Por de pronto, si Bresson «vuelve» al cine mudo, no es en absoluto, a pesar de la abundancia de los primeros planos, para remontarse a un expresionismo teatral, fruto de una debilidad, sino para reencontrar, por el contrario, la dignidad del rostro humano tal como Stroheim y Dreyer la habían comprendido. Ahora bien, si hay un valor y uno solo al que el sonido se oponga por esencia, es a la sutileza sintáctica del montaje y al expresionismo de la interpretación, es decir, a lo que efectivamente procedía de la debilidad del cine mudo. Pero habría que ver si todo el cine mudo era realmente así. La nostalgia de un silencio, que sería el generador benéfico de un simbolismo visual, confunde indebidamente la pretendida primacía de la imagen con la verdadera vocación del cine que es la primacía del objeto. La ausencia de la banda sonora en
Avaricia, Nosferatu
o
La pasión de Juana de Arco
tiene una significación exactamente contraria al silencio de
Caligari
, de
Los Nibelungos
o de
Eldorado
; es una frustración, no el punto de partida de una expresión. Los primeros existen a pesar del silencio y no gracias a él. En este sentido, la aparición de la banda sonora no es más que un fenómeno técnico accidental y no la revolución estética que algunos pretenden. La lengua del cine, como la de la anécdota de Esopo, es equívoca y no hay, a pesar de las apariencias, más que una historia del cine antes y después de 1928: la de las relaciones entre el expresionismo y el realismo; el sonido tenía que arruinar provisionalmente el primero antes de adaptarse a su vez, pero se inscribía directamente en la prolongación del segundo. Paradójicamente es cierto que actualmente hay que buscar en las formas más teatrales, más parlanchinas del cine sonoro el resurgir del antiguo simbolismo y que, de hecho, el realismo presonoro de un Stroheim apenas ha tenido discípulos. La empresa de Bresson hay que situarla evidentemente con relación a Stroheim y a Renoir. La dicotomía de la imagen y del diálogo que realiza no tiene sentido más que en una estética profunda del realismo sonoro. Por eso es igualmente falso hablar de una ilustración del texto como de un comentario a la imagen. Su paralelismo continúa la disociación de la realidad sensible. Prolonga la dialéctica bressoniana entre la abstracción y la realidad gracias a la cual alcanzamos, en definitiva, la realidad única de las almas. Bresson no vuelve en absoluto al expresionismo del cine mudo: suprime, por una parte, uno de los componentes de la realidad, para devolvérnosla, voluntariamente estilizada, en una banda sonora parcialmente independiente de la imagen. Dicho de otra manera, es como si en la banda definitiva los ruidos hubieran sido grabados directamente con una fidelidad escrupulosa, y el texto
recto tono
sincronizado posteriormente. Pero este texto, ya lo hemos dicho, es en sí mismo una realidad segunda, un «hecho estético bruto». Su realismo es su estilo, mientras que el estilo de la imagen es, ante todo, su realidad y el estilo del film precisamente su discordancia.
Bresson hace definitivamente justicia a ese tópico crítico según el cual la imagen y el sonido no deben repetirse jamás. Los momentos más conmovedores del film son justamente aquellos en los que el texto parece decir exactamente lo mismo que la imagen, pero lo dice de manera distinta. Y es que jamás aquí el sonido pretende completar el acontecimiento visto: lo refuerza y lo multiplica como la caja de resonancia del violín la vibración de las cuerdas. Pero incluso a esta metáfora le falta fuerza, ya que no es tanto una resonancia lo que el espíritu percibe como un desplazamiento, algo así como un color que no coincide con el dibujo. Gracias a esa ruptura el acontecimiento revela su significación. Y gracias a que el film está construido por completo sobre esta relación, la imagen alcanza, sobre todo al final, una tal potencia emotiva. Se buscarían en vano los principios de su desgarradora belleza en su solo contenido explícito. Creo que existen pocos films cuyas fotografías separadas sean más decepcionantes; la ausencia frecuente de composición plástica, la expresión forzada y estática de los personajes, traicionan por completo su valor en el desarrollo del film. Y, sin embargo, tampoco deben al montaje su increíble suplemento de eficacia. El valor de cada imagen no tiene apenas nada que ver con lo que la precede y la sigue. Acumula más bien una energía estática, como las láminas paralelas de un condensador. A partir de ella, y con relación a la banda sonora, se crean unas diferencias de potencial estético cuya tensión llega a ser insostenible. Así la relación entre la imagen y el texto progresa hacia el fin en beneficio de este último; así, con toda naturalidad, bajo la exigencia de una lógica imperiosa, en los últimos segundos la imagen se retira de la pantalla. En el punto al que Bresson ha llegado, la imagen sólo puede decir algo más desapareciendo. El espectador ha sido progresivamente conducido a esta noche de los sentidos cuya única expresión posible es la luz sobre la pantalla blanca. Hacia eso tendía este pretendido cine mudo y su altivo realismo: a volatilizar la imagen y a ceder el puesto únicamente al texto de la novela. Pero experimentamos con evidencia estética irrecusable un logro sublime del cine puro. Como la página en blanco de Mallarmé o el silencio de Rimbaud es un estado supremo del lenguaje, la pantalla vacía de imágenes y entregada a la literatura marca aquí el triunfo del realismo cinematográfico. Sobre la tela blanca de la pantalla la cruz negra, torpe como la de un recordatorio, única traza visible dejada por la succión de la imagen, da testimonio de aquello de cuya realidad no era más que un signo.
