¿Por qué leer los clásicos? (3 page)

BOOK: ¿Por qué leer los clásicos?
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Las pruebas de su identidad son para la nodriza la huella de una dentellada de jabalí, para su mujer el secreto de la fabricación del lecho nupcial con una raíz de olivo, para el padre una lista de árboles frutales: señales todas que nada tienen de realeza, y que equiparan a un héroe con un cazador furtivo, con un carpintero, con un hortelano. A estas señales se añaden la fuerza física, una combatividad despiadada contra los enemigos, y sobre todo el favor evidente de los dioses, que es lo que convence también a Telémaco, pero sólo por un acto de fe.

A su vez Ulises, irreconocible, al despertar en Itaca no reconoce su patria. Tendrá que intervenir Atenea para garantizarle que Itaca es realmente Itaca. En la segunda mitad de la Odisea, la crisis de identidad es general. Sólo el relato garantiza que los personajes y los lugares son los mismos personajes y los mismos lugares. Pero también el relato cambia. El relato que el irreconocible Ulises narra al pastor Eumeo, después al rival Antinoo y a la misma Penélope, es otra Odisea, totalmente diferente: las peregrinaciones que han llevado desde Creta hasta allí al personaje ficticio que él dice ser, un relato de naufragios y piratas mucho más verosímil que el relato que él mismo había contado al rey de los feacios. ¿Quién nos dice que no sea esta la «verdadera» Odisea? Pero esta nueva Odisea remite a otra Odisea más: en sus viajes el cretense había encontrado a Ulises: así es como Ulises cuenta de un Ulises que viaja por países por donde la Odisea que se da por «verdadera» no lo hizo pasar.

Que Ulises es un mistificador ya se sabe antes de la Odisea. ¿No fue él quien ideó la gran superchería del caballo? Y en el comienzo de la Odisea, las primeras evocaciones de su personaje son dos
flash-back
de la guerra de Troya contados sucesivamente por Elena y por Menelao: dos historias de simulación. En la primera penetra bajo engañosos harapos en la ciudad sitiada llevando la mortandad; en la segunda está encerrado dentro del caballo con sus compañeros y consigue impedir que Elena, incitándolos a hablar, los desenmascare.

(En ambos episodios Ulises se encuentra frente a Elena: en el primero como una aliada, cómplice de la simulación: en el segundo como adversaria que finge las voces de las mujeres de los aqueos para inducirlos a traicionarse. El papel de Elena resulta contradictorio pero es siempre la contramarca de la simulación. De la misma manera, también Penélope se presenta como una simuladora con la estratagema de la tela: la tela de Penélope es una estratagema simétrica de la del caballo de Troya, y es a la par un producto de la habilidad manual y de la falsificación: las dos principales cualidades de Ulises son también las de Penélope.)

Si Ulises es un simulador, todo el relato que hace al rey de los feacios podría ser falso. De hecho sus aventuras marineras, concentradas en cuatro libros centrales de la Odisea, rápida sucesión de encuentros con seres fantásticos (que aparecen en los cuentos del folclore de todos los tiempos y países: el ogro Polifemo, los veinte encerrados en el odre, los encantamientos de Circe, sirenas y monstruos marinos), contrastan con el resto del poema, en el que dominan los tonos graves, la tensión psicológica, el
crescendo
dramático que gravita hacia un final: la reconquista del reino y de la esposa asediados por los proceos. Aquí también se encuentran motivos comunes a los de los cuentos populares, como la tela de Penélope y la prueba del tiro al arco, pero estamos en un terreno más cercano a los criterios modernos de realismo y verosimilitud: las intervenciones sobrenaturales tienen que ver solamente con las apariciones de los dioses del Olimpo, habitualmente ocultos bajo apariencia humana.

Es preciso sin embargo recordar que idénticas aventuras (sobre todo la de Polifemo) son evocadas también en otros lugares del poema; por lo tanto el propio Homero las confirma, y no sólo eso, sino que los mismos dioses discuten de ello en el Olimpo. Y que también Menelao, en la Telemaquia, cuenta una aventura del mismo tipo (las del cuento popular) que la de Ulises: el encuentro con el viejo del mar. No nos queda sino atribuir la diferencia de estilo fantástico a ese montaje de tradiciones de distinto origen, transmitidas por los aedos y que confluyeron después en la Odisea homérica, que en el relato de Ulises en primera persona revelaría su estrato más arcaico.

¿Más arcaico? Según Alfred Heubeck, las cosas hubieran podido tomar un rumbo absolutamente opuesto. Antes de la
Odisea
(incluida la
Ilíada)
Ulises siempre había sido un héroe épico, y los héroes épicos, como Aquiles y Héctor en la
Ilíada
, no tienen aventuras del tipo de las de los cuentos populares, a base de monstruos y encantamientos. Pero el autor de la
Odisea
tiene que mantener a Ulises alejado de la casa durante diez años, desaparecido, inhallable para los familiares y los ex compañeros de armas. Para ello debe hacerle salir del mundo conocido, pasar a otra geografía, a un mundo extrahumano, a un más allá (no por nada sus viajes culminan en la visita a los Infiernos). Para este destierro fuera de los territorios de la épica, el autor de la
Odisea
recurre a tradiciones (estas sí, más arcaicas) como las empresas de Jasón y los Argonautas.

