Por sendas estrelladas (15 page)

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Authors: Fredric Brown

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Por sendas estrelladas
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Su cita tuvo lugar a las dos (hora del Pacífico las 11), por tanto a partir de las once me quedé en mi oficina para, no perder la menor oportunidad de cualquier llamada. Cuando no llegó al mediodía, envíe a que me trajesen el almuerzo, que tomé junto al teléfono. Al llegar la una de la tarde, ya comencé a sentirme preocupado, seguramente su cita con el Presidente pudo haberse retrasado y como mucho, su llamada me llegaría dentro de un cuarto de hora siguiente. Pensé también que ella debió darse prisa para volver al Senado y que habría decidido llamarme más tarde.

Pero a las cinco, cuando ya tenía que abandonar mi trabajo, eran ya las ocho de la noche para ella y aún no se había recibido ninguna llamada. Me dije a mí mismo que no debería estar tan preocupado, ya que el no tener noticias, significaba buenas noticias. Todo habría ido muy bien y ella seguramente estaría aguardando a llegar a su apartamento para telefonearme, con objeto de sostener una conversación más íntima sin que tuviese que interrumpir ningún trabajo u obligación.

Comí de prisa por el camino y llegué a mi apartamento a las seis. A las siete telefoneé al apartamento de Ellen en Washington sin recibir respuesta. Lo intenté de nuevo de hora en hora, hasta que eran ya las dos para ella, las once para mí. Pensé que si no estaba a semejante hora en casa, debería haberse quedado en alguna parte a pasar la noche. Pero, ¿por qué no me habría llamado? Con seguridad que ella sabía con la impaciencia que yo estaría esperándola y la intranquilidad que estaría yo sufriendo tras semejante larga espera.

Puse el despertador a las cinco de la mañana y me fui a la cama. Fui durmiendo y despertándome constantemente, con los nervios deshechos. Finalmente me levanté a las cuatro y media de la madrugada y me hice un poco de café. De nuevo llamé a su apartamento a las cinco de la madrugada. Me supuse que aun habiendo pasado la noche fuera, debería ya encontrarse de vuelta en su apartamento a aquella hora. Pero no recibí tampoco la menor respuesta.

Me contuve y esperé todavía hora y media más para volver a telefonear. Ante el nuevo fracaso, llamé decididamente al Senado, donde deberían hallarse en plena sesión. Tuve que hacer resaltar mi categoría de jefe del Aeropuerto de Los Ángeles y que era lo bastante importante para que fuese atendida inmediatamente. Dije al alto empleado que atendió mi llamada que viese urgentemente que la Senador Gallagher se pusiera al teléfono y que en caso de que estuviese muy ocupada, que la transmitiese mi mensaje en el sentido de que me llamase tan pronto como le fuese posible, permaneciendo mientras al teléfono hasta que no volviese con una respuesta definitiva a mi requerimiento. Al cabo de diez minutos, volvió para decirme que la Senador Gallagher no se encontraba en el Senado; pero que con mucho gusto estaría al cuidado para darle mi recado en cuanto llegase.

Le dí las gracias y colgué.

¿Debería llamar a la policía de Washington? De haber sufrido un accidente cualquiera, tendría que haber ocurrido en la pasada noche y con toda probabilidad, deberían saberlo para entonces. Pero si todo eran suposiciones mías y todo se hubiese limitado a una explicación por su ausencia, aquello podría ser la causa de una encuesta que tal vez podría poner a Ellen en situación embarazosa, algo que pudiera tener trascendencia en la prensa o en la televisión.

Me quedé sentado mirando fijamente al teléfono, ya desesperado. Y por fin, el teléfono sonó.

Era de Washington. Respiré aliviado, pensando que por fin Ellen habría llegado al Senado y que le habría dado el recado el sargento de guardia, por lo que ella me habría llamado inmediatamente.

Pero se trataba de una voz de hombre.

—¿Es Mr. Andrews?

