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Authors: Leonardo Padura

Tags: #Policial

Pasado Perfecto (27 page)

BOOK: Pasado Perfecto
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—Pero es él —dijo el Conde, y el forense lo volvió a cubrir con la sábana, como el telón que cae en el último acto de una obra sin encanto ni emoción.

—Vaya, pero si es mi amigo el Conde —dijo, y el Conde pensó: Es más negro que un dolor de apendicitis.

El teniente Raúl Booz sonreía y sus dientes blancos de caballo joven daban un poco de luz a la masa nigérrima de su cara. Nadie aseguraría que aquel hombre tenía más de siete pies o pesara trescientas libras, pero sólo de verlo el Conde se ponía nervioso. Cómo puede ser tan grande y tan negro, se decía cuando se levantó y estrechó la mano del teniente investigador Raúl Booz.

—Ya conoces al sargento Manuel Palacios, ¿verdad?

—Sí, sí —dijo Booz, también le sonrió a Manolo y se acomodó en el sofá que ocupaba una de las paredes de la oficina—. Así que tú eras el que estaba buscando a este hombre.

El Conde asintió y le explicó la historia de la desaparición de Rafael Morín Rodríguez.

—Pues te lo entrego empaquetadito, mi hermano. Va a ser el caso más fácil de tu vida. Mira esto. —Y le entregó al Conde un file que había sobre el sofá—. En una uña tenía un pelo con tejido capilar. Por supuesto, debe ser del hombre que lo mató.

—¿Y qué dice la autopsia, teniente?

—Más claro ni el agua. Murió el día primero por la noche o el dos por la madrugada. El forense no puede estar seguro porque con el frío hubo cierta conservación, y por eso nadie supo que allí había un cadáver. Tenía una fractura en la segunda y tercera vértebra cervical, que le oprimió la médula, y fue lo que le ocasionó la muerte, y también una contusión cerebral fuerte, aunque no mortal.

—¿Pero cómo fue, teniente, cómo pudo haber sido la cosa? —saltó Manolo sin mirar el file que el Conde le entregaba.

El teniente Raúl Booz, jefe del grupo de criminalística de La Habana del Este, se miró las uñas antes de hablar.

—Ayer, a eso de las diez de la noche, llamaron a la Estación de Guanabo para decir que en una casa vacía de Brisas del Mar había un olor raro y que la puerta del fondo tenía la cerradura astillada. Es una cuadra donde hay sólo dos casas, esta que se queda vacía en invierno, y la de la mujer que llamó, que está a unos veinte metros. La gente de Guanabo fue y encontraron el cadáver en el baño. Todo parece indicar que murió al caer contra la bañadera, pero la fuerza del golpe es tan grande que no existe la posibilidad de un resbalón, Palacios. Lo empujaron y antes hubo una pelea, quizás muy breve, en la que el muerto arañó al asesino y le arrancó el pelo que analizamos. Es de un hombre blanco, de unos cuarenta años, entre cinco cuatro y cinco ocho de estatura y, por supuesto, de pelo negro… Ahí tienen para empezar.

—Más bien para terminar, teniente —dijo el Conde.

—Pero hay algo que complica la historia. Aunque quizás el asesinato no haya sido premeditado, después pasó algo muy raro. El asesino desvistió a la víctima y se llevó la ropa, y no aparece tampoco un maletín o una bolsa de cuero que el muerto debió de tener en sus manos poco antes de la pelea, porque tiene restos de cuero en las dos manos, así que debía de pesar bastante y andaba pasándoselo de una mano para la otra.

—¿Y otras huellas, de autos o algo así?

—Nada. Las huellas frescas son del muerto, y están en la puerta rota, en la cocina, en un sillón de la sala y en el baño. Parece que estuvo allí esperando a alguien, casi seguramente al asesino. Y peinamos el área cercana y no aparece ni el maletín ni la ropa del muerto. Pero este caso es un regalo, ¿no?

—¿Y qué te parece, Booz, si en dos horas te llamo para confirmarte que el asesino se llama René Maciques? —preguntó el Conde mientras se ponía de pie y se ajustaba la pistola que se empeñaba en escapar del cinto.