Por tanto la
novedad
de la
Odisea
es haber enfrentado a un héroe épico como Ulises «con hechiceras y gigantes, con monstruos y devoradores de hombres», es decir, en situaciones de un tipo de saga más
arcaica
, cuyas raíces han de buscarse «en el mundo de la antigua fábula y directamente de primitivas concepciones mágicas y xamánicas».

Aquí es donde el autor de la
Odisea
muestra, según Heubeck, su verdadera modernidad, la que nos lo vuelve cercano y actual: si tradicionalmente el héroe épico era un paradigma de virtudes aristocráticas y militares, Ulises es todo esto, pero además es el hombre que soporta las experiencias más duras, los esfuerzos y el dolor y la soledad. «Es cierto que también él arrastra a su público a un mítico mundo de sueños, pero ese mundo de sueños se convierte en la imagen especular del mundo en que vivimos, donde dominan necesidad y angustia, terror y dolor, y donde el hombre está inmerso sin posibilidad de escape.»

Stephanie West, aunque parte de premisas diferentes de las de Heubeck, formula una hipótesis que convalidaría su razonamiento: la hipótesis de que haya existido una Odisea alternativa, otro itinerario del regreso, anterior a Homero. Homero (o quien haya sido el autor de la
Odisea
), encontrando este relato de viajes demasiado pobre y poco significativo, lo habría sustituido por las aventuras fabulosas, pero conservando las huellas de los viajes del seudocretense. En realidad en el proemio hay un verso que debería presentarse como la síntesis de toda la
Odisea
: «De muchos hombres vi las ciudades y conocí los pensamientos». ¿Qué ciudades? ¿Qué pensamientos? Esta hipótesis se adaptaría mejor al relato de los viajes del seudocretense...

Pero apenas Penélope lo ha reconocido en el tálamo reconquistado, Ulises vuelve a narrar el relato de los cíclopes, de las sirenas... ¿No es quizá la
Odisea
el mito de todo viaje? Tal vez para Ulises-Homero la distinción mentira-verdad no existía, él contaba la misma experiencia ya en el lenguaje de lo vivido, ya en el lenguaje del mito, así como para nosotros también todo viaje nuestro, pequeño o grande, es siempre Odisea.

[1983]

Jenofonte,
Anábasis

La impresión más fuerte que produce Jenofonte, al leerlo hoy, es la de estar viendo un viejo documental de guerra, como vuelven a proyectarse de vez en cuando en el cine o en la televisión. La fascinación del blanco y negro de la película un poco desvaída, con crudos contrastes de sombras y movimientos acelerados, nos asalta espontáneamente en fragmentos como éste (capítulo V del libro IV):

«Desde allí recorrieron, a través de una llanura cubierta de mucha nieve, en tres etapas, cinco parasangas. La tercera fue difícil: soplaba de frente un viento del norte que lo quemaba absolutamente todo y que helaba a los hombres [...]. Los ojos estaban protegidos de la nieve, si se avanzaba con algo negro puesto delante de ellos, y los pies, moviéndose sin estar nunca quietos, y descalzándose por la noche [...]. Por tanto, debido a tales penalidades, algunos soldados quedaban rezagados. Al ver un espacio negro porque había desaparecido allí la nieve, imaginaron que se había fundido. Y se había fundido a causa de una fuente que estaba cerca humeando en el valle».

Pero Jenofonte tolera mal las citas: lo que cuenta es la sucesión continua de detalles visuales y de acciones; es difícil encontrar un pasaje que ejemplifique cabalmente el placer siempre variado de la lectura. Tal vez éste, dos páginas atrás:

«Algunos de los que se habían alejado del campamento decían que habían visto por la noche resplandecer muchas hogueras. Entonces los estrategos pensaron que no era seguro acampar dispersos, sino que debían reunir de nuevo al ejército. Así lo hicieron. Y pareció que el cielo se despejaba. Mientras ellos pasaban la noche aquí, cayó una inmensa nevada que cubrió el campamento y los hombres tendidos en el suelo. La nieve trababa las patas de las acémilas. Daba mucha pereza levantarse, pues mientras estaban echados, la nieve caída les proporcionaba calor, en tanto no se deslizaba de sus cuerpos. Con todo, Jenofonte tuvo la osadía de levantarse desnudo y ponerse a partir leña. Rápidamente se levantó un soldado y luego otro que lo relevó en esta tarea. A continuación se levantaron otros, encendieron fuego y se ungieron. Pues había aquí muchos ungüentos, que utilizaban en vez de aceite de oliva: manteca de cerdo, aceite de sésamo y aceite de almendras amargas y de terebinto. Encontraron también perfumes extraídos de estas mismas materias».

