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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

Preludio a la fundación (46 page)

BOOK: Preludio a la fundación
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–Según nuestra información -expuso Russ, mirando la pequeña pantalla de un ordenador de bolsillo-, usted acusó a un periodista de ser un agente imperial, instigando así un motín del populacho contra él.

–Fui yo quien dijo que era un agente imperial oficial -intervino Dors-. Tenía razones para pensar de ese modo. No creo que expresar la propia opinión sea un crimen. En el Imperio hay libertad de expresión.

–Esa libertad no cubre una opinión deliberadamente formulada a fin de instigar al motín.

–¿Cómo puede decir que lo era, oficial?

En este punto, Mrs. Tisalver intervino:

–Yo puedo decirlo, oficial -se exaltó-. Vi que había una multitud presente, una muchedumbre barriobajera que estaba buscando camorra. Deliberadamente, ella les dijo que era un agente imperial cuando, en realidad, no sabía nada de nada, y se lo gritó a la multitud para azuzarla. Era obvio que sabía lo que hacía.

–Casilia -suplicó su marido, pero ella le lanzó una dura mirada y ya no dijo más.

Russ se volvió hacia ella.

–¿Presentó usted la denuncia, señora?

–Sí. Estos dos han estado viviendo aquí durante unos días y no han hecho más que complicarnos la vida. Han invitado a gente de mala reputación a mi apartamento, rebajando mi reputación ante mis vecinos.

–¿Es contrario a la ley, oficial -preguntó Seldon-, invitar a gente de Dahl, limpia y tranquila, a nuestras habitaciones? Las dos habitaciones de arriba son nuestras. Las hemos alquilado y pagado. ¿Es un crimen, en Dahl, hablar con los dahlitas, oficial?

–No, no lo es. Pero esto no forma parte de la denuncia. ¿Qué le dio motivo, doctora Venabili, para suponer que la persona acusada por usted era, en realidad, un agente imperial?

–Llevaba un bigotito castaño, por lo que deduje que no era dahlita, sino un agente imperial.

–En cualquier caso, no hubo motín alguno -se apresuró a afirmar Seldon-. Pedimos a la gente que no atacaran al supuesto periodista y estoy seguro de que no lo hicieron.

–¿Dice que está seguro? La información que tenemos es de que se marcharon inmediatamente después de acusarle. ¿Cómo pudo usted saber lo que ocurrió después de irse?

–No pude -dijo Seldon-, pero déjeme preguntarle: ¿Ha muerto el hombre? ¿Está herido?

–El hombre ha sido interrogado. Niega ser un agente imperial y no tenemos información de que mienta. También asegura que fue maltratado.

–Y también puede que esté mintiendo en ambos conceptos. Yo sugeriría una prueba psíquica.

–No se le puede hacer a la víctima de un crimen -explicó Russ-. El Gobierno del Sector es muy rígido en eso. Podría llevarse a cabo si ustedes dos, como los criminales en este caso, se sometieran por separado a una prueba psíquica. ¿Les gustaría que se la hiciéramos?

Seldon y Dors se miraron por un instante.

–No, claro que no -dijo Seldon.

–Claro que no -repitió Russ con un tono de sarcasmo en la voz-; en cambio, están dispuestos a que otro la sufra.

El segundo oficial, Astinwald, que hasta ese momento no había abierto la boca, sonrió.

–También estamos informados -prosiguió Russ- de que hace un par de días participaron en una pelea con navajas en Billibotton y que hirieron de gravedad a un ciudadano dahlita llamado… -pulsó un botón de su ordenador y leyó lo que aparecía en la pantalla-. Elgin Marron.

–¿Dice también su información cómo empezó la pelea? – preguntó Dors.

–Eso es, por ahora, irrelevante, señora. ¿Niega que la lucha tuvo lugar?

