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Authors: Joe Haldeman,Joe Haldeman

Tags: #Ciencia Ficción

Paz interminable (30 page)

BOOK: Paz interminable
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—Peluca. —Alzó la parte de atrás con un doloroso sonido de desgarro—. Sí, lo está.

—Bien. ¿No hay órdenes?

—No. Reservas de vuelo, para él y hasta tres personas más, «dos prisioneros de máxima seguridad».

—¿Cuándo y dónde?

—Billete abierto a Washington. Prioridad 00.

—¿Muy alta o muy baja? —preguntó Amelia.

—Altísima. Creo que tal vez no tengas que ser nuestro único topo, Julián. Necesitamos uno en Washington.

—¿Este tipo? —dijo Julián.

—Primero que pase un par de semanas conectado con los Veinte. Será una prueba interesante de la efectividad del proceso.

No sabía lo extrema que sería esa prueba.

No habíamos traído esposas ni nada parecido, así que cuando el tipo empezó a agitarse a medio camino de San Bartolomé le disparé otra dosis con el arma tranquilizante. Al buscar entre sus papeles, encontré una AK 101, una pequeña pistola rusa de dardos que es la favorita de los asesinos de todas partes: no hay metal inconveniente. Así que no quería estar sentado en el asiento de atrás y charlar con él, aunque su arma estuviera segura en la guantera. Probablemente conocía algún medio de matarme con su calcetín.

Resulta que estuvo cerca. Cuando lo llevamos a San Bartolomé, tras atarlo a una silla antes de administrarle el antitranquilizante, y lo conectamos unidireccionalmente con Marty, descubrimos que era un agente especial de la Inteligencia Militar, asignado al Departamento de Valoración Tecnológica. Pero había poco más aparte de recuerdos de su infancia y juventud, y conocimientos enciclopédicos sobre matanzas. No había sido tratado para la transferencia selectiva de memoria, o destrucción, que Marty decía que yo iba a necesitar para funcionar como topo. Lo suyo era simplemente una fuerte orden hipnótica que no aguantaría mucho después de conectar bidireccionalmente con los Veinte.

Hasta entonces, todo lo que él y nosotros sabíamos era en qué sala del Pentágono tenía que presentarse. Tenía que encontrar a Amelia y llevarla allí… o matarla y matarse si la situación se volvía desesperada. Lo único que sabía sobre Amelia era que ella y otro científico habían descubierto un arma tan poderosa que podría hacer que los Ngumi ganaran la guerra si caía en malas manos.

Era una extraña forma de expresarlo. Nosotros usábamos la metáfora «pulsar el botón» pero, naturalmente, para que el proyecto Júpiter avanzara hasta su etapa cataclísmica final hacía falta un grupo de científicos, que realizaran una secuencia de complicadas acciones en el orden adecuado.

El proceso podía automatizarse, en teoría, después de los primeros intentos cautelosos. Pero claro, una vez que lo iniciaras no quedaría nadie para automatizarlo.

Así que alguien del comité del
Astrophysical Journal
estaba relacionado con el estamento militar, vaya sorpresa. ¿Pero el rechazo del comité se debía a presiones de arriba o habían descubierto de verdad un error en nuestro trabajo?

Una parte de mí quería pensar: bueno, si hubieran rebatido nuestra teoría, no habría ningún motivo para perseguir a Amelia y, presumiblemente, a Peter. Pero tal vez la Inteligencia consideraba prudente deshacerse de ellos de todas formas. Había una guerra en marcha, no paraban de decirlo.

Había cuatro de nosotros en la sala de conferencias, además de la pareja conectada: Amelia y yo, Méndez y Megan Orr, la doctora que examinó a Ingram y le administró el antitranquilizante. Eran las tres de la madrugada, pero estábamos muy despiertos.

Marty se desenchufó y luego sacó el conector de la cabeza de Ingram.

—¿Bien? —dijo.