Con
Le Journal d’un curé de campagne
se abre un nuevo estadio de la adaptación cinematográfica. Hasta aquí el film intentaba sustituir a la novela haciendo su traducción estética en otro lenguaje. «Fidelidad» significaba, por tanto, respeto del espíritu pero búsqueda de las necesarias equivalencias, teniendo en cuenta, por ejemplo, las exigencias dramáticas del espectáculo o la eficacia más directa de la imagen. Y, por lo demás, es necesario, desgraciadamente, que esta preocupación sea todavía la regla más general. Gracias a ella se han producido obras meritorias como
Le diable au corps
o
La symphonie pastorale
. En la mejor de las hipótesis, tales films «valen» lo que el libro que les ha servido de modelo.
Al margen de esta fórmula señalemos también la existencia de una adaptación libre como la de Renoir en
Une partie de campagne
o
Madame Bovary
. Pero el problema se resuelve de manera diferente; el original no es más que una fuente de inspiración; la fidelidad, una afinidad de temperamento, una simpatía fundamental del cineasta con el novelista. Más que sustituir a la novela, la película se propone existir a su lado: formar pareja con ella, como una estrella doble. Esta hipótesis, que sólo tiene sentido si la garantiza un genio, no se opone a un logro cinematográfico superior a su modelo literario, como en el caso de
El río
, de Renoir.
Pero
Le Journal d’un curé de campagne
es aún un caso diferente. Su dialéctica de la fidelidad y de la creación se centra en último análisis en una dialéctica entre el cine y la literatura. No se trata aquí de traducir —todo lo fiel e inteligentemente que se quiera—, ni menos aún de inspirarse libremente, con un respeto amoroso, para conseguir un film que sea un doble de la obra, sino de construir sobre la novela, por medio del cine, una obra en segundo grado. No ya un film «comparable» a la novela, o «digno» de ella, sino un ser estético nuevo que es como la novela multiplicada por el cine.
La única operación comparable de la que tenemos ejemplos es quizá la de los films sobre pintura. Emmer o Alain Resnais son también fieles al original; su materia prima es la obra ya supremamente elaborada del pintor; su realidad no es en absoluto el tema del cuadro, sino el mismo cuadro, como hemos visto que la de Bresson era el texto mismo de la novela. Pero la fidelidad de Alain Resnais, que es en principio y otológicamente una fidelidad fotográfica, no es más que la condición previa de una simbiosis entre el cine y la pintura. Por esta razón, los pintores, de ordinario, no comprenden sus films. Ver en ellos sólo un medio inteligente, eficaz, válido incluso, de vulgarización (lo son, efectivamente, por añadidura), es no entender nada de su biología estética.
Esta comparación es sólo parcialmente válida, ya que los films sobre pintura están condenados en principio a constituir siempre un género estético menor. Se añaden a los cuadros, prolongan su existencia, les permiten desbordar el marco, pero no pueden pretender ser el mismo cuadro
[32]
.
Van Gogh
, de Alain Resnais, es una obra maestra menor a partir de una obra pictórica mayor que utiliza y explícita, pero a la que no puede reemplazar. Esta limitación congénita se debe a dos causas principales. Por de pronto, a que la reproducción fotográfica del cuadro, al menos en proyección, no puede pretender sustituir al original o identificarse con él; si pudiera hacerlo destruiría su autonomía estética, ya que los films de pintura parten precisamente de la negación de lo que fundamenta la pintura: la circunscripción en el espacio por el marco y la intemporalidad. Precisamente porque el cine, como arte del espacio y del tiempo, es lo contrario de la pintura, puede añadirle algo.
