Athos y yo caminábamos por el pueblo. Descansábamos en la platia donde los últimos judíos de la zudeccha esperaron la muerte. Había una mujer fregando las escaleras del Hotel Zakynthos. En el muelle los cabos golpeaban contra los mástiles.
Durante cuatro años imaginé que Athos y yo compartíamos lenguajes secretos. Ahora oía el griego por todas partes. En la calle, leyendo los rótulos del
farmakios
o del
kafenio
, me sentía profanado, expuesto. El deseo de volver a nuestra casa pequeña me dolía.
En la India hay unas mariposas cuyas alas dobladas son exactamente iguales a las hojas secas. En Suráfrica hay una planta que es imposible de distinguir de las piedras entre las que crece: la planta imita-piedras. Hay ciempiés que parecen ramas, polillas que parecen corteza de árbol. Para permanecer invisible la platija cambia de color al nadar por el agua iluminada por el sol. ¿De qué color es un fantasma?
Sobrevivir era escapar al destino. Pero si te escapas de tu propio destino, ¿en la vida de quién te metes entonces?
El Zohar dice: «Todas las cosas visibles renacerán siendo invisibles».
El presente, como un paisaje, es sólo un fragmento pequeño de una narración misteriosa. Una narración de catástrofe y de acumulación lenta. Cada vida que se salva: rasgos genéticos que ascenderán de nuevo en otra generación. «Causas remotas».
Athos me confirmó que existía un mundo invisible, tan real como lo evidente. Bosques crecidos quietos y silenciosos, ciudades enteras, bajo un cielo de barro. El reino de los hombres de turba, preservado como un santuario. El lugar donde todos aquellos que han pronunciado la contraseña de huesos y penetrado la tierra esperan su resurgimiento. De debajo de la tierra y de debajo del agua, desde dentro de cajas de hierro y desde detrás de muros de ladrillo, desde baúles y cajas de embalaje…
Cuando Athos se sentaba a la mesa, empapando muestras de madera en glicol polietileno, sustituyendo fibras que faltaban por un relleno de cera, yo podía ver —mirándole la cara mientras trabajaba— que en realidad se encontraba paseando por bosques carboníferos desaparecidos, imposiblemente altos, con cortezas de árboles como brocados complejos: diseños más hermosos que cualquier tela. El bosque se balanceaba a trescientos metros por encima de su cabeza en un otoño prehistórico.
Athos era un experto en lugares abandonados y enterrados. Y me apropié de su cosmología. A medida que iba creciendo me fui adaptando a ella con naturalidad. De esta manera, nuestras tareas empezaron a ser las mismas.
Athos y yo llegaríamos a compartir nuestros secretos de la tierra. Describía los cuerpos de los pantanos. Se habían empapado durante siglos, con la piel bronceándoseles hasta parecer cuero oscuro, con las líneas profundas de las palmas de las manos y los pies rellenas de un jugo ocre. En otoño, con el olor de la nieve en las nubes oscuras, algunos hombres habían sido conducidos al páramo para ser ofrecidos como sacrificio. Allí les habían anclado con varas de abedul y piedras para que se ahogasen en la tierra ácida. El tiempo se detuvo. Y es por esta razón, según me explicó Athos, por la que los hombres de los pantanos están tan serenos. Dormidos durante siglos, cuando se descubren están perfectamente intactos; así duran más que sus asesinos —cuyos cuerpos hace tiempo que se disolvieron para convertirse en polvo.
Yo a mi vez le contaba cosas sobre las sinagogas polacas cuyos santuarios estaban bajo tierra, como cuevas. El estado prohibía que se construyeran sinagogas tan altas como las iglesias, pero los judíos se negaban a que su credo se viera disminuido por culpa de reglamentos urbanísticos. Se seguían construyendo los techos abovedados, la congregación simplemente oraba a mayor profundidad bajo la tierra.