—Es mucho para asimilarlo —respondió Ingram, y se miró las manos atadas—. Pensaría mejor si me desataran.

—¿Es seguro? —le pregunté a Marty.

—¿Sigues armado?

Alcé la pistola tranquilizante.

—Más o menos.

—Podríamos desatarlo. En otras circunstancias quizá nos creara problemas, pero no en una habitación cerrada bajo vigilancia armada.

—No sé —dijo Amelia—. Tal vez deberíais esperar hasta que se haya sometido al tratamiento completo. Parece un personaje peligroso.

—Podemos encargarnos de él —dijo Méndez.

—Es importante que hablemos con él mientras sólo ha tenido contacto en interrogatorios —repuso Marty—. Conoce los hechos, pero no ha sido informado a nivel emocional profundo.

—Está bien —dijo Amelia. Marty lo desató y se sentó.

—Gracias —dijo Ingram, frotándose los antebrazos.

—Lo que me gustaría saber primero es…

Lo que sucedió a continuación fue tan rápido que no sabría describirlo de no haber visto la grabación de la cámara del techo.

Ingram movió su silla levemente, girándose a medias hacia Marty mientras hablaba. En realidad, tomaba impulso.

En un veloz movimiento digno de un gimnasta olímpico, saltó de la silla, golpeó a Marty con el pie y luego hizo un giro completo hacia la mesa donde yo estaba sentado, con la pistola en la mano pero sin apuntar. Recibí un salvaje empujón, me golpeó el pecho con ambos pies y me rompió dos costillas. Agarró la pistola en el aire, rodó sobre la mesa y aterrizó con los pies por delante en un giro de ballet que acabó con su pie golpeándome en la garganta mientras caía. Probablemente pretendía romperme la cabeza, pero nadie es perfecto.

No pude ver mucho desde mi posición en el suelo, pero oí a Marty decir «No funcionará», y luego me desmayé.

Me desperté sentado en la silla, mientras Megan Orr retiraba una pistola hipodérmica de mi brazo desnudo. Un hombre a quien reconocí pero que no pude nombrar le hacía lo mismo a Amelia. Lobell, Marc Lobell, el único de los Veinte con quien no había conectado.

Fue como si hubiéramos retrocedido unos minutos en el tiempo y nos hubieran dado la oportunidad de empezar de nuevo. Todo el mundo había vuelto a sus posiciones originales; Ingram estaba amarrado otra vez. Pero el pecho me dolía cada vez que respiraba y no estaba muy seguro de poder hablar.

—Meg —croé—. ¿Doctora Orr? —Ella se dio la vuelta—. ¿Puedo verte cuando se acabe esto? Creo que me ha roto un par de costillas.

—¿Quieres venir conmigo ahora?

Sacudí la cabeza, lo que lastimó mi garganta.

—Quiero oír lo que el hijo de puta tiene que decir.

Marc se encontraba ante la puerta abierta.

—Dame medio minuto para situarme.

—Muy bien.

Megan se acercó a Ingram, el único que ahora no estaba despierto, y esperó.

—Hay una sala de observación en la puerta de al lado —dijo Méndez—. Marc vigila qué pasa, y puede inundar la habitación de gas en segundos. Es una precaución necesaria al tratar con gente de fuera.

—Entonces es cierto que no son ustedes capaces de emplear la violencia —dijo Amelia.

—Yo sí —contesté—. ¿Os importa si le doy unas cuantas patadas antes de que lo reaniméis?

—Somos capaces de defendernos. No me veo iniciando un acto de violencia. — Me miró—. Pero Julián plantea una paradoja familiar: si él atacara a este hombre, poco podría hacer yo.

—¿Y si atacara a uno de los Veinte? —preguntó Marty.

—Ya sabes la respuesta a eso. Entonces sería defensa propia. Me estaría atacando a mí.

—¿Continúo? —preguntó Megan.

Méndez asintió y ella le puso a Ingram su inyección.

