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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Papá Goriot (12 page)

BOOK: Papá Goriot
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—¿Cómo si qué? —repuso Silvia con una risotada—. Los dos hacen buena pareja.

—Es curioso, Silvia, que haya podido entrar el señor Vautrin esta noche después de que Cristóbal hubiera echado los cerrojos.

—Es que ha oído al señor Vautrin y ha bajado a abrirle la puerta. Y he aquí lo que vos habéis creído…

—Dame mi camisola y ve enseguida a ver el desayuno. Arregla el resto del cordero con patatas y dales peras cocidas, de las que cuestan dos centavos cada una.

Unos instantes más tarde, la señora Vauquer descendió en el momento en que su gato acababa de derribar con la pata un plato que tapaba un bol de leche y la estaba lamiendo a toda prisa.

—¡Mistigris! —exclamó. El gato huyó; luego fue a frotar su cuerpo contra las piernas de la dueña—. ¡Sí, sí, cobarde! ¡Silvia, Silvia!

—Bien, ¿qué ocurre, señora?

—Mirad lo que ha bebido el gato.

—La culpa es de ese animal de Cristóbal, al que le dije que lo tapara. ¿Dónde ha ocurrido? No os preocupéis, señora; será el desayuno de papá Goriot. Añadiré agua, y no se dará cuenta. No se fija en nada, ni siquiera en lo que come.

—¿Dónde ha ido ese imbécil? —dijo la señora Vauquer poniendo los platos en la mesa.

—¿Quién lo sabe? Hace negocios de mil demonios.

—He dormido demasiado —dijo la señora Vauquer.

—Pero también la señora está fresca como una rosa…

En aquel momento se oyó la campanilla y entró Vautrin en el salón cantando.

—¡Oh, oh! Buenos días, señora Vauquer —dijo al ver a la patrona, a la que tomó galantemente en sus brazos.

—Vamos, acabad.

—Voy a ayudaros a servir la mesa. Soy amable, ¿verdad? Acabo de ver algo curioso por casualidad.

—¿Qué es? —dijo la viuda.

—Papá Goriot se encontraba a las ocho y media en la calle Dauphine, en casa del orfebre que compra viejos cubiertos. Le ha vendido por una buena suma un utensilio riel hogar en plata sobredorada, bastante bien retorcido para no ser del oficio.

—¿De veras?

—Sí. Yo volvía para acá después de haber acompañado a uno de mis amigos que se expatria a las Mensajerías reales; he aguardado a papá Goriot para ver qué sucedía: una historia de risa. Ha vuelto a subir a este barrio, a la calle de Grès, donde entró en la casa de un usurero conocido, llamado Gobseck, un sujeto capaz de hacer piezas de dominó con los huesos de su padre; un judío, un árabe, un griego, un bohemio, un hombre al que sería difícil desvalijar porque pone sus escudos en el Banco.

—¿Qué es, pues, lo que hace papá Goriot?

—No hace nada —dijo Vautrin—; deshace. Es lo bastante imbécil para arruinarse con sus hijas, que…

—¡Ahí está! —dijo Silvia.

—Cristóbal —gritó papá Goriot—, sube conmigo.

Cristóbal siguió a papá Goriot y volvió a bajar en seguida.

—¿Adónde vas? —dijo la señora Vauquer a su criado.

—A hacer un recado para el señor Goriot.

—¿Qué es eso? —dijo Vautrin arrancando de las manos de Cristóbal una carta en la que leyó: A la señora condesa Anastasia de Restaud—. ¿Y cuáles son las señas? —añadió devolviendo la carta a Cristóbal.

—Calle de Helder. Tengo órdenes de no entregar esto más que a la señora condesa en persona.

—¿Qué hay ahí dentro? —dijo Vautrin poniendo la carta al trasluz—. ¿Un billete de banco? No. —Entreabrió el sobre.— Una letra pagada —exclamó—. ¡Caramba, qué galante es el hombre! Vamos, bribón —dijo poniendo su manaza sobre la cabeza de Cristóbal, al que hizo girar sobre sí mismo como un dado—, que tendrás una buena propina.

