«Ellen, llegaremos a las estrellas. Si lo hacemos, será en naves que naveguen en el espacio a velocidades sublumínicas, lo que se llevará generaciones enteras de criaturas para una travesía interestelar, o enviando colonizadores a otros mundos en estado de hibernación por siglos de viaje cósmico. Pero yo soy de los que creen que esto no se hará así. La Relatividad nos dice que es imposible exceder la velocidad de la luz; pero la Relatividad, en fin de cuentas, no deja de ser una teoría. En ella pueden producirse fallos o nuevos descubrimientos. El hiperespacio, el subespacio, sea lo que sea, pueden existir y hacerse realidad. Y si existe esa probabilidad, la encontraremos. No nos rendiremos jamás, ni venderemos nuestra vida por un plato de lentejas.»
Ellen estaba sonriéndome mientras me escuchaba encantada.
—Tú perteneces a esa raza de hombres que no la venderían, Max. Y… es tan encantador oírte decir esas cosas. Sí, creo en ti con toda mi alma. En realidad no lo hice al principio; pero ahora sí. —Entonces se produjo como una inflexión de voz infantil en sus palabras—. En realidad, nos estamos dirigiendo hacia las estrellas.
—Por ahora no, querida. Pero es sólo cuestión de tiempo, como será el próximo salto en el sistema solar, a Júpiter. También esto ha sido una cuestión de tiempo. Muy poco tiempo, por cierto, gracias a ti.
—Gracias a los dos, cariño. Este es nuestro cohete. Sólo me gustaría una cosa: ir contigo en él.
—¿Ir conmigo…? —Y me quedé mirándola fijamente.
Ella sonrió de nuevo.
—¿No crees que ya te conozco, Max? ¿No crees que te conozco íntimamente y en la forma en que funciona tu mente? Sé que darías tu otra pierna y tus dos brazos, para no mencionar toda tu vida, y pilotar ese cohete hacia Júpiter por ti mismo, sabiendo que tienes suficiente confianza en ti mismo para saber hacerlo. ¿Es que no sé acaso que harás lo imposible por intentar conseguirlo?
No respondí.
—Está bien, Max. Yo quiero ir, si tú pudieses hacerlo. Incluso si tuvieras que matarte en el intento, quisiera tener la oportunidad de morir junto a ti en esa forma.
Apreté su mano. No había nada que pudiera pensar en decirle, absolutamente nada.
—Max, si yo muero…
—Por favor, mujer… no pienses en semejante tontería. Vivirás. Te suplico que no hables de eso.
—Está bien, después de esto, no te volveré a hablar más de ello. Pero hay un sobre en aquella vitrina. Guárdalo en el bolsillo.
Recogí el sobre y lo deposité en uno de mis bolsillos.
—¿Qué es? —pregunté a Ellen.
—Es un poco de mi cabello que rogué lo conservaran al operarme. No quise explicar a nadie qué estúpidamente sentimental soy y por tanto les dije que deseaba una muestra para el caso de que mis cabellos volvieran a crecer grises y entonces poder teñírmelos del mismo color. Pero los quería para ti, Max. Quiero que los lleves contigo, cuando hagas ese viaje. Quiero que una parte de mí misma, te acompañe y que los tengas allí donde desembarques en cualquiera de las lunas de Júpiter. ¿No lo tomarás como una tontería de mi parte, verdad, Max?
Denegué con la cabeza porque en aquellos instantes no tenía confianza en mi voz, de haber hablado o dicho algo.
—Querido —continuó Ellen—, si muero, quiero que pienses en mí cuando te halles en el espacio, alrededor de Júpiter. Quiero estar siempre contigo, tan cerca como sea posible.
—Ellen, tú vivirás. Métete eso en tu cabeza. Pero si lo haces como si no, si yo consigo ir en ese cohete cósmico, tú estarás conmigo a cada instante, en cada minuto de mi existencia, despierto o en sueños. Estarás conmigo, Ellen, tú estarás siempre conmigo, amor mío.