Recobró el sentido y por instinto tiró de sus ataduras, se debatió dos veces, y luego se quedó quieto.

—Un anestésico rápido, sea lo que fuere. —Me miró—. Podría haberle matado, ¿sabe?

—Chorradas. Lo intentó hasta dónde pudo.

—Espero que nunca averigüe hasta dónde puedo llegar.

—Caballeros —dijo Méndez—. Reconocemos que ustedes dos son la gente más peligrosa de esta habitación.

—Ni de lejos —contestó Ingram—. El resto de ustedes son la gente más peligrosa de todo el mundo. Tal vez de toda la historia.

—Hemos considerado ese punto de vista —dijo Marty.

—Bueno, considérenlo un poco más. Van a extinguir la raza humana en un par de generaciones. Son monstruos. Como criaturas de otro planeta decididas a conseguir nuestra destrucción.

Marty sonrió de oreja a oreja.

—Esa es una metáfora en la que no había pensado. Pero lo único que estamos decididos a destruir es la capacidad de la raza para la autodestrucción.

—Aunque eso funcionara, no estoy convencido de que fuera posible. ¿De qué sirve si acabamos siendo algo distinto a hombres?

—Para empezar, la mitad de nosotros no somos hombres —dijo Megan en voz baja.

—Ya sabe qué quiero decir.

—Creo que quiere decir justo lo que ha dicho.

—¿Cuánto sabe sobre la urgencia de este asunto? —pregunté.

—Ningún detalle —contestó Marty.

—«El arma definitiva», sea lo que fuere. Hemos estado sobreviviendo al arma definitiva desde 1945.

—Desde antes —añadió Méndez—. El avión, el tanque, el gas mostaza. Pero esto es un poco más peligroso. Un poco más definitivo.

—Y usted está detrás —dijo Ingram, mirando a Amelia con expresión extraña, ávida—. Pero toda esta gente, estos «Veinte», lo saben.

—No sé cuánto saben —respondió ella—. No he conectado con ellos.

—Pero usted lo hará, muy pronto —le dijo Méndez a Ingram—. Entonces todo quedará claro.

—Es un delito federal conectar a alguien contra su voluntad.

—Cierto. Supongo que tampoco les hará gracia que lo droguemos o lo secuestremos. Y después lo atemos para interrogarlo.

—Pueden desatarme. Veo que la resistencia física es inútil.

—Creo que no —dijo Marty—. Es usted demasiado rápido, demasiado bueno.

—Atado no responderé a ninguna pregunta.

—Oh, ya lo creo que lo hará, de un modo u otro. ¿Megan?

Ella alzó la pistola hipodérmica y giró dos puntos el dial de su costado.

—Cuando tú digas, Marty.

—Tazlet F-3 —dijo Megan, sonriendo.

—Eso es completamente ilegal.

—Oh, vaya. Tendrán que volver a recomponer nuestros cuerpos y ahorcarnos otra vez.

—Eso no tiene gracia. —Había una tensión evidente en la voz del hombre.

—Creo que conoce los efectos secundarios —dijo Megan—. Duran mucho tiempo. Es magnífico para perder peso.

Avanzó hacia Ingram, que se encogió.

—Muy bien. Hablaré.

—Mentirá —dije yo.

—Tal vez —repuso Marty—. Pero lo averiguaremos la próxima vez que conectemos con él. Dijo que éramos las personas más peligrosas del mundo. Que íbamos a extinguir a la raza humana. ¿Le importaría ampliar esa declaración?

—Eso si tienen éxito, cosa que no creo probable. Convertirán a una gran parte de nosotros, de arriba abajo, y luego los Ngumi, o quien sea, avanzará y se impondrá. Fin del experimento.

—Convertiremos a los Ngumi también.

—No a muchos, ni lo bastante rápido. Su liderato está demasiado fragmentado. Si convirtieran a todos los fanáticos suramericanos, los africanos avanzarían y se los comerían.