Le hablé de los grandes caballos de madera que en tiempos decoraron una sinagoga cercana a la casa de mis padres y que ahora habían profanado y enterrado. Algún día quizá resurgieran como una manada, como si nada hubiera pasado, para pastar en un campo polaco.
Yo fantaseaba acerca del poder de la revocación. Más tarde, en Canadá, mirando fotos de las montañas de objetos personales almacenados en
Kanada in the camps
, imaginaba que si fuera posible poner nombre al dueño de cada par de zapatos, entonces volverían a la vida. Una clonación a partir de pertenencias íntimas, un pangram místico.
Athos me habló de Biskupin y de cómo lo descubrió un maestro del lugar mientras daba un paseo vespertino. El Gasawka estaba bajo, y los pilones de madera perforaban la superficie del río como inmensos juncos. Más de dos mil años atrás Biskupin había sido una comunidad rica, con una sofisticada organización. Tenían cosechas de grano y criaban ganado. Compartían la riqueza. Sus cómodas casas estaban colocadas en ordenadas filas; la fortificación de la isla parecía un terreno parcelado a la manera moderna. Cada residencia, con su tejado a dos aguas, tenía muchísima luz, además de intimidad; un porche, una chimenea, una buhardilla que hacía las veces de dormitorio. Los artesanos de Biskupin comerciaban con Egipto y con la costa del mar Negro. Pero entonces hubo un cambio climatológico. La tierra de labranza se convirtió en un brezal, luego en un pantano.
El nivel del agua ascendió inexorablemente hasta que se hizo evidente que habría que abandonar Biskupin. La ciudad permaneció sumergida hasta 1933, cuando el nivel del Gasawka bajó. Athos se unió a la excavación en 1937. Su tarea consistía en resolver los problemas de preservación de las estructuras de madera hinchada por el agua. Poco después de que Athos tomara la decisión de llevarme a su casa con él, los soldados arrollaron Biskupin. Esto lo supimos después de la guerra. Quemaron las crónicas y las reliquias. Demolieron las antiguas fortificaciones y las casas que se habían mantenido en pie durante milenios. Luego mataron a tiros a cinco colegas de Athos en el bosque circundante. A los otros los enviaron a Dachau.
Y ésa es una de las razones por las que Athos creía que nos habíamos salvado el uno al otro.
Los caminos invisibles de las historias de Athos: ríos que siguen las inconsistencias de la tierra como las lágrimas que recorren las imperfecciones de la piel. El viento y las corrientes que despiertan a criaturas subacuáticas, jardines bioluminiscentes que guían a los pájaros hacia la orilla. La golondrina ártica, que todos los años cabalga sobre los vientos del oeste y los alisios del Ártico a la Antártida y regreso. Llevan en el cerebro las constelaciones rotatorias, la impronta del anhelo y de la distancia. La ruta fija del bisonte sobre la pradera, tan marcada que el ferrocarril colocó sus vías sobre los mismos surcos.
Geografía cortada a raíl. La costura negra de esa doliente migración desde la vida hacia la muerte, las líneas de acero dibujadas a través de la tierra, penetrando por mitad de ciudades famosas ahora por sus asesinatos: desde Berlín por Bíeslau; desde Roma por Florencia, Padua y Viena; desde Vilna por Grodno y Łódź; desde Atenas por Salónica y Zagreb. Aunque se los llevaron estando ciegos, aunque tenían los sentidos confundidos por el hedor y las oraciones y los gritos, por el terror y los recuerdos, estos pasajeros encontraron el camino a casa. Por los ríos, por el aire.
Cuando se obligó a los prisioneros a cavar las fosas comunes, los muertos les penetraron por los poros y se desplazaron por sus venas al cerebro y al corazón. Y por mediación de la sangre a las generaciones siguientes. Tenían los brazos metidos en la muerte hasta los codos, pero no sólo en la muerte —en la música, en el recuerdo de cómo un marido o un hijo se inclinaba sobre la cena, la expresión de una esposa al mirar a su niño bañándose; en creencias, fórmulas matemáticas, sueños. Al sentir entre los dedos el pelo empapado en sangre de un hombre y de otro, los cavadores suplicaban perdón. Y esas vidas se labraron caminos moleculares hacia el interior de sus manos.