La mesa estaba puesta. Silvia hacía hervir la leche. La señora Vauquer encendía la estufa, ayudada por Vautrin, que seguía canturreando.

Cuando todo estuvo a punto, entraron la señora Couture y la señorita Taillefer.

—¿De dónde venís tan temprano, mi hermosa dama? —dijo la señora Vauquer a la señora Couture.

—Venimos de hacer nuestras devociones a San Esteban del Monte, porque hoy hemos de ir a la casa del señor Taillefer. Pobrecilla, tiembla como hoja en el árbol —repuso la señora Couture, sentándose ante la estufa, a la boca de la cual presentó sus zapatos, que echaron humo.

—Calentaos, pues, Victorina —dijo la señora Vauquer.

—Está bien, señorita, eso de rezar a Dios para que ablande el corazón de vuestro padre —dijo Vautrin acercando una silla a la huérfana—. Pero eso no es suficiente. Os haría falta un amigo que se encargase de cantarle las cuarenta a ese bárbaro que, según dicen, tiene tres millones y no os da dote. Una joven bella tiene necesidad de dote en estos tiempos.

—Pobre niña —dijo la señora Vauquer—; vamos, guapa, que el monstruo de vuestro padre será algún día castigado por lo que está haciendo con vos.

Al oír estas palabras, los ojos de Victorina se llenaron de lágrimas, y la viuda se detuvo ante una seña que le hizo la señora Couture.

—Si pudiera tan sólo verle, si pudiera hablarle, entregarle la última carta de su mujer —repuso la viuda del comisario-ordenador—. No me he atrevido a enviársela por correo; conoce mi letra…

—¡Oh mujeres inocentes, desgraciadas y perseguidas —exclamó Vautrin interrumpiendo a la señora Couture—, ya veis cómo os encontráis! Dentro de unos días, yo me ocuparé de vuestros asuntos, y todo irá bien.

—¡Oh!, señor —dijo Victorina lanzando una mirada a la vez húmeda y ardiente a Vautrin, el cual no se emocionó—, si supieseis, de algún medio para llegar a mi padre, decidle que su afecto y el honor de mi madre son para mí más preciosos que todas las riquezas del mundo. Si obtuvieseis alguna mitigación a su rigor, rezaría a Dios por vos. Estad seguro de mi agradecimiento…

—Mucho tiempo he recorrido el mundo —cantó Vautrin con acento irónico.

En aquel momento, Goriot, la señorita Michonneau y Poiret bajaron, atraídos quizá por el olor de salsa con manteca que estaba haciendo Silvia para arreglar los restos del cordero. En el momento en que los huéspedes se sentaron a la mesa diciendo buenos días, dieron las diez, y oyéronse en la calle los pasos del estudiante.

—Bien, señor Eugenio —dijo Silvia—, hoy vais a desayunar en compañía de todo el mundo.

El estudiante saludó a los huéspedes y fue a sentarse al lado de papá Goriot.

—Acaba de ocurrirme una singular aventura —dijo, sirviéndose cordero en abundancia y cortando un trozo de pan que la señora Vauquer medía siempre con los ojos.

—¡Una aventura! —dijo Poiret.

—Bien, ¿por qué habríais de asombraros por ello? —dijo Vautrin a Poiret—. El señor es muy guapo y es natural que tenga aventuras.

La señorita Taillefer deslizó tímidamente una mirada hacia el joven estudiante.

—Contadnos vuestra aventura —dijo la señora Vauquer.

—Ayer me encontraba yo en el baile en casa de la vizcondesa de Beauséant, una prima mía, que posee una casa magnífica, apartamentos muy bellos, en fin, que nos dio una fiesta soberbia, en la que me divertí como un rey…

—Ezuelo
—dijo Vautrin interrumpiendo.

—Caballero —repuso vivamente Eugenio—, ¿qué queréis decir?

—Digo
ezuelo
, porque los reyezuelos se divertían más que los reyes.

