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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (24 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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—Hago mi mejor y más sincero esfuerzo.

—Pues agárrate ahora, macho: si los papeles que hay aquí no me engañan, porque hay otros que no aparecen donde debían estar y no quiero pensar mal, si no me engañan, se hizo una extracción grande en diciembre que no se casa con ningún negocio cerrado en esos días.

—¿Y quién la hizo?

—No seas ingenuo, Mayo, eso nada más lo sabe el Banco.

—Soy ingenuo… Asómbrame entonces: ¿cuánto es grande, Patricia? —preguntó, dispuesto a oír la cifra.

—Unos cuantos miles. Más de cien, más de doscientos, más de…

—Cojones —exclamó Manolo, que empezó a buscar otro cigarro—. ¿Y para qué quería eso?

—Aguanta ahí, Manolo, que si yo fuera adivina no estaría aquí comiendo polvo y papeles.

—Deja eso, China, por favor, sigue… —le suplicó el Conde, en su mente estaba la imagen de Tamara, el discurso de Rafael el primer día de clases, la campana que sonaba el director del campamento, el solar de Diez de Octubre, la sonrisa infalible y segura del hombre que ahora no aparecía, y se reía, se reía.

—Yo creo que todo tiene que ver con la Mitachi. Mayo, los japoneses no venían hasta febrero y antes Rafael iba a estar en Barcelona, para una compra con una sociedad anónima española que todavía no lo he comprobado, pero me la juego, que tiene capital japonés. Y si es así, me la juego dos veces, es capital de la Mitachi.

—Espérate, China, espérate, háblame en cubano.

—Contra, Mayo, qué bruto te me estás poniendo —protestó Patricia, pero la sonrisa le tragó los ojos—. Más claro ni el agua: Rafael Morín debía de estar haciendo negocios con la Mitachi como si fuera un particular y estaba girando con el dinero de la Empresa o, mejor, con el de Rosal. ¿Ahora si me copias?

—De bala —dijo Manolo, en el colmo del asombro y trató de sonreír.

—¿Y tú dices que faltan papeles, China?

—Faltan papeles.

—¿Estarán en otros archivos?

—Pudiera ser, Mayo, pero no lo creo. Si fuera uno solo…

—¿Entonces los sacaron de ahí?

—Pudiera ser, pero lo más raro es que no los sacaran todos, hasta los de las dietas que el mismo Morín podía falsificar.

—¿Sobran unos y faltan otros?

—Más o menos, Mayo.

—China, yo sé por qué sobran unos y creo que sé dónde están los que faltan.

