Por el contrario, es perfectamente legítimo reconstruir el descubrimiento de los restos de un naufragio, porque el acontecimiento se ha producido y se volverá a producir y tan sólo un mínimum de puesta en escena permite el hacer comprender y sugerir las emociones del explorador. Todo lo más que puede exigirse al cineasta es que no trate de ocultar el procedimiento. Pero esto no podrá reprochárseles a Cousteau y a Malle, que numerosas veces, a lo largo del film, nos presentan su material, y se filman ellos mismos mientras están filmando. Basta reflexionar un poco para no dejarse engañar más que hasta donde el placer lo exige.
Admito, sin embargo, por las razones que ya he dicho, que se sienta malestar ante estas secuencias. Lo que en efecto me parece más conseguido del film es la organización
a posteriori
de los acontecimientos imprevistos para darles una presentación clara y lógica sin dañar su autenticidad. Desde ese punto de vista el mejor momento es toda la secuencia de las ballenas y sobre todo la muerte del ballenato herido por la hélice y después devorado por los tiburones. Los cineastas no han perdido nunca el control del suceso, pero al mismo tiempo su grandeza les supera y la poesía de la imagen es siempre más fuerte y más rica de interpretación que cualquiera que ellos hubieran podido darle.
Hay un momento grandioso, cuando, después de haberse acercado a los cachalotes y buscado con una cierta crueldad el contacto que habría de provocar dos accidentes en la manada, se nota cómo, poco a poco, los hombres se solidarizan con el sufrimiento de los mamíferos heridos yen contra del tiburón, que no es, después, de todo, más que un pez.
En el fondo, el problema de este tipo de documentales es doble. Hay una cuestión técnica y un problema moral. Se trata, efectivamente, de hacer trampa para ver mejor y no engañar, sin embargo, al espectador.
Kon-Tiki
era un film sublime, pero inexistente, y razonable. El
Calypso
, en cambio, no es una balsa. Disponiendo de ventanillos bajo la línea de flotación, equipado con una cámara de estrave, está más emparentado con el
Nautilus
; aproximándose al ideal que consiste en disponer de un lugar de observación exhaustiva que no modifica el aspecto y la significación del objeto observado.
J. Cousteau.
Es ya un lugar común constatar el escaso genio cómico del cine francés. Al menos en los treinta últimos años. Porque conviene recordar que fue en Francia donde comenzó, en los principios del siglo, la escuela burlesca que debía encontrar en Max Linder su héroe ejemplar; escuela cuya fórmula continuaría Mack Senett en Hollywood. Escuela que conseguiría después una extraordinaria floración, ya que permitió la formación de actores como Harold Lloyd, Harry Langdon, Buster Keaton, Laurel y Hardy, y, por encima de todos, Charlie Chaplin. Y es sabido que este último ha reconocido en Max Linder su maestro. Sin embargo, el género burlesco francés, si se exceptúan los últimos films de Max Linder realizados en Hollywood, prácticamente no ha pasado los años 14, aplastado inmediatamente por el éxito devastador —y justificado— del género cómico americano. Con el cine sonoro, incluso dejando a Chaplin a un lado, Hollywood ha continuado siendo el maestro del cine cómico: en la tradición burlesca por un parte, regenerada y enriquecida con W. C. Fields, los hermanos Marx e incluso Laurel y Hardy en segunda fila; pero además con la aparición de un nuevo género emparentado con el teatro: «la comedia americana».
