—¿Ya tienes tu equipo?
—Sí, van dos especialistas conmigo. Y ustedes dos, ¿no?
El Conde miró a Patricia y luego a Manolo. Notó que su dolor de cabeza había desaparecido, pero se tocó la frente y dijo:
—Mira, China, llévate a Manolo, porque yo tengo que quedarme un rato aquí haciendo otras cosas… Tengo que ver los informes que han llegado…
—No hay nada —advirtió el sargento.
—¿Ya viste todo?
—Nada de Guardafronteras, ni de las provincias, lo de Zoilita es cierto paso por paso y a Maciques quedamos en entrevistarlo en la Empresa.
—Bueno, no importa —trató de escaparse el Conde. Los números y él se habían peleado hacía muchísimo tiempo y evitaba en lo posible aquel tipo de rutina—. Yo no les voy a ser muy útil allá, ¿verdad?, y quiero ver al Viejo. Lo que hago es que voy para allá a eso de las diez, ¿anjá?
—Anjá, anjá —lo imitó Manolo y levantó los hombros. Patricia sonrió y sus ojos rasgados se perdieron en su cara. ¿Podrá ver algo cuando se ríe?
—Ahorita nos vemos —dijo Patricia, y agarró a Manolo por un brazo para sacarlo del cubículo.
—Oye, China, un momentico —le pidió el Conde, y entonces le susurró al oído—. ¿A qué sabía la codorniz de ayer?
—Lo que dice el niño —le devolvió el susurro—. A rayo. Pero el viejo se las comió todas.
—Menos mal —y le sonrió a Manolo mientras le decía adiós con la mano.
—Los negocios de mucho dinero son como las mujeres celosas: no se les puede dar motivos de quejas —dijo René Maciques, y el Conde miró a Manolo, la lección le estaba saliendo gratis y él se había equivocado: René Maciques apenas tenía cuarenta años y no los cincuenta que había imaginado, y tampoco parecía un bibliotecario, sino un animador de televisión que quisiera convencer con la voz y con las manos, y que constantemente tratara de peinarse las cejas superpobladas con el movimiento de los dedos índice y pulgar sobre la frente. Vestía una guayabera tan blanca que parecía esmaltada, con ribetes bordados de un blanco todavía más brillante, y sonreía con limpia facilidad. En uno de sus bolsillos asomaban tres bolígrafos dorados y el Conde pensó que solamente alguien muy comemierda intentaría demostrar sus posibilidades de acuerdo a la cantidad de bolígrafos portados—. Si uno llega a tener esos negocios en las manos, entonces debe hacerse confiable, parecer tan satisfecho como si fuera a cerrar el trato, derrochar tranquilidad y convencimiento. Lo dicho, igual que una mujer celosa: porque al mismo tiempo debe sugerir, pero sin exageraciones, que no se muere por firmar, que uno sabe que hay cosas mejores, aunque sepa que es inmejorable. Los negocios son una selva donde todos los animales son peligrosos y no basta con que uno tenga la escopeta en la mano. —Y el Conde pensó, metafórico el hombre, ¿no?—. Y para lograr eso no conozco a nadie más hábil que el compañero Rafael. Yo tuve la ocasión de trabajar mucho con él aquí en Cuba y también en algunas transacciones en el extranjero, negocios de esos que meten miedo, y se comportaba como un artista, vendía caro y bien, y compraba siempre por debajo de la oferta, y compradores y vendedores quedaban tranquilos y convencidos aunque supieran a la larga que Rafael los había envuelto. Y lo mejor: nunca perdía un cliente.
—¿Y por qué él mismo se dedicaba a cerrar esos tratos si tenía especialistas en distintas áreas? —preguntó Mario Conde en el momento de los aplausos para aquel discurso de un Maciques que resultaba ser un pico de oro inesperado.
