Authors: Michel Houellebecq
Intenté seguir su ejemplo. El paisaje, compuesto de vegetación diversa, desfilaba en el exterior. Como último recurso, le pedí prestada a René la
Guía Michelin
; así me enteré de que las plantaciones de heveas y el látex desempeñaban un papel fundamental en la economía de la región: Tailandia era el tercer productor mundial de caucho. Así que aquella confusa ve95 getación servía para fabricar preservativos y neumáticos; el ingenio humano es realmente notable. Se puede criticar al hombre por muchas razones, pero no podemos negar que se trata de un mamífero
ingenioso
.
Después de la noche del río Kwai, la distribución de las mesas había quedado definitivamente establecida. Valérie estaba con lo que llamaba «el equipo de la clase baja», Josiane se había unido a los naturópatas, con los que compartía ciertos valores, como las prácticas basadas en la serenidad. De hecho, en el desayuno asistí de lejos a una verdadera
competición de serenidad
entre Albert y Josiane, bajo la mirada interesada de los ecologistas, que como vivían en un agujero perdido de Franche-Comté no tenían acceso a tantas prácticas.
Babette y Léa, aunque eran de Île-de-France, tampoco tenían mucho que decir, aparte de un «Es genial…» de vez en cuando; para ellas, la serenidad sólo era un objetivo a medio plazo. El caso es que tenían una mesa equilibrada, con dos
líderes naturales
de sexo diferente que podían desarrollar una complicidad activa. A nosotros nos costaba más. Josette y René comentaban regularmente el menú, se habían acostumbrado con mucha facilidad a la cocina del país, Josette había llegado a pedir algunas recetas. De vez en cuando criticaban a los comensales de la otra mesa, a quienes consideraban
pretenciosos y vanidosos
; así no íbamos a llegar muy lejos, y por lo general yo esperaba los postres con impaciencia.
Le devolví a René la
Guía Michelin
; quedaban cuatro horas de autobús hasta Phuket. Compré una botella de Mekong en el bar del restaurante. Me pasé las cuatro horas siguientes luchando contra la vergüenza que me impedía sacar la botella de la mochila para coger un buen pedo; al final me pudo la vergüenza. La entrada del Beach Resortel estaba adornada con una banderola que decía DAMOS LA BIENVENIDA A LOS BOMBEROS DE CHAZAY. «Vaya, esto tiene gra96 cia…», comentó Josette, «tu hermana vive en Chazay…» René ya no se acordaba. «Sí, sí…», insistió ella. Antes de coger la llave de mi habitación me dio tiempo a oírla decir: «Al final, cruzando el istmo de Kra se pierde un día entero»; y lo peor es que tenía razón. Me derrumbé en la cama
king size
y me serví un buen trago de alcohol, y luego otro.
Me desperté con un dolor de cabeza espantoso y vomité mucho rato en la taza del váter. Eran las cinco de la madrugada: demasiado tarde para los bares con camareras, demasiado pronto para desayunar. En el cajón de la mesilla de noche había una biblia en inglés y un libro sobre las enseñanzas de Buda, en el que leí: «
Because of their ignorance, people are always thinking wrong thoughts and always losing the right viewpoint and, clinging to their egos, they take wrong actions. As a result, they become attached to a delusive existence.
» («Por culpa de su ignorancia, la gente siempre concibe ideas equivocadas y no encuentra el punto de vista correcto; se aferra a su ego y comete malas acciones. Y al final arrastra una existencia ilusoria.» (N. de la T.). No estaba muy seguro de entenderlo, pero la última frase ilustraba a la perfección el estado en que me encontraba en ese momento, y me alivió tanto que pude esperar hasta la hora del desayuno. En la mesa de al lado había un grupo de gigantescos negros norteamericanos, parecían un equipo de baloncesto. Un poco más lejos, una mesa de chinos de HongKong: reconocibles por su suciedad, que ya era difícilmente soportable para un occidental, pero que sumía a los camareros tailandeses en un espanto apenas atenuado por la costumbre. Al contrario que los tailandeses, que se comportan en todo momento con una urbanidad puntillosa, por no decir tiquismiquis, los chinos comen de manera voraz, ríen muy fuerte con la boca abierta y proyectan trocitos de comida alrededor, escupen en el suelo, se suenan con los dedos: son unos auténticos cerdos en todo. Y para colmo de males, hay muchísimos cerdos.
(Tras unos minutos andando por las calles de Patong Beach, me di cuenta de que todo lo que el mundo civilizado había sido capaz de producir en materia de turistas estaba allí reunido, en los dos kilómetros del paseo marítimo. En pocos metros me crucé con japoneses, italianos, alemanes, norteamericanos, sin contar a algunos escandinavos y sudamericanos ricos. «Todos son iguales, todos van buscando el sol», como me había dicho la chica de la agencia de viajes. Yo me porté como un cliente ejemplar de tipo medio: alquilé una tumbona y una sombrilla, me bebí unos cuantos Sprite y me di un moderado chapuzón. El oleaje era muy suave. Volví al hotel a eso de las cinco de la tarde, medianamente satisfecho de mi día libre, pero decidido a seguir haciendo lo mismo.
