la baronesa—, vais a quedaros conmigo? Así nos conoceremos, pues la señora de Restaud me había inspirado ya el más vivo deseo de conoceros.
—Entonces es muy falsa, porque ha dado orden de que cuando vaya a su casa digan que no está.
—¿Cómo?
—Señora, no me atrevo a deciros la razón de ello, y reclamo toda vuestra indulgencia si he de revelaros tal secreto. Yo soy vecino de vuestro señor padre. Ignoraba que la señora de Restaud fuera su hija. Cometí la imprudencia de hablar de ello muy inocentemente, y he molestado a vuestra señora hermana y a su marido. No podríais creer hasta qué grado han encontrado de mal gusto esta apostasía filial la señora duquesa de Langeais y mi prima. Les conté la escena y se rieron como locas. Fue entonces cuando, al trazar un paralelo entre vos y vuestra hermana, la señora de Beauséant me habló de vos en términos muy elogiosos y me dijo hasta qué punto vos erais una hija excelente para el señor Goriot. ¿Cómo, en efecto, no habríais de amarle? Os adora tanto, que ya empiezo a sentir celos. Esta mañana hemos hablado de vos durante dos horas. Luego, con la mente henchida de todo lo que vuestro padre me había contado, esta tarde, comiendo con mi prima, yo le decía que no podíais ser tan hermosa como amante. Queriendo sin duda favorecer tan cálida admiración, la señora de Beauséant me ha traído aquí, diciéndome con su gracia habitual que os vería.
—¡Cómo, caballero! —dijo la mujer del banquero—, ¿ya os debo gratitud? Un poco más, y quedaremos convertidos en viejos amigos.
—Aunque la amistad debe ser en vos un sentimiento poco vulgar —dijo Rastignac—, yo no quiero nunca ser vuestro amigo.
Estas tonterías estereotipadas para uso de principiantes parecen siempre encantadoras a las mujeres, y no resultan pobres más que leídas en frío. El gesto, el acento, la mirada de un joven, les confieren incalculables valores. La señora de Nucingen encontró a Rastignac muy simpático.
Luego, como todas las mujeres, al no poder decir nada a unas frases tan drásticamente expresadas por el estudiante, respondió refiriéndose a otra cosa:
—Sí, mi hermana se hace daño a sí misma con la forma en que se comporta para con ese pobre padre, que realmente ha sido un dios para nosotras. Ha sido preciso que el señor de Nucingen me ordenara que no viera a mi padre más que por la mañana, para que yo cediese en este punto. Pero mucho tiempo me he sentido desdichada por ello. Lloraba. Estas violencias, venidas después de las brutalidades del matrimonio, fueron una de las razones que más perturbaron mi hogar. Ciertamente soy la mujer más feliz a los ojos del mundo, pero en realidad la más desventurada. Vais a creerme loca al hablaros así. Pero conocéis a mi padre, y a este título, no podéis serme indiferente.
—No habréis encontrado a nadie —le dijo Eugenio— que se halle animado del más vivo deseo de perteneceros. ¿Qué es lo que buscáis todas vosotras? La felicidad —añadió con una voz que le llegaba al alma—. Bien, si para una mujer la dicha consiste en ser amada, adorada, tener un amigo al que pueda confiar sus deseos, sus caprichos, sus penas, sus alegrías; mostrarse en la desnudez de su alma, con sus lindos defectos y sus bellas cualidades, sin temor a verse traicionada; creedme, ese corazón abnegado, siempre ardiente, no puede hallarse más que en un hombre joven, lleno de ilusiones, que nada sabe aún del mundo, y nada quiere saber de él, porque vos os convertís en el mundo para él. Yo, vais a reíros de mi ingenuidad, llego de un rincón de provincia, enteramente nuevo, no habiendo conocido más que hermosas almas, y ya pensaba quedarme sin amor. He llegado a ver a mi prima, la cual me ha hecho intuir los mil tesoros de la pasión; soy, como Querubín, el amante de todas las mujeres, en espera de que pueda consagrarme a una de ellas. Al veros, al entrar, me he sentido atraído hacia vos como por un imán. ¡Había pensado ya tanto en vos! Pero no os había soñado tan bella como sois en realidad. La señora de Beauséant me ba ordenado que no os mirase tanto. Ella ignora lo que hay de atrayente al contemplar vuestros lindos labios rojos, vuestra tez blanca, vuestros ojos tan dulces. Yo también os digo locuras, pero dejadme que os las diga.