El Conde pensó encender un cigarro pero se detuvo. Prefirió sacar el bolígrafo y empezó a jugar con el obturador. En el silencio del cubículo aquel sonido monótono retumbaba con un eco agresivo.

—¿Y bien, Maciques? —le preguntó al fin Manolo, y Maciques levantó la cabeza.

Es un camaleón, pensó el Conde. Ya no parecía el animador vital del primer encuentro, ni el bibliotecario puntilloso de la grabación. Apenas un día sin afeitarse había bastado para transformar al jefe de despacho en un proyecto de vagabundo modelo, y el temblor de sus manos hacía pensar en un invierno temible y devastador.

—Él tuvo la culpa —dijo Maciques, e intentó erguirse en su silla—. Él fue el que formó todo este lío cuando supo que lo iban a descubrir. Lo demás no sé cómo pasó.

—Yo creo que sí sabe, Maciques —insistió Manolo.

—Es un decir. Quiero decir que no me lo explico bien… Él me fue a ver el 30 por la noche y me dijo que la gente de la Mitachi había adelantado el viaje y que eso lo iba a meter en un lío. Yo nunca supe qué lío era, aunque me lo imaginaba, sería algún problema de dinero, y me dijo que tenía que salir del país. Yo le expliqué que eso era una locura, que no era tan fácil, y él me dijo que sí era fácil con una lancha y que tenía diez mil pesos cubanos y como dos mil y pico de dólares para pagar un lanchero, y que yo debía buscárselo. Entonces fue cuando me chantajeó con la cuenta del banco y la propiedad del carro. Todavía no sé cómo logró fotocopiar esos papeles, pero el caso es que los tenía. No, no, lo del carro parece que él ya lo tenía pensado: se lo regalaron a él y él me lo regaló a mí, y claro que lo vendí enseguida, eso era candela y lo vendí… Entonces yo le insistí que eso era una locura y le dije que estaba jugando sucio conmigo, y él me contestó que le buscara el lanchero y me olvidara de lo demás. Yo, la verdad, no hice ni el intento de buscarle el lanchero y pensé que habría algún modo de recuperar esos papeles.

—¿Matándolo, Maciques?

El hombre negó con la cabeza. Era un gesto mecánico y vehemente como el temblor de sus manos.

—No, sargento, alguna otra forma… Pero para ganar tiempo le dije que había contratado un lanchero para el amanecer del día primero, después de las fiestas del 31, le dije, es lo mejor para salir y el hombre tiene permiso de pesca, así que debíamos estar a las cuatro en Guanabo, y yo quisiera que lo hubieran visto en la fiesta. Ya se imaginaba que estaba fuera de Cuba y fue más petulante y orgulloso que nunca, qué mierda de tipo, mi madre, alégrense de no haberlo conocido… Ahora pienso y creo que yo debí haber parado aquello desde el principio. ¿Pero ustedes saben lo que es el miedo? El miedo a perderlo todo, a ir a la cárcel a lo mejor, a no volver a ser persona más nunca. Por eso fue que lo hice y lo recogí en su casa después que salimos de la fiesta y lo llevé para Guanabo. Entonces parqueé, por allá por la Veneciana, al lado del río, y le dije que iba a ver al hombre, y lo que hice fue que caminé hasta la playa y estuve allí un rato. Cuando viré y le dije que tenía que ser por la noche se puso que era una fiera, yo nunca lo había visto así, me ofendió, me dijo que yo era un comemierda y no sé cuántas cosas más, y que diera gracias que él se iba a ir, porque si no me echaba para alante, y mil boberías más que dijo. Entonces lo llevé para la casa. Yo sabía que en invierno siempre estaba vacía, porque un amigo mío se la alquilaba en septiembre a los dueños, y entramos y le dije que esperara allí hasta la noche, que iba a salir bien temprano según me había dicho el lanchero, y entonces yo vine para La Habana.

—¿Y qué pensaba usted entonces, Maciques?