El paso rápido de una representación visual a otra, de ésta a la anécdota, y de aquí a la notación de costumbres exóticas: tal es el tejido que sirve de fondo a un continuo desgranarse de aventuras, de obstáculos imprevistos opuestos a la marcha del ejército errante. Cada obstáculo es superado, por lo general, gracias a una astucia de Jenofonte: cada ciudad fortificada que hay que asaltar, cada formación enemiga que se opone en campo abierto, cada paso, cada cambio atmosférico requiere una idea ingeniosa, un hallazgo, una iluminación genial, una invención estratégica del narrador-protagonista-caudillo. Por momentos Jenofonte parece uno de esos personajes infantiles de tebeo que en cada viñeta se las ingenia para salir de situaciones imposibles; más aún, como en los cuentos infantiles, los protagonistas del episodio suelen ser dos, los dos oficiales rivales, Jenofonte y Quirísofo, el ateniense y el espartano, y la invención de Jenofonte siempre es la más astuta, generosa y decisiva.

En sí mismo el tema de la
Anábasis
habría dado para un relato picaresco o heroico-cómico: diez mil mercenarios griegos, reclutados con falaz pretexto por un príncipe persa, Ciro el joven, para una expedición al interior de Asia Menor, destinada en realidad a derrocar a su hermano Artajerjes II, son derrotados en la batalla de Cunaxa, y se encuentran sin jefes, lejos de la patria, tratando de abrirse el camino de regreso entre poblaciones enemigas. Lo único que quieren es volver a casa, pero cualquier cosa que hagan constituye un peligro público: los diez mil, armados, hambrientos, por donde quiera que pasen pillan y destruyen como una plaga de langostas, llevándose consigo un gran séquito de mujeres.

Jenofonte no era alguien que se dejara tentar por el estilo heroico de la epopeya ni que gustara —como no fuese ocasionalmente— de los aspectos truculentos de una situación como aquélla. El suyo es el memorial técnico de un oficial, un diario de viaje con todas las distancias, puntos de referencia geográficos y noticias sobre los recursos vegetales y animales, y una reseña de los problemas diplomáticos, logísticos, estratégicos, así como de sus respectivas soluciones.

El relato está entretejido de «actas de reunión» del estado mayor y de arengas de Jenofonte a las tropas o a embajadores de los bárbaros. De estos trozos oratorios yo conservaba desde las aulas escolares el recuerdo de un gran tedio, pero me equivocaba. El secreto, al leer la
Anábasis
, es no saltarse nunca nada, seguir todo punto por punto. En cada una de esas arengas hay un problema político: de política exterior (los intentos de establecer relaciones diplomáticas con los príncipes y los jefes de los territorios por los que no se puede pasar sin permiso) o de política interna (las discusiones entre los jefes helénicos, con las habituales rivalidades entre atenienses y espartanos, etc.). Y como el libro está escrito en pugna con otros generales, en cuanto a la responsabilidad de cada uno en la dirección de aquella retirada, el fondo de las polémicas abiertas o sólo insinuadas hay que extraerlo de esas páginas.

Como escritor de acción, Jenofonte es ejemplar; si lo comparamos con el autor contemporáneo que podría ser su equivalente —el coronel Lawrence— vemos que la maestría del inglés consiste en suspender —como sobrentendiendo la exactitud puramente fáctica de la prosa— un halo de maravilla estética y ética en torno a las vicisitudes y a las imágenes; en el griego no, la exactitud y la sequedad no sobrentienden nada: las duras virtudes del soldado no quieren ser sino las duras virtudes del soldado.

Hay, sí, un
pathos
en la
Anábasis
: es el ansia por regresar, el miedo al país extranjero, el esfuerzo por no dispersarse porque mientras estén juntos en cierto modo llevarán consigo la patria. Esta lucha por el regreso de un ejército conducido a la derrota en una guerra que no es la suya y abandonado a sí mismo, ese combatir, ahora solos, para abrirse una vía de escape contra ex aliados y ex enemigos, todo ello hace que la
Anábasis
se acerque a un filón de nuestras lecturas recientes: los libros de memorias sobre la retirada de Rusia de los soldados alpinos italianos. No es un descubrimiento de hoy: en 1953 Elio Vittorini, al presentar lo que quedaría como un libro ejemplar en su género,
Il sergente nella neve
, de Mario Rigoni Stern, lo define como «pequeña anábasis dialectal». Y en realidad los capítulos de la retirada en la nieve de la
Anábasis
(de donde proceden mis citas anteriores) son ricos en episodios que podrían equipararse a los del
Sergente
.

Es característico de Rigoni Stern, y de otros de los mejores libros italianos sobre la retirada de Rusia, que el narrador-protagonista sea un buen soldado, como Jenofonte, y hable de las acciones militares con competencia y celo. Para ellos como para Jenofonte, en el derrumbe general de las ambiciones más pomposas, las virtudes guerreras se convierten en virtudes prácticas y solidarias por las que se mide la capacidad de cada uno para ser útil no sólo a sí mismo, sino también a los otros. (Recordemos
La guerra dei poveri
, de Nuto Revelli, por el apasionado furor del oficial decepcionado; y otro buen libro injustamente olvidado,
I lunghi fucili
, de Cristoforo M. Negri.)

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