»Sin verme en ningún espejo, me veía yo en mi imaginación, y yo mismo me daba grima, no por lo criminal, sino por lo grotesco. Tan chiquituelo, tan feo, tan valetudinario y tan canijo; empleadillo de última clase… ¿qué derecho tenía yo a las grandes pasiones? Yo era un Otelo de sainete.
»Iba conteniendo la respiración… de puntillas… lleno de susto de que mi mujer despertase. Me parecía que, si despertaba y me veía, iba a soltar una carcajada.
»Así llegué junto a ella. Ella no se despertó. Dormía con la boca entreabierta, mostrando sus dientes blanquísimos e iguales. ¡Qué frescura y qué rojo carmín en sus húmedos labios! ¡Qué largas pestañas unidas! ¡Qué sonrisa apacible! ¡Qué frente serena! Si Desdémona hubiese sido como Beatriz, Otelo no le hubiera dado muerte. No comprendí entonces que pudiera caber monstruosidad semejante en ser humano, por bárbaro que fuese. Mi cólera cedió paso al enternecimiento. Un diluvio de lágrimas bañó mis mejillas. Puse la gumía sobre la mesa de noche. La puse allí con mucho tiento, y temblando de que mi mujer se despertase. Volví a mirar a Beatriz. La miré como quien mira el tesoro que ha perdido. Todo su valer, toda su belleza, todo su hechizo fulguró ante mis ojos con más brillo que nunca. ¿Qué bastarda dulzura, qué amor sin honra y sin vergüenza, qué afecto villano me emponzoñó en aquel instante el corazón y corrió por mis venas con mi perversa sangre? Ello es que enjugué mis lágrimas, bajé la cabeza con lentitud y suavidad, y, sin rozar apenas con los labios, besé sus mejillas sonrosadas.
»Por fortuna se realizó en mí la reacción. El ultraje recibido se ofreció a mi espíritu. Me llené de rubor. Tuve vergüenza; tuve asco de mi flaqueza.
»La idea de matar a Beatriz me solicitó de nuevo la voluntad indecisa. Empuñé el hierro nuevamente. Nuevamente retrocedí espantado.
»Huí del cuarto: huí de la casa como un ladrón. Abrí ambas puertas con las llaves que había guardado, cerrando luego cuidadosamente. Me encontré en la calle.
»¿Qué hacer? Yo me veía ridículo. No podía sufrirme. En mitad de la calle me dio un ataque de risa nerviosa. Si alguien me oyó, debió tomarme por loco.
»Multitud de pensamientos encontrados, y todos tristísimos, cruzaban por mi mente: pasaban y volvían con persistencia cruel.
»Por un breve momento insistí en imaginar aún que podría ser calumnia la delación anónima; pero pronto huyó de mí esta idea consoladora. Es la única que no ha vuelto.
»¿Qué solución tenía la crisis en que me hallaba? ¿Acaso había yo de asesinar a mi mujer? ¿Acaso había yo de asesinar a su amante?
»No; no era debilidad mía: yo me sentía con ánimos para matar a alguien que hubiera venido en aquel punto a robarme el reloj o los pocos reales que en el bolsillo llevaba; pero quizá por una perversión moral, no podía yo considerar como ladrón al que me robaba la dicha, el amor de mi mujer y la limpia honra de mi casa. El reloj y el dinero son mi propiedad, no tienen libre albedrío: no se van con el ladrón y me dejan porque le prefieren, mientras Beatriz se iba con otro y me dejaba porque le prefería. Él hacía bien en llevársela. ¿Por qué había yo de asesinarle por esto? ¿Qué me debe él a mí para respetar mi felicidad y desatender la suya?
»Deseché, pues, de mi alma el pensamiento de asesinar a mi rival. Juzgándole en el tribunal de mi conciencia, yo no le absolvía, pero reconocía la incompetencia del tribunal. Yo no le absolvía, por ser yo el agraviado. Si el agraviado hubiera sido un indiferente, le hubiera absuelto. Podía, pues, matarla, no como justicia; sino como venganza.
»Entonces pensé en el duelo; pero ¿cómo pelear ni con espadas ni con pistolas, que en la vida he tomado en las manos? Me repugnaba además la idea de darme antes por ofendido; de reclamar igualdad de condiciones y de probabilidades para vengar mi agravio; de confesar mi torpeza en las armas y mi incapacidad; de apelar a no sé qué medios para forzar a un rival dichoso a que se pusiera de suerte enfrente de mí que yo, flaco, viejo y enfermizo, pudiera matarle, siendo él joven, ágil y robusto.