Le repuse afirmativamente.

—Aquí es el Dr. Grundleman del Hospital Keny. Le llamo de parte de la Senador Ellen Gallagher que se encuentra internada como paciente y que me ha rogado llamase a usted.

—¿Qué ocurre, doctor? ¿Se encuentra herida por algún accidente?

—No se trata de ningún accidente, Mr. Andrews. Tiene que someterse a una operación quirúrgica, hoy mismo, a últimas horas del día. Se trata de un tumor cerebral. Me dijo que le llamase a usted y…

—Perdone, doctor, que le interrumpa. ¿Qué peligros comporta esa operación?

—Es algo serio, desde luego; pero existen buenas posibilidades. Estas habrían sido mucho mayores de haberlo hecho hace diez días antes, cuando sus condiciones, al ser diagnosticado el tumor, eran muchísimo más favorables. Sin embargo, creo que lo conseguiremos.

—¿A qué hora van a operarla? ¿Podría llegar a tiempo para estar presente y verla antes?

—La he preparado para las dos y media; hemos de prepararla a las dos y ahora son las nueve cincuenta minutos, tiempo local nuestro, por tanto eso quiere decir que le quedan cuatro horas y diez minutos. Supongo que tomando alquilado un avión cohete llegaría usted a tiempo; pero supongo que eso sería enormemente costoso y…

—Dígale que estaré ahí a tiempo —repuse interrumpiéndole y colgando el receptor.

Volví a levantarlo y marqué el número de mi secretaria. A los pocos minutos, me respondía todavía soñolienta.

—Soy Max, Dotty —le dije—. Por favor, despiértate inmediatamente. Es un caso de grave urgencia. ¿Tienes papel y lápiz a mano?

—Sí, Mr. Andrews.

—Bien. Toma lo que voy a decirte por escrito y comienza a hacer cuanto te diga, desde el mismo instante que cuelgues el aparato. Primero: llama al aeropuerto y diles que tengan preparado un avión cohete al instante, dispuesto a salir para el momento que llegue, que será dentro de veinte minutos. Si hay dispuesto más de un piloto de guardia, prefiero a Red. Pedir permiso para Washington inmediatamente. ¿Entendido?

—Sí, Mr. Andrews.

—Segundo: cuando hayas terminado esta gestión, consigue un helicóptero para que venga a recogerme a casa, que el piloto aterrice en el tejado de la casa. Si ocurre algún incidente yo me hago responsable. Escucha, Dotty, procura que todo esto esté dispuesto mientras me visto, después telefonéame y te daré nuevas instrucciones.

Me vestí rápidamente. Dotty ya me había llamado de nuevo al acabar mi rápido aseo. El avión cohete estaba ya dispuesto y el helicóptero en camino. Le pasé instrucciones respecto a asuntos del aeropuerto dejando los mandos en orden y demás instrucciones pertinentes.

Subí volando la escalera y dos minutos más tarde, allí estaba el helitaxi que me recogió para dirigirme por aire al Aeropuerto.

* * *

Despegamos del campo de aviones —cohete a las siete y doce minutos exactamente veintidós minutos tras haber recibido la llamada de larga distancia de Washington. El viaje a la capital, con la máxima aceleración y deceleración permitida para un vuelo de un solo pasajero se llevó dos horas y cuarto. Red, el piloto, no me consideró como a tal, y le insistí que cada inmuto contaba en aquella tragedia, por lo que batimos su propia marca de velocidad.

Allí estaba un helitaxi esperándome en el momento justo de descender del cohete procedente de Los Ángeles. Yo no había pensado en aquel detalle; pero la eficiente Dotty sí. En tales condiciones, llegué al hospital al mediodía, tiempo de la costa oriental, dos horas antes de que se preparase a Ellen para la operación.

En la recepción, no quisieron darme el número de la habitación de Ellen. El Dr. Grundleman había dejado órdenes de que fuese a su propia oficina a mi llegada. Y allí me dirigí en el acto.

