Preludio a la fundación (49 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Preludio a la fundación
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Seldon fue el último en salir. Al pasar, se volvió a medias hacia el sargento.

–Ha sido un viaje agradable, sargento -murmuró.

Una lenta sonrisa iluminó el ancho rostro del sargento, levantando su embigotado labio superior. Se llevó un dedo a la visera de su casco, lo que pareció un medio saludo.

–Gracias de nuevo, doctor -contestó. Luego, los acompañó hasta los asientos traseros de un coche de extraordinario diseño, se metió en el asiento delantero y condujo el vehículo con sorprendente ligereza.

Pasaron por anchas carreteras, flanqueadas por altos y bien proyectados edificios, todos ellos resplandecientes a la luz del día. Igual que en todas partes de Trantor, les llegó el zumbido distante de los expresos. Las calles estaban llenas de gente bien vestida en su mayor parte. Todo el entorno era sorprendente, casi excesivamente limpio.

La sensación de seguridad de Seldon iba desvaneciéndose. Las sospechas de Dors sobre su destino le parecían, ahora, justificadas.

Se inclinó hacia ella.

–¿Crees que hemos vuelto al Sector Imperial? – murmuró.

–Oh, no. Los edificios son más rococó en el Sector Imperial, y hay menos jardinería Imperial en este Sector…, no sé si me comprendes.

–Entonces, Dors, ¿dónde estamos?

–Me temo, Hari, que tendremos que preguntarlo.

No fue un trayecto largo y pronto se metieron en un garaje que flanqueaba una imponente estructura de cuatro pisos. Un friso de animales imaginarios recorría la parte superior, decorada con tiras de piedra rosada. Era una impresionante fachada de diseño encantador.

–Esto, desde luego, no puede ser más rococó -comentó Seldon.

Dors, desconcertada, se encogió de hombros.

Raych emitió un silbido.

–Eh, miren qué sitio tan divertido -comentó, en un vano intento de aparentar que no estaba impresionado.

El sargento Thalus hizo una señal a Seldon indicándole que debía seguirle. Seldon se hizo el remolón y, confiando también en el lenguaje de los signos, tendió ambos brazos, abarcando con ellos a Dors y a Raych.

El sargento dudó, como avergonzado ante la impresionante entrada rosada. Su bigote pareció desmayarse. Finalmente, aceptó con expresión malhumorada.

–Los tres, de acuerdo. Mi palabra de honor se mantiene… Sin embargo, hay otros que podrán no sentirse obligados por mi promesa, ¿sabe?

Seldon asintió.

–Sólo le consideraré responsable de sus propias acciones, sargento.

El suboficial estaba claramente emocionado y, por un instante, su rostro se iluminó como si estuviera considerando la posibilidad de estrechar la mano de Seldon o de expresarle de algún otro modo, igualmente afectuoso, su aprobación. No obstante, decidió abstenerse y pisó el primer peldaño de la escalera que conducía a la puerta. La escalera se puso majestuosamente en marcha en un movimiento ascendente.

Seldon y Dors lo siguieron y mantuvieron el equilibrio sin demasiado trabajo. Raych, momentáneamente estupefacto, saltó a la escalera móvil, después de una carrerita, se metió las manos en los bolsillos, y se puso a silbar con despreocupación.

La puerta se abrió y dos mujeres salieron, una a cada lado, situadas simétricamente. Eran jóvenes y atractivas.

Sus trajes, con el cinturón apretando la cintura, largos hasta los tobillos, caían en pliegues rígidos y crujían al andar. Ambas llevaban el cabello castaño enroscado en gruesas trenzas a uno y otro lado de la cabeza. (A Seldon le pareció atractivo, pero se preguntó cuánto tiempo tardarían cada mañana en peinárselo y colocárselo de esa forma. No se había fijado en ningún peinado tan complicado de las mujeres que se habían cruzado con él en las calles). Las dos mujeres miraron a los recién llegados con clara expresión de desprecio. A Seldon no le sorprendió. Después de los acontecimientos del día, él y Dors aparecían tan andrajosos como Raych.