En Francia, por el contrario, la palabra apenas sirvió para otra cosa que intentar una desastrosa adaptación de vodevil de los
Boulevards
. Si nos preguntamos por algo que sobresalga en el orden cómico a partir de los años treinta, apenas se encuentran más que dos actores: Raimu y Fernandel. Pero, cosa curiosa, estos dos monstruos sagrados de la risa apenas han interpretado más que pésimas películas. Si no hubiera existido Pagnol y los cuatro o cinco films válidos que se le deben, no se podría citar una sola película digna de sus dotes (con una rigurosa excepción, el curioso y poco conocido
François I
, de Christian Jacque, y añadamos, para redondear la medida, las amables pero ligeras creaciones de Noel-Noel). Resulta significativo que después del fracaso de
El último millonario
, en 1934, Rene Clair haya abandonado los estudios franceses, yéndose a Inglaterra primero y después a Hollywood. Se puede deducir que lo que le falta al cine francés no han sido actores dotados sino un estilo, una concepción de lo cómico.
Es este el motivo por el que he omitido el único esfuerzo original que ha intentado regenerar la tradición burlesca francesa; me estoy refiriendo a los hermanos Prévert. Algunos querrían descubrir en
L'affaire est dans le sac, Adieu Leonard
y
Le Voyage surprise
un renacimiento del cine cómico. Oyéndoles, se trataría de obras geniales e incomprendidas. Y yo no consigo ir más allá del público que las ha rechazado. Se trata, ciertamente, de una tentativa interesante, que ya de primera intención resulta simpática pero condenada al fracaso por su intelectualismo. Para los Prévert el
gag
es siempre una idea cuya visualización sucede siempre
a posteriori
, de tal manera que nunca es divertida sino después de una operación mental, cuando se pasa del
gag
visual a su intención intelectual. Ese es el proceso de las «historias sin palabras» y es también ese el motivo por el que uno de nuestros mejores dibujantes de humor, Maurice Henry, no ha llegado nunca a imponerse en el cine como autor de
gags
. A esa estructura demasiado intelectual del
gag
que no despierta la risa más que de rebote hace falta añadir el carácter un poco chirriante de un humor que requiere del espectador una complicidad injustificada. La comicidad cinematográfica (como la teatral sin duda) no puede funcionar sin una cierta generosidad comunicativa; el
prívate joke
no es lo suyo. Sólo uno de los films que proceden del humor prevertiano va más allá de la veleidad para acercarse al éxito: se trata de
Drôle de drame
; pero existen otras referencias y Marcel Carné se ha sabido acordar últimamente de
L'opéra de quat’sous
y se ha inspirado en el humor inglés.
Sobre este descolorido telón de fondo histórico,
Jour de fête
se presenta como un éxito tan inesperado como excepcional. Es conocida la historia de este film, realizado de una manera casi completamente improvisada, a bajo precio y que no quería ningún distribuidor. Y fue el
best-seller
del año, con unas ganancias diez veces superiores a su coste.
Repentinamente, Tati se hace célebre. Pero cabía preguntarse si el éxito de
Jour de fête
no agotaba el genio de su autor. Había allí hallazgos sensacionales, una comicidad original, que entroncaba precisamente con la mejor vena del cine burlesco; pero se decía por una parte que si Tati tuviera genio no habría podido vegetar veinte años en el
music-hall
, y por otra parte la originalidad misma del film hacía temer que su autor no pudiera sostenerla una segunda vez. Serían sin duda otras aventuras del popular cartero, (algo así como un retorno de don Camilo) que serviría tan sólo para lamentar que Tati no hubiera tenido la prudencia de quedarse donde había llegado.
En cambio, Tati no sólo no ha explotado el personaje que había creado y cuya popularidad era una mina de oro, sino que después de cuatro años ha dado su segundo film que, lejos de padecer por la comparación, coloca a
Jour de fête
en una situación de borrador elemental. Difícilmente podría sobrestimarse la importancia de
Las vacaciones de Monsieur Hulot
. Se trata no sólo de la obra cómica más importante desde los hermanos Marx y W. C. Fields, sino de un acontecimiento en la historia del cine sonoro.