»Ni el asesinato ni el duelo eran posibles. Otro hombre, que no fuese yo, se separaría para siempre de su mujer. No había partido más conforme a la razón. Yo, sin embargo, no podía seguirle. Yo no viviré lejos de ella. Es horrible, es estúpido, es monstruoso, pero yo la amo; seguiré amándola siempre. Sin su amor, el mundo será un desierto para mí; la vida, soledad medrosa; mi corazón, un vacío que con nada se llenará.
»El alma humana necesita amar, adorar, creer. El cielo ha castigado la soberbia de mi alma. De ella han sido arrojados ídolos, altares, todo ser digno de adoración y de amor. En cambio puse mi adoración, mi amor, mi fe y mi esperanza en Beatriz. Ella era… es mi idolatría.
»El amor del descreído es inmenso. El descreído consagra a un objeto despreciable toda la fuerza de amor con que procura el creyente elevarse a su ideal divino.
»En fin, ¿para qué cansarte? He vagado como una fiera mansa que lleva clavado en el pecho un dardo envenenado. De noche he vagado; de día he estado oculto. Tengo vergüenza de que la gente me vea. Se me antoja que todos conocen la burla de que soy víctima, mi paciencia, mi amor mal pagado, y que van a reír al verme, o van a escupirme a la cara.
»Anoche llegó mí ridiculez al último extremo.
»Ya no cabe la menor duda. Yo andaba en torno de mi casa, y cerca de las cuatro de la mañana vi que salía un hombre… misteriosamente… de allí. Tengo ojos de lince… le vi… era él. Llevaba yo un
revólver
en el bolsillo. ¿Para qué? Si hubiera disparado los seis tiros que tiene, ninguno hubiera dado a mi enemigo. No sé tirar, y además me temblaba la mano. Todo yo estaba convulso.
»Además, ¿por qué no confesarlo? Creo que yo no sería capaz de matarle, aunque le hallase dormido y pudiese poner a mansalva el cañón del
revólver
en una de sus sienes.
»No comprendo ya más que una cosa. No puedo sufrir mi amor inextinguible. No puedo sufrir la ridiculez que en mí noto. Hasta la poesía de un gran dolor no es dable en mí, porque me río yo mismo de mi dolor y le hallo cómico.
»No me queda más recurso, si no me muero buenamente, que buscar modo de morir cuanto antes.
»Perdona este largo desahogo. Perdona esta prolija carta. Será la última. Adiós».
Paco Ramírez era un hombre de cierta ilustración y de claro entendimiento; pero le tenía aún más sano que claro: le tenía tan sano como su cuerpo, que era el de un atleta. Paco amaba a D. Braulio, aunque era quien más le había siempre echado en cara que se pasase de listo, que tuviese maneras de pensar que él calificaba de tortuosas, y que se hiciese víctima de los más alambicados y singulares sentimientos.
Apenas leyó la carta, creyó que Braulio estaba loco. No podía creer la falta de doña Beatriz: tan buena opinión tenía de ella. Imaginó al punto que la persona de quien andaba celoso Braulio era el Conde de quien Beatriz le hablaba en su carta. Fuese como fuese, Paco temió una catástrofe. Pensó en que Braulio, o se iba a morir, o se iba a matar, o se iba a Leganés. A fin de evitarlo, si era tiempo, se puso inmediatamente en camino para Madrid. Braulio no le había dado señas, pero él le hallaría. Si no llegaba a salvarle, llegaría a vengarle. Paco no se andaba con metafísicas ni discreteos. No pensaba ni en asesinatos a traición ni en duelos de toda ceremonia. Sólo pensaba en sacar el amor y hasta el alma del Condesito de su gallardo cuerpo a mojicones y patadas.
Con tan buenos propósitos, ansioso además de ver a su Inesita, y con esperanzas de enamorarla y de traérsela al lugar, a las treinta y dos horas no cabales de haber recibido y leído la lamentable carta de su desesperado amigo, llegó Paco a esta heroica y coronada villa; y sin sacudir siquiera el polvo del camino, después de dejar la maletilla en una casa de huéspedes, y de instalarse, tomando cuarto en ella, se dirigió a la vivienda de las dos lindas hermanas.
Conforme iba Paco Ramírez hacia dicha vivienda, aunque muy apresuradamente, se ofrecían a su imaginación con mayor viveza todas las dificultades de la entrevista que debía tener.
En la carta de D. Braulio recordaba los párrafos más siniestros y ominosos, y preveía alguna desgracia. Hasta una contradicción que había notado en la carta le daba entonces mucho que sospechar. D. Braulio confesaba al principio, como era cierto, que jamás usaba ni llevaba armas, y hacia el fin de la carta hablaba de un
revólver
que tenía en el bolsillo. Paco Ramírez veía claro que D. Braulio le había comprado o le había adquirido en aquellos días, después de la noche que estuvo de oculto en su casa. ¿Para qué esta adquisición? ¿Qué pensaba hacer su desventurado amigo?
