El Conde desalojó un pantalón y dos camisas de una butaca y al fin pudo sentarse. Siempre lo intrigó que Miki fuera, además del Cojo, el único escritor que pariera aquel taller literario del Pre, al que Miki asistía para ver qué podía ligar. Pero en algún momento el bonitillo se había entusiasmado con la literatura y se había impuesto después ser escritor y de algún modo lo había logrado. Dos libros de cuentos y una novela publicados lo calificaban como narrador prolífico, aunque en una línea que jamás habría transitado el Conde de haber tenido tiempo y talento para vencer la terquedad de las cuartillas en blanco. Miki escribía sobre la alfabetización, sobre los primeros años de la Revolución y la lucha de clases, mientras él hubiera preferido escribir una historia sobre la escualidez. Algo que fuera muy escuálido y conmovedor, porque si no había conocido muchas cosas escuálidas y a la vez conmovedoras, cada vez las necesitaba más, de una manera u otra.
—No, no estoy escribiendo.
—¿Qué te pasa?
—No sé, a veces trato, pero no me sale.
—Eso pasa, ¿no?
—Sí, creo que sí.
—Dame otro cigarro. Si tuviera café te brindaba, pero estoy en la fuácata. Ni para la fuma, tigre. Y por fin qué, ¿nada todavía?
—Nada, no aparece el hombre —dijo el Conde y trató de acomodarse en el butacón, a pesar del muelle que lo inyectaba constantemente.
—Cuando Carlos me contó que andabas buscando a Rafael porque se había perdido, por poco me meo de la risa. Es cómico después de todo, ¿no?
—No sé, a mí no me está haciendo mucha gracia.
Miki Cara de Jeva aplastó el cigarro en el piso y tosió un par de veces.
—Rafael y yo estábamos medio peleados hace como cinco o seis años. Tú no lo sabías, ¿eh? No, casi nadie lo sabía y la gente vieja del Pre que me encuentro por ahí siempre me pregunta por él, creen que seguimos siendo buenos socios. Y me jodía muchísimo inventar que todo estaba bien. Uno no se puede pasar la vida inventando que todo está bien… ¿Y tú no tienes ni la más puta idea de lo que puede haberle pasado a Rafael? ¿Tú crees que a lo mejor anda por ahí con una jevita y después va a aparecer haciéndose la mosquita muerta?
—No sé, pero creo que no.
—¿Qué te pasa, compadre, estás apagado? Mira, a mí me pasa una cosa rara con Rafael: a veces creo que todavía le tengo cariño, porque en una época fuimos hermanos de verdad, y otras veces le tengo un poco de lástima, un poquito nada más, y el resto ya es indiferencia, de que me importa un carajo, porque yo no me merecía que él me formara el lío ése con la verificación del Partido.
—¿Qué lío?