—Pensar…, nada. Lo que hice por la noche. Ir a verlo y decirle que todo estaba listo. Entonces pensaba quitarle el maletín donde tenía los papeles y decirle que se buscara él un lanchero. ¿Y ustedes saben lo primero que él me dijo cuando llegué? Que me iba a escribir desde Miami para decirme dónde había escondido las fotocopias, que estaban bien guardadas y que nadie las iba a descubrir. Entonces fui yo el que se puso mal y le dije todo lo que pensaba de él hacía mucho tiempo, y él me tiró un piñazo, pero era una puta, fue un piñacito así, con la mano abierta, y me dio aquí, arriba de la oreja, y fue cuando le di el empujón y se cayó contra el borde de la bañadera… Así fue todo. —Dijo Maciques y hundió la cabeza entre los hombros.

—¿Y usted le puso la dieta de Panamá y lo demás entre los papeles de la Empresa, verdad?

—Yo tenía que protegerme, ¿no? Porque yo sospechaba que él iba a hacerme una maraña y yo tenía que protegerme. Qué clase de hijo de puta —sentenció, con la última vitalidad que le quedaba.

—¿Y usted pensaba que se iba a librar de ésta, Maciques? —le preguntó el Conde y se puso de pie. Por un instante había pensado que aquel hombre envejecido y derrotado era digno de lástima, pero apenas había sido una idea fugaz. La imagen de la derrota no podía vencer al sentimiento de repugnancia que le provocaba toda aquella historia—. Pues pensó mal, y pensó mal porque usted es igual que su difunto jefe. La misma mierda de la misma letrina. Y no pierda ese miedo que tuvo, Maciques, no lo pierda, que esta historia acaba de empezar —dijo, miró al sargento Manuel Palacios y abandonó la oficina. El dolor de cabeza le nacía detrás de los ojos y caminaba por su frente, maligno y tenaz.

Falta un gorrión, pensó. El día anterior lo había visto en su nido y ahora sólo quedaban algunas plumas y la paja seca y trenzada en la horquilla del laurel. No puede estar volando todavía, si se cayó no se salva, con los gatos de la cocina no se salva, y confió en que el gorrión ya fuera capaz de volar. El frío había cedido, y un sol rojizo se perdía tras los edificios, en dirección al mar, y sería una tarde magnífica para aprender a volar.

—¿A los cuántos días vuelan los gorriones, Manolo?

El sargento dejó el file en que presillaba los últimos informes y las declaraciones firmadas por Maciques y miró al teniente.

—¿Pero qué es lo que te pasa hoy, Conde? ¿Cómo tú quieres que yo sepa eso? Ni que yo fuera gorrión.

—Oye, chico —lo señaló con el dedo índice—, que no es para tanto. Tú también haces cada preguntas que son del carajo. Dale, termina eso para ver al Viejo.

—Y hablando del rey de Roma, ¿tú crees que nos dé los días que nos debe?

El Conde ocupó su silla detrás del buró y se frotó los ojos. El dolor de cabeza apenas era un recuerdo, pero tenía sueño y empezaba a sentir hambre. Sobre todo quería terminar con Rafael Morín. Le molestaba haber desconocido las potencialidades verdaderas de aquel personaje que, sin perder la respiración, pasaba de dirigente a empresario particular, de impecable a pecador, y moría con un solo golpe, dejándolo con tantas preguntas como hubiera querido hacerle.

—Vamos a esperar a que la china Patricia termine en la Empresa. Me dijo que mañana por la mañana me entregaba el balance, y después tú y yo le entregamos el informe completo al Viejo y creo que nos dará un par de días. A mí me hace falta. Y creo que a ti también. ¿Cómo está la cosa con Vilma?

—Bien, bien, ya se le pasó el berrinche.

—Menos mal, porque aguantarte a ti cuando una mujer te sopla no es nada fácil. Pero bueno, ya da igual, porque esto se está acabando y a lo mejor me meto un mes sin verte la cara… Oye, ¿y por fin quién le avisó a la madre de Rafael y a Tamara?

—El mayor llamó al ministro de Industrias.

—Me da pena con la madre.

