¿Qué es el cine? (20 page)

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Authors: André Bazin

Tags: #Ensayo, Referencia

BOOK: ¿Qué es el cine?
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El análisis del fenómeno puede además ser fácilmente repetido desde un punto de vista psicoanalítico. ¿No es significativo que el psiquiatra en estos casos haya tomado de Aristóteles el término
catarsis
? Las investigaciones pedagógicas modernas relativas al «psicodrama» parece que abren caminos fecundos sobre los procesos catárticos del teatro. Utilizan en efecto la ambigüedad existente todavía en el niño entre las nociones de juego y realidad, para llevar al sujeto a liberarse, en la improvisación teatral, de las represiones que sufre. Esta técnica lleva a crear una especie de teatro incierto en el que la actuación es seria y el actor es su propio espectador. La acción que se desarrolla no ha sido todavía escindida por la rampa, que es, sin duda, el símbolo arquitectónico de la censura que nos separa de la escena. Deleguemos en Edipo para que obre en nuestro lugar al otro lado de ese muro de fuego, esa frontera cegadora entre lo real y lo imaginario que autoriza la existencia de los monstruos dionisíacos y nos protege contra ellos
[45]
. Las fieras sagradas no franquearán esta página de luz fuera de la cual se hacen a nuestros ojos incongruentes y sacrílegas (especie de respeto inquietante que aureola todavía como una fosforescencia al actor maquillado cuando vamos a verlo en su camerino). Y no es válida la objeción de que en el teatro no siempre ha existido la rampa, porque no es más que un símbolo y antes de ella hubo otros, después del coturno y la máscara. En el siglo XVII el acceso de los pequeños marqueses al escenario no negaba la rampa, sino que más bien la confirmaba gracias a una especie de violación privilegiada, lo mismo que hoy en Broadway cuando Orson Welles, al situar en la sala unos cuantos actores para disparar sobre el público, no aniquila la rampa, sino que se coloca del otro lado. Las reglas del juego se han hecho también para ser violadas y ya se cuenta con que algunos jugadores han de incumplirlas
[46]
.

Con relación a la objeción de la presencia y sólo a ella, el cine y el teatro no estarían en oposición esencial. Lo que está en conflicto son más bien dos modalidades psicológicas del espectáculo. El teatro se construye sobre la conciencia recíproca de la presencia del espectador y del actor, pero para los fines del juego. Obra en nosotros por la participación ládica en una acción, a través de la rampa y bajo la protección de su censura. En el cine, por el contrario, contemplamos solitarios, escondidos en una sala oscura, a través de persianas semiabiertas, un espectáculo que nos ignora y que participa del Universo. Nada viene a oponerse a nuestra identificación imaginaria con el mundo que se agita delante de nosotros, que se convierte en el
Mundo
. No es ya sobre el fenómeno del actor en tanto que persona físicamente presente donde tiene interés el concentrar el análisis, sino sobre el conjunto de condiciones del «juego teatral» que exige del espectador su participación activa. Vamos a ver que se trata mucho menos del actor y de su «presencia», que del hombre y del decorado.

El anverso del decorado

No puede hacerse teatro más que con el hombre, pero el drama cinematográfico puede existir sin actores. Una puerta que golpea, una hoja arrastrada por el viento, las olas que lamen una playa pueden tener potencia dramática. Algunas de las obras maestras del cine no utilizan al hombre más que accesoriamente: como un comparsa o en contrapunto con la naturaleza que constituye el verdadero personaje central. Incluso si en
Nanouk
o
El hombre de Arán
la lucha del hombre y de la naturaleza es el tema del film, esa lucha no podría compararse con una acción teatral, ya que el punto de apoyo del armazón dramático no está en el hombre sino en las cosas. Como ha dicho creo que Jean-Paul Sartre, en el teatro el drama parte del actor; en el cine va del decorado al hombre. Esta inversión de las corrientes dramáticas es de una importancia decisiva e interesa a la esencia misma de la puesta en escena.