–Claro que no negamos que la pelea tuvo lugar -exclamó Seldon, indignado-, pero sí negamos que la instigáramos nosotros. Fuimos atacados. Ese Marron agarró a la doctora Venabili y era obvio que intentaba violarla. Lo que ocurrió después fue pura defensa propia. ¿Acaso está permitida la violación en Dahl?

–¿Dice que fueron atacados? – preguntó Russ sin cambiar su tono de voz-. ¿Por cuántos?

–Diez hombres.

–¿Y usted solo…, con una mujer, se defendió contra diez hombres?

–La doctora Venabili y yo nos defendimos, sí.

–¿Cómo, pues, ninguno de los dos muestra la menor huella? ¿Alguno de ustedes está herido o lastimado donde no pueda verse ahora?

–No, oficial.

–¿Cómo puede ser que en la lucha de uno, más una mujer, contra diez hombres no esté herido ninguno de los dos y que el denunciante, Elgin Marron, haya tenido que ser hospitalizado por sus heridas y que haga falta un trasplante de piel en su labio superior.

–Luchamos muy bien -informó Seldon, sombrío.

–De forma increíble, desde luego. ¿Y si yo les dijera que tres hombres han declarado que usted y su amiga atacaron a Marron sin ser provocados?, ¿qué opinarían?

–Diría que es increíble pensar que lo hiciéramos. Estoy seguro de que Marron tiene un historial como matón y navajero. Le he dicho que allí había diez hombres. Por lo visto, seis rehusaron participar en una mentira. ¿Han explicado los otros tres por qué no acudieron en ayuda de un amigo si vieron que era atacado sin que mediara provocación alguna y que su vida corría peligro? Debe ser claro, incluso para ustedes, que están mintiendo.

–¿Sugiere una prueba psíquica para ellos?

–Sí, y antes de que me lo pregunte, sigo negándome a una para nosotros.

–También hemos recibido información de que ayer, después de abandonar la escena del motín, se entrevistaron con un tal Davan, un conocido subversivo, buscado por la Policía de seguridad. ¿Es cierto?

–Tendrán que demostrarlo sin nuestra ayuda -declaró Seldon-. No vamos a contestar más preguntas.

Russ guardó su bloc-ordenador.

–Tengo que pedirle que venga con nosotros a Jefatura para seguir interrogándole.

–No creo que sea necesario, oficial. Pertenecemos a otros mundos y no hemos cometido ningún acto criminal. Tratamos de esquivar a un periodista que nos molestaba sin razón; nos defendimos de una violación, y posible asesinato, en una parte del Sector sobradamente conocida por su alto grado de delincuencia y hemos hablado con varios dahlitas. No vemos nada que justifique este enconado interrogatorio. Un interrogatorio que muy bien podría ser considerado como acosamiento.

–Somos nosotros los que tomamos las decisiones -dijo Russ-, no usted. Por favor, ¿quieren seguirnos?

–No, no lo haremos -afirmó Dors.

–¡Cuidado! – gritó la señora Tisalver-. Tiene dos navajas.

El oficial Russ suspiró y asintió.

–Gracias, señora, pero ya lo sabemos. – Se volvió hacia Dors-. ¿Sabe que es un grave delito llevar navaja sin permiso en este sector? ¿Tiene usted permiso?

–No, oficial, no lo tengo.

–Entonces, queda claro que asaltó a Marron con un arma ilegal. ¿Se da cuenta de que esto aumenta la gravedad de su crimen?

–No hubo crimen, oficial. Compréndalo bien. Marron tenía también una navaja y supongo que, al igual que yo, sin permiso.

–No hay evidencias al respecto. Entretanto, Marron tiene heridas de navaja, y ustedes ninguna.

–Claro que llevaba una navaja, oficial. Si ignora que cada hombre en Billibotton, y la mayoría de los hombres en el resto de Dahl, llevan navajas para las que seguramente carecen de permiso, es usted el único hombre de Dahl que no lo sabe. Por todas partes hay tiendas que venden las navajas abiertamente. ¿Lo sabía?

