Durante años después de la guerra hasta la decisión más pequeña era una agonía. Examinaba mis pasos antes de darlos, incluso antes de la excursión más banal. Si voy a la tienda ahora en lugar de después, ¿qué pasará? Extraía conclusiones minuciosamente. «Jakob, podría recitar medio Homero cada vez que me pongo a esperarte…»
Nada es repentino. Ni una explosión —planeada, cronometrada, con cables cuidadosamente conectados— ni la puerta reventada. De igual manera que la tierra prepara invisiblemente sus cataclismos, así la historia es el instante gradual.
La semana antes de que Athos y yo nos marchásemos a Canadá, fui con Kostas a dar un largo paseo por Vasilissis Sofías, bajando por Amalias hasta la Plaka. Llevaba un bastón que apenas usaba; a veces enroscaba su brazo, frágil como una rama de sauce, al mío. Me enseñó la Academia Pedagógica, donde Daphne solía dar clases de inglés. Me enseñó la universidad. Compartimos una «gazoza» en el patio de un hotel antiguo.
—¿Te ha contado Athos que estuvo casado? No, te veo en la cara que no lo ha hecho. Raramente habla de Helen, ni siquiera con nosotros. Algunas piedras pesan tanto que sólo el silencio te ayuda a llevarlas a cuestas. Murió durante la primera guerra.
Me sentí avergonzado, sentí que había traicionado a Athos, que de alguna manera no había sido lo suficientemente digno como para que él revelase este secreto.
—Athos nos ha abandonado muchas veces; ha vivido lejos de Grecia en muchas ocasiones. Pero ahora es distinto. Quiere irse. Grecia nunca volverá a ser la misma. Quizá sea mejor. Pero hace bien en llevarte lejos. Jakob, Athos es mi mejor amigo. Nos conocemos desde hace cuarenta años —tú no puedes entender aún lo que eso significa. Lo que quiero decirte es esto: a veces Athos se pone muy triste, sabes, puede estar triste largos meses y puede que haya momentos en que necesite que tú cuides de él.
Se me calentaron los ojos.
—Pedhi mou, no te preocupes. Athos es como su querida piedra caliza. El mar le disolverá y le creará cuevas, le agujereará, pero él perdura y perdura.
De camino a casa pasamos por delante de muros con pintadas enormes de una letra V —«Vinceremo», no nos rendiremos— en pintura negra. O de una M —«Mussolini Merda». Kostas me explicó por qué nadie quería borrar esos símbolos. Durante la ocupación, el grafiti requería rapidez y valor. Si los alemanes pillaban a alguno le ejecutaban al instante. Una sola letra era tremendamente estimulante, era escupir en el ojo de los opresores. Una sola letra era una cuestión de vida o muerte.
Pasamos por una iglesia y Kostas me contó que, justo donde estábamos nosotros, hubo disturbios la primera vez que el evangelio se leyó en demótico.
—¿Pensaban que Dios sólo entendía el katharevoussa?
—Sí, pedhi mou, ¡exactamente! Y cuando representaron la
Orestíada
en demótico por primera vez, Kostas me dijo que algunos espectadores murieron en la logomaquia posterior.
En Zakynthos tenían la estatua de Solomos. En Atenas a Palamas y a los escritores de grafiti, cuyo heroísmo era el lenguaje. Yo ya conocía el poder que tiene el lenguaje para destruir, para omitir, para borrar. Pero la poesía, el poder que el lenguaje tiene para restaurar: esto era lo que tanto Athos como Kostas estaban intentando enseñarme.
Athos había trabajado en Inglaterra, Francia, Viena, Yugoslavia, Polonia; iba a donde le llevaba cualquier tarea interesante. Se había labrado una reputación profesional tanto por su eclecticismo como por su especialización muy concreta en la conservación de la madera hinchada por el agua. Pero la razón por la que nos invitaron a Canadá fue la sal.
Llegado un momento descubriría que el interés de Athos por los viajes antárticos de Scott no era totalmente impersonal. De hecho, el propio Athos se había planteado durante un breve tiempo pedir que se le incluyese en la expedición, porque en aquel momento estaba en Cambridge y, como muchos mediterráneos, tenía una pasión paradójica por todo lo polar. Pero Athos era un hombre recién casado y nunca llegó a ir a la oficina de reclutamiento que Scott tenía en Londres; y nunca se arrepintió porque, tal como fueron las cosas, Helen y él sólo pasaron juntos cinco años antes de que ella muriera. Había dos geólogos en la expedición, Frank Debenham y Griffith Taylor. Athos no conoció ni a Debenham ni a Taylor en Cambridge. Sí conoció a Debenham más tarde, durante la Primera Guerra Mundial. Debenham estaba destinado en Salónica y asistió a una conferencia que Athos dio sobre la sal. Debenham había viajado mucho, y visto mucho, y sabía cómo funcionaban los corazones de los hombres unidos por el azar en lugares peligrosos, y ahora se encontraba sentado bajo un techo con ventilador en una sala de conferencias claustrofóbica, emocionado por las descripciones que Athos hacía de la anhelante unión iónica. Recintos de sodio como niebla sólida en la tierra negra. Mineros, amantes, el mar teñido de ese sabor antiguo. Las airadas montañas de sal de Thaikan, los pasteles de sal horneados que se usan como moneda en Kaindu.