* * *
Todavía quería permanecer a su lado; pero la visita terminó. Quise permanecer al teléfono constantemente, hasta que Ellen se hallase realmente fuera de peligro. Y así cené en mi habitación del hotel aquella noche, matando el tiempo con algunas revistas, hasta que el sueño me venció.
La noche transcurrió con una espantosa lentitud.
Me desperté constantemente y una de las veces, el teléfono llamó a las tres y cuarto de la madrugada.
Por el teléfono me llegó la espantosa noticia de que Ellen había muerto.
* * *
Estaba sentado en el bar. En mis manos había una bebida y me temblaban tan ostensiblemente que apenas podía tomármela con la ayuda de las dos. Ni siquiera la había probado. Sólo había intentado levantarla.
Me quedé fijamente mirando a través del licor del vaso.
No la probaría, me dije a mí mismo. Si, tal y como me sentía, tomaba aunque fuese un sorbo, estaba perdido. Tomaría un segundo y otro y después otra bebida y otra…
No me conduciría así esta vez. No acudiría a la transitoria muerte del olvido ahogado en el alcohol, la evasión acostumbrada de los grandes sufrimientos. Esta vez, no.
Debía demasiadas cosas.
Ellen me había dado demasiado. Su amor. Su vida. Nuestro cohete cósmico. El cohete se construiría ahora. Iría a Júpiter. Ella había deseado que se construyera y había deseado que yo lo pilotase de ser posible.
No permitiría dejarme arrastrar por la bebida, porque conociéndome sabía que nadie me sacaría de tal estado. Además, según recordé súbitamente, había hecho una promesa. Había prometido específicamente a Ellen, que si ella moría, no dejaría de hacer lo que ella deseaba que hiciese.
Volvía a poner el vaso en la barra del bar y me marché. Volví a mi hotel y a mi habitación. Era ya media mañana, las diez. Creo que anduve deambulando desde las tres y media de la madrugada, sin saber dónde había estado hasta hallarme frente a un vaso de licor en el bar.
Desde la habitación, telefoneé a Klockerman. Se lo conté todo.
—¡Dios mío, Max! ¿Qué podría decirte, pobre amigo?
—Nada —repuse—. No intentes decir nada. Sólo quería que lo supieras.
—Tomaré el primer avión cohete para volver a Los Ángeles.
—No, Klocky. Si es para asistir al funeral lo que tienes en la mente, debes saber que ella no lo deseó en absoluto, haciéndome prometer tal cosa. Y si es por el aeropuerto, no lo hagas, te lo ruego. Permíteme volver inmediatamente y dirigirlo por una temporada, por tanto tiempo como tú estés de vacaciones.
—¿Estás seguro de que eso es lo que deseas hacer, Max?
—Es lo que tengo que hacer. Lo único que puedo hacer, Klocky. Voy a tomar el primer cohete de vuelta. Voy a volver y a trabajar como un condenado.
* * *
Nunca supe si el funeral de Ellen tuvo lugar en Washington o en Los Ángeles. Me engolfé en mí trabajo como un maniático, sin leer los periódicos y tomando cada noche comprimidos ansiolíticos para poder conciliar un poco de sueño, y recomenzar mi frenético trabajo al día siguiente.
Transcurrió casi un mes antes de comenzar a darme cuenta y a pensar con claridad en las cosas, excepto en el trabajo, del que había echado mano como una evasión en vez de hacerlo con el alcohol. El dolor estaba siempre en el mismo sitio; siempre quedaría. Pero pude pensar, a pesar de su lacerante agonía. Comencé por desear volver a ver a la gente de nuevo. M’bassi, Rory y Bill me habían telefoneado; pero yo no quería saber nada de nada. Klocky telefoneaba semanalmente, para comentar conmigo qué tal iban las cosas en el espaciopuerto, en apariencia; pero en el fondo para hablar conmigo y saber cuál era mi estado de ánimo y saber cuándo volvería de nuevo. La cuarta vez que llamó a mediados de julio, le dije:
—Está bien, Klocky. No te des prisa; pero puedes volver cuando quieras.