Sin embargo, ambas mujeres consiguieron una decorosa inclinación; luego, dieron media vuelta y señalaron hacia dentro perfectamente al unísono y con una simetría mantenida con todo cuidado. (¿Ensayarían esas cosas?) Quedaba clarísimo que los tres debían entrar.

Cruzaron una estancia recargada, repleta de muebles y objetos decorativos, cuya utilidad Seldon no comprendió de momento. El suelo era de color claro, elástico, y luminiscente. Seldon notó, con un principio de vergüenza, que sus zapatos dejaban marcas polvorientas en él.

Entonces, se abrió una puerta interior y otra mujer apareció en ella. Era claramente mayor que las dos primeras (que hicieron una profunda inclinación cuando entró, cruzando sus piernas de una forma tan simétrica que a Seldon le maravilló ver que pudieran mantener un equilibrio que, indudablemente, requería mucha práctica).

Seldon se preguntó si también se esperaba de él que hiciera gala de aquella forma ritualizada de respeto, pero como no tenía la menor idea de en qué podía consistir, se limitó a inclinar ligeramente la cabeza. Dors permaneció erguida, y, según le pareció a Seldon, displicente. Raych miraba boquiabierto en todas direcciones y parecía como si ni siquiera hubiera visto a la mujer que acababa de entrar.

Estaba llenita…, no gorda, aunque de carnes prietas. Llevaba el cabello peinado como las otras dos jóvenes y su traje era del mismo estilo, pero más ricamente adornado…, en exceso para satisfacer las nociones estéticas de Seldon.

De edad mediana, algunas canas brillaban en su cabello, pero los hoyuelos de sus mejillas le prestaban un aspecto más juvenil. Sus ojos, castaño oscuro, eran alegres y, en conjunto, parecía más maternal que vieja.

–¿Cómo estáis? Los tres -preguntó (no demostró la menor sorpresa ante la presencia de Dors y Raych, y les incluyó sin dificultad en su saludo)-. Hace tiempo que te espero y casi te conseguí en Streeling,
Arriba
. Tú eres el doctor Hari Seldon y llevo tiempo esperando conocerte. Y tú debes ser la doctora Dors Venabili, porque he sido informada de que lo acompañabas. Al muchacho, me temo que no lo conozco, aunque estoy encantada de verle. Sin embargo, no debemos pasar el tiempo hablando, porque estoy segura de que querréis descansar primero.

–Y bañarnos,
Madam
-dijo Dors con insistencia-. Cada uno de nosotros necesita una buena ducha.

–Por supuesto, y ropa de recambio. En especial el muchacho. – Miró a Raych sin el menor asomo de desprecio y rechazo, como habían demostrado las dos jóvenes-. ¿Cómo te llamas, muchacho?

–Raych -contestó el chiquillo con voz ahogada, impresionada-, señora -añadió, por si acaso.

–¡Qué extraña coincidencia! – exclamó la mujer, con ojos resplandecientes-. ¿O es un presagio? Yo me llamo Rashelle. ¿No es curioso? Pero, ven, voy a ocuparme de todos vosotros. Luego, tendremos tiempo de sobra para cenar y conversar.

–Un momento,
Madam
-dijo Dors-. ¿Puedo preguntar dónde estamos?

–Wye, querida. Y, por favor, llamadme Rashelle, cuando os sintáis más tranquilizados. A mí siempre me ha gustado la llaneza.

Dors se envaró.

–¿Le sorprende que preguntemos? ¿No es natural que deseemos saber dónde nos encontramos?

Rashelle rió de un modo agradable y cantarín.

–Realmente, doctora Venabili, habrá que hacer algo con el nombre de este lugar. No te preguntaba el porqué, sino que respondía a tu pregunta. Me has preguntado dónde estabais y yo te lo he contestado: Wye. Están en el Sector de Wye.