—Es verdad; yo preferiría ser ese pajarillo sin preocupaciones a ser rey, porque… —dijo Poiret.

—En fin —dijo el estudiante cortándole la palabra—, que he bailado con una de las mujeres más bellas que había en el baile, una condesa encantadora, la criatura más deliciosa que he visto jamás. Llevaba en la cabeza flores de melocotonero, en el costado el más hermoso ramillete de flores, de flores naturales, que embalsamaban el aire; pero ¡bah!, sería preciso que la hubierais visto; resulta imposible describir a una mujer animada por la danza. Pues bien, esta mañana he encontrado a esa divina condesa, sobre las nueve, a pie, por la calle de Grès. ¡Oh!, el corazón me ha palpitado aceleradamente, me imaginaba…

—Que venía hacia acá —dijo Vautrin lanzando una profunda mirada al estudiante—. Sin duda iba a casa de papá Gobseck, un usurero. Si alguna vez hurgáis en los corazones de las mujeres de París, encontraréis en ellos al usurero antes que al amante. Vuestra condesa se llama Anastasia de Restaud y vive en la calle de Helder.

Al oír este nombre, el estudiante miró fijamente a Vautrin. Papá Goriot levantó rápidamente la cabeza y resplandeció en sus ojos una mirada luminosa y llena de inquietud que sorprendió a los huéspedes.

—Cristóbal llegará demasiado tarde, ya que, por lo visto, habrá ido allá —exclamó con acento dolorido Goriot.

—He adivinado —dijo Vautrin inclinándose hacia el oído de la señora Vauquer.

Goriot comía maquinalmente y sin saber lo que estaba comiendo. Nunca había parecido más estúpido y distraído que en aquel momento.

—¿Qué demonio ha podido deciros su nombre, señor Vautrin? —preguntó Eugenio.

—¡Ah, ah! —respondió Vautrin—. Papá Goriot lo sabía. ¿Por qué no habría de saberlo yo?

—Señor Goriot —dijo el estudiante.

—¡Qué! —dijo el pobre anciano—. ¿Estaba ayer muy hermosa?

—¿Quién?

—La señora de Restaud.

—Mirad al gato viejo —dijo la señora Vauquer a Vautrin—, cómo se le encandilan los ojos.

—¿Acaso él la mantiene? —dijo en voz baja la señorita Michonneau al estudiante.

—¡Ah, sí! estaba formidablemente hermosa —repuso Eugenio, a quien papá Goriot miraba con avidez—. De no haber estado allí la señora de Beauséant, mi divina condesa habría sido la reina del baile; los jóvenes sólo tenían ojos para ella; yo era el doceavo inscrito en la lista; ella bailaba todas las contradanzas. Todas las otras mujeres se morían de rabia. Si hubo ayer una criatura feliz, fue ella. Tienen razón en decir que no hay nada más bello que fragata de vela, caballo a galope y mujer que baila.

—Ayer arriba, en casa de una duquesa —dijo Vautrin—; esta mañana abajo, en casa de un prestamista: he aquí las parisienses. Si sus maridos no pueden mantener su lujo desenfrenado, se venden. Si no saben venderse, serían capaces de abrir las entrañas a su madre para buscar allí dentro algo que brillase. En fin, que hacen las mil y una.

El rostro de papá Goriot, que se había iluminado como el sol de un hermoso día al oír al estudiante, púsose sombrío ante esta cruel observación de Vautrin.

—Bien —dijo la señora Vauquer—, ¿dónde está, pues, vuestra aventura? ¿Le habéis hablado? ¿Le habéis preguntado si venía a estudiar derecho?

—No me ha visto —dijo Eugenio—. Pero encontrar a una de las más bellas mujeres de París en la calle de Grès, a las nueve, una mujer que debió regresar del baile a las dos de la madrugada, ¿no es curioso? Sólo pueden encontrarse en París tales aventuras.

—¡Bah!, las hay mucho más divertidas —exclamó Vautrin.