–No importa lo que yo sepa o deje de saber. Ni importa que otras personas quebranten la ley o cuántas lo hagan. Lo que me importa en este momento es que la doctora Venabili está quebrantando la ley antinavaja. Debo pedirle que me entregue ahora mismo dichas navajas, señora, y que me acompañen a Jefatura.

–En tal caso, quítemelas usted mismo.

Russ suspiró.

–No debe creer, señora, que las navajas son las únicas armas que hay en Dahl o que yo vaya a iniciar una lucha con usted. Tanto mi compañero como yo tenemos desintegradores que la destruirían en un momento, antes de que usted pudiera bajar las manos al cinturón…, por muy rápida que sea. No vamos a utilizar el desintegrador, desde luego, porque no estamos aquí para matarla. Sin embargo, ambos llevamos látigo neurónico, que podemos usar con plena libertad. Confío en que no nos pidan una demostración. Ni les matará, ni causará daños permanentes, ni dejará marcas…, pero el dolor será espantoso. Mi socio tiene ya el suyo en la mano y, ahora mismo, les está apuntando. Y he aquí el mío… Bien, entréguenos las navajas ahora, doctora Venabili.

Hubo una pausa.

–Es inútil, Dors, entrégales tus navajas -dijo Seldon.

Y en aquel momento, hubo un loco golpear en la puerta y todos oyeron una voz alzada en estridente protesta.

79

Raych no había abandonado el vecindario después de que les hubo acompañado de vuelta a su apartamento.

Mientras esperaba que la entrevista con Davan terminara, había comido bien y dormido luego un poco, después de encontrar un lavabo que más o menos funcionaba. En realidad, ahora que todo había terminado, no sabía a dónde ir. Tenía una especie de hogar y una madre que no sufriría ni se preocuparía demasiado si tardaba en llegar. Nunca le importaba.

Ignoraba quién era su padre y pensaba, a veces, si lo habría tenido. Le habían asegurado que sí y las razones aducidas para que se lo creyera le habían sido expuestas con bastante crudeza. Se preguntaba si debía creer semejante cuento, pero encontraba los detalles divertidos.

Pensó en eso en relación con la señora. Era vieja, por supuesto, mas era guapa, y sabía luchar como un hombre…, mejor que un hombre. Esa idea le hacía sentir extrañas sensaciones.

Además, ella le había dicho que podría darse un baño. A veces, él nadaba en la piscina de Billibotton, cuando tenía algún crédito o podía escabullirse sin pagar. Ésas fueron las únicas veces que se mojó por entero, pero hacía frío y tenía que esperar a secarse.

Darse un baño sería distinto. Habría agua caliente, jabón, toallas y aire tibio. No sabía bien lo que le parecería, excepto que sería estupendo si ella estaba allí.

Él era un vagabundo lo bastante entrenado como para conocer lugares donde guarecerse, por ejemplo, en algún callejón cercano a la avenida que tuviera un lavabo cerca y no muy lejos del lugar en que ella vivía, pero donde no lo encontraran y le hicieran huir.

Toda la noche le acosaron pensamientos extraños. Si aprendiera a leer y escribir, ¿le serviría para algo? No estaba muy seguro, para qué, pero tal vez ella pudiera decírselo. Tenía la vaga idea de que se recibía dinero por hacer cosas, que él no sabía hacer, aunque tampoco estaba enterado de qué clase de cosas podían ser ésas. Necesitaba que se lo explicaran. ¿Cómo conseguiría que alguien lo hiciera?

Tal vez quedándose con el hombre y la señora, ellos pudieran ayudarle. ¿Y para qué iban a querer que se quedara con ellos?

Se adormiló, aunque se despertó un poco más tarde. La causa no había sido el aumento de luz, sino su aguzado oído: había captado cómo los ruidos procedentes de la avenida se habían incrementado a medida que las actividades diarias empezaban.