Hay que saber descubrir aquí una de las consecuencias del realismo fotográfico. Es cierto que si el cine utiliza la naturaleza es porque puede: la cámara ofrece al director todas las posibilidades del microscopio y del telescopio. Las últimas fibras de una cuerda que va a ceder, o un ejército entero al asalto de una colina, son ya acontecimientos a nuestro alcance. Las causas y los efectos dramáticos no tienen ya, para el ojo de la cámara, límites materiales. El drama está, para ella, liberado de toda contingencia temporal o espacial. Pero esta liberación de los poderes dramáticos tangibles no es todavía más que una causa estética secundaria que no explicaría radicalmente el trastrocamiento de los valores entre el hombre y el decorado. Porque sucede también que el cine se priva voluntariamente del posible recurso al decorado y a la naturaleza —hemos visto precisamente el ejemplo en
Les parents terribles
— cuando el teatro, por el contrario, utiliza una maquinaria compleja para dar al espectador la ilusión de la ubicuidad.
La pasión de Juana de Arco
, de Carl Dreyer, toda ella en primeros planos, en un decorado casi invisible (y teatral además) de Jean Hugo, ¿es menos cinematográfica que
La diligencia
? Parece entonces que la cantidad no tiene nada que ver en el asunto, como tampoco la similitud con ciertos decorados teatrales. El decorador no concebirá de manera sensiblemente diferente la habitación de
La dama de las camelias
para la pantalla y la escena. Es cierto que en la pantalla tendríamos quizás primeros planos de pañuelos con manchas de sangre. Pero una hábil puesta en escena teatral sabrá también jugar con la tos y con el pañuelo. Todos los primeros planos de
Les parents terribles
están, de hecho, tomados del teatro en donde nuestra atención los aislaba espontáneamente. Si la puesta en escena cinematográfica no se distingue de la otra más que en que autoriza una mayor proximidad al decorado y su utilización más racional, no habría realmente razones para seguir haciendo teatro y Pagnol sería un profeta. Sin embargo, vemos que los pocos metros cuadrados del decorado de Vilar para
La danse de morí
aportaban tanto al drama como la isla en la que se rodó el film, excelente por otra parte, de Marvel Cravenne.

Y es que el problema no es el decorado en sí mismo, sino su naturaleza y su función. Nos hace falta elucidar ahora una noción específicamente teatral: la del lugar dramático.

No podría existir un teatro sin arquitectura, ya sea el atrio de la catedral, o la plaza de Nîmes, o el palacio de los Papas, o el teatrillo de los feriantes, o el hemiciclo, que parece decorado por un Bérard delirante, del teatro de Vicenzo, o el anfiteatro rococó de una sala de los
Boulevards
. Juego o celebración, el teatro por su esencia no puede confundirse con la naturaleza, bajo pena de disolverse y dejar de ser. Fundado sobre la conciencia recíproca de la presencia de los participantes, necesita oponerse al resto del mundo como el juego a la realidad, como la complicidad a la indiferencia, como la liturgia frente a la vulgaridad de lo útil. Los trajes, la máscara y el maquillaje, el estilo del lenguaje, la rampa, colaboran más o menos en esta distinción, pero el signo más evidente es la escena, cuya arquitectura ha variado sin dejar sin embargo de definir un espacio privilegiado, real o virtualmente distinto de la naturaleza. El decorado existe con relación a este lugar dramático localizado; y contribuye simplemente —más o menos— a distinguirle, a especificarle. Sea lo que sea, el decorado forma las paredes de esa caja de tres lados, abierta a la sala, que es la escena. Esas falsas perspectivas, esas fachadas, esos bosquejos tienen un revés de tela, de clavos y de madera. Nadie ignora que el actor que se «retira a sus habitaciones» —por el fondo o los laterales del escenario— va en realidad a quitarse el maquillaje en su camerino; esos pocos metros cuadrados de luz y de ilusión están rodeados de maquinaria y de pasillos cuyos laberintos escondidos, pero conocidos, no impiden en absoluto el placer del espectador que sabe entrar en el juego.

Porque no es más que un elemento de la arquitectura escénica, el decorado teatral es un lugar materialmente cerrado, limitado, circunscrito, cuyas únicas ampliaciones se deben a nuestra imaginación que acepta la complicidad. Sus apariencias están vueltas hacia el interior, al público y a la rampa; existe apoyado en su anverso y en la ausencia de un más allá, como la pintura gracias a su marco
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. De la misma manera que el cuadro no se confunde con el paisaje que representa, ya que no es una ventana sobre un muro, la escena y el decorado en el que la acción se desarrolla son un microcosmos estético insertado a la fuerza en el universo, pero esencialmente heterogéneo de la naturaleza que le rodea.

Todo lo contrario sucede en el cine, cuyo principio es el de negar toda frontera, todo límite a la acción. El concepto de lugar dramático no sólo le es extraño, sino que es esencialmente contradictorio con la noción de pantalla. La pantalla no es un marco como el del cuadro, sino un orificio que no deja ver más que una parte del acontecimiento. Cuando un personaje sale del campo de la cámara, admitimos que escapa a nuestro campo visual, pero continúa existiendo idéntico a sí mismo en otra parte del decorado que nos permanece oculta. La pantalla no tiene pasillos, no podría haberlos sin destruir su ilusión específica, que consiste en hacer de un revólver o de un rostro el centro mismo del universo. En oposición al espacio de la escena, el de la pantalla es un espacio centrífugo.

