Transcurren los últimos años del presente siglo, 1997, 1998, 1999, 2000 y 2001. Un infatigable luchador, Max Andrews, un enamorado del espacio y de la conquista de las estrellas, sólo vive para esta magnífica aventura. Se convierte en uno de los mejores técnicos en cohetes de América, consigue llegar a la Luna y Marte. Después, los conservadores y los que se oponen al ingente gasto del presupuesto fabuloso de la expansión de la conquista espacial, se oponen a la gran operación
Proyecto Júpiter
. Max Andrews, que perdió una pierna en Venus, al serle abrasada por un escape atómico del cohete espacial, en vez de retirarse, sigue luchando. No piensa en constituir una familia, sino que continúa en la brecha, hasta conseguir llevar a término el
Proyecto Júpiter.
Una novela humana, atractiva, real y de anticipación, del gran escritor Fredric Brown.
Fredric Brown
Por sendas estrelladas
ePUB v1.1
Zacarias01.09.12
Título original:
The Lights In The Sky Are Stars
Fredric Brown, 1953.
Traducción: Francisco Cazorla Olmo
Editor original: Zacarias (v1.1)
ePub base v2.0
Tenía la intención de haberme quedado algunos días más; pero aquella tarde, algo me hizo cambiar de opinión. Fue mi propia imagen reflejada en el espejo del cuarto de baño de mi hermano Bill. Viéndome allí desnudo, chorreando de agua y aguantándome sobre una sola pierna, ya que sólo dispongo de un miembro inferior en qué sostenerme, decidí marcharme aquella misma noche.
El tiempo se escapaba de mi vida, como el agua por el grifo de la bañera. La imagen que contemplé de mí mismo en el espejo grande y situado en la puerta del cuarto, me lo mostró con cruda realidad.
Un espejo no miente. Nos avisa fielmente que tenemos el aspecto y la edad que nos corresponde en la realidad. A mí me reveló claramente mis cincuenta y siete años. Y si existe todavía algo que hacer, algún lugar a donde ir, algo que realizar, lo mejor que puede hacerse es hacerlo o marcharse allí donde nos lleva nuestro destino. Opino que lo mejor que puede hacerse es aprovechar el tiempo que nos queda de vida y seguir el camino trazado por nuestra pasión o nuestros deseos de construir, de hacer, de ir a alguna parte. Es fácil detener la salida del agua en el grifo de una bañera; pero no así respecto a detener el tiempo que corre implacablemente de nuestras vidas. En cierto modo, es posible hacerlo de forma más lenta. Viviendo una vida tranquila y sin complicaciones. Dejándose manosear por los médicos y que ensayen sobre uno sus conocimientos inciertos sobre la geriatría; pero nada hay que detenga el desolador y fatal paso del tiempo sobre nuestro organismo. De todas formas se es ya viejo a los setenta años.
Dentro de trece años más, yo alcanzaría los setenta. Tal vez me sentiría más viejo, antes de transcurrido ese plazo y mucho más en mi caso, con una pierna de menos en mi anatomía.
Creo que es indecente y hasta inhumano colocar esos grandes espejos en las puertas de los cuartos de baño. Provocan el narcisismo de los jóvenes y la infelicidad de los viejos.
Tras haberme secado y haberme colocado mi pierna artificial, obra maestra de la prótesis, me pesé en la balanza del cuarto de baño. Ciento veintisiete libras. Pensé que no estaba mal del todo. Había recuperado siete de las catorce libras de peso perdidas. Si me cuidaba razonablemente, estaría nuevamente en mi peso en pocas semanas. Volví a mirarme en el espejo y esta vez no me pareció tan mal mi propio aspecto. Aún quedaba en él bastante fuerza muscular y suficiente vitalidad. Y entonces que ya tenía puesta mi pierna de magnelita, parecía, además, un cuerpo completo, o al menos a mí me dio esa impresión. El rostro que aparecía en aquel cuerpo reflejado en el espejo, no estaba tampoco tan mal, todavía se advertía una corriente de energía y de fuerza en él.
