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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (18 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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—¿Quieres que te diga una cosa? Ahora me acordé de lo que te dijo la tía del gitano Sandín cuando te leyó la mano. ¿Ya sabes?

—Claro que sí lo sé, si no se me ha olvidado nunca: Vas a tenerlo todo y no vas a tener nada. ¿Es posible que desde entonces eso estuviera en mi mano, que ése fuera mi destino, como tú dices?

—No sé, porque conmigo se equivocó: me dijo que iba a viajar muy lejos y que iba a morir joven. Me confundió con el Flaco Carlos, o a lo mejor no, quizás los que nos confundimos fuimos nosotros… Tamara, ¿tú serías capaz de matar a tu marido?

Ella da un sorbo largo a su bebida y se pone de pie.

—¿Por qué tenemos que ser tan terriblemente complicados, policía triste? —le pregunta y se detiene ante él—. A ninguna mujer le han faltado nunca deseos de matar al marido, y eso tú deberías saberlo. Pero casi ninguna se decide al final. Y yo menos, soy demasiado cobarde, Mario —afirma y avanza un paso.

El se aferra a su bebida, la protege contra su estómago, tratando de no tocar los muslos de ella. Siente que las manos le tiemblan y que respirar es un acto consciente y difícil.

—Nunca te atreviste a decirme que yo te gustaba. ¿Por qué me lo dices ahora?

—¿Desde cuándo lo sabías?

—Desde siempre. No desprecies la inteligencia de las mujeres, Mario.

El apoya la cabeza en el respaldo de la butaca y cierra los ojos.

—Creo que me hubiera atrevido si Rafael no se me adelanta, hace diecisiete años. Después ya no pude hacerlo. Tú ni te imaginas cómo me enamoré de ti, las veces que soñé contigo, las cosas que imaginé que íbamos a hacer juntos… Pero ya nada de eso tiene sentido.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque cada vez estamos más lejos, Tamara.

Ella lo desmiente, porque avanza otro paso y toca sus rodillas.

—¿Y si te digo que me gustaría acostarme contigo, ahora mismo?

—Pensaría que es otro capricho tuyo y que estás acostumbrada a tener todo lo que quieres. ¿Por qué me haces eso? —quiere saber porque no puede luchar, le duele el pecho y tiene la boca seca, el vaso se le puede resbalar de las manos húmedas.

—¿No quieres que te lo diga? ¿No era eso lo que querías que te dijera? ¿Siempre vas a tener miedo?

—Creo que sí.

—Pero nos vamos a acostar porque sé que todavía te gusto y que no me vas a decir que no.

Entonces él la mira y deja el vaso en el suelo. Siente que ella es otra mujer, se ha trasformado, está en celo y huele a eso: a mujer en celo. Y piensa que es su oportunidad de decirle que no.

—¿Y si te digo que no?

—Habrás tenido otra vez la oportunidad de hacer tu destino, decir sí o decir no. ¿Te gusta decidir, verdad? —pregunta y avanza el último paso posible, el que la ubica definitivamente entre las piernas de él. Su olor es irresistible y él sabe que sigue siendo comestible, más que nunca. Ve, debajo del pullover, la amenaza de los pezones inflamados por el frío y el deseo y seguramente tan oscuros como los labios, y se ve, a sus treinta y cuatro años, sentado en el borde del inodoro, maniobrando con saliva y sin pasión sus frustraciones más antiguas. Entonces se pone de pie en el íntimo espacio que ella le ha dejado para su decisión y mira el mechón infalible, los ojos húmedos, y sabe que debe decir que no para siempre, no puedo hacerlo, no quiero hacerlo, no puedo, no debo, que siente un absurdo vacío entre sus piernas, que es otra forma del miedo. Pero es inútil ir siempre contra el destino.