Era un hombretón de aspecto sanguíneo, de poca estatura y enérgico, calvo como el morro de un avión cohete y con más aspecto de un camarero de bar que el de un médico. Me dio la mano por un instante y procuré ir recto al asunto. Yo no había ido a verle a él; le rogué con las mejores palabras que hallé a mano, que me llevase a presencia de Ellen.

—Ha hecho usted un viaje excepcional, Mr. Andrews. No hay que darse tanta prisa.

—Usted no la tiene, doctor; pero yo sí. ¿Dónde está?

—Por favor, siéntese unos momentos, Mr. Andrews —me repuso—. No perderá usted su tiempo con sentarse conmigo unos momentos. Faltan aún dos horas para que la preparemos para la operación, y no podré dejarle más de una hora con ella, lamentándolo mucho. Incluso ese tiempo, es apurar demasiado las cosas, dadas las circunstancias.

—Está bien, doctor. Con tal de que le haga saber que me encuentro aquí me doy por satisfecho.

—Ella ya lo sabe. Me telefonearon desde la recepción del hospital a su llegada y enseguida lo hice saber a la Senador Gallagher; ya sabe que está usted aquí y que podrá permanecer una hora de visita. Bien, y ahora ¿querrá sentarse?

Me senté.

—Lo siento, doctor. Creo que estoy fuera de mí.

—Lo que es otra buena razón, para que no vaya a verla inmediatamente. Quiero que se tranquilice usted y evitar que se excite cuando hable con ella. ¿Cree que podrá hacerlo?

—Creo que lo intentaré de la mejor forma, doctor. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cuándo y cómo ha sido traída aquí? ¿Desde cuándo se sabia esto que ahora le ocurre?

—El tumor tiene que haber estado desarrollándose desde hace por lo menos un año. El primer síntoma, las jaquecas, comenzaron a mostrarse con insistencia en enero. Al principio fueron algo intermitentes; pero nada serio. La señora Gallagher se dirigió a un médico para un tratamiento adecuado a últimos de marzo, hace ya casi dos meses.

Yo aprobé con un gesto. Aquello tuvo que haber ocurrido inmediatamente después de nuestras vacaciones en La Habana. Seguramente estaba más enferma de lo que dejaba traslucir a mis ojos. Grundleman continuó:

—El médico a quien fue a consultar, consideró el caso como una jaqueca y la trató como tal. No tuvo culpa alguna en esto, la localización del tumor es tal, que los síntomas en esa época, eran idénticos a los producidos por la migraña. Después, durante un poco tiempo pareció recuperarse. Hasta que súbitamente, hace unos diez días, sufrió un súbito retroceso, recayendo y esta vez gravemente enferma. Esto hizo ya suponer al médico de que pudiera tratarse de un tumor cerebral y prescribió un examen concienzudo de la paciente. Nosotros descubrimos y localizamos el tumor y recomendé inmediatamente una operación. Ella, no obstante, insistió en esperar dos semanas a despecho del incremento constante del peligro que la demora suponía, aduciendo especiales razones para terminar determinados negocios propios de su cargo político en el Senado, como senador y que consideraba extremadamente importantes.

Yo cerré los ojos. El Proyecto Júpiter. Ella lo había considerado tan importante, como para arriesgar su vida. ¿Habría sido su amor por mí tanto como el Proyecto en sí mismo?

—Continúe, por favor —le dije, instantes después.

El doctor se encogió de hombros.

—No había nada que yo pudiera hacer. Dispusimos la operación para éste sábado. Convinimos en que la hiciera el Dr. Weissach ¿Le conoce usted?

Negué con la cabeza.

—Es probablemente el mejor neurocirujano del mundo. Vive en Lisboa. Es muy difícil sacarle de allí; pero en un caso urgente como éste y por tratarse de la senador Gallagher, ha venido, aunque a costa de unos honorarios elevadísimos.

