Pasado Perfecto (26 page)

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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

BOOK: Pasado Perfecto
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—Ya no me acuerdo.

—Pues yo sí, por si no lo sabías o te imaginabas otra cosa. Ya te lo dije el otro día: Rafael tenía lo que le dejaban tener o lo que le correspondía, o qué sé yo, y todo el mundo sabía que cuando viajaba traía cosas y todo era normal y él era muy bueno. Todo el mundo lo sabía y… Ya, no quiero hablar más de eso, a menos que me quieras interrogar y entonces no voy a decirte una palabra, por lo menos a ti.

El sonríe y regresa por fin al sofá. Se sienta muy cerca de ella, toca la rodilla de la mujer con la suya y lo piensa y después se atreve: lentamente posa su mano sobre el muslo de ella, teme que se le pueda escapar, pero el muslo sigue allí, bajo su mano, y él se aferra a aquella carne compacta y viva y descubre un ligero temblor, bien oculto bajo la piel. La mira a los ojos y ve la humedad brillante que se transforma en una lágrima que engorda, cuelga de la pestaña y se despeña por la nariz de Tamara, y sabe que está dispuesto a todo menos a verla llorar. Ella recuesta su cabeza en el hombro del Conde y él sabe que sigue llorando, un llanto silencioso y cansado, cuando le dice ya sin furia:

—La verdad es que yo veía venir esto. Esto o algo parecido, porque él no se conformaba ya con nada y soñaba con más y jugaba a sentirse un ejecutivo poderoso, creo que se imaginaba que era el primer
yuppie
cubano o algo así… Pero yo también me acostumbré a vivir fácil, a que hubiera de todo y a que todo fuera cómodo, que él hablara con un amigo para que yo no hiciera el servicio social en Las Tunas y a que las vacaciones fueran en Varadero y todo eso; y al final tenía miedo de cambiar mi vida aunque creo que hacía rato que ya no estaba enamorada de él, y cuando salía de viaje me gustaba quedarme sola con el niño aquí en la casa, sin pensar que él vendría tarde, me diría que estaba cansado y se acostaría a dormir o se encerraría en la biblioteca a escribir sus informes o me dijera lo difícil que se están poniendo las cosas. También sé que hace rato andaba con mujeres por ahí, en eso no me pudo engañar, pero lo que te dije, tenía miedo de perder una tranquilidad que me gustaba. Y lo que hice contigo no lo había hecho con nadie, no vayas a pensar otra cosa.

Él no le ve los ojos ocultos tras el mechón impenitente, pero sabe que ha dejado de llorar. La ve terminar el trago de whisky y entonces la imita. Ella se levanta, por Dios, dice, regresa a la cocina, y siente en la palma de la mano el calor que le robó a Tamara. Ahora sabe que es capaz de acostarse con aquella mujer que le ha venido atormentando el juicio durante diecisiete años y deja su vaso sobre la mesa de cristal, olvida el cigarro que humea en el Murano y abandona su pistola sobre el cojín del sofá. Se siente armado y va hacia la cocina tras ella. Está de espaldas, llena otra vez su vaso de whisky y él la toma por la cintura y la obliga a permanecer contra la meseta. Empieza a acariciar las caderas de rumbera frustrada, el vientre que ya conoce, y sube hasta los senos más discutidos del Pre de La Víbora, y ella se deja acariciar hasta que no puede más y se vuelve y le regala los labios, la lengua, los dientes y la saliva con sabor a wkisky escocés gran reserva, y él tira del
zipper
del jersey, ya no usa ajustadores como antes, y baja la cabeza para morder aquellos pezones oscuros hasta hacerla saltar de dolor, y hala hacia abajo el pantalón de ella, se vuelve torpe tratando de sacar el blúmer y se arrodilla como un pecador arrepentido para respirar primero toda la feminidad de Tamara, besarla después y empezar a comérsela con un hambre muy vieja y nunca satisfecha.