I was attached to a delusive existence
. Me quedaban los bares de camareras; antes de dirigirme al barrio apropiado, di una vuelta por la zona de restaurantes. En el Royal Savoey Seafood vi a una pareja de norteamericanos que estaba terminando de comerse un bogavante con exagerada atención. «Dos mamíferos delante de un crustáceo», me dije. Un camarero se acercó a ellos, todo sonrisas, probablemente para elogiar la frescura del producto. «Suman tres», proseguí maquinalmente. Había cada vez más gente: solitarios, familias, parejas; todo aquello producía una fuerte impresión de inocencia.
A veces, cuando han bebido mucho, los alemanes
senior
se reúnen en grupo y entonan canciones lentas, de una tristeza infinita. Eso divierte mucho a los camareros tailandeses, que los rodean dando grititos.
Siguiendo los pasos de tres señores quincuagenarios, que intercambiaban vigorosos «
Ach
!» y «
Ja
», me encontré sin pretenderlo en la calle de los bares que buscaba. Los arrullos de las chicas con falda corta rivalizaban para atraerme al Blue Nights, el Naughty Girl; el Classroom, el Marilyn, el Venus…
Al final me decidí por el Naughty Girl. Todavía no había mucha gente: una docena de occidentales solos en sus mesas, sobre todo ingleses y norteamericanos jóvenes, entre los veinticinco y los treinta años. En la pista de baile, una decena de chicas ondulaba lentamente al son de una especie de ritmo disco-retro. Unas llevaban un bikini blanco, otras se habían quitado el sujetador y sólo llevaban el
string
. Todas andarían por los veinte años: tenían la piel de un moreno dorado, cuerpos excitantes y flexibles. A mi izquierda había un viejo alemán sentado a una mesa con su Carlsberg: con su vientre imponente, la barba blanca y las gafas se parecía bastante a un profesor de universidad jubilado. Miraba, completamente hipnotizado, los jóvenes cuerpos que se movían delante de sus ojos; estaba tan quieto que por un momento creí que se había muerto.
Entraron en acción varias máquinas de humo, la música cambió a un
slow
polinesio. Las chicas se fueron y otras ocuparon su lugar, vestidas con guirnaldas de flores a la altura del pecho y el talle. Giraban suavemente, y las guirnaldas dejaban ver a veces los pechos, a veces el nacimiento de las nalgas. El viejo alemán seguía mirando el escenario; en cierto momento se quitó las gafas para limpiarlas, tenía los ojos húmedos. Estaba en el paraíso.
En realidad, las chicas no intentaban pescar a nadie, pero era posible invitar a una de ellas a beber algo, charlar un poco, eventualmente pagar al establecimiento un
bar fee
de quinientos baths y llevarse a la chica al hotel después de negociar el precio. Creo que la tarifa por la noche completa era de cuatro o cinco mil baths, poco más o menos el salario de un obrero no cualificado en Tailandia; pero Phuket es una escala cara. El viejo alemán le hizo una señal discreta a una de las chicas que, todavía con el
string
blanco, esperaba volver a escena. Ella se acercó enseguida y se instaló con familiaridad entre los muslos del viejo. Sus pechos redondos y jóvenes estaban a la altura de la cara del alemán, que había enrojecido de placer. Oí que ella le llamaba «Papá». Pagué el tequila con limón y me fui, un poco incómodo; tenía la impresión de asistir a una de las últimas alegrías del anciano, era demasiado conmovedor y demasiado íntimo.
Justo al lado del bar encontré un restaurante al aire libre y allí me senté a comer un plato de arroz con cangrejos. Casi todas las mesas estaban ocupadas por parejas compuestas por un occidental y una tailandesa; la mayoría parecían californianos, o la idea que la gente tiene de los californianos; en cualquier caso llevaban un
tong
. En realidad, quizás eran australianos, es fácil confundirlos; en cualquier caso tenían un aspecto sano, deportivo y bien alimentado. Eran el futuro del mundo. En ese momento, al ver a todos aquellos anglosajones jóvenes, irreprochables y llenos de futuro, comprendí hasta qué punto el turismo sexual era el futuro del mundo.
En la mesa de al lado, dos tailandesas de unos treinta años, de formas generosas, parloteaban con animación; estaban sentadas frente a dos jóvenes ingleses con el cráneo rapado, con pinta de presos posmodernos, que bebían penosamente sus cervezas sin pronunciar una palabra. Un poco más lejos, dos bolleras alemanas con pantalones de peto, bastante rechonchas, con el pelo muy corto y rojo, se habían dado el capricho de una deliciosa adolescente con el pelo largo y negro y un rostro de líneas muy puras, vestida con un
sarong
multicolor. También había dos árabes aislados, de nacionalidad indefinible; llevaban la cabeza envuelta en esa especie de paño de cocina con el que vemos a Arafat en sus apariciones televisivas. En resumen, allí estaba el mundo rico o medio rico, diciendo «presente» a la llamada inmutable y dulce del coño asiático. Lo más raro es que uno tenía la impresión de que después de mirar a cada pareja ya sabía si las cosas iban a ir bien o no. Las chicas se aburrían casi siempre, ponían cara larga o resignada, miraban de reojo las demás mesas. Pero algunas miraban a sus compañeros a los ojos con una actitud de espera amorosa, bebían sus palabras, les contestaban con animación; uno podía imaginar que las cosas podían llegar más lejos, que podía nacer una amistad o incluso una relación más duradera; sabía que los casos de matrimonio no eran poco frecuentes, sobre todo con los alemanes.