Me vestí y descendí la escalera; pero no dije nada a mi familia. Esperé hasta después de la cena, en que Merlene subiese al piso de arriba para acostar a Easter y al pequeño Bill. Sabía que habría una disputa y que los chicos no deberían estar mezclados en ella. Yo podía arreglármelas bien con Bill y Merlene y estar de acuerdo con ellos, cuando tuviera que decirles que me iría de nuevo a cualquier parte. Pero con los niños, al preguntármelo, me situarían en un difícil trance. Sus primeras palabras serían: «—Tío Max, no te vayas por favor…»
Bill se sentó a presenciar un rato la televisión. Aquél era mi hermano menor, ya con sus cabellos grises, una calvicie pronunciada y ni un ápice de imaginación. Sin embargo, era un muchacho excelente. Casado y feliz, aunque lo había hecho bastante tardíamente. Tenía un trabajo seguro y unas opiniones seguras sobre sí mismo y su mundo circundante. Pero sin el menor gusto fuera de aquella rutina por todas las cosas que apasionan a los hombres que aman la aventura y tienen imaginación. Le gustaba la música de los vaqueros. En aquel momento, estaba escuchándola.
El programa provenía del espacio exterior, procedente de un satélite artificial, de una tele-estación situada a veintidós mil millas de distancia en el vacío espacial y girando alrededor de la Tierra una vez por día terrestre. Esto suponía que siempre permanecía prácticamente en Kansas. A todo color aquel programa tridimensional transmitía en aquel instante música vaquera. Aparecía un hombre tocando una guitarra y cantando con acento tejano:
Déjame en mi solitaria pradera con un garañón libre y salvaje…
Yo le habría dado mejor un capón que un caballo padre y en cualquier caso le habría dicho que se callase.
Pero a Bill le gustaba aquello.
Aparté la vista del aparato y comencé a mirar de forma errabunda por el magnífico paisaje de la noche. Desde allí se contemplaba un bello panorama de Seattle. Desde aquella ventana de la casa de Bill se alcanzaba una distancia de treinta millas a lo lejos. Un bello panorama en una noche espléndida como aquélla, una de esas raras noches brillantes y cálidas que de vez en cuando pueden gozarse a finales de otoño.
Debajo, las luces de Seattle y por encima, las luminarias del cielo. Tras de mí, un vaquero cantando. A poco, la canción terminó y Bill operando con un mando a distancia cortó el sonido porque comenzaba la sección de anuncios comerciales. En aquel agradable silencio, dije repentinamente a mi hermano:
—Bill, me voy.
Bill hizo lo que yo esperaba que no hubiera hecho. Se dirigió hacia el aparato y lo apagó. Seguramente que pretendería discutir conmigo sobre el particular y tratar de convencerme de que continuase en su casa. Para empeorar las cosas, Merlene volvía de la habitación de los niños, quienes por rara casualidad se habían ido a la cama sin discutir. Yo había contado con haber hablado sólo con Bill sin la presencia de mi cuñada, que habría reforzado su postura hacia mí. Y ahora les tenía a ambos frente a mí. Y Merlene había oído mis palabras.
—No —dijo ella firmemente, sentándose en el sofá y mirándome.
—Sí —repuse yo con más suavidad.
—Max Andrews has estado aquí menos de tres semanas. Te encuentras a mitad de tu convalecencia. Necesitas por lo menos otras dos semanas de reposo y tú lo sabes bien.
—Creo que no es preciso. Ya he tomado las cosas con calma durante bastante tiempo y estoy bien.
Bill se había sentado en un cómodo butacón.
—Escucha, Max… —comenzó a decir; pero se volvió hacia su mujer y yo lo hice al mismo tiempo.
—No te encuentras bien todavía y bien lo sabes —repitió mi cuñada con tono afectuoso.
—Creo que no me caeré si salgo andando, querida. Voy a hacerlo y si fracaso, te prometo que me quedaré. ¿De acuerdo?