Aunque fueran sólo los de un único hombre, ¿cómo puede otro asumir sus recuerdos? Y no digamos de cinco o diez o mil o diez mil; ¿cómo santificarlos a todos y cada uno? Deja de pensar. Se concentra en el látigo, siente una cara en la mano, agarra pelo como en un rapto de pasión, una espesura enmarañada entre los dedos, tirando, con las manos llenas de nombres. Sus manos sagradas se mueven, autónomas.
En la mina de Golleschau, los portadores de piedras eran obligados a arrastrar bloques inmensos de piedra caliza incesantemente, de un montículo a otro y vuelta a empezar. Durante la tortura, llevaban la vida en las manos. La tarea demencial no era vana sólo en el sentido en el que no es vana la fe.
Un interno de uno de los campos alzó la mirada a las estrellas y de pronto recordó que una vez le habían parecido hermosas. Este recuerdo de la belleza vino acompañado de una extraña puñalada de gratitud. Cuando leí esto por primera vez no pude imaginármelo. Pero más tarde sentí que lo entendía. A veces el cuerpo experimenta una revelación porque ha abandonado cualquier otra posibilidad.
Sentir la influencia de los muertos en el mundo no es ninguna metáfora, de igual modo que no es ninguna metáfora escuchar el cronómetro de radiocarbono, el contador Geiger amplificando la débil respiración de una roca de cincuenta mil años de edad. (Como el pálpito débil tras la pared de la matriz). No es ninguna metáfora ser testigo de la fidelidad asombrosa de los minerales magnetizados, incluso después de cientos de millones de años, señalando al polo magnético, minerales que nunca han olvidado el magma cuyo enfriamiento los ha dejado para siempre llenos de deseo. Anhelamos un lugar; pero el lugar mismo anhela. La memoria humana está codificada en corrientes de aire y sedimentos de río. Eskers de ceniza esperan a ser recogidos, vidas que esperan ser reconstruidas.
¿Cuántos siglos antes de que el espíritu olvide al cuerpo? ¿Durante cuánto tiempo sentiremos nuestra piel de fantasma arrugarse sobre la superficie de la roca, nuestro pulso latir en líneas magnéticas de fuerza? ¿Cuántos años pasan antes de que se erosione la diferencia entre el asesinato y la muerte?
El dolor requiere tiempo. Si una lasca de piedra se irradia, radia su respiración durante tanto tiempo, cómo será el alma de testaruda. Si las ondas sonoras permanecen desplazándose en el infinito, ¿dónde están ahora sus gritos? Los imagino en algún lugar de la galaxia, moviéndose para siempre hacia los salmos.
Solo sobre el tejado en las noches aquellas no resulta sorprendente que, de todos los personajes de las historias de Athos sobre geólogos y exploradores, cartógrafos y navegantes, yo sintiera compasión por las propias estrellas. Durante milenios les ha dolido el deseo de acercarse a nosotros, aunque estemos ciegos y no reconozcamos sus señales hasta que se hace demasiado tarde, la luz de las estrellas no es más que el aliento blanco de un gemido viejo. Enviando sus mensajes blancos durante millones de años, sólo para que los arruguen las olas.
—Conocí a Athos en la universidad —dijo Kostas Mitsialis—. Compartíamos despacho. Cada vez que yo entraba, daba lo mismo que fuera temprano o tarde, él ya estaba allí, leyendo junto a la ventana. ¡La cantidad de libros y de artículos apilados en el alféizar! Poesía inglesa. La preservación de los esqueletos de las hojas. El significado de los grabados polares. Tenía un reloj precioso, regalo de su padre. Con el dibujo de un monstruo marino impreso en la caja y la esfera, con el rabo enrollándose alrededor de las once. ¿Todavía lo tienes, Athos?