Y con una fuerza olvidada la levanta y la lleva hasta la mesa, la sienta y la siente como nunca había sentido a otra mujer. Duplican el amor en el sofá de la sala. Lo triplican y se rinden en la cama del cuarto.

Levanta la tapa de la cafetera y ve el primer café, negrísimo, que brota de las entrañas ardientes del aparato. La claridad empieza a vencer a los árboles para filtrarse hasta los ventanales de la cocina y él prepara una jarra con cuatro cucharadas de azúcar. La mañana promete ser soleada y presiente que ya no hará tanto frío. Bate el primer café en la jarra hasta fundir el azúcar y lo devuelve a la cafetera, donde levanta una espuma amarilla y compacta. Entonces se sirve su medio vaso para pensar. Ella duerme arriba, faltan diez minutos para las siete y que ella se levante, calcula mientras enciende el primer cigarro. Es un rito repetitivo sin el cual no podría empezar a vivir cada día y piensa en
Rufino
y en qué sucedería si se enamoraba de Tamara. No lo puede imaginar, se dice, y hasta mueve la cabeza para negarlo, todavía no lo creo, se dice y ve sus ropas y las de Tamara sobre la silla donde las ha colocado antes de hacer el café. Su vanidad de hombre satisfecho y de actuación sexual memorable apenas lo deja pensar, sabe que ha vencido a Rafael Morín y lamenta no haber compartido ya con el Flaco esta segunda parte de la historia, con sus alardes de exitosa conquista y colonización, sabe que no debe, pero de tres-tres, se lo tengo que decir.

—Buenos días, teniente —dice ella, y él casi salta de su silla y sabe en ese preciso momento que sí, que si no huye se va a enamorar.

Le gusta oír una voz de mujer al empezar el día, y porque descubre que Tamara es más hermosa así, con su bata de casa apenas abotonada, los labios sin pintura y un lado de la cara marcado por un doblez de la almohada, con todos los mechones infatigables, impertinentes, infalibles e imbatibles de su pelo cubriéndole la frente y los ojos, enrojecidos por la falta de sueño, pero la ve tan dueña de aquella actitud de mujer bien servida y mejor despachada, de esas que pueden cantar incluso mientras friegan un caldero tiznado, y que ahora se le acerca y lo besa en la boca y le pregunta después, sólo después, por su café, lo acaban de convencer: o huye o se pierde.

—Lástima que haya que trabajar en este mundo, ¿no? —dice ella y esconde su sonrisa en la taza.

—¿Qué pasaría si por esa puerta entra ahora tu marido? —le pregunta el Conde y se dispone a escuchar otra confesión.

—Le brindaría de este café y no le quedaría más remedio que decir que está buenísimo, ¿verdad?

Viajó en el ómnibus repleto sin perder la sonrisa; después caminó seis cuadras y siguió sonriendo; entró en la Central y todos veían que sonreía, y todavía reía cuando subió la escalera y cuando entró en su oficina, donde lo esperaba el sargento Manuel Palacios con los pies sobre el buró y un periódico en las manos.

—¿Qué te pasa a ti? —le preguntó Manolo y también rió, presintiendo una buena noticia.

—Nada, que hoy es día de Reyes y espero mi regalito… ¿Qué hay de nuevo, socio?

—Ah, yo creí que tú traías algo. Así como nuevo, nada… ¿Qué hacemos con Maciques?

—Empezar otra vez. Hasta que se canse. El es el único que se puede cansar. ¿Viste a Patricia?

—No, pero dejó con la guardia el recado de que iba directo para la Empresa. Ayer terminó a las ocho de la noche y creo que hoy amaneció allá.

—¿Y ya viste los reportes?

—No, todavía, es que llegué y me puse a leer esto sobre el SIDA que salió en el periódico. Es del carajo, compadre, ya ni templar se puede en este mundo.

El Conde sonrió, podía seguir sonriendo y le dijo:

—Anjá, estúdiate bien eso. Yo voy a ver los reportes para meterle mano a Maciques.