Sin tocarse caminan hacia el
hall
y suben la escalera que lleva a las habitaciones de la segunda planta. Ella va delante y abre una puerta, y penetran en una penumbra más sólida que gira alrededor de una cama perfectamente tendida con un cubrecamas marrón. El no sabe si está o no en el cuarto de ella, sus posibilidades de pensar se han agotado y cuando ella alza el pullover por encima de su cabeza y ve al fin los senos con los que tanto ha soñado en los últimos diecisiete años, consigue pensar que en realidad son más hermosos de lo que imaginaba, que nunca hubiera podido decir que no, y que desea tanto a la mujer, como que en ese instante preciso aparezca Rafael Morín, para ver cómo se le derretía su sonrisa perenne.

Fuma y trata de contar las lágrimas de la lámpara del techo. Sabe que ha matado otra ilusión pero debe aceptar el peso de sus decisiones. La increíble Tamara, la mejor de las jimaguas, duerme ahora un sueño de amante despreocupada y sus nalgas redondas y pesadas rozan las caderas del Conde. No quiero pensar, se dice, no puedo pasarme la vida pensando, cuando suena el timbre del teléfono y ella salta en la cama.

Torpemente trata de enfundarse el largo pullover y al fin sale al corredor donde el timbre insiste. Regresa al cuarto y le dice:

—Corre, es para ti —y parece confundida y también preocupada.

El se coloca una toalla en la cintura y sale del cuarto. Tamara lo sigue hasta el vano de la puerta y lo mira hablar.

—¿Sí, quién es? —pregunta, y luego escucha más de un minuto y sólo agrega—: Mándame el carro que voy para allá.

Cuelga el teléfono y mira a la mujer. Se acerca a ella, quiere besarla, y antes lucha contra el mechón indispensable.

—No, Rafael no ha aparecido —dice, y comienzan un beso largo y sosegado, de lenguas que se enredan sin orden, salivas que se trafican, de dientes que tropiezan y labios que empiezan a doler. Es el mejor beso que se dan y dice:

—Tengo que ir para la Central, ya encontraron a Zoila. Si tiene que ver con Rafael te llamo más tarde.

Zoila Amarán Izquierdo los observó mientras entraban en el cubículo. En sus ojos se alternaron la indiferencia y el recelo, pero Mario Conde pudo respirar su vigorosa femineidad. La piel dorada de la muchacha tenía un brillo de animal saludable y lo más significativo de su cara, la boca, era impúdica y carnosa, decididamente atractiva. Apenas había cumplido los veintitrés años pero se veía segura de sí misma y el Conde presintió que no iba a ser fácil. Aquella muchacha había vivido en la calle y la conocía, se había endurecido tratando a todo tipo de gentes, y uno de sus orgullos era decir no le debo nada a nadie, porque tengo los ovarios bien puestos, como lo habría tenido que demostrar más de una vez. Le gustaba vivir bien y para hacerlo no le importaba bordear lo ilegal, porque además de ovarios tenía suficiente cerebro para no atravesar fronteras demasiado peligrosas. No, no iba a ser fácil, se advertía sólo de mirarla y comprobar, además, que era una de esas mujeres tan bellas que da deseos de comer tierra.

—Ella es Zoila Amarán Izquierdo, compañero teniente —dijo Manolo y avanzó hacia la muchacha, que permanecía sentada en el centro del cubículo—. El operativo la encontró cuando regresaba a su casa, en un taxi, y le pidió que viniera hasta la Central para entrevistarla.

—Sólo queremos hacerte unas preguntas, Zoila. No estás detenida y queremos que nos ayudes, ¿está bien? —le explicó el Conde y caminó hacia la puerta del pequeño cubículo, buscando un ángulo en el que ella debía voltearse para verlo.

—¿Por qué? —preguntó sin moverse, y también tenía una linda voz, clara, bien proyectada.

El Conde miró a Manolo y le dijo que sí con los ojos.

—¿Dónde estuviste el día 31?

—¿Tengo que contestar?

—Creo que sí, pero no estás obligada. ¿Dónde estabas, Zoila?

—Por ahí, con un amigo. Éste es un país libre y soberano, ¿no?

—¿Dónde?