—Porque se realizaba haciéndolos y sabía que lo hacía mejor. Cada zona comercial de la Empresa trabaja lo suyo, ya sea por renglones, ya sea por áreas geográficas, ¿me entiende?, pero si el negocio era muy importante o amenazaba trabarse por algún lado, entonces Rafael asesoraba a los especialistas, movía los contactos comerciales hechos a través de los años y entonces salía al ruedo.
¿También era torero?, quiso preguntar el Conde, porque adivinó que Maciques podía ser duro de pelar y no daba tregua con aquella palabrería obsoleta pero irrefutable. Bajó la vista hacia el bloc donde había escrito NEGOCIOS DE MUCHO DINERO, y se dio un instante para pensar: ¿era Rafael Morín todo lo que todos decían? Aunque, a cierta distancia, había visto el ascenso social y profesional del hombre que ahora no aparecía: era un salto de acróbata entrenado y genial, de los que se lanzan impávidos al vacío, porque antes han tejido una malla protectora que les avisa, arriba, sólo tienes que intentarlo ahora y ganar, yo te cuido. Un buen braguetazo había resuelto parte del problema: Tamara, y con ella su padre, y los amigos de su padre, debían de haber mejorado algo el camino, pero en honor a la justicia debía reconocer que lo demás se lo debía a sí mismo, no había dudas. Cuando Rafael Morín hablaba desde el micrófono del Pre, veinte años atrás, en su mente ya estaba marcada la idea de llegar, de atravesar todas las etapas hasta la cumbre, y estaba preparándose para hacerlo. Entonces las ambiciones solían ser rudimentarias y abstractas, pero las de Rafael ya tenían siluetas, y por eso se enganchó al carro más veloz y se dispuso a ganar todos los diplomas, todos los reconocimientos, todas las felicitaciones y a ser perfecto, inmaculado, sacrificado y notable, y conseguir de paso las amistades que alguna vez podrían serle útiles, sin perder jamás el aliento y la sonrisa. Y en su trabajo demostró ser capaz y también estar dispuesto a cualquier sacrificio para ahorrarse después algunos pasos en la escalera que llevaba al cielo, repartiendo simpatía, confianza, creándose la imagen de siempre dispuesto y aportando una imprescindible dosis de volubilidad que lo señalaban como hombre útil, dúctil, conveniente, todo a la vez, que aceptaba y cumplía cualquier encomienda y ya estaba dispuesto a emprender la siguiente. El Conde conocía esas biografías a favor del viento e imaginaba la sonrisa infalible y segura con que le hablaba a Fernández-Lorea, el ministro, de lo bien que se iban a cumplir las cosas a partir de las últimas orientaciones que había bajado, compañero ministro. Rafael Morín jamás habría discutido con un superior, sólo eran intercambios de opiniones nunca se habría negado a cumplir una directiva absurda, sólo hacía críticas constructivas y por los canales correspondientes; jamás había saltado sin comprobar la seguridad de la malla que lo acogería amorosa y maternal en caso de una imprevisible caída. Entonces, ¿dónde se había equivocado?
—¿Y de dónde sacaba dinero para los regalos que hacía? —preguntó el Conde cuando al fin pudo leer la única anotación de su bloc y se sorprendió de la rapidez con que respondía René Maciques.
—Me imagino que de lo que ahorraba de sus dietas.
—¿Y eso daba para los equipos que tenía en su casa, para comprarle Chanel N.° 5 a la madre, para los obsequios mayores y menores que le hacía a sus subordinados y hasta para decir que se llamaba René Maciques y alquilar una habitación en el Riviera y comer en el Liaglon con una pepilla de veintitrés años? ¿Está seguro, Maciques? ¿Sabía que utilizaba su nombre con los ligues que hacía o nunca se lo contó, así en confianza?
