Authors: Michel Houellebecq
—Creo en la verdad —dijo en voz baja—. Creo en la verdad y en el principio de la prueba experimental.
Escuchando con una sola oreja, me enteré con sorpresa de que era catedrático de Matemáticas, y que de joven había escrito trabajos prometedores sobre los grupos de Lie.
Reaccioné vivamente ante esta información: así que había algunos ámbitos, algunos campos de la inteligencia humana donde él había sido el primero en percibir claramente la verdad, en llegar a una certeza absoluta, demostrable.
—Sí… —concedió él, casi a regañadientes—. Naturalmente, todo eso volvió a ser demostrado en un marco más general.
Luego se había dedicado a la enseñanza, sobre todo en los cursos preparatorios; no le había gustado dedicar los años de su edad madura a hacer empollar en el último momento a unos jóvenes imbéciles cuya única obsesión era entrar en la Politécnica o en la Central, y eso hablando de los más dotados.
—De todas formas —añadió—, no tenía madera de matemático creador. Muy pocos la tienen.
Hacia finales de los años setenta, había participado en una comisión ministerial para la reforma de la enseñanza de las matemáticas; una bonita gilipollez, según confesó. Ahora tenía cincuenta y tres años; se había jubilado tres años antes, y desde entonces se dedicaba al turismo sexual. Había estado casado tres veces.
—Soy racista… —dijo alegremente—. Me he convertido en un racista… Uno de los primeros efectos de viajar es que se refuerzan o se crean prejuicios sociales, porque ¿cómo nos imaginamos a los demás antes de conocerlos? Idénticos a nosotros, por supuesto; y sólo poco a poco nos damos cuenta de que la realidad es ligeramente distinta. Cuando puede, el occidental
trabaja
; su trabajo suele aburrirle o exasperarle, pero él finge que le interesa. A los cincuenta años, cansado de la enseñanza, de las matemáticas y de todo lo demás, decidí descubrir el mundo. Acababa de divorciarme por tercera vez; a nivel sexual, no esperaba nada de particular. Primero viajé a Tailandia; inmediatamente después fui a Madagascar.
Desde entonces no he vuelto a follar con una blanca; ni siquiera he vuelto a tener ganas de hacerlo. Créame —dijo, poniendo una mano firme en el antebrazo de Lionel—, ya no encontrará en una blanca el coño suave, dócil, flexible y musculoso, todo eso ha desaparecido por completo.
La 47 se dio cuenta de que la miraba con insistencia; me sonrió y cruzó las piernas muy alto, revelando un liguero escarlata. Robert seguía exponiendo sus ideas.
—En la época en que los blancos se consideraban superiores —dijo—, el racismo no era peligroso. Para los colonos, los misioneros y los profesores laicos del siglo diecinueve, el negro era un animal no demasiado malo, con costumbres entretenidas, una especie de mono un poco más evolucionado. En el peor de los casos lo consideraban una provechosa bestia de carga, capaz de llevar a cabo tareas complejas; en el mejor, un alma zafia, poco pulida, pero capaz de elevarse hasta Dios, o hasta la razón occidental—, mediante la educación. De todos modos veían en él a un «hermano inferior», y no sentimos odio por un inferior, todo lo más una bondad despreciativa. Ese racismo benévolo, casi humanista, ha desaparecido por completo. Desde el momento en que los blancos empezaron a considerar a los negros sus
iguales
, estaba claro que tarde o tempranos los considerarían
superiores
. La noción de igualdad no tiene el menor fundamento en el ser humano. — Volvió a alzar el índice. Por un momento creí que iba a citar sus fuentes, La Rochefoucauld o no sé quién, pero no. Lionel frunció el ceño a causa de la concentración—.
Y cuando los blancos se creen inferiores —continuó Robert, preocupado por que le entendieran—, todo está dispuesto para la aparición de un nuevo racismo, basado en el masoquismo: históricamente, son estas condiciones las que han llevado a la violencia, a la guerra interracial y a la masacre. Por ejemplo, todos los antisemitas están de acuerdo en conceder a los judíos
cierto tipo
de superioridad: al leer los escritos antisemitas de la época, lo que más llama la atención es el hecho de que se considera al judío más inteligente, más astuto, con cualidades especiales para las finanzas y, encima, para la solidaridad comunitaria. Resultado: seis millones de muertos.
Le eché otra mirada a la 47: el compás de espera es un momento excitante, sería maravilloso hacerlo durar mucho tiempo; pero se corre el riesgo de que la chica se vaya con otro cliente. Le hice al camarero un discreto gesto con la mano.
—¡Yo no soy judío! — exclamó Robert, creyendo que iba a hacerle una objeción. Desde luego, podría haber objetado varias cosas: al fin y al cabo estábamos en Tailandia, y los blancos nunca han considerado a los individuos de raza amarilla como «hermanos inferiores», sino como seres evolucionados, miembros de civilizaciones diferentes, complejas, ocasionalmente peligrosas; también habría podido observar que nosotros estábamos allí para follar, y que esas discusiones nos hacían perder tiempo; en el fondo, mi objeción principal era ésa. El camarero se acercó a nuestra mesa; con un gesto rápido, Robert le indicó que nos sirviera otra ronda.