Como todos los grandes cómicos, Tati, antes de hacernos reír, crea todo un universo. Todo un mundo se ordena a partir de su personaje, cristaliza como la solución sobresaturada alrededor del grano de sal. El personaje creado por Tati es ciertamente divertido, pero casi de una manera accesoria y en todo caso de una manera relativa al universo que habita. Y puede incluso estar ausente en los
gags
más cómicos, porque M. Hulot no es más que la encarnación metafísica de un desorden que se prolonga mucho tiempo después de su paso.
Si se quiere, sin embargo, partir del personaje, es posible advertir que su originalidad, en relación con la tradición de la
Commedia dell’arte
que se continúa a través del género burlesco, reside en una especie de inacabamiento. El héroe de la
Commedia dell’arte
representa una esencia cómica; su función es siempre clara y siempre igual a sí misma. Por el contrario, lo característico de M. Hulot parece ser el no atreverse casi a existir. Es una veleidad ambulante, una discreción del ser. Consigue elevar la timidez a la altura de un principio ontológico. Pero, naturalmente, esa ingravidez del toque de M. Hulot sobre el mundo será precisamente la causa de todas las catástrofes, porque nunca se aplica según las reglas de la conveniencia y de la eficacia social. M. Hulot tiene el genio de la inoportunidad. Lo que no quiere decir que sea patoso y desmañado. M. Hulot por el contrario, es todo gracia, es el ángel Hurluberlu, y el desorden que introduce es el de la ternura y el de la libertad. Resulta significativo que los únicos personajes del film que resultan a la vez graciosos y totalmente simpáticos son los niños. Y es porque sólo ellos no están cumpliendo aquí un «deber de vacaciones». M. Hulot no les resulta extraño, es su hermano, siempre disponible, que ignora como ellos las falsas vergüenzas del juego y de la precedencia del placer. Si no hay más que un danzarín en el baile de máscaras, será M. Hulot, indiferente al vacío que le rodea. Si se ha preparado, siguiendo la iniciativa del comandante retirado, un castillo de fuegos artificiales, la cerilla de M. Hulot encenderá la pólvora antes de tiempo.
Pero ¿qué sería M. Hulot sin las vacaciones? Es perfectamente imaginable un empleo o al menos una ocupación para todos los provisionales habitantes de esta playa tan pintoresca. Se podría señalar un origen a todos esos automóviles y a esos trenes que convergen al principio del film hacia ese
X sur mer
y lo invaden de golpe como respondiendo a una misteriosa señal. Pero el
Amílcar
de M. Hulot no tiene edad y, para ser sinceros, no viene de ninguna parte: sale del tiempo. No sería difícil imaginar que M. Hulot desaparece diez meses del año y reaparece espontáneamente el uno de julio en fundido encadenado cuando por fin se detienen los relojes quisquillosos y se establece, en algunos lugares privilegiados de la costa o en el campo, un tiempo provisional, entre paréntesis, una duración suavemente turbulenta, cerrada sobre sí misma, como los ciclos de las mareas. Tiempo de la repetición de los gestos inútiles, casi inmóvil y totalmente estancado a la hora de la siesta. Pero también tiempo ritual, ritmado por la vana liturgia de un placer convencional más riguroso, que las horas de oficina.
Por todo esto no podría haber un guión para M. Hulot. Una historia supone un sentido, una orientación del tiempo yendo de la causa al efecto, un comienzo y un fin.
Las vacaciones de M. Hulot
no pueden ser, en cambio, más que una sucesión de acontecimientos a la vez coherentes en su significado y dramáticamente independientes. Cada una de las aventuras y desventuras del héroe comenzaría con la fórmula: «en otra ocasión M. Hulot». Jamás, sin duda, el tiempo no había sido hasta ese extremo la materia prima, casi el objeto mismo del film. Mucho mejor y mucho más profundamente que esos films experimentales que duran el tiempo de la acción, M. Hulot arroja claridad sobre la dimensión temporal de nuestros movimientos.