René Maciques se levantó y caminó hacia el aire acondicionado que estaba empotrado en la pared. Maniobró las teclas del aparato y luego acomodó la cortina que se había arrugado en un ángulo de la oficina. Tal vez sentía frío. Esa misma noche, mientras se preguntaba por el destino último de Rafael Morín, el teniente Mario Conde recordaría esta escena como si la hubiera vivido diez, quince años antes, o como si no hubiera querido vivirla nunca, porque Maciques regresó a su butaca y miró a los policías y ya no parecía el animador de la televisión, sino el tímido bibliotecario que imaginara el Conde, cuando dijo:
—Sencillamente me niego a creer eso, compañeros.
—Eso es problema suyo, Maciques, pero yo no tengo por qué mentirle. ¿Y los regalos?
—Ya le dije, sería de lo que ahorraba de sus dietas.
—¿Y daba para tanto?
—No sé, compañeros, no sé, eso habría que preguntárselo a Rafael Morín.
—Oiga, Maciques —dijo el Conde y se puso de pie—, ¿también tendríamos que preguntarle a Rafael Morín qué vino usted a buscar aquí el día 31 por el mediodía?
Pero René Maciques sonrió. Estaba otra vez ante las cámaras, acariciándose las cejas, cuando dijo:
—¡Qué casualidad! Vine a esto mismo —y señaló el aire acondicionado—. Me acordé de que lo había dejado encendido y vine a apagarlo.
El Conde también sonrió y guardó el bloc en el bolsillo. Rogaba porque Patricia encontrara algo que le permitiera moler a René Maciques.
La única vez que Mario Conde había disparado contra un hombre aprendió lo fácil que era matar: apuntas al pecho y dejas de pensar cuando aprietas el gatillo, y la descarga apenas te permite ver el momento en que la persona recibe la bala, como una pedrada que lo empuja hacia atrás, y luego se retuerce en el suelo, mordido por el dolor, hasta morirse, o no.
Aquel día el Conde estaba fuera de servicio, y durante meses trató, como en todas las cosas de su vida, de encontrar el origen de la madeja de acontecimientos que lo había parado frente al hombre, con la pistola en la mano, y lo habían obligado a disparar. Hacía dos años que lo habían trasladado del Departamento de Información General al de Investigaciones, y conoció a Haydée durante la encuesta de un robo con fuerza realizado en la oficina donde trabajaba la muchacha. Conversó un par de veces con ella y comprendió que el futuro de su matrimonio con Martiza estaba devastado: Haydée se le metió en la vida como una obsesión y el Conde creyó que iba a volverse loco. La furia incontenible de aquel amor que se concretaba todos los días en posadas, apartamentos prestados y maniguas propicias, tenía una violencia animal y una variedad incontable de placeres inexplorados. El Conde se enamoró sin remedios, y cometió los desvaríos sexuales más satisfactorios y extravagantes de su existencia. Hacían el amor una y otra vez, no se secaban nunca y cuando el Conde estaba exhausto y feliz, Haydée podía sacarle un poco más: bastaba oírla orinar con aquel chorro ambarino y potente o sentir la punta imantada de su lengua caminar por sus muslos hasta enroscársele en el miembro, para que el Conde pudiera empezar otra vez. Como ninguna mujer, Haydée le provocaba sentirse deseado y masculino, y en cada encuentro jugaban al amor con artes de descubridores y potencia de enclaustrados.
Si el Conde no se hubiera enamorado de aquella mujer de apariencia leve y mirada cándida, que se transformaba cuando sentía la proximidad del sexo, nunca habría estado, ansioso y feliz, en aquella esquina de la calle Infanta, a media cuadra de la oficina donde trabajaba Haydée hasta las cinco y media de la tarde. Si aquella tarde Haydée, con la prisa del delirio que la esperaba, no se hubiera equivocado en sumar que seis y ocho son catorce y no veinticuatro, como puso en el balance imposible, ella hubiera salido a las cinco y treinta y un minutos, y no a las y cuarenta y dos, cuando la algarabía de la calle y la explosión del disparo la levantaron del buró con un presentimiento punzante.