—Ah, en Cienfuegos, en casa de otro amigo de él.

—¿Cómo se llaman esos amigos?

—¿Pero qué es lo que pasa, a santo de qué este lío?

—Por favor, Zoila, los nombres. Mientras más rápido terminemos más rápido te vas.

—Norberto Codina y Ambrosio, creo que Fornés, ¿está bien? ¿Ya terminamos?

—Está bien, pero todavía… ¿Y no había otro amigo, Rafael, Rafael Morín?

—Ya me preguntaron por ese hombre y dije que no sé quién es. ¿Por qué yo tengo que conocerlo?

—Es amigo tuyo, ¿no?

—Yo no lo conozco.

—¿Dónde vive tu amigo, el de Cienfuegos?

—Al doblar del teatro, no sé cómo se llama esa calle.

—¿Y seguro no te acuerdas de Rafael Morín?

—Oigan, ¿qué es esto? Miren, si quiero me quedo callada y se acabó este lío.

—Está bien, como tú quieras. Te quedas callada, pero también te puedes quedar aquí guardada, pendiente de investigación como sospechosa de secuestro y asesinato y…

—¿Pero qué es esto?

—Una investigación, Zoila, ¿me entiendes? ¿Cómo se llama el amigo que fue a Cienfuegos contigo? —Norberto Codina, ya se lo dije.

—¿Dónde vive?

—En Línea y N.

—¿Tiene teléfono?

—Sí.

—¿Qué número?

—¿Qué van a hacer?

—Llamarlo, a ver si es verdad que estaba contigo.

—Oigan, que él es casado.

—Dime el número, nosotros somos discretos.

—Por favor, compañeros. Es el 325307.

—Llame, teniente.

El Conde caminó hacia el teléfono que estaba sobre el archivo y pidió una línea.

—Mira esta foto, Zoila —siguió Manolo y le entregó una copia de la foto circulada de Rafael Morín.

—Sí, ¿qué pasó? —preguntó, tratando de oír la conversación del Conde, que hablaba en voz muy baja.

—¿No lo conoces?

—Bueno, salí con él unas cuantas veces. Hace como tres meses de eso.

—¿Y tú no sabes cómo se llama?

—René.

—¿René?

—René Maciques, ¿por qué?

El Conde colgó el teléfono y se acercó al buró.

—Zoila, ¿seguro que se llama así? —preguntó el teniente y la muchacha lo miró y casi intentó una sonrisa. —Sí, seguro.

—Estaba con Norberto Codina —informó el Conde y regresó a la puerta.

—¿No ven, no ven?

—¿Dónde conociste a René?

Zoila Amarán Izquierdo hizo un gesto de incomprensión. Era evidente que no entendía nada, pero temía algo y ahora sí sonrió.

—En la calle, me dio botella.

—¿Y por qué te llamó el día 31 o a lo mejor el primero?

—¿Quién?, ¿René?

—René Maciques.

—Qué sé yo, si hace una pila de tiempo que no lo veo.

—¿Qué tiempo hace que no lo ves?

—No sé, desde octubre, por ahí.

—¿Qué sabías de él?

—Pues nada, que era casado, que viajaba al extranjero y que cuando íbamos a los hoteles siempre resolvía habitación.

—¿A qué hoteles?

—Ay, imagínese. Al Riviera, al Mar Azul, a esos hoteles.

—¿En qué te dijo que trabajaba?

—En el MINREX, ¿puede ser? O en Comercio Exterior, una cosa de esas, ¿no?

—No, yo no sé, la que sabes eres tú.

—Bueno, creo que sí, en el MINREX.

—¿Manejaba mucho dinero?

—¿Con qué usted cree que se alquila en el Riviera?

—Ten cuidado como hablas, Zoila. Respóndeme.

—Claro que manejaba dinero. Pero lo que le digo, nada más salimos unas cuantas veces.

—¿Y no lo viste más?

—No.

—¿Por qué?

—Porque se iba para el extranjero. Iba un año completo para Canadá.