—Gracias, jefecito. Ojalá siempre amanezca contento —dijo el sargento y devolvió los pies al buró.

Prefirió bajar las escaleras y, mientras lo hacía, pensó que estaba en forma y que era capaz de escribir. Escribiría un relato muy escuálido sobre un triángulo amoroso, en el que los personajes vivirían, con los papeles cambiados, una historia que ya habían vivido en otra ocasión. Sería una historia de amor y de nostalgias, sin violencias ni odios, con personajes comunes e historias comunes como las vidas de las personas que conocía, porque uno debe escribir sobre lo que conoce, se dijo, y recordó a Hemingway que escribía de cosas que conocía, y también a Miki, que escribía de cosas que le convenían.

En el vestíbulo dobló hacia el Departamento de Información de donde salía en ese momento el capitán Jorrín, parecía agotado y confundido, convaleciente de alguna enfermedad.

—Buenos días, maestro. ¿Qué le pasa? —le estrechó la mano.

—Ya tenemos a uno, Conde.

—Ah, qué bien.

—No tan bien. Lo interrogamos anoche y dice que fue él solo. Quisiera que tú lo vieras, es empecinado y fuerte, el muy cabrón, y reacciona como si nada le importara mucho. ¿Y tú sabes qué edad tiene? Dieciséis años, Conde, dieciséis. Yo que llevo treinta de policía todavía me asombro de estas cosas. Es que no tengo remedio… Mira, confiesa que sí, que le cayó a golpes al muchacho para quitarle la bicicleta y lo dice como si estuviera hablando de pelota, y con esa misma tranquilidad dice que fue él solo.

—Pero eso no es un niño, capitán. ¿Y cómo lo cogieron?

Jorrín sonrió, movió la cabeza y se pasó una mano por la cara, como tratando de planchar las arrugas que le cuarteaban el rostro.

—Por el retrato del testigo y porque estaba montando la bicicleta del que mataron, muy feliz y despreocupado. ¿Tú sabes que hay gentes que hacen cosas así sólo para reafirmar su personalidad?

—Eso he leído.

—Pero olvídate de los libros. Si quieres comprobarlo ve a ver a éste. Es un caso… No sé, Conde, pero de verdad creo que debo dejar esto. Cada vez me hace más daño y…

Jorrín apenas levantó la mano en señal de despedida y caminó hacia los elevadores. El Conde lo vio alejarse y pensó que quizás el viejo lobo tenía razón. Treinta años son muchos años para esta profesión, se dijo, y empujó la puerta del Departamento de Información. Repartió saludos y sonrisas a las muchachas y se acomodó frente a la mesa de la sargento Dalia Acosta: era la oficial de guardia del departamento y siempre valía la pena preguntarse cómo era posible reunir tanto pelo en una sola cabeza de mujer.

—¿Qué hay de Guardafronteras?

—Poca cosa. Con este viento del norte no se tira mucha gente, pero mira, esto acaba de llegar de La Habana del Este. Lee a ver…

El Conde tomó el folio de computadora que le ofrecía la sargento y apenas leyó después del encabezamiento:

«Cadáver no identificado. Evidencias de asesinato. Señales de lucha. Caso abierto. Informe preliminar del forense: entre 72 y 96 horas de su muerte. Hallado en casa vacía, residencial Brisas del Mar. Enero 5/89, 11:00 p.m.».

Y volteó la hoja sobre el buró.

—¿Cuándo llegó esto, Dalita?

—Hace diez minutos, teniente.

—¿Y por qué no me llamaste?

—Lo llamé en cuanto llegó y Manolo me dijo que usted venía para acá.

—¿Hay más información?

—Esta otra hoja, de Medicina Legal.

—Dámela, ahorita te las devuelvo. Gracias.