—¿Hay problemas de dinero, doctor?

—Oh, no. La senador Gallagher puede hacer frente a todos esos gastos. El doctor Weissach ya está aquí. Llegó esta mañana y ya ha hecho un examen preliminar y ha dispuesto lo necesario. Ahora está descansando. ¿Hay algo más que pueda decirle?

—Sí, doctor. ¿Qué posibilidades existen de que se salve?

—Con un cirujano de cerebro como Weissach, yo diría que muy buenas.

—¿Cuánto tiempo después de la operación podrá considerarse fuera de peligro, completamente fuera de peligro?

—Preferiría contestar a esa pregunta después de la operación.

—Está bien, doctor. Gracias. Tendré que telefonear a Los Ángeles para decirles el tiempo que voy a estar ausente; pero eso puede esperar.

* * *

Me dirigí a la habitación de Ellen a la una, exactamente.

Aparecía pálida, por lo demás, muy poco distinta como yo la había visto la última vez. Me sonrió dulcemente al verme. No la besé entonces, todavía no, debería esperar, me limité a mirarla amorosamente con mi vista puesta en los ojos. Sus cabellos castaños resaltaban en la blanca almohada. Ella debió comprender mis pensamientos.

—Mira mis cabellos ahora, querido —me dijo—. Tendrán que afeitármelos ahora, ya sabes.

—Al diablo con el cabello —le dije tratando de sonreír. Tal vez no fuese una respuesta muy romántica pero ella comprendió lo que quise decir y me sonrió de nuevo.

—Ellen, ¿por qué no me dijiste lo que estaba sucediéndote? Sabes desde hace diez días que tenías que operarte.

—No quería preocuparte, Max. Oh, deseaba que estuvieras aquí y que pudiese verte al menos una vez antes de que me operasen… por lo que pueda ocurrir. Pero la operación se había dispuesto para hoy sábado e iba a telefonearte el viernes en la tarde, con objeto de que hubieses tomado el avión de la noche y haber llegado aquí por la mañana para que estuvieses de vuelta el domingo. De esta forma… lamento que haya sucedido así, querido. Pero estoy muy contenta de que hayas venido, de todas formas. ¿Es que no vas a besarme?

La besé dulcemente, procurando evitar toda pasión en la caricia.

—Max —me dijo—. Acerca esa silla. Siéntate y déjame que te diga muchas cosas, mientras dure tu visita. El Dr. Grundleman dijo que no le dejaste darte mi recado completo.

—No quería perder tiempo, eso es todo. Lo que deseaba, era llegar aquí cuanto antes mejor. ¿Qué mensaje querías enviarme?

—Que el Presidente Jansen nombrará a Whitlow y que Whitlow me ha dado su palabra de cumplir lo que hice prometerle.

—Mujer, ¿por qué no te has operado hace diez días, cuando Grundleman indicó la conveniencia de hacerlo? Ese cohete a Júpiter se llevará todavía dos años en su construcción, de todas formas. ¿Qué diferencia podían significar dos semanas más o menos?

—No podía dejar ningún cabo suelto, Max. No podía permitir que las cosas se hubiesen torcido de camino, a falta de mi presencia.

—Pero entonces, ¿por qué no…?

—¿Es que no te das cuenta, cariño? Habría estado fuera de circulación, precisamente en el tiempo más necesario, cuando tenían que firmarse los nombramientos del Proyecto. Y quería a toda costa que tú te encargases de ese trabajo. Además, pensé también que Grundleman exageraba un poco, como suele ocurrir con todos los médicos en casos como éste, y que la operación resultaría un tanto precipitada. Pensé que dos semanas más no tendrían importancia y que no implicarían ningún riesgo adicional. Y si de todos modos, esto va a terminar con mi vida, deseaba estar segura dé que tú tendrías lo que tanto has deseado, y que después hemos deseado los dos conjuntamente.

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