En el periodo de entreguerras, Debenham había colaborado en la fundación del Instituto Polar Scott. Athos y él se escribían de vez en cuando, y fue Debenham quien le dijo a Athos que Griffith Taylor estaba creando un departamento de geología en la Universidad de Toronto.
Griffith Taylor sabía algo de Toronto, porque otro miembro del equipo de Scott, Silas Wright, nació y se crió allí. Taylor y Wright habían ido caminando desde Cambridge hasta la oficina de reclutamiento de Scott en St. Paul’s, una treta chulesca cuyo objetivo era demostrarle a Scott la pasta de la que estaban hechos. Llevaban huevos duros y tabletas de chocolate para mantener las fuerzas durante la marcha de doce horas. Wright, acostumbrado a ir en canoa y a pie por las zonas salvajes del norte de Ontario y de la Columbia Británica, se tomaba especialmente mal la sugerencia de que los científicos pudieran no tener tanto músculo como los soldados de la marina, y durante el viaje hacia el sur nunca se quedó atrás a la hora de arrizar y de arriar. De hecho, tan pronto regresaron de las durezas de la Antártida, Wright se llevó a Debenham de acampada al noroeste de Canadá.
En medio de la muy británica Antártida, Wright dio en afirmar sus raíces canadienses, por las que se burlaron de él con ganas. A Taylor le gustaba referirse a Wright como «el americano», comentario por el que se le hizo objeto del oportuno castigo. Como cuenta el propio Taylor en su diario: «Wright cayó sobre mí y consiguió desgarrarme el bolsillo».
El diario antártico de Taylor está remachado a fuerza de señales de exclamación, como si su autor hubiera ido de asombro en asombro ante lo que escribía, como si toda la experiencia helada pudiera haber sido una alucinación. Cuenta las excursiones diurnas que hacía con Wright, incluyendo una marcha al cabo Royds donde encontraron la cabaña abandonada de Shackelton. Abrieron la puerta y descubrieron una cabina inmaculada. Un almuerzo de dos años de edad les esperaba, la mesa puesta y repleta de galletas y mermelada, bollos y pasteles de jengibre y leche condensada, todo preservado por el frío. Taylor y Wright entraron en el cuarto fantasmal, se sentaron y comieron, como si hubiesen recibido una invitación de un anfitrión que llevaba mucho tiempo ausente y a los dos años hubiesen llegado con toda puntualidad.
Una de las cosas que Athos lamentaba era no haber conocido nunca a Wright, que había estado allí de visita con Taylor sólo una semana antes de que llegáramos nosotros a Toronto. Los dos exploradores antárticos fueron a la Exposición Nacional Canadiense, donde comieron helados, se pasearon y asistieron al espectáculo ecuestre. Estos eran los mismos hombres que fueron los primeros en cruzar juntos el Valle Seco de la Antártida, una zona misteriosa donde no ha caído ni una sola gota de humedad en más de dos millones de años. Ahora Wright estaba de vuelta en el pueblo de su infancia, enseñándole a Taylor la feria a la que había ido de niño.
A Taylor le gustaba la idea de contratar a hombres de Cambridge para que dieran clase en su departamento, y había oído a Debenham hablar de Athos. Taylor y Athos quedaron en verse brevemente en Atenas en 1938 cuando Taylor se encontrara viajando por Grecia de paso hacia Cambridge, donde iba a dar su conferencia sobre «Cultura y Correlaciones». Mientras caminaban por la ciudad descubrieron que compartían no sólo las mismas ideas sobre la geografía y el pacifismo, sino también la convicción de que la ciencia debería usarse como un instrumento de paz, lo que Taylor acabaría llamando su «geopacifismo». Más específicamente, hablaron del «fetiche nórdico» del nazismo, del antisemitismo, y de cómo la geografía podía utilizarse contra las peligrosas lucubraciones de la política. Se impresionaron mutuamente, como suele suceder entre dos hombres que comparten las mismas convicciones apasionadas.
Taylor invitó a Athos a que fuera a dar clases a Toronto y Athos aceptó aunque, tal y como sucedieron las cosas, no pudo responder a la oferta tan pronto como esperaba por culpa de la guerra. A los pocos años de estar nosotros en Toronto a Taylor le diagnosticaron un cáncer. Poco después se retiró para regresar a su Australia natal.
Porque Wright era de Toronto y había viajado al sur con Debenham; porque a Debenham le habían destinado a Salónica; por la sal… Athos y yo acabamos en un barco rumbo a Canadá.
Athos amaba las colinas rasgadas de su tierra, zurcidas por huertas y ovejas. Llevaba en la cartera una fotografía de la vista desde la casa de Zakynthos en lo alto de la colina.
«El amor hace que veas un lugar de manera distinta, como también ases de diferente forma un objeto perteneciente a un ser querido. Si conoces bien un paisaje, mirarás siempre los demás de diferente modo. Y si aprendes a querer un sitio, a veces también puedes aprender a querer otro».