–¡En Wye! – exclamó Seldon.

–En efecto, doctor Seldon. Te queremos desde el día en que hablaste en la Convención Decenal. Nos alegra tenerte por fin con nosotros aquí.

85

En realidad, tardaron un día completo en descansar y normalizarse (lavarse y sentirse limpios; conseguir ropa nueva, satinada y suelta al estilo de Wye, y dormir cuanto pudieron).

En su segundo día en Wye fue cuando tuvo lugar la cena que
Madam
Rashelle les había prometido.

La mesa era enorme, demasiado grande, si se consideraba que sólo cenaban cuatro personas: Hari Seldon, Dors Venabili, Raych y Rashelle. Las paredes y el techo aparecían con una suave iluminación y los colores cambiaban a un ritmo que, aunque el ojo lo percibía, no perturbaban la mente. El propio mantel, que no era de tela (Seldon todavía no había podido adivinar de qué material podía ser), parecía centellear.

Había muchos sirvientes, todos muy silenciosos. Una de las veces que la puerta se abrió, Seldon creyó vislumbrar soldados, armados y alerta, en el exterior. La habitación era como un guante de terciopelo, pero la mano de hierro no estaba lejos.

Rashelle se mostraba amable y amistosa, y era obvio que sentía un afecto especial por Raych, el cual, insistió, debía sentarse junto a ella.

Raych, frotado, pulido y resplandeciente, irreconocible dentro de su ropa nueva, con el cabello recortado, lavado y cepillado, apenas se atrevía a decir palabra. Era como si presintiera que su forma de expresarse no encajaba ya con su aspecto. Se sentía penosamente incómodo y observaba a Dors con gran atención al verla cambiar de cubierto a cubierto, tratando de imitarla exactamente en todo.

La comida resultaba gustosa, aunque sobrecargada de especias, tanto, que Seldon se vio incapaz de reconocer la naturaleza de los platos.

Rashelle, con su llenito rostro feliz, iluminado por su dulce sonrisa y sus deslumbrantes dientes blancos, observó:

–A lo mejor pensáis que ponemos aditivos mycogenios en la comida, pero no es así. Todo lo cultivamos aquí, en Wye. No hay otro Sector en el planeta más autosuficiente que Wye. Trabajamos duro para mantenerlo así.

Seldon asintió gravemente.

–Todo lo que nos han servido es de primera calidad, Rashelle -dijo-. Se lo agradecemos.

Mas, en su interior, pensó que la comida no podía compararse a la de Mycogen y sentía, incluso, como le había comentado a Dors poco antes, que estaba celebrando su propia derrota. O la derrota de Hummin, en todo caso, y le parecía más o menos lo mismo.

Después de todo había sido capturado por Wye, aquella posibilidad que tanto preocupó a Hummin cuando el incidente de
Arriba
.

–Quizás, en mi papel de anfitriona -empezó a decir Rashelle-, se me perdonará si hago preguntas personales. ¿Estoy en lo cierto al suponer que los tres no formáis una familia? ¿Que tú, Hari, y tú, Dors, no estáis casados y que Raych no es vuestro hijo?

–Entre nosotros tres no existe el menor parentesco -respondió Seldon-. Raych nació en Trantor, yo en Helicón y Dors en Cinna.

–¿Y cómo os reunisteis, pues?

Seldon se lo explicó con brevedad, y tan pocos detalles como pudo, y concluyó:

–No hay nada romántico o significativo en nuestra reunión.

–No obstante, me han dicho que planteaste ciertas dificultades con mi ayudante personal, el sargento Thalus, cuando quiso sacarte sólo a ti de Dahl.

–Siento gran afecto por Dors y Raych. Por eso no deseaba separarme de ellos.

–Eres un sentimental, ya lo veo -comentó Rashelle con una sonrisa.

–Sí, lo soy. Sentimental, y perplejo, además.

–¿Perplejo?