Esta contradicción no existe entre la novela y el cine. No sólo son los dos artes del relato y, por tanto, del tiempo, sino que no es posible decidir
a priori
que la imagen cinematográfica sea inferior en su esencia a la imagen evocada por la escritura. Lo contrario es más probable. Pero no es ésta la cuestión. Basta con que el novelista, como el autor cinematográfico, busque la sugestión del transcurrir de un mundo real. Establecidas estas similitudes esenciales, la pretensión de escribir una novela en cine no resulta absurda. Pero
Le Journal d’un curé de campagne
viene a hacernos comprender que es todavía más fructuoso el especular sobre sus diferencias que sobre sus puntos en común; más el acusar la existencia de la novela por medio del film, que el disolverla. La obra en segundo grado que resulta apenas puede ser considerada como «fiel» por esencia al original, ya que sigue siendo
la novela misma
. Pero sobre todo no es «mejor» en absoluto (tal juicio no tendría sentido), sino «más» que el libro. El placer estético que puede proporcionar el film de Bresson, aun cuando el mérito haya evidentemente que atribuirlo en lo esencial a Bernanos, contiene todo lo que la novela podía ofrecer y por añadidura su refracción en el cine.
Después de Robert Bresson, Aurenche y Bost no son más que los Viollet-Le-Duc de la adaptación cinematográfica.
Le Journal d'un curé de campagne
, de Bresson.
Aunque ha llegado a ser relativamente corriente en la crítica el subrayar las afinidades entre cine y novela, el «teatro filmado» es considerado todavía con frecuencia como una herejía. Mientras tuvo, principalmente, por abogado y ejemplo las declaraciones y la obra de Marcel Pagnol, podía sostenerse que sus éxitos eran ejemplos malentendidos de circunstancias excepcionales. El teatro filmado permanecía ligado al recuerdo retrospectivamente burlesco del
film d’art
o a las ridículas explotaciones de los éxitos de
boulevard
en el «estilo» Berthomieu
[34]
. Todavía durante la guerra, el fracaso de la adaptación para la pantalla de una pieza excelente como
Le voyageur sans bagage
, cuyo asunto hubiera podido pasar por cinematográfico, daba argumentos aparentemente decisivos a la crítica del «teatro filmado». Ha hecho falta que se produjera la serie reciente de éxitos que va desde
La loba
a
Macbeth
, pasando por
Enrique V, Hamlet
y
Les parents terribles
, para demostrar que el cine estaba capacitado para adaptar válidamente las obras dramáticas más diversas.
A decir verdad, sin embargo, el prejuicio contra el «teatro filmado» no tiene quizá derecho a invocar tantos argumentos históricos como se cree, cuando se funda sólo sobre las adaptaciones confesadas de obras teatrales. Haría falta, en particular, reconsiderar la historia del cine no ya en función de los títulos, sino de las estructuras dramáticas del argumento y de la puesta en escena.
Aunque condenando sin apelación el «teatro filmado», la crítica prodiga, sin embargo, sus elogios, a formas cinematográficas en las cuales un análisis más atento revela los avatares del arte dramático. Obnubilada por la herejía del
film d'art
y de sus secuelas, la aduana dejaba pasar bajo la estampilla de cine puro los verdaderos aspectos del teatro cinematográfico empezando por la comedia americana, que, mirada de cerca, no es menos «teatral» que la adaptación de no importa qué pieza de
boulevard
o de Broadway. Construida sobre la comicidad de la palabra y de la situación, la comedia americana no recurre con frecuencia a ningún artificio propiamente cinematográfico; la mayoría de las escenas suceden en interiores y la planificación usa casi exclusivamente del campo y del contracampo para realzar el valor del diálogo. Habría que extenderse sobre las estructuras sociológicas que han permitido el brillante desarrollo de la comedia americana durante una decena de años. Creo que no impiden en absoluto una relación virtual entre el cine y el teatro. El cine, en cierta manera, ha dispensado al teatro de una previa existencia real. No era necesario, puesto que los escritores capaces de escribir estas piezas podían venderlas directamente para la pantalla. Pero es un fenómeno absolutamente accidental que, históricamente, está en relación con una coyuntura económica y sociológica precisa y, por lo que parece, en vías de desaparición. Desde hace quince años vemos, paralelamente al declive de un cierto tipo de comedia americana, cómo se multiplican las adaptaciones de piezas cómicas que han triunfado en Broadway. En el dominio del drama psicológico y de costumbres, un Wyler no ha dudado en tomar pura y simplemente la pieza de Lilian Hellman,
La loba
, y llevarla «al cine» en un decorado casi teatral. De hecho, el prejuicio contra el teatro filmado no ha existido nunca en América. Pero las condiciones de producción en Hollywood no se han presentado, al menos hasta 1940, de la misma forma que en Europa. Se ha tratado más bien de un teatro «cinematográfico» limitado a géneros precisos y que había tomado, al menos durante la primera década del cine hablado, muy pocas cosas de la escena. La crisis de argumentos que Hollywood padece actualmente le ha obligado a recurrir más frecuentemente al teatro escrito. Pero en la comedia americana, el teatro, invisible, estaba virtualmente presente
[35]
.