—¿Y con la mujer no? ¿No vas a consolarla?

—Vete pal carajo, Manolo —dijo, pero sonrió.

—Oye, Conde, ¿cómo te sientes tú cuando cierras un caso como éste?

El teniente extendió las manos sobre el buró. Las tenía abiertas, con las palmas hacia arriba.

—Así, Manolo, con las manos vacías. Ya todo el mal estaba hecho.

El Conde y Manolo se miraron, y entonces el teniente le ofreció un cigarro a su compañero, cuando la puerta del cubículo se abrió y vieron entrar un tabaco detrás del cual venía un hombre.

—Muy bueno el trabajo con Maciques, sargento —dijo el mayor Rangel y recostó la espalda contra la puerta—. Y tú te excediste como siempre, Mario… ¿Qué clase de hombre era ese Rafael Morín?

El Conde miró otra vez a Manolo. No sabía si el mayor Rangel quería una respuesta o simplemente hacer la pregunta en voz alta. Era muy poco frecuente ver al Viejo fuera de su oficina y hablando con aquel tono de desconcierto, y prefirieron callar.

—¿A qué hora tengo el expediente completo mañana?

—¿A las diez?

—A las nueve de la mañana. Patricia termina esta tarde y le deja la Empresa a la Policía Económica. Ahí puede aparecer cualquier cosa. Así que mañana a las nueve. Después se van los dos y no aparezcan por aquí hasta el viernes, si no es que yo los llamo antes. Y mañana voy a formar una con esto de Rafael Morín que ustedes ni se la imaginan. Está bueno ya de relajo y de corrupción para que después nosotros tengamos que sacar las castañas del fuego. —Y su voz parecía la de un hombre mucho más grande, más joven, una voz acostumbrada a exigir y a protestar. Miró la ceniza impoluta de su tabaco y luego a sus dos subordinados—. Y después dicen que los delincuentes. Niños de teta es lo que son al lado de un tipo como éste o como el Maciques, y no sé qué va a pasar de ahí para arriba y para abajo, pero voy a pedir sangre… Un respetable director de empresa que maneja miles y miles de dólares. No entiendo, no entiendo, por mi madre que no —y abrió la puerta y empezó a salir detrás de su tabaco—, pero mañana a las nueve estoy saliendo con el informe debajo del brazo…

—No, no inventes. Fíjate que ya ni hace frío, y además mañana tenemos que estar aquí temprano para hacer el informe, así que el caso no está cerrado —imploró Manolo mientras encendía el motor del auto y el Conde susurró: El que se acuesta con niños…

—¿Qué te ha hecho esa mujer, Manolo? Oye, le tienes un miedo que te cagas.

El carro abandonó el parqueo de la Central y Manolo siguió negando con la cabeza.

—No me vas a acomplejar, olvídate de eso. No hay dos traguitos que valgan, yo voy a casa de Vilma y tú haces lo que te dé la gana y mañana te recojo a las seis. ¿Dónde quieres que te deje? Además, cuando me tomo dos tragos no se me para y ahí empezamos a fajarnos…

El Conde sonrió y pensó: no tiene salvación y bajó la ventanilla del auto. Decididamente el frío se retiraba y empezaba una noche apacible, buena para casi cualquier cosa. Él quería tomarse dos tragos y Manolo quería a Vilma. Dos buenas opciones. Después de todo, el caso Rafael Morín había terminado, al menos para la policía, y el Conde empezaba a sentirse vacío. Lo esperaban dos días de descanso que al final nunca sabría cómo invertir, hacía tiempo no se atrevía a sentarse frente a la máquina de escribir, quizás ya nunca lo hiciera, para iniciar alguna de aquellas novelas que se prometía hacía muchísimos años, y la soledad de su casa era una tranquilidad hostil que lo desesperaba. Lo de Tamara, él lo presentía, era quizás algo efímero que chocaría muy pronto con la cotidianeidad de dos vidas definitivamente distantes, de dos mundos que podían coexistir pero difícilmente acoplarse. Y en la biblioteca del viejo Valdemira, ¿podría escribir mi novela?

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