Me contestó que le parecía muy bien y que tras otro par de semanas volvería, allá a primeros de agosto.
M’bassi estaba fuera de la ciudad cuando le llame al teléfono. La señora donde estaba hospedado me informó de que se había marchado al Tibet y que estaría de vuelta dentro de dos o tres semanas más tarde. Rory estaba en casa cuando llamé a Bekerly aquella noche y creí oírle contento cuando le dije que iría a verle a él y a Bess el próximo fin de semana.
Mientras tanto decidí estar al tanto de cuanto pudiera concernir al Proyecto Júpiter. Me detuve en el centro de la ciudad de vuelta a mi apartamento y compré varios periódicos, entre ellos The Times y The Herald, procurando unos ejemplares del mes transcurrido para irlos ojeando. Tras la cena, comencé a leerlos y repasarlos.
Hacía ya tres semanas antes que el Presidente había firmado el nombramiento de William J. Whitlow para la alta dirección del Proyecto Júpiter, y el Senado la confirmó sin la menor oposición, una semana anterior. Aquéllas eran las noticias, excepto dos suplementos semanales del domingo con relatos y comentarios relativos al proyecto, uno con diagramas y diseños del cohete que no estaban muy lejos de la realidad que yo había imaginado, y el otro con diversas Opiniones de astrónomos y astrofísicos, respecto a las condiciones que pudieran hallarse en las lunas de Júpiter y cuál sería la mejor para intentar una toma de tierra sobre una zona de amoniaco sólido. Leí también algunas fantásticas opiniones de escritores, sobre las formas de vida inteligente que pudiesen existir en las lunas del planeta del sistema solar; de existir formas de vida. Lo usual en tales casos.
Decidí telefonear a Whitlow y preguntarle cuándo darían comienzo los primeros trabajos; después reconsideré la cuestión y llegué a la conclusión de que no debería hacerlo hasta que no hubiese vuelto Klocky y yo me encontrase más aliviado de mis ocupaciones.
* * *
Klocky volvió dos días antes de lo previsto y tras haber descansado se puso al frente del espaciopuerto. Yo entonces, ya era de nuevo su ayudante y entonces telefoneé a Whitlow.
—Aquí William J. Whitlow —respondió una voz seca y pedante.
—Le habla Max Andrews —dije—. Le llamaba sólo para tener alguna idea de cómo van las cosas respecto al Proyecto Júpiter.
Se produjo una ligera pausa, lo suficiente como para preocuparme. Después añadió:
—No hay prisa, Mr. Andrews. Los primeros pasos son puramente administrativos y ya se están tomando aquí en Washington. No se le necesita para eso, puesto que su misión será la supervisión de su montaje y construcción sobre el campo. Esto no comenzará hasta el año próximo.
—¿Por qué no?
—¿Qué por qué no? Mr. Andrews, usted parece no darse cuenta de las complejidades de la organización de un proyecto de tal magnitud. El solo arreglo de las finanzas… —y su voz pareció difuminarse como si hubiera decidido que su explicación resultase inútil.
—¿A qué arreglos financieros se refiere usted? —quise saber, insistiendo—. El Congreso ha otorgado veintiséis millones de dólares. El Presidente ha firmado el decreto y le ha hecho a usted el director. ¿Acaso es el Tesoro el que va a quedarse con el dinero?
—Se está usted poniendo gracioso, Mr. Andrews. Usted sabe perfectamente que un proyecto del Gobierno se lleva su tiempo en llevarlo a efecto.
—Sí, desde luego que lo sé. Y siempre he querido saber la razón.
—Pude oír cómo dejaba escapar un suspiro a dos mil millas de distancia.
—Mi querido Mr. Andrews —dijo entonces Whitlow—, estas cosas implican procedimientos complicados, muy complicados. Hay que imprimir formularios, y…
—Y continuar con el papeleo por la eternidad, por lo que veo. Pero en serio, ¿es que no podemos comenzar su construcción antes del año que viene?