Cuando el mayor Rangel me dijo, Aquí puedes venir sin uniforme, debes trabajar sin uniforme, y lo vi a él con aquella chaqueta verde olivo, con los grados bordados en la charretera y en el cuello, y lucía tan impresionante, que pensé esto es una broma, y que podía renunciar ahí mismo, porque casi era como si dejara de ser policía ahora que iba a ser de verdad policía. La primera vez que salí a la calle con el uniforme, después que pasé la academia, sentí mitad vergüenza, la gente me miraba, y mitad que era alguien, el traje se me pegaba al cuerpo y me hacía más completo, distinto a los demás, y que la gente iba a mirarme siempre, aunque no quisiera, porque ya no era igual a los demás, y aquello me gustaba y no me gustaba, algo rarísimo. De chiquito yo me pasaba la vida disfrazado; como era tan flaco, nunca me dio como otros muchachos porque iba a ser policía, general o cosmonauta, pero me vestía una temporada de El Zorro, otra de Robin Hood y otra de pirata con parche en el ojo, y a lo mejor es que debería haber sido actor y no policía. Pero fui policía, y la verdad es que creo que desde el principio me encantó lo del uniforme, la verdad, y creo que de lo más serio, estaba jugando a ser policía, hasta que llegué en el patrullero de la Academia a aquella covacha de El Moro. Cuando nos bajamos del carro había muchísima gente, me imagino que el barrio completo, y todo el mundo nos miraba, yo me arreglé la gorra, que no era nueva ni era mía, me acomodé el pantalón y me puse los espejuelos oscuros, tenía público y yo era importante, ¿no? Ya a la mujer que tenía el ataque se la habían llevado para el hospital, había un silencio del carajo, porque llegamos nosotros, tú sabes, y un negro viejo, canoso, así que era viejísimo y era el presidente del Comité de la cuadra, nos dijo: Por aquí, compañeros, y entramos en la casita —tenía el techo de zinc y las paredes una parte de ladrillo sin repellar, otra de cartón tabla y otra también de zinc—, y nada más entrar te sentías como un pan crudo en la punta de la paleta cuando te meten en el horno, y no te explicas cómo hay gentes que todavía puedan vivir así, y estaba allí en una cainita y casi me desmayo, no me gusta ni contarlo, porque me acuerdo y lo veo como si lo estuviera viendo ahora mismo, y hasta siento el calor del horno: toda la sábana estaba llena de sangre, había sangre en el piso, en la pared, y ella seguía acurrucada y sin moverse, porque estaba muerta; el padrastro la había matado tratando de violarla, y después supe que nada más tenía siete años, y yo me cagué en la hora en que me metí a policía, porque yo de verdad creía que esas cosas así no podían pasar, y cuando uno es policía aprende que sí pasan, ésas y otras peores, y que ése es el trabajo de uno, y entonces empiezas a dudar si debes hacer todo lo que te enseñan en la academia o si coger la pistola y meterle seis tiros ahí mismo al que hizo una cosa así. Por poco hasta pido la baja, pero no, me quedé, y después me mandaron para la Central y el mayor me dijo eso: debes venir sin uniforme y vas a trabajar con el Conde, y creo que cada vez me gusta más ser policía. ¿Tú no me entiendes, verdad? Aunque ya salga a la calle sin el traje y la gente no sepa quién soy yo, ya no me importa, y tú me has ayudado a que no me importe, pero más que tú me ayudan las gentes como Rafael Morín. Vaya tipo, ¿no? A santo de qué alguien puede jugar con lo que es mío y es tuyo y es de aquel viejo que está vendiendo periódicos y de esa mujer que va a cruzar la calle y que a lo mejor se muere de vieja sin saber lo que es tener un carro, una casa bonita, pasear por Barcelona o echarse un perfume de cien dólares, y a lo mejor ahora mismo va a meterse tres horas haciendo cola para coger una jaba de papas, Conde. ¿A santo de qué?

—¿Ustedes? ¿Cómo estás, Mario? Pase, sargento —dice ella y sonríe, confundida, el Conde la besa en la mejilla como en los viejos tiempos y Manolo le da la mano, responden los saludos y caminan hacia la sala—. ¿Pasó algo, Mario? —pregunta al fin.

—Pasan cosas, Tamara. Faltan unos papeles en la Empresa y esos papeles pueden acusar a Rafael.

Ella se olvida del mechón imbatible de su pelo y se frota las manos. De pronto se hace pequeña y parece indefensa y confundida.

—¿De qué?

—De robo, Tamara. Por eso vinimos.

—Pero, ¿qué robó, Mario?

—Dinero, mucho dinero.

—Ay, mi madre —exclama ella y sus ojos se saturan de humedad; y el Conde piensa que ahora sí puede llorar. Es su marido, ¿no? Es el padre de su hijo, ¿no? Su novio del Pre, ¿no?

—Quiero revisar la caja fuerte de la biblioteca, Tamara.

—¿La caja fuerte? —es otra sorpresa y casi un alivio para él. No va a llorar.

—Sí, ¿tú tienes la combinación, verdad?

—Pero hace tiempo está vacía. De dinero y esas cosas, quiero decir. Que me acuerde ahí nada más está la propiedad de la casa y los papeles del panteón de la familia.