Paco estaba cierto de que D. Braulio no mataría ni a su mujer ni a su rival, pero tenía miedo de que atentase a su propia vida, y ya pensaba en vengarle matando al Condesito.
Era Paco tan fuerte, tan sereno, y estaba tan seguro de sí, que nada le parecía más fácil.
En cuanto a doña Beatriz, Paco la amaba como a una hermana y la respetaba como a un ser superior, por donde, aunque le afligiese mucho el creerla culpada, como ya la creía, estaba dispuesto a perdonarle la culpa. En este punto comprendía y aplaudía y hasta bendecía la debilidad o la ternura de D. Braulio. Lo que no se explicaba es que D. Braulio no tratase de vengarse del Condesito de cualquier modo que fuese.
Entre tanto, ¿qué iba él a hacer, qué iba a decir en casa de doña Beatriz? Después de reflexionarlo, formar varios planes y componer mentalmente varios discursos, determinó dejarse guiar de la inspiración del momento e improvisarlo todo.
Así llegó a casa de D. Braulio. Subió los escalones de dos en dos y tiró del cordón de la campanilla. Eran las nueve de la mañana.
En seguida le abrieron, con aquella franqueza y prontitud con que suelen abrir los pobres.
Apenas tuvo tiempo de ver quién le abría. Se encontró ceñido por unos brazos que le estrechaban, y abrumado por una boca que cubría sus mejillas de un diluvio de sonoros besos.
—¡Válgame Dios, hombre! —dijo al cabo el ama Teresa, que era quien le besaba—. ¡Cómo has embarnecido en estos tres años! Da gloria verte: estás hecho un real mozo. Pero dime, ¿y D. Braulio? ¿Viene contigo? ¿Qué ha hecho en el lugar? ¿Por qué no escribe? Beatriz está con el alma en un hilo.
—Quiero verla. ¿Puedo verla? —dijo Paco.
—Ahora mismo. Entra. ¿Traes noticias de D. Braulio?
—Sí.
—Pues entra.
—¿Está Inés con su hermana?
—Inés no se ha levantado aún.
—Mejor —dijo Paco—. Necesito ver a Beatriz a solas, añadió entre dientes.
Antes de que acabara de murmurar esta frase, antes de que entrara en el saloncito de doña Beatriz, apareció esta en la antesala, y asiendo cordial y apretadamente las manos de Paco entre las suyas, exclamó:
—¿Qué es esto? ¿Y Braulio? ¿Dónde está? ¿Cómo no viene contigo? Estoy llena de zozobra. ¿Qué sucede, Dios mío? ¿Qué sucede?
Hablando así, entraron ambos en el salón. El ama Teresa fue tras ellos.
—Déjanos, Teresa. Luego vendrás. Tengo que hablar con Beatriz —dijo Paco.
Este misterio pareció aumentar el sobresalto de la linda muchacha.
El ama Teresa salió de la sala regañando.
Ya solos Paco y Beatriz, dijo ésta:
—¿Qué misterios son los tuyos? ¿Qué me vas a decir? Habla: Todo es mejor que la ansiedad, que la duda en que me tienes. Mi mal no será más horrible, mi desventura no será más honda en realidad que lo que me finge ya la fantasía. Habla. ¿Dónde está mi marido? ¿Qué hiciste de él? ¿Por qué no viene en tu compañía?
—Tu marido no ha ido al lugar. Mal puede venir conmigo. Tu marido no ha salido de Madrid. Aquí está. Aquí vengo a buscarle.
—Es imposible. Braulio no miente nunca. Braulio me dijo que iba a verte. Le habrá ocurrido alguna desgracia en el camino. Estará enfermo, muerto quizá en algún pueblo del trayecto. Braulio fue a verte. Braulio no me ha engañado.
Paco Ramírez, que no era hombre muy dado a perífrasis y rodeos, y que además creía que era urgente e indispensable una pronta explicación, dijo entonces:
—Braulio te ha engañado porque creía que tú le engañabas.
—No puede ser —respondió Beatriz, subiendo la roja sangre a sus mejillas—. ¿Quién ha inventado esa infamia? ¿Quién ha dicho esa locura?
—El mismo Braulio.
—¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Dónde le has visto?
—No le he visto. He recibido carta suya.
—Dámela. Quiero leerla.
—¿Tendrás valor para leerla?
—Dios me dará valor para todo. Dame tú la carta.
Paco vacilaba aún.
—Dame la carta —volvió a decir doña Beatriz.
—Te la daré —contestó Paco—; pero antes exijo de ti una cosa.
—Di; pide pronto.
—Vas a responder con sinceridad a lo que te pregunte; vas a declararme la verdad desnuda: no como si respondieses a tu hermano, sino como si respondieses a tu propia conciencia; como si estuvieses ante el tribunal del Eterno y fuese Él quien te interrogase.