—
I need a girl
—dije yo con voz aguda—.
The girl number four seven
!. Él me miraba con expresión inquieta e interrogativa; un grupo de chinos acababa de instalarse en la mesa de al lado, armaban un ruido espantoso.
—
The girl numbe four seven
! — dije a grito pelado, separando las sílabas.
Esta vez me entendió, sonrió ampliamente y se dirigió a un micrófono colocado delante del cristal, donde articuló unas cuantas palabras. La chica se levantó, descendió las gradas y se dirigió a una salida lateral, alisándose el pelo.
—El racismo —continuó Robert mirándome de reojo— parece caracterizado, al principio, por una mayor antipatía, un impulso competitivo más violento entre machos de raza diferente; pero su corolario es el aumento del deseo sexual por las hembras de la otra raza. Lo que está realmente en juego en la lucha racial —dijo con claridad— no es ni económico ni cultural, sino biológico y brutal: es la competencia por la vagina de las mujeres jóvenes.
Me dio la impresión de que estaba a punto de empezar a discursear sobre el darwinismo; en ese momento el camarero volvió a nuestra mesa acompañado de la número 47. Robert la miró despacio de arriba abajo.
—Ha elegido bien… —dijo sombríamente—, parece muy guarra.
La chica sonrió con timidez. Yo le metí una mano bajo la falda y le acaricié las nalgas, como para protegerla. Ella se apretó contra mí.
—Es verdad que en mi barrio ya no son los blancos los que dictan las normas… —intervino Lionel, sin necesidad aparente.
—¡Exactamente! — aprobó Robert con energía—. Tienen ustedes miedo, y con razón. Creo que en los próximos años aumentará la violencia racial en Europa; y todo eso acabará en guerra civil —dijo, con los primeros espumarajos de rabia—; todo se arreglará a golpe de kaláshnikov.
Se bebió el cóctel de un trago; Lionel empezaba a mirarlo con un poco de aprensión.
—¡A mí que no me jodan! — añadió, dejando el vaso en la mesa con violencia—. Soy occidental, pero puedo vivir donde me dé la gana, y por el momento sigo siendo yo quien tiene la pasta. He estado en Senegal, en Kenia, en Tanzania, en Costa de Marfil. Cierto que las chicas de allí no son tan expertas como las tailandesas, no son tan dulces, pero están bien hechas y tienen un coño fragante.
Debieron de venirle a la cabeza algunos recuerdos en ese momento, porque se calló de golpe.
—
What is your name?
—aproveché para preguntarle a la número 47.
—
I’m Sin
. — dijo ella. Los chinos de la mesa de al lado habían elegido y se dirigían a los pisos de arriba con carcajadas y risitas; volvió a reinar un relativo silencio.
—Las negritas se ponen a cuatro patas, te presentan el coño y el culo —continuó Robert, pensativo—, y el interior del coño es completamente rosa… —añadió en un murmullo.
Yo también me levanté. Lionel me miró agradecido; obviamente estaba contento de que yo me fuera con una chica antes que él, le parecía menos incómodo. Yo hice una pequeña inclinación de cabeza para despedirme de Robert. Miraba la sala —y, más allá, al género humano— sin la menor amabilidad, con expresión dura, los rasgos crispados en una mueca amarga. Ya se había expresado, o por lo menos había tenido la oportunidad de hacerlo; pensé que yo le iba a olvidar con bastante rapidez. De repente me pareció un hombre derrotado, acabado; me dio la impresión de que ni siquiera le quedaban ganas de hacer el amor con aquellas chicas. Se puede describir la vida como un proceso de inmovilización, muy evidente en el bulldog francés, tan vivaracho de joven y tan apático de adulto. En Robert, el proceso estaba ya muy avanzado; quizás todavía tenía erecciones, pero no era muy seguro; uno siempre puede hacerse el listo, dar la impresión de haber entendido un poco la vida, pero lo cierto es que la vida se acaba. Mi suerte se parecía a la suya, compartíamos la misma derrota; sin embargo, yo no sentía ninguna clase de solidaridad. A falta de amor, no se puede santificar nada. Bajo los párpados se fusionan las manchas luminosas; hay visiones y hay sueños. Pero eso ya no concierne al hombre, que espera la noche; y la noche cae. Pagué dos mil baths al camarero, que me precedió hasta la doble puerta que llevaba a los pisos superiores. Sin me llevaba de la mano; durante una o dos horas iba a intentar hacerme feliz.