–Pues, sí. Y como ha sido tan amable de formularnos preguntas personales, ¿puedo yo preguntarle algo a mi vez?

–Por supuesto, querido Hari. Pregunta todo lo que quieras.

–Tan pronto como llegamos, me dijo que Wye quiso tenerme desde el día en que hablé en la Convención Decenal. ¿Por qué razón?

–De seguro que no eres tan simple que no lo entiendas. Te queremos por tu psicohistoria.

–Hasta aquí lo comprendo. Ahora, dígame, ¿qué le hace pensar que tenerme a mí significa que también tiene la psicohistoria?

–Porque no habrás sido tan remiso que la hayas perdido.

Los hoyuelos de Rashelle reaparecieron.

–En tu conferencia dijiste que la tenías. Y no creas que yo entendí lo que dijiste. No soy matemática. Odio los números. Pero tengo matemáticos trabajando para mí que me han explicado todas tus palabras.

–En tal caso, querida Rashelle, debe intentar escuchar mejor. Imagino que le dijeron que he demostrado que las predicciones psicohistóricas son concebibles, pero seguro que también le informarían que no son prácticas.

–No puedo creerlo, Hari. Al día siguiente fuiste llamado en audiencia por el pseudo-Emperador, Cleon.

–¿El pseudo-Emperador? – repitió Dors con ironía.

–¡Pues sí! – replicó Rashelle, como si respondiera a una cuestión muy seria-. Pseudo-Emperador. No tiene verdadero derecho al trono…

–Rashelle -la interrumpió Seldon, impaciente-. A Cleon le dije exactamente lo mismo que acabo de decirle ahora, y él dejó que me fuera.

Rashelle dejó de sonreír. Su voz se hizo algo cortante:

–Sí, dejó que te fueras, como el gato de la fábula deja irse al ratón. Te ha estado persiguiendo desde entonces: en Streeling, en Mycogen, en Dahl. Y te perseguiría hasta aquí si se atreviera. Pero, bueno…, nuestra conversación es demasiado seria. Disfrutemos. Oigamos música.

Y, al pronunciar estas palabras, una melodía instrumental suave pero alegre se dejó oír. Se inclinó hacia Raych y le dijo dulcemente:

–Muchacho, si no sabes manejar el tenedor -le dijo con dulzura-, usa la cuchara o los dedos. No me importará.

–Sí,
Madam
-contestó Raych tragando con fuerza, pero Dors interceptó su mirada y sus labios modularon en silencio: «Tenedor».

Él conservó su tenedor.

–Esta música es preciosa,
Madam
-Dors se negaba categóricamente a utilizar la forma más familiar de dirigirse a ella-, pero no debemos dejar que nos distraiga. Tengo el convencimiento de que quien nos perseguía en todos esos sitios podía pertenecer al Sector de Wye. Usted no estaría tan enterada de los acontecimientos si Wye no se hallara implicado.

Rashelle lanzó una carcajada.

–Wye tiene ojos y oídos en todas partes, claro, pero no fuimos los perseguidores. De haberlo sido, os habríamos cogido sin fallar, como ha ocurrido al fin en Dahl, cuando sí que éramos nosotros los perseguidores. No obstante, si hay una persecución que fracasa, una mano que no alcanza, podéis estar seguros que se trata de Demerzel.

–¿En tan poca estima tiene a Demerzel? – murmuró Dors.

–Sí. ¿Te sorprende? Le hemos derrotado.

–¿Usted? ¿O el Sector de Wye?

–El Sector, por supuesto, pero en tanto y en cuanto Wye sea el vencedor, entonces, yo soy quien ha vencido.

–Qué raro, observó Dors-. En todo Trantor parece prevalecer la opinión de que los habitantes de Wye no tienen nada que ver con victorias, derrotas, o lo que sea. Se intuye que no hay más que una voluntad, un puño férreo en Wye, que son los del Alcalde. Ni usted ni ningún otro wyeiano… cuentan nada en comparación.

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