Como el infinito del que el teatro tiene necesidad no podría ser espacial, hace falta que sea el del alma humana. Rodeado por este espacio cerrado, el actor está en el foco de un doble espejo cóncavo. Desde la sala y desde el decorado convergen sobre él los oscuros fuegos de las conciencias y las luces de la rampa. Pero este fuego que le quema es también el de su propia pasión y el de su punto focal; y alumbra en cada espectador una llama de complicidad. Como el océano en la concha, el infinito dramático del corazón humano retumba y se agiganta entre las paredes de la esfera teatral. Por todo esto su dramaturgia es de esencia humana, y el hombre es su causa y su sujeto.

En la pantalla el hombre deja de ser el foco del drama para convertirse (eventualmente) en el centro del Universo. El choque de su acción puede originar ondas hasta el infinito; el decorado que lo rodea participa del espesor del mundo. También, en cuanto tal, el actor puede estar ausente, porque el hombre no disfruta de ningún privilegio sobre la bestia o el bosque. Sin embargo, nada impide que sea el principal y único resorte del drama (como en la
Juana de Arco
de Dreyer) y en esto el cine puede muy bien superponerse al teatro. En tanto que acción, la de
Fedra
o
El Rey Lear
no es menos cinematográfica que teatral y la muerte, presenciada, de un conejo en
La régle du jeu
nos emociona tanto como la otra, contada, del gatito de Agnès.

Pero si Racine, Shakespeare o Moliere no admiten la trasposición al cine gracias a un simple registro plástico y sonoro, ello se debe a que el tratamiento de la acción y el estilo del diálogo han sido concebidos en función de su eco sobre la arquitectura de la sala. Lo que esas tragedias tienen de específicamente teatral no es tanto la acción como la prioridad humana, es decir, verbal, concedida a la energía dramática.

El problema del teatro filmado, al menos para las obras clásicas, no consiste tanto en llevar una «acción» de la escena a la pantalla, como en trasponer un texto de un sistema dramático a otro, conservando sin embargo su eficacia. No es esencialmente la acción de la obra teatral lo que se resiste al cine, sino, más allá de las modalidades de la intriga, que sería quizá fácil adaptar a la verosimilitud de la pantalla, la forma verbal que las contingencias estéticas o los prejuicios culturales nos obligan a respetar. Es la palabra la que se resiste a dejarse coger en la ventana de la pantalla. «El teatro, escribía Baudelaire, es el esplendor». Si hiciera falta oponer otro símbolo para designar al objeto artificial cristalino, brillante, múltiple y circular que refracta las luces alrededor de su centro y nos mantiene cautivos de su aureola, diríamos que el cine es la linterna del acomodador que atraviesa como un incierto cometa la noche de nuestro soñar despiertos: el espacio difuso, sin geometría y sin fronteras que rodea a la pantalla.

La historia de los fracasos y de los recientes éxitos del teatro filmado será, por tanto, la de la habilidad de los directores para retener la energía dramática en un medio que sirva para reflejarla o le dé al menos la resonancia suficiente para que sea todavía advertida por el espectador de cine. Se trata, por tanto, de una estética no tanto del actor como del decorado y la planificación.

Se comprende por esto que el teatro filmado esté radicalmente condenado al fracaso cuando se limite, poco más o menos, a fotografiar una representación escénica, incluso y sobre todo, cuando la cámara trata de hacernos olvidar las candilejas y los bastidores. La energía dramática del texto en lugar de volver al actor, se pierde sin eco en el éter cinematográfico. Así se explica que una pieza filmada pueda respetar el texto, estar bien interpretada en decorados verosímiles y parecemos sin embargo un verdadero desastre. Ese es el caso, para poner un ejemplo cómodo, de
Le voyageur sans bagages
. La obra yace delante de nosotros aparentemente idéntica a sí misma, pero vaciada de toda energía, como un acumulador descargado por una invisible toma de tierra.

Pero más allá de la estética del decorado, vemos en seguida que, tanto en la escena como en la pantalla, el problema que se plantea en último análisis es el del realismo. Y es que cuando se habla de cine siempre se termina ahí.

La pantalla y el realismo del espacio

De la naturaleza fotográfica del cine resulta efectivamente fácil concluir su realismo. Y la existencia de lo maravilloso o de lo fantástico en el cine, lejos de venir a debilitar el realismo de la imagen, resulta ser la más conveniente de las contrapruebas. La ilusión en el cine no se funda como en el teatro en las convenciones tácitamente admitidas por el público, sino, por el contrario, en el realismo innegable de lo que se le muestra. El truco tiene que ser materialmente perfecto: el «hombre invisible» debe llevar pijama y fumar cigarrillos.

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