—Me temo que no. De hecho, si conseguimos su construcción inmediata una vez terminados los proyectos de ingeniería, cálculos, diseños, etcétera, y empezase a principios del año próximo, sería un éxito. No olvide que la aprobación de nuestros planes, tiene que ser obtenida en tres fases antes de que incluso se lleve a los tableros de dibujo de los técnicos.
Creo que emití un gruñido de disconformidad y mal humor.
—Está bien, qué remedio, si es a principios del próximo año, que sea así por lo menos; pero por favor, procure darle impulso. En cualquier caso, que no se demore más allá de esa fecha. El trabajo en sí mismo, se llevará más de un año.
—Mucho más tiempo aún, me temo, Mr. Andrews.
—No podría llevarse más tiempo que ese sin desbordar la asignación. La estimación del costo se hizo sobre la base de un año de duración. Escuche, Mr. Whitlow, hay muchos detalles que quisiera hablar y comentar con usted, y que resultarían excesivos para expresarlos por teléfono. ¿Qué le parece que vaya a Washington en cualquier próximo fin de semana? ¿Cuándo podría usted dedicarme una tarde de su tiempo?
—Bien… no podrá ser en éste ni en el próximo. El siguiente, ¿no le parece bien?
—Si eso es lo más pronto, de acuerdo. Bien, consideramos esa cita como definitiva. Para ahorrarle tiempo y llamadas telefónicas, ¿quiere indicarme lugar y hora?
—No suelo ir a mi oficina el sábado, pero supongo que en este caso podría.
Yo también suponía que podría hacerlo, si yo tenía que ir desde Los Ángeles, muy bien podría él ir a su oficina.
—En su oficina, pues —le dije—. O… espere, si puedo tomar el estratorreactor de la mañana, llegaría ahí al mediodía. ¿Por qué no podríamos reunirnos a almorzar juntos y después ir a su oficina tras haber comido?
—Ya tengo un compromiso para almorzar ese día, Mr. Andrews. ¿Puede venir a mi oficina a las dos de la tarde?
Estuve de acuerdo con el lugar y la hora.
Bien, Ellen me había advertido de que era un tipo estirado. No es que importase un bledo su carácter y su pose, lo que me estaba preocupando seriamente era la terrible pérdida de tiempo que se intuía en la puesta en práctica del Proyecto Júpiter. Bien, discutiría tales extremos con él cuando le viese. Al menos no había mostrado signo alguno de haber olvidado su promesa de aceptarme como supervisor de la gran empresa espacial.
* * *
Y siempre aquel dolor íntimo, aún el sentimiento de vacío y soledad como si se hubiera muerto una parte de mi propio ser que se había ido para siempre. Pero ahora, con Klocky de vuelta y mi menor trabajo en el espaciopuerto de Los Ángeles, comenzó para mí la búsqueda de compañía en vez de la soledad. A veces con Klocky durante las veladas, otras jugando al ajedrez, en otras ocasiones charlando. Calculamos un rudo bosquejo y unos planos preliminares, en esquema, para un cohete que fuese capaz de rendir viaje cósmico hasta Saturno, el más próximo planeta del sistema solar, después de Júpiter. Aquel misterioso planeta rodeado de anillos; apenas si conocíamos mucho sobre la naturaleza de sus maravillosos anillos girando sobre el ecuador del planeta, cosa que sólo sería posible cuando pudiésemos aproximarnos a una distancia adecuada. Pero Saturno, al igual que Júpiter, tiene lunas con amoniaco en ellas y habría de emplearse el mismo plan de viaje espacial que para Júpiter. Saturno está muchísimo más lejos que Júpiter
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; pero nos sorprendimos al comprobar con satisfacción que un cohete a Saturno costaría sólo tres veces más que el de Júpiter lo que de todas formas suponía una bagatela comparado con los trescientos millones de dólares que había calculado Bradly en sus planes originales para el cohete de Júpiter, su famoso cohete de una fase. Pero Saturno podía esperar hasta que el cohete de Júpiter hubiera cumplido su misión y demostrado su éxito.