Athos sonrió, se abrió la chaqueta y enseñó el reloj colgando de la cadena.
—Se lo conté a Daphne, lo del tipo tímido que me robó la intimidad ¡de mi propio despacho! Quería verlo con sus propios ojos. Una tarde vino a recogerme, y me saludó con un tirón de orejas, como le gusta hacer todavía. Daphne sólo tenía veinte años entonces y siempre estaba de buen humor. Ven a cenar, le dijo a Athos. Y Athos preguntó, ¿os gusta la música?
En aquellos días de entreguerras, las tabernas estaban llenas de tangos, pero a nosotros no nos interesaba la música hispana porque teníamos la nuestra propia: el lento hasapiko y las canciones con acompañamiento de bouzouki propias de los marineros del muelle y de los hamales y de los vendedores de zumo de ciruela.
—Y de los tugurios de drogadictos —dijo Athos, guiñando un ojo.
—Nos llevó a un local pequeño en una bocacalle de Adrianou. Allí fue donde escuchamos a Vito por primera vez. Su voz era un río. Era glikos, negra y dulce. ¿Te acuerdas, Athos? Vito además era el cocinero. Después de preparar la comida, venía de la cocina limpiándose en el delantal las manos llenas de romero y de aceite, y luego se colocaba en medio de las mesas y cantaba un rembetiko que se iba inventando sobre la marcha. Un rembetiko, Jakob, siempre cuenta una historia de angustia y de eros.
—Y de pobreza y hachís —dijo Athos.
—Después de cantar, Vito se ponía a tocar música santouri, que de alguna manera volvía a contarnos la historia. Una noche no empezó cantando, sino que tocó algo tan misterioso…, una historia que me parecía conocer, o recordar. Me produjo una sensación antigua, repleta de suspense, como una huerta cuando el sol entra y sale de las nubes… y esa misma noche Daphne y yo decidimos casarnos.
—¿Y si no hubieseis oído la canción? —pregunté.
Se rieron.
—Entonces hubiera sido la luz de la luna, o el cine, o un poema —dijo Kostas.
Athos me acarició el pelo.
—Jakob escribe poemas.
—Entonces tienes el poder de hacer que la gente se case —dijo Daphne.
—¿Como un rabino o un cura? —pregunté.
Volvieron a reírse.
—No —dijo Athos—. Como el cocinero de un café.
En Atenas, nos quedamos en casa de Daphne y Kostas —el catedrático Mitsialis y su mujer—, viejos amigos de Athos que vivían en las laderas de Lykavettos en una casa pequeña con escombros donde antes hubo escalones de entrada. Daphne había colocado una maceta con flores sobre el montículo de cascotes. Un jardín de hierbas y verduras en el patio de atrás. Pasada la plaza Kolonaki, entre Kiphissia y Tatoi, pasadas las embajadas extranjeras, entre palmeras y cipreses, pasando parques, pasando altos bloques de apartamentos blancos. Pasada la estatua del revolucionario Mavrocordatos, donde un ateniense se arrodilló en 1942 para cantar el himno nacional de Solomos y le dispararon.
A Athos y a mí nos había llevado casi dos semanas recorrer el paisaje herido desde Zakynthos hasta Atenas. Las carreteras estaban bloqueadas, los puentes impracticables, los pueblos en ruinas. Los campos y las huertas habían sido arrasados. Los que no tenían ni un pedazo de tierra que labrar ni dinero para el mercado negro se morían de hambre. Así seguirían las cosas durante años. Y, por supuesto, la paz no llegó a Grecia al final de la guerra. Unos seis meses después de que terminaran en Atenas los combates entre los comunistas y los británicos, aún bajo un gobierno provisional, Athos y yo cerramos la casa de Zakynthos y cruzamos el estrecho hacia Killini, en la península.