—Pero usted tiene la combinación, ¿verdad que sí? —ahora insiste Manolo, es otra vez el gato flaco, elástico y erizado.

—Sí, está en la misma libreta de teléfonos de Rafael, como un número más.

—¿La puede abrir ahora, compañera? —insiste el sargento, y ella observa al Conde.

—Por favor, Tamara —pide él y se pone de pie.

—¿Qué es esto, Mario? —le pregunta, aunque en realidad se pregunta a sí misma y abre la marcha hacia la biblioteca.

Arrodillada, frente a la falsa chimenea, ella aparta la rejilla protectora y el Conde recuerda que es víspera de Reyes, y que los Reyes Magos siempre han preferido las chimeneas para entrar con su carga de regalos. Allí puede estar el suyo, increíblemente adelantado. Tamara lee las seis cifras y empieza a girar la llave de la caja fuerte, y el Conde trata de ver algo por encima de la espalda de Manolo, que se ha ubicado en primera fila. Por sexta vez mueve la rueda, a la izquierda, y por fin tira de la puerta metálica y se pone de pie.

—Ojalá te equivoques, Mario.

—Ojalá —le dice él y, cuando ella se aparta, avanza hacia la chimenea, se arrodilla y extrae un sobre blanco de la fría barriga de hierro. Se pone de pie y la mira a ella. No lo puede evitar: siente una lástima tangible por aquella mujer que se le ha desnudado y lo ha frustrado y a la que, cada vez lo sabe mejor, hubiera preferido no haber vuelto a ver. Pero abre el sobre, extrae unas hojas y lee, mientras Manolo baila con impaciencia—. Mejor de lo que pensábamos —dice, y al fin devuelve los papeles al sobre, Tamara no deja de frotarse las manos y Manolo no puede estarse quieto—. Maciques tiene una cuenta en el banco Hispanoamericano y la propiedad de un carro en España. Aquí están las fotocopias.

El mayor Rangel observó la olorosa agonía de su Rey del Mundo como se mira la muerte de un perro que ha sido el mejor amigo. Por eso, al dejar el cabo sobre el cenicero, se lamenta de no haberlo tratado mejor, había hecho una execrable fumada mientras oía la explicación del teniente Mario Conde.

—Ver para creer —fue su sentencia, y trató de no mirar la extinción del habano, quizás para no creerla—. ¿Y cómo es posible tantas barbaridades juntas?

—Las barbaridades están de moda, Viejo… ¿No era un cuadro de plena confianza? ¿No era un hombre de futuro interminable? ¿No era más puro y más santo que el agua bendita?

—No te pongas sarcástico ahora, porque eso no explica nada…

—Viejo, no sé por qué te asombra que haya esa falta de control en una empresa. Cada vez que se hace una auditoría sorpresiva de verdad, donde quiera aparecen las barbaridades que nadie se puede imaginar, que nadie se explica, pero que están siempre ahí. Ya se te olvidó el administrador millonario de la Ward, y el del Pío-Pío, y el de…

—Está bien, está bien, Mario, pero déjame la posibilidad de asombrarme, ¿OK? Uno siempre tiende a pensar que la gente no se corrompe tanto, y como tú dices Rafael Morín era un cuadro de plena confianza y mira lo que estaba haciendo… Pero después hablamos de eso, lo que quiero saber ahora es dónde está metido ese hombre. Eso es lo que quiero saber, para entregarle el caso en bandeja al ministro de Industrias.

El Conde estudió el seco y desganado cigarro Popular, con la tinta de la marca corrida, la picadura que se fugaba en desbandada por las dos bocas, la cajetilla mal pegada, pero era el último, y cuando lo encendió disfrutó la fortaleza escondida en aquel humo.

—¿No te hace falta más gente?