Nada hay que tanto agrade a las mujeres como el oír que les digan estas dulces palabras. La más austera devota las escucha, incluso cuando no deba responder a ellas. Después de haber comenzado de este modo, Rastignac desgranó su rosario con voz coquetamente sorda; y la señora de Nucingen alentaba a Eugenio con sonrisas mirando de vez en cuando a De Marsay, que no abandonaba el palco de la princesa Galathionne. Rastignac permaneció al lado de la señora de Nucingen hasta el momento en que su marido vino a buscarla.
—Señora —le dijo Eugenio—, tendré el placer de ir a veros antes del baile de la duquesa de Carigliano.
—Puesto que la señora os invita —dijo el barón, alsaciano, cuyo rostro rubicundo anunciaba una peligrosa amabilidad—, podéis estar seguro de ser bien recibido.
«Mis asuntos van por buen camino porque no se ha asustado al oír que le decía: ¿Me amaréis? El caballo lleva ya el bocado; saltemos encima de él y gobernémoslo», díjose Eugenio yendo a saludar a la señora de Beauséant, la cual se levantaba y se retiraba acompañada de Ajuda. El pobre estudiante ignoraba que la baronesa estaba esperando de De Marsay una de esas cartas decisivas que desgarran el alma. Contento de su falso éxito, Eugenio acompañó a la vizcondesa hasta el peristilo, donde cada cual espera su coche.
—Vuestro primo ya no se parece a sí mismo —dijo el portugués, riendo, a la vizcondesa cuando Eugenio les hubo dejado—. Va a hacer saltar la banca. Es flexible corno una anguila, y creo que llegará lejos. Sólo vos podíais presentarle una mujer en el momento en que es preciso consolarla.
—Pero —dijo la señora de Beauséant— hay que saber si aún ama a aquel que la abandona.
El estudiante regresó a pie desde el Teatro Italiano hasta la calle Neuve-Sainte-Geneviève, acariciando los más dulces proyectos. Había observado muy bien la atención con que la señora de Restaud le había examinado, tanto en el palco de la vizcondesa como en el de la señora de Nucingen, y supuso que la puerta de la condesa ya no le sería cerrada en adelante. Así, cuatro relaciones importantes, porque contaba agradar a la mariscala, iban a serle conquistadas en el corazón de la alta sociedad parisiense. Sin explicarse demasiado los medios, adivinaba de antemano que, en el juego complicado de los intereses de este mundo, había de agarrarse a un engranaje para poder encontrarse en lo alto de la máquina. «Si la señora de Nucingen se interesa por mí, yo le enseñaré a gobernar a su marido. Ese marido negocia con oro, y él podrá ayudarme a recoger de golpe una fortuna». No se decía todo esto crudamente, ya que no era aún lo suficientemente político para cifrar una situación, apreciarla y calcularla; estas ideas flotaban en el horizonte bajo la forma de ligeras nubes, y aunque no tuviesen la aspereza de las de Vautrin, si hubieran sido sometidas al crisol de la conciencia, no habrían dado nada que fuese completamente puro. Los hombres llegan, por una sucesión de transacciones de este género, a esta moral relajada que profesa la época actual, en la que se encuentran más raramente que en ningún otro tiempo esos hombres rectangulares, esas hermosas voluntades que jamás se doblegan al mal, para las cuales la menor desviación de la línea recta parece un crimen: magníficas imágenes de la probidad que nos han valido dos obras maestras, el Alceste de Molière, y más recientemente Jenny Deans y su padre, en la obra de Walter Scott. Tal vez la obra opuesta, la pintura de las sinuosidades en las que un hombre del mundo, un ambicioso, hace rodar su conciencia, tratando de eludir el mal, con objeto de llegar a su fin salvando las apariencias, no sería ni menos bella ni menos dramática.
Al llegar a su pensión, Rastignac ya se había enamorado de la señora de Nucingen, que le había parecido esbelta y elegante como una golondrina. La embriagante dulzura de sus ojos, la tersura y blancura de la piel, bajo la cual había creído ver circular la sangre, el sonido fascinante de la voz, sus rubios cabellos, todo lo recordaba; y quizá la marcha, al poner la sangre en movimiento, contribuía a esta fascinación. El estudiante llamó bruscamente a la puerta de papá Goriot.