—Pregunta. No receles. No manchará mis labios la mentira.
—¿Amas a Braulio?
—Con todo mi corazón.
—Braulio es feo y tú hermosa. Braulio es viejo… ¿Le amas de amor?
—El alma de Braulio es hermosa; el alma de Braulio es inmortalmente joven. Sí; le amo de amor.
—¿No has amado nunca a otro hombre?
—Nunca.
—Mira bien en el fondo de tu alma. Beatriz, ¿no has amado nunca a otro hombre?
—Apenas comprendo lo que me quieres decir; pero no ha de quedarme el menor escrúpulo. Voy a escudriñar en el abismo más hondo de mi mente; voy a buscar allí y a hacerte patentes mis más ocultos pensamientos; las ideas vagas y confusas de que yo misma no me he dado cuenta hasta ahora.
—Di, Beatriz.
—Digo que nunca amé de amor sino a mi marido; que no creo haberle faltado una sola vez, ni con el más fugaz pensamiento, ni con el más efímero deseo mal nacido.
—¿Es cierto lo que dices? ¿No te acusa la conciencia de la menor falta?
—¿Cómo he de declararme impecable? Paco, sí; la conciencia me acusa, pero no me atormenta; dame la carta; acabemos. ¡Qué interrogatorio! ¡Qué dilaciones crueles! ¿Has venido a matarme?
—No, Beatriz. Dime, sin embargo, de qué te acusa la conciencia.
—Soy vanidosa, lo confieso. Ahora que presiento una desventura, veo que es pecado lo que yo no creía que lo fuese. Yo misma me examino, me juzgo y me condeno. Mira, Paco; yo he creído que un hombre me amaba, y, aunque no pagaba su amor, me complacía y me enorgullecía de que me amase. Su amor estaba de tal suerte refrenado por el respeto, que jamás se mostró en palabras. Yo le adivinaba; no le veía. Y yo le adivinaba, no como pasión, que tuviese en sí la menor impureza, sino como sentimiento etéreo, inmaculado, que no es amor, ni es amistad; que no ha de tener nombre; que es inefable en todo lenguaje de la tierra; que si tiene nombre ha de ser en el cielo. ¿Qué quieres? Vanidad de mujer. Novelas ridículas que nosotras nos forjamos en la imaginación, y que, sin duda, no tienen realidad alguna. El hombre que así me acata, el hombre que así me considera y admira, es el más discreto, el más elegante de la aristocracia de Madrid; es celebrado por su gentil presencia, por su gracia, por su valentía, y hasta por sus conquistas amorosas. Al verle tan rendido conmigo, al notar lo que se deleitaba en oírme hablar, lo que celebraba mi talento, lo que se afanaba por agradarme y porque yo tuviese de él el mejor concepto, no lo niego, mi orgullo de mujer estaba muy lisonjeado. Juzgaba yo valer más, cuando había inspirado tan noble afecto a aquel hombre. Mi propia vanidad me movía a formar a mi vez un concepto, quizá exagerado, de todas sus prendas personales. Aquel hombre, que tan bien, en mi sentir, me comprendía, valía mucho más a mis ojos. La gratitud hacia aquel hombre en mis momentos de modestia, cuando yo creía que yo no se lo debía todo a mi propio mérito, llenaba mi corazón. Jamás, sin embargo, le he amado. Todas las noches, desde hace meses, hablo con él más de una hora en voz baja. Me elogia, me dice mil corteses rendimientos; pero de amor no me habla. Entre él y yo existen tácitamente estas extraordinarias relaciones. ¿Es esto pecado? ¡Ah! Yo creo que sí. Ahora creo que sí. Me lo dice el corazón. Braulio está celoso. Pero, Dios mío, ¿por qué no me lo ha dicho? ¿Por qué no se ha quejado? Yo le hubiera pedido perdón. Yo le hubiera repetido mil veces que le amaba. Yo le hubiera renovado mis juramentos. Yo hubiera puesto término a la insana poesía, a la soñada historia que sólo a mi vanidad satisfacía. Pero no; Braulio tiene razón. Braulio es delicado. Un marido no debe dar celos. No debe decir a su mujer que sospecha de ella. Sería una indignidad, una vergüenza, de que él no es capaz. Y yo, necia, ciega, que no he comprendido hasta hoy lo peligroso y absurdo de mi conducta. ¿Quién sabe? Tal vez los maldicientes lo han entendido todo de la peor manera. Tal vez han mancillado mi honra y la de mi marido. Tal vez han tenido al cabo la crueldad de acusarme. Vamos, Paco; ya lo sabes todo. No me mates. Dame la carta. ¡Pronto! Dame la carta.