La señorita Taillefer apenas había escuchado, tan preocupada estaba por la tentativa que se disponía a realizar. La señora Couture le hizo seña de que se levantara para vestirse. Cuando salieron las dos mujeres, papá Goriot les imitó.

—¡Bien!, ¿le habéis visto? —dijo la señora Vauquer a Vautrin y a sus otros huéspedes—. Es evidente que se ha arruinado con esas mujeres.

—Nunca habrá nadie que me haga creer que la bella condesa de Restaud pertenezca a papá Goriot —exclamó el estudiante.

—Pero —interrumpióle Vautrin— nosotros no tenemos interés alguno en hacer que lo creáis. Sois aún demasiado joven para conocer París; más tarde sabréis que en esta ciudad se encuentran lo que llamamos hombres de uniones… —Al oír estas palabras, la señorita Michonneau miró a Vautrin con aire inteligente. Habríais dicho pie era un caballo de regimiento al oír el son de la trompeta.— ¡Ah, ah! —dijo Vautrin interrumpiéndose para dirigirle una profunda mirada—, también hemos tenido vuestras pasiones, ¿eh? —La solterona bajó los ojos cono una religiosa que ve unas estatuas.— Bien —prosiguió—, esas personas sólo tienen sed de cierta agua tonada de determinada fuente, y a menudo corrompida; para poder beber de ella venderían a sus mujeres, a sus hijos; venderían su alma al diablo. Para los unos, esta fuente es el juego, la Bolsa, una colección de cuadros o de insectos, la música; para otros es una mujer que sabe cocinarles platos delicados. A aquéllos les ofreceríais todas las mujeres de la tierra y se burlarían de ello; no quieren más que a aquella que satisface su pasión. A menudo esta mujer no les ama en absoluto, les vende bien caras sus caricias; pero ellos no cejan, y llevarían el último de sus cubiertos al Monte de Piedad para poder ofrecerles su último escudo. Papá Goriot es una de esas personas. La condesa le explota porque es discreto, eso es todo. El pobre hombre no piensa más que en ella. Fuera de su pasión, ya lo veis, es una bestia bruta. Habladle de este tema, y su rostro brillará como un diamante. No resulta difícil adivinar ese secreto. Esta mañana ha llevado plata sobrecortada a fundir y le he visto entrar en casa de papá Gobseck, en la calle Grès. ¡Seguidle! Al regresar ha enviado a la casa de la condesa de Restaud a ese tonto de Cristóbal, él nos ha enseñado la dirección de la carta, en la que había una letra pagada. Es evidente que si la condesa iba también a la casa del viejo prestamista, la cosa era urgente. Papá Goriot ha financiado galantemente por ella. La cosa está bien clara. Esto os demuestra, mi joven estudiante, que mientras vuestra condesa reía, bailaba, hacía mil monadas, hacía balancear sus flores de melocotonero, estaba pensando en sus letras de cambio protestadas o en las de su amante.

—Me dais unas ganas locas de saber la verdad. Mañana iré a la casa de la señora de Restaud —exclamó Eugenio.

—Sí —dijo Poiret—, mañana hay que ir a la casa de la señora de Restaud.

—Quizás encontraréis allí a papá Goriot, que vendrá a cobrarse el importe de sus galanterías.

—Pero —dijo Eugenio con aire de disgusto—, vuestro París, es, pues, un cenagal.

—Es verdad —repuso Vautrin—. Los que se ensucian en él y van en coche son gente honrada; los que van a pie son unos bribones. Si tenéis la desgracia de sacar a alguien de él, se os exhibe en el Palacio de Justicia como una curiosidad. Si robáis un millón, se os señala en los salones como una virtud. Pagáis treinta millones a la Gendarmería y a la Justicia para mantener esa moral. ¡Muy bonito!

—¡Cómo! —exclamó la señora Vauquer—. ¿De modo que papá Goriot habría fundido su servicio de desayuno en plata sobredorada?

—¿No había dos tortolillos en la tapa? —dijo Eugenio.

—Exacto.

—Apreciaba mucho ese servicio, y lloró cuando hubo amasado la taza y el plato. Lo he visto por casualidad.

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