Antes de irnos de Zakynthos, embalamos la biblioteca de Athos y enviamos las cajas a los Mitsialis de Atenas. Athos puso marcas en las cajas para que Kostas supiera cuáles tenía que mandar a Canadá y cuáles entregar a la familia Roussos en la isla de Idhra. Idhra está mucho más cerca de Atenas, a menos de un día de viaje desde el Pireo. Athos no sabía cuántos años estaríamos fuera; trasladar los libros era una precaución contra los terremotos.
Zakynthos ya había sufrido tres terremotos en los últimos cien años, el último justamente al final del siglo pasado. En 1953, pocos años después de mudarnos a Canadá, el suelo volvió a levantarse en Zakynthos, en espasmos como un resorte, y luego derrumbó el pueblo entero. Prácticamente todas las propiedades de la isla fueron arrasadas, incluyendo la casita de Athos. El viejo Martin nos envió una fotografía que Ioannis sacó en la zudeccha, en la que se veía una palmera solitaria en medio de los escombros, una indicación macabra del lugar preciso donde se encontraba en la calle destrozada. Luego reconstruirían el pueblo, volviendo a levantar esforzadamente la arquitectura veneciana frente al muelle. Pero Athos decidió no reconstruir la fuente de Nikos y dejar las piedras de su hogar donde habían caído.
«La mayoría de los isleños pudieron salvarse,» dijo Athos, «porque confiaban en la presciencia de sus animales. Los siglos de terremotos han enseñado a los de Zakynthos a atender las advertencias; un catálogo de signos recopilado durante generaciones. Medio día antes de que tiemble el suelo, los perros y los gatos corren a la calle ululando como locos. No se oye nada por encima de los aullidos. Las cabras rompen a coces las paredes de los establos, presas del pánico, los gusanos salen escurriéndose de la tierra, incluso los topos tienen miedo de permanecer en el subsuelo. Los gansos y los pollos suben volando a los árboles, los cerdos se arrancan la cola mordiéndose unos a otros, las vacas intentan liberarse de sus cabestros y echan a correr. Los peces saltan fuera del agua. Las ratas se tambalean como borrachas…»
Al contarme esto, Athos pensaba que me estaba ofreciendo una explicación razonable. Pero ello sólo confirmaba lo que yo ya creía: que los zakynthos estaban bajo la protección de una mano invisible. «No,» insistía Athos. «No. La huida de las familias de la zudeccha fue afortunada, pero antes el Mayor Karrer tuvo que hacer oír su voz. Fue afortunado que los isleños viajaran en barco hasta tierra firme por su seguridad, pero antes tuvieron que atender las señales… Fue afortunado que nos encontráramos, Jakob, pero antes tuviste que correr».
Athos y yo hicimos el breve viaje a Idhra para que Athos visitara a la señora Karouzos, que regentaba un pequeño hotel y una taberna en la ciudad. Igual que había hecho su madre, le echaba un ojo a la casa de los Roussos cuando estaba vacía, a menudo durante años enteros. Athos me explicó que esto no es raro en las islas. A veces una casa espera durante décadas a que vuelva un hijo. Como en Idhra no hay automóviles, las cajas de Athos tendrían que llevarlas en burro montaña arriba, pasadas las viejas mansiones junto al muelle, propiedad de los ricos navieros cuyas flotas familiares habían roto el bloqueo británico durante las guerras napoleónicas, y que habían mantenido relaciones comerciales hasta con América.
La casa de Idhra, como la casa de Zakynthos, está suspendida como un balcón sobre el mar. «En esta terraza», dijo Athos, «siempre notarás una brisa, por muy caluroso que sea el día. Cuando Nikos era niño hizo un avioncito de papel y lo tiró al vacío. Aterrizó en el sombrero de un hombre que bebía ouzo en un kafenio al lado del muelle. En el papel mi hermano había escrito un mensaje en el que rogaba que se le liberase de su secuestrador, y describía el lugar donde le tenía prisionero. Vino la policía a casa y Nikos lloró de terror pensando en cómo le castigaría mi padre, mientras éste le perseguía colina abajo. ¡Así que todos los que lo vieron pensaron que, en efecto, quien perseguía a mi hermano era un criminal!»
Athos me enseñó fotos de sus padres y su hermano. Nos sentamos bajo los limoneros en el patio de la taberna de la señora Karouzos mientras las hojas salpicaban la pared de sombras, y después, en el ferry de vuelta a Atenas, me quedé dormido con la cara quemada por el sol contra el hombro de Athos.
A los pocos días de volver de Idhra, Daphne y Kostas nos despidieron en el Pireo. Kaló taxidhi, kaló taxidhi —buen viaje. Athos le regaló a Kostas una caja sellada de tabaco británico, y Kostas comentó que debía de ser la última lata que quedaba en Grecia, y yo le entregué un poema flojo, en el que había invertido mucho trabajo, sobre la víspera de la liberación de Atenas, titulado «La Ciudad Susurra».