El Conde había encendido el tercer cigarro de su desesperación y no oyó los gritos. Pensaba en lo que sucedería esa tarde en el apartamento del amigo de un amigo que pasaba un curso de dos meses en Moscú, y que se había convertido en el refugio transitorio de su pasión todavía clandestina. Imaginaba a Haydée, desnuda y sudorosa, trabajando sobre los rincones más sagrados de su anatomía temblorosa, y sólo entonces vio al hombre ensangrentado que corría hacia él, la camisa verde se le oscurecía en el abdomen y parecía a punto de tirarse al suelo para pedir perdón por todos sus pecados, pero sabía que perdonarlo no era la intención del otro hombre que, cojeando con la pierna izquierda y con la boca partida, también corría hacia él, pero con un cuchillo en la mano. Durante mucho tiempo el Conde pensó que, de haber estado de uniforme, tal vez hubiera podido detener la carrera del perseguidor al que nadie se acercaba, pero cuando soltó el cigarro y gritó: «Párate ya, coño, párate que soy policía», el hombre mejoró su rumbo, levantó el cuchillo sobre su cabeza y puso en el objetivo de su odio al intruso que se le interponía y le gritaba. Lo más extraño es que el Conde concibió siempre la escena en tercera persona, ajena a la perspectiva de sus ojos, y vio cuando el que gritaba daba dos pasos hacia atrás, se metía la mano en la cintura y, ya sin poder hablar, le disparaba al hombre que a menos de un metro de él mantenía el cuchillo sobre su cabeza. Lo vio caer hacia atrás, en un medio giro que parecía ensayado, el cuchillo se le escapó de las manos y entonces empezó a retorcerse de dolor.
La bala lo tocó a la altura del hombro y apenas le astilló la clavícula. Aquella única vez que Mario Conde había disparado contra un hombre, todo terminó con una operación menor y un juicio donde testificó contra el agresor, curado hacía tiempo y arrepentido por la violencia que le despertaba el alcohol. Pero el Conde vivió varios meses con la duda de si había tirado al hombro o al pecho de su atacante, y se juró que nunca sacaría la pistola fuera del polígono de tiro, aunque tuviera que fajarse a mano limpia con el hombre del cuchillo. Sin embargo, René Maciques lo hubiera hecho abjurar de su más solemne promesa. Por mi madre que sí.
—Don Alfonso, vamos para la Central —dijo, y subió la ventanilla del auto. El chófer lo miró y supo que no debía preguntar.
La China Patricia y su equipo en un mar de nóminas, contratos, órdenes de servicio, compra, traslado, venta, memorándums, hago constar, cheques controlados y actas de acuerdos y desacuerdos que siguen diciendo que todo bien, impecable, insólitamente correcto; Zaida en otro mar, de lágrimas, que sí, que en realidad la relación de Rafael y ella no era de jefe y secretaria, que seguía más allá de la Empresa, pero que eso no era ningún delito, porque, además, Rafael jamás se le insinuó, nunca le dijo nada en ese sentido, nunca, nunca, y jurando que sí, que Rafael la llevó a su casa el día 30 y luego no volvió a saber de él, Manolo presionaba y ella lloraba, mi hijo Alfredito lo quería muchísimo y él se bajó del carro y fue a felicitarlo por el fin de año; Maciques, que había cosas que él no sabía, era un jefe de despacho, eso deben preguntárselo al subdirector económico, regresa el día 10 de Canadá, y que no lo creía, otra vez; y el Viejo, que miraba la ceniza de su Davidoff, tendría que hablar con su yerno porque no le aguantaba una más, se llevó al niño y apareció como a las once y media de la noche y con tragos arriba, hasta le había subido la presión con todo ese lío, pero le exigía una solución del caso ya, para hoy mismo, Mario, en tres días llegan unos compradores japoneses que habían abierto un negocio importante con Rafael Morín para la adquisición de derivados de la caña, que daría millones de dólares, Morín había trabajado varias veces con ellos y el ministro quería tener una respuesta, y le preguntaba, Mario, ¿necesitas ayuda?, habían pasado dos días y él seguía con las manos vacías.