—¿Cuándo fue eso?

—Por octubre, ya le dije.

—¿Te hizo algún regalo?

—Boberías.

—¿Qué son boberías?

—Un perfume, unas argollas, un vestido, cositas así.

—¿De afuera?

—Sí, de afuera.

—¿Y tenía dólares?

—Yo nunca se los vi.

—¿Cómo hacían para verse?

—Nada, él tenía siempre mucho trabajo y cuando tenía un chance me llamaba a la casa. Si yo no estaba complicada, pues él me recogía. Claro, en el carro.

—¿Qué tipo de carro?

—Fue con dos. Casi siempre con uno más nuevo, un Lada particular, y otras veces con otro Lada, creo que estatal, que tenía los cristales oscuros.

—Zoila, quiero que pienses bien lo que me vas a decir ahora, por tu bien y por el de tu amigo René Maciques. ¿De dónde podía sacar él tanto dinero?

Zoila Amarán Izquierdo ladeó la cabeza para mirar al teniente, y trataba de decir con los ojos pero qué sé yo. Entonces miró a Manolo y respondió:

—Mire, compañero, en la calle esas cosas no se preguntan. Yo no soy una puta porque no me acuesto por dinero, pero si viene uno con dinero y la invita a comer en el Laiglon, y a tomar cervezas en la piscina y descargar en un cabaret y subir a una habitación que da al Malecón, pues no se averigua nada más. Se disfruta, compañero. Las cosas están muy malas y juventud hay una sola, ¿verdad?

Claro que juventud hay una sola, pensó, porque era evidente. Una voz perezosa y caliente, y unos ojos azules de cielo sin nubes, eran lo único visible que recordaba los atributos del mítico Miki Cara de Jeva, el muchacho que impuso récord de novias para un curso en el Pre de La Víbora: veintiocho, todas con besuqueo y algunas con lances mayores. Ahora le faltaba pelo para intentar el oleaje rizado del afro y le sobraba todavía para declararse en quiebra y asumir el destino de calvo resignado. La barba era una explosión de canas tiesas y rojizas, como debió de tenerlas el último vikingo de cualquier cómic, y la cara linda de antes tenía el aspecto de galleta mal amasada: irregular, agrietada, con valles y montañas de gordura mal repartida y vejez apresurada. Se reía y mostraba la tristeza hepática de sus dientes, y si se reía mucho sus pulmones de fumador sin tregua le regalaban dos minutos de tos. Miki era una denuncia, se dijo el Conde: testificaba con su imagen que pronto tendrían cuarenta años, que ya no eran pepillos ni incansables ni dotados para estar empezando todos los días, y que había muchas razones para el cansancio y la nostalgia.

—Esto es un desastre, Conde. Mariíta se fue hace como un mes y mira cómo está esto: parece un chiquero. —Y extendió los brazos tratando de abarcar el desbordado reguero de la sala. Recogió dos vasos con varias generaciones de suciedades y apenas los cambió de lugar. Soltó cinco maldiciones para la mujer ausente y se acercó al tocadiscos. Sin pensarlo tomó el
long-play
que respiraba en la superficie y lo colocó en el plato—. Oye esto y muérete:
The best of the Mamas and the Papas
… ¿Es justo que canten tan lindo esos cabrones? Con Mariíta voy para cinco divorcios y tres muchachos regados, y yo cada día más miserable, se reparten mi sueldo y no me alcanza ni para la fuma. Hablando de eso, dame un cigarro. ¿Tú crees que así alguien pueda escribir? No jodas, que a uno se le quitan las ganas de escribir y hasta de vivir, pero bueno, lo que importa al final es no rendirse, aunque a veces uno se canse y se rinda un poquito. No es fácil, Conde, no es fácil. Oye, oye…
California Dreams
, eso es de cuando yo estaba en la secundaria. ¿Qué gorrión?, ¿no? Oigo esa canción y hasta me dan ganas de casarme otra vez, te lo juro. ¿Y tú por fin estás escribiendo algo?

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