En este universo en vacaciones, los actos cronometrados adquieren un sentido completamente absurdo. Tan sólo M. Hulot no está nunca a la hora en ninguna parte, porque es el único que sabe vivir la fluidez de ese tiempo en el que los demás pretenden restablecer encarnizadamente un orden vacío y al que pone un ritmo el mecanismo de la puerta batiente del restaurante. Ellos no consiguen más que apelmazar el tiempo, a la manera de esa pasta de caramelo todavía caliente que se alarga lentamente desde la barra del confitero y que atormenta tan fuertemente a M. Hulot, convertido en Sísifo por la perpetua inminencia de su caída sobre el polvo.
Pero más aún que la imagen es la banda sonora la que da al film su espesor temporal. Es éste el gran hallazgo de Tati y también el más original técnicamente. Se ha llegado a decir equivocadamente que está constituida por una especie de magma sonoro en el que sobrenadan de cuando en cuando fragmentos de frases, y que esas pocas palabras precisas resultan por tanto mucho más ridículas. Es solamente la impresión que puede obtener un oído poco atento. De hecho son raros los elementos sonoros indistintos (como las indicaciones del altavoz de la estación, pero entonces el
gag
es realista). Por el contrario, toda la astucia de Tati consiste en destruir la nitidez con la nitidez. Los diálogos no son en absoluto incomprensibles sino insignificantes, y su insignificancia es puesta de manifiesto por su misma precisión. Tati lo consigue sobre todo deformando las relaciones de intensidad entre los planos sonoros, a veces llegando incluso a conservar el sonido de una escena fuera de campo sobre un acontecimiento silencioso. Generalmente su decoración sonora está constituida por elementos realistas: fin de diálogos, gritos, reflexiones diversas, pero ninguno de ellos rigurosamente colocado en situación dramática. Precisamente por su relación con este fondo sonoro cualquier ruido intempestivo adquiere un relieve absolutamente falso. Por ejemplo, durante esa velada en el hotel en el que los veraneantes leen, discuten o juegan a las cartas: Hulot juega al
ping-pong
y su pelota de celuloide hace un ruido desmesurado, rompe ese semisilencio como si fuera una bola de billar; a cada rebote parece que aumenta. En el origen de este film hay un material sonoro auténtico, efectivamente grabado en una playa, sobre el cual se sobreimpresionan sonidos artificiales, no menos precisos, pero constantemente desencajados. De la combinación de ese realismo y de esas deformaciones surge la irrefutable inanidad sonora de ese mundo que, sin embargo, sigue siendo humano. Jamás sin duda el aspecto físico de la palabra, su anatomía, había sido puesta tan despiadadamente en evidencia. Acostumbrados como estamos a darle un sentido incluso cuando no lo tiene, nunca adquirimos sobre ella la perspectiva irónica que alcanzamos por medio de la vista. Aquí las palabras se pasean completamente desnudas, con una indecencia grotesca, privadas de la complicidad social que las viste de una dignidad ilusoria. Parece que se las ve salir del aparato de radio hacinadas como globos rojos, o condenarse como pequeñas nubes por encima de las cabezas de las gentes, desplazándose después empujadas por el viento hasta llegar sobre nuestra nariz. Pero lo peor es que realmente tienen un sentido y que manteniendo la atención, haciendo un esfuerzo para eliminar con los ojos cerrados los ruidos adventicios, es posible devolvérselo. También sucede a veces que Tati introduce subrepticiamente un sonido totalmente falso, sin que, sumergidos en ese caos sonoro, se nos ocurra protestar. Así en el estruendo de los fuegos artificiales en el que es difícil identificar, si no se hace un esfuerzo sostenido, el de un bombardeo. Es el sonido lo que da al universo de M. Hulot su espesor, su relieve moral. Preguntaos de dónde viene, al terminar el film, esa gran tristeza, ese desmesurado desencanto, y descubriréis quizá que procede del silencio. A todo lo largo del film, los gritos de los niños que juegan acompañan inevitablemente las vistas de la playa; y por vez primera su silencio significa el fin de las vacaciones.