—No, si por eso mismo fue que le dije a Carlos que no dejaras de verme hoy. Oye, Conde, yo sé que Rafael está metido en algún rollo gordo. No sé si esto que te voy a decir te sirve de algo, a lo mejor sí, después tú me dices. Y si te lo digo es porque el policía que está metido en esto eres tú, porque si es otro ni se entera. Mira, el lío es que cuando lo estaban procesando para el Partido, Rafael dio mi nombre para que lo verificaran, y la pareja que le estaba haciendo el crecimiento vino a verme, me acuerdo de que cuando eso yo no era ya de la Juventud y me dijeron que no importaba, que si yo conocía bien a Rafael de su época de estudiante eso era lo que hacía falta. Imagínate tú, conocerlo. Entonces empezaron a preguntarme y yo a responder, y todo de lo mejor. Muchacho, como a los dos meses se apareció Rafael aquí que era un diablo: decía que le habían pospuesto la entrada al Partido por culpa mía, que yo no tenía que haber dicho que su mamá iba a la iglesia, ni que él fue a ver al padre cuando vino por la Comunidad, si el viejo estaba más jodido que un perro sin dientes y era un infeliz que siguió de plomero de mala muerte en Miami, aunque él y la madre le decían a todo el mundo que el padre era un borracho y que estaba muerto. Y lo que más lo encabronó fue que yo dije que a mí me parecía que él todavía quería al padre y que me alegraba mucho que se hubieran visto otra vez después de veinte años, porque desde que estábamos en la primaria él tenía un trauma con el lío del padre y esa jodedera de que si era gusano y se había ido. Vaya, que busqué el lado humano de la historia… Oye, ojalá estuviera Yoly aquí para contarte. Se puso como loco, gritándome que eso era una mariconá mía, que yo le tenía envidia y no sé cuántas mierdas más. Pero todavía eso no es lo más jodido, no me mires con esa cara. Lo peor es que yo fui a la oficina donde él trabajaba para hablar con la pareja que me entrevistó porque yo no entendía que nada de aquello fuera tan grave, y ellos me dijeron eso mismo, que aquello se manejó como algo más en el proceso, sin mayores consecuencias porque se había entendido que él quisiera ver a su padre, pero que le habían pospuesto la entrada en el Partido por rasgos de autosuficiencia y creo que por una bobería con el Sindicato, ni me acuerdo bien de eso, pero ellos estaban seguros de que él iba a superar todo y bla, bla, bla. Ése fue el lío.
—Me suena esa historia. Tiene su marca —dijo el Conde y se adelantó a los deseos de Miki. Le dio un cigarro y él encendió el suyo—. Pero, ¿qué tiene que ver aquello con el lío gordo de ahora?
—Tiene que ver en que yo soy un mentiroso. La verdad es que él pensó que yo había dicho en la verificación que él cogió la maleta de ropa que el padre le había traído y que fueron a la Diplotienda, y hasta que yo le compré por ciento cincuenta pesos un
jean
que le quedaba grande. Pero yo no dije nada de eso, pero fue por defenderlo, no porque yo sea un mentiroso, porque en aquella época todo eso era candela para los militantes y yo le inventé al dúo una novela sentimental…
—Coño, Miki…
—Espérate y no me eches descargas que yo no te llamé para confesarme. El problema es que Rafael vino otra vez por aquí el 31 por la tarde, como a eso de las tres, después de una pila de años. ¿Te interesa eso, verdad? No me jodas, Conde, que yo te conozco bien.
—¿Por qué vino, Miki?
—Espérate, déjame cambiar la cara del disco, que me lo regaló Rafael por el fin de año. El sabía que yo soy cardiaco a los Mamas y a los Rollings… A mí me extrañó muchísimo verlo por aquí, pero me alegré después de todo, yo sí no soy resentido. Bueno, le pedí prestado un paquete de café a la vecina de aquí al lado y nos tomamos medio litro de ron que me quedaba, y hablamos como si no hubiera pasado nada. Hablamos mil mierdas de la secundaria, del Pre, del barrio, lo de siempre. Rafael era un tipo jodido, ¿tú sabes eso? Al final siempre fue él quien me tuvo envidia a mí, y me lo confesó ahí mismo donde tú estás sentado, me dijo que yo había hecho siempre lo que me había dado la gana y que vivía como quería, oye eso, con lo jodido que estoy y con esos tres libros publicados que me parecen pura mierda de oso, no me gusta ni abrirlos. Cuando le dije eso se rió cantidad, él siempre pensaba que yo estaba jugando.
—¿Pero qué quería, viejo, a qué coño vino Rafael?
—Vino a pedirme perdón, Conde. Quería que yo lo perdonara. ¿Sabes lo que me dijo? Me dijo que yo había sido su mejor amigo.
Mario Conde no pudo evitarlo: vio otra vez cómo Tamara se desnudaba y sintió que se hundía en un pantano irreversible y mortal.
—¿Era un cínico o un comemierda?
Miki repitió la operación de aplastar la colilla en el piso, pero se esmeró en destruirla y después de destrozarla siguió moliéndola con el pie.