Por mi parte, no tenía muchas ganas de iniciar una conversación con una chica en un bar; generalmente estos intercambios, demasiado centrados en la naturaleza y el coste de la prestación sexual por venir, son decepcionantes. Prefería los salones de masaje, donde uno empieza por el sexo; a veces nace cierta intimidad, a veces no. En ciertos casos se puede prolongar la compañía en el hotel, y allí es donde uno se da cuenta de que la chica no siempre tiene ganas: a veces está divorciada, alguien tiene que cuidar a sus hijos; es triste, y está bien. Mientras terminaba el arroz, esbocé el guión de una película pornográfica de aventuras llamada
El salón de masaje
.
Sirien, una joven del norte de Tailandia, se enamora locamente de Bob, un estudiante norteamericano que ha ido a parar a su lado después de una noche cargadita en compañía de sus compañeros de pedo. Bob no la toca, se conforma con mirarla con sus bonitos ojos azul claro y hablarle de su tierra, Carolina del Norte o algo parecido. Después se ven varias veces cuando Sirien termina de trabajar, pero desgraciadamente Bob tiene que irse para acabar su último año de estudios en la Universidad de Yale. Elipsis. Sirien le espera ilusionada mientras atiende a las exigencias de sus numerosos clientes. Aunque pura de corazón, se la machaca y se la chupa ardientemente a un montón de franceses barrigones y bigotudos (papel secundario para Gérard Jugnot), amén de un montón de alemanes adiposos y calvos (papel secundario para un actor alemán). Al final Bob regresa e intenta sacarla de su infierno, pero la mafia china no está por la labor. Bob hace intervenir al embajador de Estados Unidos y a la presidenta de una asociación humanitaria que lucha contra la trata de jovencitas (papel secundario para Jane Fonda). Teniendo en cuenta las mafias chinas (evocación de las Tríadas) y la complicidad de los generales tailandeses (dimensión política, apelación a los valores de la democracia), lo lógico es que hubiera jaleo y persecuciones en Bangkok. Pero Bob conseguía llevársela. En una de las últimas escenas, Sirien desplegaba todos sus conocimientos sexuales, por primera vez con sinceridad. Todas aquellas pollas que había chupado siendo una humilde empleada de salón de masajes, las había chupado esperando la polla de Bob, que reunía todas las demás; en fin, habría que ver el diálogo. Fundido encadenado sobre los dos ríos (el Chao Phraya y el Delaware). Créditos. Para la explotación europea ya se me había ocurrido una publicidad especial, un poco del tipo «Si le gustó
El salón de música
, le encantará
El salón de masajes
.».
Bueno, de momento era todo bastante vago, me faltaban los socios. Pagué, me levanté, anduve ciento cincuenta metros rechazando diversas proposiciones y me encontré delante del Pussy Paradise. Empujé la puerta y entré. Tres metros más allá reconocí a Robert y a Lionel, que bebían unos irish coffes.
Al fondo, detrás de un cristal, había unas cincuenta chicas sentadas en gradas, cada una con su número. Un camarero se acercó rápidamente a mí. Lionel volvió la cabeza, me vio, y una expresión de vergüenza se extendió por su cara. Robert se volvió a su vez y me invitó con un gesto lento a unirme a ellos.
Lionel se mordía los labios, no sabía dónde meterse. El camarero apuntó mi pedido.
—Soy de derechas… —dijo Robert sin motivo aparente—.
Pero cuidado…
Movió el índice, como para ponerme en guardia. Yo había notado que desde el principio del viaje se imaginaba que yo era de
izquierdas
, y que esperaba la ocasión propicia para iniciar una conversación conmigo; pero yo no tenía la menor intención de entrar en ese jueguecito. Encendí un cigarrillo; él me miró de arriba abajo con severidad.
—La felicidad es cosa delicada —dijo con voz sentenciosa—; es difícil encontrarla dentro de nosotros, e imposible encontrarla en otra parte. — Al cabo de unos segundos, añadió con voz severa—: Chamfort.
Lionel le miraba con admiración, como si hubiera caído completamente bajo su encanto. La frase me parecía discutible: quizás se habría aproximado más a la realidad invirtiendo «difícil» e «imposible»; pero yo no tenía ganas de proseguir el diálogo, lo más importante era volver a una situación turística normal. Además empezaba a tener ganas de la 47, una tailandesa pequeña y muy esbelta, por no decir muy delgada, pero con labios gruesos y aspecto amable; llevaba una minifalda roja y medias negras. Consciente de mi distracción, Robert se dirigió a Lionel.