—No, déjame terminar. Mira, todo indica que tal vez Rafael Morín iba a dar la sorpresa durante el viaje a Barcelona ahora en enero. Iba a perderse con toda la plata y una parte ya asegurada e invertida, y como sabía que por ahora no le iban a revisar los papeles, quizás se confió demasiado y se metió a hacer esas marañitas con las dietas y los gastos de representación, como para ir tirando, ¿no? Uno de los informantes del Gordo Contreras, digo, del capitán Contreras, un tal Yayo el Yuma, dice que la foto le recuerda a alguien, pero que tendría que verlo personalmente para estar seguro. Así que también es posible que cambiara dólares por pesos cubanos para sus gastos aquí, que según Zoilita no debían de ser pocos.

—¿Y Guardafronteras sigue sin informar nada?

—Nada por ahí, al menos todavía, y ya creo que nunca va a haber nada, aunque ahora puede parecer más lógico que haya tenido algún lío por aquí y lo mandaran a mejor vida… Pero estoy seguro que detrás de cualquier cosa está Maciques… Porque si no, nadie entiende qué hacía Rafael con esos papeles de Maciques guardados en su propia casa. Pero en cualquier caso todo se complicó cuando Rafael se enteró de que la gente de la Mitachi venía a Cuba antes, mira, aquí está el télex, llegó el día treinta por la mañana, así que parece que les interesaba mucho el negocio, y cuando hay buenos negocios esos chinos no creen ni en fin de año ni en arbolitos. Y Rafael sabía que en esos convenios iba a participar el viceministro y quizás el ministro y gentes de otras empresas. Se dio cuenta, te decía, de que estaba cogido y se escondió o lo escondieron de mala manera. Entonces la posibilidad de una salida ilegal del país es más que una posibilidad, pero no debe haber salido, porque si no ya los gritos se estarían oyendo aquí. Imagínate, Viejo, todo un magnate de la economía cubana. Y si de algo estoy seguro, pero seguro, es que Rafael no iba a intentar salir en una balsa con dos cámaras de camión a jugársela al pegao. El iba a buscar el medio más seguro, y entonces ya habría llegado a Miami… Rafael Morín está en Cuba.

—¿Y si evitaba formar el escándalo para que no le congelaran la cuenta en España? —El mayor Rangel se frotó los ojos, y el Conde observó que se movía con una inquietud que no le era habitual.

—Creo que aunque él no quisiera, en Miami organizaban el escándalo. Pero, además, él tenía el tiempo a su favor. Era un cuadro de confianza, ¿no?

—Eso ya lo dijiste.

—Bueno, sabía que nadie se iba a imaginar una cosa así y, nada más llegando cualquier banco de Miami tenía ese dinero en las manos en media hora. El calculó que no se sospecharía nada hasta que pasaran unos días y también que nadie se iba a imaginar que un hombre que hacía ocho o diez viajes al extranjero en un año podía estar saliendo en una lancha.

—Sí, sí, debe de ser así… Pero no se llevó los papeles de las dietas. La China los encontró.

—Ahí es donde no me cuadra la lista con el billete. Yo pensé que Maciques los había puesto el 31 por el mediodía, pero el 31 por el mediodía Rafael debía tener esos papeles en sus manos.

—¿Pero por fin qué pinta Maciques en todo esto?

—Eso es lo que quisiera saber ahora, pero seguro que tiene mierda hasta en el pelo. Ése lo sabe todo, o por lo menos lo principal, porque el día tres, cuando Manolo lo entrevistó estaba medio nervioso y le daba para atrás y para alante a las cosas, como queriendo sacarse de arriba la conversación. Y hoy era otro tipo. Estaba muy seguro de sí mismo, como si no hubiera ningún lío, y eso es que ya estaba convencido de que él no tendría problemas incluso si se descubría esta maraña de las dietas de Rafael, los gastos de representación y eso, que era lo que él sabía que íbamos a descubrir. Y no hoy, sino mañana o pasado. Los días que pasaron desde la desaparición de su jefe parece que le dieron esa tranquilidad, porque él no se imaginaba que Rafael tenía esos documentos en la caja fuerte.

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