Había aprendido a identificar cada variedad de sonido, porque si uno quería sobrevivir con la mínima comodidad en el laberinto subterráneo de Billibotton, tenía que caer en la cuenta de los acontecimientos antes de verlos. Y había algo peculiar en el ruido de un motor de coche que estaba oyendo que le indicaba peligro. Era un sonido oficial, un sonido hostil…

Se desperezó y avanzó en silencio y sin ruido hacia la avenida. No tuvo necesidad de ver la nave espacial y el sol pintados en el coche. La forma de éste le bastó. Sabía que habían ido a detener al hombre y a la señora porque se habían entrevistado con Davan. No se entretuvo en cuestionar sus pensamientos, ni en analizarlos. Echó a correr, abriéndose paso a través del tráfico diario.

Tardó menos de quince minutos en llegar. El coche seguía aún allí y había curiosos y cautelosos mirones contemplándolo por todas partes, aunque se mantenían a respetuosa distancia. Pronto habría más gente. Subió a saltos la escalera mientras trataba de recordar en qué puerta debía llamar. No disponía de tiempo para coger el ascensor. Encontró la puerta…, o creyó haberla encontrado, y empezó a golpearla, gritando desesperado:

–¡Señora! ¡Señora!

Estaba demasiado excitado para recordar su nombre, pero se acordó de una parte del nombre de aquel hombre:

–¡Hari! – chilló-. ¡Déjame entrar!

La puerta se abrió y se precipitó…, intentó precipitarse dentro. La mano fuerte de un oficial lo agarró del brazo.

–Calma, chico. ¿Adónde crees que vas?

–¡Suelta! ¡No he hecho nada! – Miró en derredor-. Eh, señora, ¿qué les hacen?

–Nos detienen -contestó Dors, sombría.

–¿Por qué? – preguntó Rayen, jadeante y debatiéndose-. ¡Eh, suelte, insignia solar! ¡No vaya con él señora! ¡No tiene obligación de ir con él!

–¡Lárgate, tú! – gritó Russ, al tiempo que zarandeaba al chiquillo con vehemencia.

–No, no me largo. Ni tú tampoco, Solar. Mi pandilla viene hacia aquí. No vais a poder marcharos a menos que soltéis a estos tíos.

–¿De qué pandilla hablas? – preguntó Russ, ceñudo.

–Están ahí mismo, fuera. Lo más probable es que se encuentren desmontando su coche. Después, les desmontarán a ustedes.

Russ se volvió a su compañero.

–Llama a Jefatura. Pide que envíen un par de camiones con «Macros».

–¡No! – chilló Raych, soltándose con violencia y precipitándose sobre Astinwald-. ¡No llames!

Russ alzó su vara neurónica y disparó.

Raych gritó, se agarró el hombro derecho, y cayó, retorciéndose desesperadamente, de dolor.

Russ no había tenido tiempo de volverse hacia Seldon, cuando éste le cogió por la muñeca, le hizo lanzar al aire la vara neurónica; luego, le retorció el brazo hacia atrás y, finalmente, le pisó para mantenerle relativamente inmovilizado. Hari notó cómo crujía el hombro de Russ al tiempo que éste exhalaba un enronquecido grito de dolor.

Al instante, Astinwald levantó su desintegrador, pero el brazo izquierdo de Dors le rodeó el cuello desde atrás, y la punta de la navaja que ella sostenía en la mano derecha se apoyó en la garganta del oficial.

–¡Quieto! Si cualquier parte de su cuerpo se mueve solamente un milímetro, le atravesaré el cuello hasta el espinazo… Suelte el desintegrador. ¡Suéltelo! Y también el látigo neurónico.

Seldon levantó a Raych, que seguía gimiendo, y lo estrechó contra su pecho. Después se volvió a Tisalver.

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