Una imagen algo racista, pensé, pero me lo guardé para mi yo caníbal.

—Pero si tenemos éxito —dijo Méndez—, ¿cree que sería aún peor?

—¡Por supuesto! Si pierdes una guerra, puedes levantarte y combatir otra vez. Si pierdes la capacidad de combatir…

—Pero no habría nadie a quien combatir —dijo Megan.

—Tonterías. Esta cosa no puede funcionar con todo el mundo. Si queda un 10 % de gente no afectada, se armarán y tomarán el mando. Y les darán ustedes la llave de la ciudad y harán lo que les digan.

—No es tan simple —repuso Méndez—. Podemos defendernos sin matar.

—¿Cómo? ¿De la forma en que se defendieron contra mí? ¿Gaseando a todo el mundo y luego atándolo?

—Estoy seguro de que prepararemos estrategias con antelación. Después de todo, tenemos bastantes mentes como la suya a nuestra disposición.

—Usted es un soldado —me dijo Ingram—, ¿y sigue adelante con esta tontería?

—No pedí ser soldado. Y soy capaz de imaginar una paz tan estúpida como esta guerra en la que estamos enzarzados.

El sacudió la cabeza.

—Bueno, le tienen. Su opinión no cuenta.

—De hecho, está de nuestra parte voluntariamente —dijo Marty—. No ha pasado por el proceso. Ni yo tampoco.

—Entonces más locos son los dos. Si nos deshacemos del sentido de la competición, dejamos de ser humanos.

—Aquí hay competición —dijo Méndez—. Incluso física. Ellie y Megan juegan al balonmano con mucha saña. A la mayoría de nosotros nos lo impide la edad, pero competimos mentalmente de formas que usted no podría comprender siquiera.

—Estoy conectado. Lo he hecho, ajedrez lumínico y tridimensional. Incluso ustedes deben de saber que no es lo mismo.

—No, no es lo mismo. Ha sido usted conectado, pero no lo suficiente para comprender las reglas por las que nos regimos.

—¡Estoy hablando de riesgos, no de reglas! La guerra es terrible y cruel, pero también lo es la vida. Otros juegos son sólo juegos. La guerra es real.

—Es usted un retrógrado, Ingram —dije—. Quiere mancharse de estiércol y aplastar los sesos de la gente.

—Lo que soy es un hombre. No sé qué demonios es usted, aparte de un cobarde y un traidor.

No puedo fingir que no me afectó. Una parte de mí quería sinceramente pillarlo a solas y reducirlo a pulpa… que es exactamente lo que él quería. Estoy seguro de que habría podido meterme mi propio pie por el culo y sacármelo por la garganta.

—Discúlpenme —dijo Marty, y dio un golpecito a su pendiente derecho para recibir un mensaje. Al cabo de un momento, sacudió la cabeza—. Sus órdenes vienen de demasiado arriba. No puedo averiguar cuándo lo esperan de vuelta.

—Si no vuelvo dentro de dos…

—Oh, cállese. —Hizo un gesto a Megan—. Déjalo inconsciente. Cuanto más pronto lo conectemos, mejor.

—No tienen que dejarme inconsciente.

—Tenemos que ir al otro lado del edificio. Prefiero cargar con usted que confiar en usted.

Megan giró otra vez el calibrador de la pistola y le disparó. Él se quedó mirando desafiante unos segundos y luego se desplomó. Marty corrió a desatarlo.

—Espera medio minuto —dijo Megan—. Podría estar fingiendo.

—¿No es lo mismo que esto? —pregunté yo, alzando mi pistola.

—No, ya ha recibido de sobra por un día. Este no funciona igual de rápido, pero no te deja tan atontado. —Extendió la mano y le pellizcó la oreja, con fuerza. Él no reaccionó—. Muy bien.

Marty le desató el brazo izquierdo, que se movió con un espasmo hacia su garganta y cayó fláccido. Los labios se retorcieron, los ojos aún cerrados.

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