—¿Por qué hablas así, Conde? Tú sabes que tú también eres un jodido, ¿verdad? Por eso nunca vas a ser ni un escritor mediocre como yo, ni un oportunista elegante como Rafael, ni siquiera una buena persona como el pobre Carlos. No vas a ser nada, Conde, porque quieres juzgar a todo el mundo y no te juzgas nunca a ti mismo.
—Estás hablando mierda, Miki.
—No estoy hablando ninguna mierda y tú lo sabes. Te tienes miedo a ti mismo y no te asumes. ¿Por qué no eres policía de verdad?, ¿eh? Estás a medio camino de todo. Eres el típico representante de nuestra generación escondida, como me decía un profesor de filosofía en la universidad. Me decía que éramos una generación sin cara, sin lugar y sin cojones. Que no se sabía dónde estábamos ni qué queríamos y preferíamos entonces escondernos. Yo soy un escritor de mierda, que no me busco líos con lo que escribo, y lo sé. Pero tú, ¿qué eres tú?
—Uno que se caga en todo lo que tú dices.
Miki sonrió y estiró la mano. El Conde le entregó el último cigarro de la cajetilla y la estrujó hasta hacerla una pelota. Entonces la lanzó por la ventana.
—¿Verdad que es bueno el
long-play
ese? —preguntó el escritor, y disfrutó del humo del cigarro.
—Oye, Miki —preguntó el teniente mirando a los ojos a su antiguo compañero de estudios—, ¿lo de tu récord en el Pre también era mentira?
Nunca oyó la bala, y en el primer momento pensó, se me abrió la cintura, pero apenas fue una idea, porque perdió el equilibrio y cuando cayó al suelo ya estaba inconsciente, y sólo recobró la lucidez dos horas más tarde, cuando aprendió qué cosa era el dolor, mientras volaba en un helicóptero hacia Luanda, con un suero en la vena del brazo y el médico le dijo: No te muevas, estamos llegando, pero no hacía falta la orden, pues no podía mover ninguna parte del cuerpo, y el dolor era tan incisivo que lo venció, y su próximo recuerdo es posterior a la primera operación de urgencia que le hicieron en el Hospital Militar de Luanda.
Después que oyó aquella historia, el Conde se la repitió tantas veces que había llegado a montarla como una película y podía visualizar cada detalle de la secuencia: el modo en que cayó, de boca, sobre la tierra arenosa, caliente, con un remoto olor a pescado seco; el ruido del helicóptero y el rostro pálido del médico, muy joven, mientras decía: No te muevas, ya estamos llegando 0187, y veía también el interior del aparato, debía de sentir frío, y recordaba una nube fugaz, en la distancia, impolutamente blanca.
Después que lo volvieron a operar en La Habana, el Flaco le contó la historia de su único combate contra un enemigo al que ni siquiera había visto. Josefina lo cuidaba por el día, y el Conde, Pancho, el Conejo y Andrés se alternaban en las noches, y conversaban hasta quedarse dormidos y hasta que Mario Conde se convenció de que aquélla había sido su guerra, aunque nunca tuvo un fúsil en sus manos y la cara del enemigo era evidente: el Flaco en una cama. Ya sabía que era improbable que su amigo volviera a caminar, y la relación limpia de antes, despreocupada y alegre, se manchó con un sentimiento de culpa que el Conde jamás pudo exorcizar.
—¿Pero por qué tienes que ponerte así, salvaje?
—¿Y cómo quieres que esté después de lo que hicieron los mamalones estos? No tienen cojones, tú. Ya cuando perdieron el sábado me imaginé que esto venía, porque el juego parecía que estaba por ellos pero no podían hacer carreras y dejaban a todo el mundo en bases, y con un par de carreritas los Vegueros les ganaron el juego. Y ya lo de hoy es demasiado, alégrate de no haberlo visto: batean quince
hits
en el primer juego, ganan nueve por una, y en el segundo, que era el que había que ganar de verdad, les meten nueve ceros. Coño, chico, ¿eso es justo con uno que se pasa la vida esperando que estos descaraos ganen un campeonato y que siempre se abren de patas como unas fleteritas cuando hay que ganar de verdad? Pero eso me pasa por berraco, si yo no tengo que ver más pelota ni un carajo…
—¿Entonces no quieres ron?, ¿verdad?