Ella me miró intensamente preocupada. Mi hermano se aclaró la garganta y de nuevo intentó decirme como anteriormente.
—Escucha, Max… —pero volvió a quedarse silencioso.
—Esos condenados pies tuyos, Max —insistió mi cuñada.
—Bueno, es uno sólo el que me molesta —le dije a Merlene—. Y ahora, muchachos, si esta discusión va a continuar, me encantaría que os sentarais juntos para no tener que andar moviendo la cabeza de un lado para otro. Vamos, sed buenos chicos. Bill ¿quieres sentarte junto a tu mujer?
Mi hermano se levantó y se dirigió al lugar indicado. Se movía con poca gracia, ya que esta cualidad no era el punto fuerte de mi hermano. Era todo lo contrario de Merlene; ella había sido una buena bailarina antes de haberse casado con Bill y cualquier movimiento que realizaba con todo su cuerpo resultaba gracioso. En todos sus actos se adivinaba la gracia innata de la bailarina educada en buena escuela y resultaba encantador observar cualquiera de sus movimientos.
—Por favor, Max, escucha esto —me dijo ella—. Nos gusta tenerte a nuestro lado. Te queremos, bien lo sabes. No es nada de que tengas que imponerte como un compromiso entre nosotros. Además, te obstinas en pagar tus gastos y muy generosamente. ¿Qué razón hay para que quieras abandonarnos ahora?
—Bah, Merlene, exageras. Si al menos hubieras consentido en que os hubiera pagado cincuenta dólares por semana, como te había sugerido…
—Bueno, ¿te quedarías dos semanas más, si aceptásemos cobrarte ese importe?
Tuve que sonreírme por la cariñosa insistencia de mi cuñada.
—No, querida, lo lamento, no puede ser. Escuchad los dos —continué—, vosotros sois dos contra mí y eso aumenta las posibilidades de quedar derrotado. Vosotros sabéis que quiero con locura a Easter y a Billy y puede ser que aún no estén dormidos. ¿Por qué no los traéis aquí y les decís que quiero irme para que con sus lágrimas me suavicen?
Merlene me miró casi irritada y a punto de llorar.
—Tú… tú…
Le hice una señal a Bill.
—La razón de que no hable es que está pensando en hacerlo pero se resiste a hacerlo. Creo que está imaginando qué pretexto va a tener para hacerlos bajar del piso de arriba. —Miré a Merlene entonces—. Pero eso no sería jugar limpio, cariño. No es por lo que a mí respecta, sino más bien por ellos. Esto puede trastornarlos emocionalmente y creo que no tiene objeto. Porque a pesar de cualquier disgusto que pueda ocasionarse, yo me marcho esta misma noche. Tengo que hacerlo.
Bill suspiró resignado. Me miró con tristeza y sentí una inmensa ternura por aquel hermano mío menor que yo, ya con las sienes plateadas por los años.
—Supongo entonces que resultará inútil cuanto me he esforzado en darte ese empleo en la Unión de Transportes. Un buen empleo, Max.
—Querido Bill, yo soy mecánico de cohetes. La Unión de Transportes no emplea cohetes.
—Sería un empleo a administrativo, Max. Y desde ese punto de vista ¿qué mas te da que use o no cohetes en vez de aviones a chorro?
—No me gustan los aviones a chorro. En eso estriba la diferencia.
—Los cohetes están quedando de lado, Max. Y además… ¡Dios mío! No pensarás en trabajar toda tu vida de mecánico de cohetes…
—¿Por qué no? Y además, ¡diablos! Los cohetes no pasan de moda. No, hasta que se consiga algo mejor todavía.
Bill soltó una carcajada.
—¿Algo así como las máquinas de coser?
Le sonreí evitando el chiste, sintiéndome además divertido por el giro de la conversación. Pensé que me había costado dos semanas de tiempo y mil dólares en efectivo; pero una buena broma como aquélla valía la pena. Bill se aclaró nuevamente la garganta para decir algo. Pero Marlene me salvó esta vez.