Todavía andaba vestido de uniforme, siempre iba con un maletín y me cogía cualquier hora trabajando en los archivos y con aquella computadora vieja, Felicia, parecía un escaparate misterioso y demasiado eficaz. Usaba la pistola en el cinturón, pero no resistía la gorra y trataba de no ponérmela nunca después que leí en una revista que la gorra es la causa número uno de la calvicie, y aquel día eran casi las nueve de la noche y lo único que quería era caer en la cama, pensaba en la cama mientras caminaba hacia la parada de la guagua cuando oí el claxon insistente, maldije como maldigo siempre a los que tocan el claxon así, y miré para ver la estampa del tipo, tendría dos tarritos y hasta un tridente en la mano y vi el brazo que me hacía un gesto de saludo sobre el techo del carro. ¿A mí? Sí, a ti mismo, el brillo del parabrisas no me dejaba ver bien y estaba oscuro, y me acerqué con la esperanza de coger una botella. Hacía como cinco años que no lo veía, pero así hubieran pasado cien lo iba a reconocer.

—Coño, mi hermano, por poco se me cae la mano dándote pitazos —me dijo, sonreía como siempre y no sé por qué yo también sonreí.

—Dime, Rafael —lo saludé y metí la mano por la ventanilla, me dio un apretón fuerte—, hacía rato que no te veía. ¿Y Tamara cómo anda?

—¿Vas para tu casa?

—Sí, terminé ahora y me iba…

—Dale, que te empujo hasta La Víbora. —Y monté en el Lada, olía a cuero y a linimento y a nuevo, y Rafael arrancó, aquella última vez que conversamos.

—¿Dónde estás metido? —le pregunté, como le pregunto a todo el mundo que conozco.

—Donde mismo, en el Ministerio de Industrias, tirando ahí a ver qué sale —me informó como despreocupado, y tenía la misma voz afable y convincente que usaba a nivel de socios, distinta a aquella dura y más convincente que empleaba en las tribunas.

—¿Y ya te tocaron con el carro?, ¿no?

—No, no, todavía, éste es asignado y vaya, lo tengo como si fuera mío, porque mira esto, ahora mismo fue que salí de una reunión en la Cámara de Comercio, y me paso la vida así. Es un trabajo duro…

—¿Y Tamara? —insistí, y apenas me dijo que bien, pasó el servicio social ahí mismo, en Bejucal, y ahora estaba en una clínica nueva que abrieron en Lawton. No, no, todavía no tenemos muchachos, pero en cualquier momento encargamos uno, me dijo.

—¿Y a ti cómo te va?

Traté de ver qué película ponían en el cine Florida cuando atravesamos Agua Dulce y pensé decirle que no me iba tan bien, que era un burócrata que procesaba información, que el mes pasado habían operado otra vez al Flaco, que no sabía por qué me había casado con Martiza, pero no me dio la gana.

—Bien, compadre, bien.

—Oye, ve un día por casa y nos tomamos un trago —me propuso entonces a la altura de Diez de Octubre y Dolores y pensé que Rafael jamás me había dicho algo así, ni se lo había dicho al Flaco, al Conejo o a Andrés, a ninguno de nosotros y cuando arrimó en el semáforo de Santa Catalina para que yo me bajara fui capaz de decirle:

—Deja ver, un día de estos. Dale recuerdos a Tamara.

Y nos dimos otra vez la mano y lo vi doblar por Santa Catalina, el indicador rojo parpadeaba, pitó dos veces como despedida y se alejó en el carro que olía a nuevo. Entonces pensé: cabrón, te interesa ser mi amigo porque soy policía, ¿no? Y tuve que reírme, aquella última vez que vi a Rafael Morín.

Ahora faltaba el brillo claro de sus ojos y la voz, dramáticamente lanzada sobre la multitud. Faltaba el hálito inmaculado de su rostro recién afeitado, bañado, despertado. Faltaba la sonrisa infalible y segura que derrochaba luz y simpatías. Parecía que hubiera engordado, con una gordura violácea y enfermiza, y necesitaba urgentemente peinar su cabello castaño.

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