—Estáte tranquilo, Conde, estáte tranquilo. Dame acá —y aceptó, como si se tratara de un sacrificio, el vaso que el Conde había puesto junto al cenicero.
—Oye, ¿y eso que te dio por comprar ron?
—Oye, Conde, mira que estoy embalao. O te tomas el ron o te vas pal carajo y como si no te hubiera visto, tú.
—Me tomo el ron, pero cambiamos el tema, que yo no soy el
manager
del equipo, ¿está bien?
—Está bien, está bien.
El Flaco se sirvió otro trago de ron y parecía haber decretado la tregua. Su respiración profunda volvía a ser normal.
—¿Cómo va lo de Rafael, tú?
—Empieza a mejorar. Tenemos una buena pista.
—¿Y viste a Miki?
—Anjá. Ahora vengo de allá. Fue una cosa rara, más parecía que necesitara un cura que un policía.
—¿Y le diste la absolución?
—Lo mandé para el infierno con sus tres libros. Por mentiroso y por mal escritor. Échame un poco de ron aquí, anda.
—¿Y cuál es la pista?
—Que Rafael manejaba bastante dinero y a lo mejor tenía problemas con las finanzas de la Empresa. ¿Tú sabes lo que hacía el muy cabrón cuando ligaba alguna chiquita por ahí? Le decía que se llamaba como su jefe de despacho, mira qué clase de lámpara es el socio.
—Eso lo hace cualquiera, tú —dijo el Flaco y bebió con ansiedad. El Conde lo imitó, y apenas pensó que estaba tomando un buen ron—. ¿Ya comiste, tú?
—No, no tengo ganas. Déjame darme unos cuantos palos de ron y me voy a dormir.
—¿Viste a la jimagua hoy?
—Sí, por el mediodía. Nada nuevo. Me tomé dos whiskys con ella…
—¡Qué mala vida la tuya, eh!
El Conde prefirió otro trago de ron a empezar una nueva discusión con el Flaco. Eso es lo que quiere ahora este cabrón, está a mil por lo de la pelota, se dijo, y se quitó los zapatos, maniobrando sólo con los pies. Empezaba a sentirse cómodo en aquella habitación, tirado en una butaca, Jose veía su televisor en la sala y de pronto recordó a The Mamas and The Papas y sintió deseos de oír música.
—Voy a poner algo —dijo y caminó hasta el mueble donde descansaba la grabadora. Abrió una gaveta y estudió los casetes numerados y ordenados por el Flaco. Beatles completos; casi todo Chicago y Blood, Sweat and Tears; varias cosas de Serrat, Silvio y Pablo Milanés; y un casete de Patxy Andión, selecciones de Los Brincos, Juan y Júnior, Fórmula V, Steve Wonder y Rubén Blades. Qué mezcolanza de gustos, me cago en él, y escogió el casete del disco en inglés de Rubén Blades que él mismo le había regalado al Flaco. Puso a funcionar la grabadora, se dio otro trago de los considerados generosos y sirvió más ron en su vaso y en el del Flaco. Ya no le dolía la espalda ni la nalga torturada por la butaca de Miki.
Le gustaba aquel disco y sabía que al Flaco también, y se sintieron morbosamente despreocupados cantando la balada
The Letter
, la carta que un amigo le escribe a otro que sabe que va a morir, y bebieron otra vez con sed de peregrinos. Empezaba a vislumbrarse el fondo de la botella y el Flaco movió la silla de ruedas hasta el escaparate y exhibió el medio litro que había quedado del día anterior y sintieron que sí, que era bueno tener otro medio litro de ron, que resistirían y que querían todo aquel alcohol.