Es muy raro dar, en un salón de masajes, con una chica que tenga ganas de hacer el amor, eso es obvio. En cuanto llegamos a la habitación, Sin se arrodilló delante de mí, me bajó el pantalón y el slip y se metió mi sexo en la boca. Empecé a ponerme duro en el acto. Ella frunció los labios y sacó el glande a pequeños lengüetazos. Yo cerré los ojos, sentía vértigo, tenía la sensación de que me iba a correr en su boca.
Ella se detuvo en seco, se desnudó sonriendo, dobló la ropa y la puso en una silla.
—
Massage later
… —dijo mientras se tumbaba en la cama; luego separó los muslos.
Ya estaba dentro de ella, e iba y venía con fuerza, cuando me di cuenta de que había olvidado ponerme un preservativo. Según los informes de Médicos del Mundo, la tercera parte de las prostitutas tailandesas eran seropositivas. Sin embargo, no puedo decir que sintiera un escalofrío de terror; sólo me sentí ligeramente irritado. Estaba claro que las campañas de prevención contra el sida eran un completo fracaso.
Aun así, se me había puesto un poco floja.
—
Something wrong?
. —preguntó ella, inquieta, enderezándose sobre los codos.
—
Maybe… a condom
—dije yo, incómodo.
—
No problem, no condom… I’m OK!
— exclamó ella alegremente.
Me cogió los huevos en la palma de una mano, y me acarició la polla con la palma de la otra mano. Yo me tumbé de espaldas y me abandoné a la caricia. El movimiento de su palma se volvió más rápido, y sentí que la sangre me afluía otra vez al sexo. Al fin y al cabo, a lo mejor había controles médicos o algo así. Cuando la tuve dura ella se sentó sobre mí y se la hundió de golpe. Crucé las manos sobre sus riñones; me sentía invulnerable. Ella empezó a mover la pelvis con breves sacudidas, cada vez más excitada; yo separé los muslos para penetrarla más a fondo. El placer era intenso, casi embriagador; yo respiraba muy despacio para controlarme, me sentía reconciliado. Ella se tumbó sobre mí y frotó vivamente su pubis contra el mío, lanzando grititos de placer; yo subí las manos y le acaricié la nuca. Cuando llegó al orgasmo se quedó quieta, dejó escapar un largo jadeo y se derrumbó sobre mi pecho. Yo seguía dentro de ella, sentía las contracciones de su vagina. Ella tuvo otro orgasmo, una contracción muy profunda, que venía del interior. La abracé con fuerza, involuntariamente, y eyaculé con un grito. Ella se quedó quieta, con la cabeza en mi pecho, durante unos diez minutos; después se levantó y me propuso que nos diéramos una ducha. Me secó con mucha delicadeza, dándome golpecitos con la toalla, como se hace con los bebés. Me senté en el sofá y le ofrecí un cigarrillo.
—
We have time
… —me dijo—.
We have a little time
. Me enteré de que tenía treinta y dos años. No le gustaba su trabajo, pero su marido se había ido y la había dejado sola con dos hijos.
—
Bad man
—dijo—.
Thai men, bad men
. Le pregunté si había hecho amistad con algunas de las otras chicas. No mucho, contestó; la mayoría eran jóvenes y descerebradas, se gastaban todo lo que ganaban en ropa y perfumes. Ella no era así, era seria y metía su dinero en el banco. Dentro de unos años podría dejarlo y volver a vivir en su pueblo; sus padres ya eran mayores y necesitaban ayuda.
Al despedirme, le di una propina de dos mil baths; era ridículo, demasiado. Ella cogió los billetes con incredulidad y me saludó varias veces, con las manos juntas a la altura del pecho.
—
You good man
—dijo. Se puso la minifalda y las medias; le quedaban dos horas de trabajo antes del cierre. Me acompañó a la puerta y juntó las manos una vez más.
—
Take care
—dijo—.
Be happy
. Salí a la calle un poco pensativo. La última etapa del viaje empezaba al día siguiente, a las ocho de la mañana. Me pregunté cómo habría pasado Valérie su día libre.
—Estuve comprando regalos para mi familia —dijo ella—.
Encontré unas conchas maravillosas.
El barco surcaba las aguas azul turquesa, entre acantilados calcáreos cubiertos por una espesa selva; así era exactamente como yo imaginaba el escenario de
La isla del tesoro
.
—Hay que reconocer que, a pesar de todo, la naturaleza, sí… —dije.
Valérie me miró con expresión atenta; se había recogido el pelo en un moño, pero algunos rizos volaban al viento a ambos lados de su cara.
—A pesar de todo, la naturaleza, hay veces… —continué, desalentado. Debería haber
clases de conversación
, igual que hay clases de bailes de salón; estaba claro que yo me había dedicado en exceso a la contabilidad y había perdido el contacto.
—¿Se da cuenta de que hoy es treinta y uno de diciembre? — dijo ella, sin alterarse.
Yo miré en torno a mí el cielo inmutable, el océano turquesa; no, la verdad es que no me había dado cuenta. Los seres humanos han tenido que echar mano de un gran valor para colonizar las regiones frías.