He dudado mucho en cuanto al epíteto que vendría mejor a estos
westerns
«1950». Me había parecido al principio que debía buscar un término alrededor de «sentimiento», «sensibilidad», «lirismo». Creo que, en todo caso, estas palabras no deben descartarse porque caracterizan bastante bien al
western
moderno con relación al
superwestern
, casi siempre intelectual, al menos en la medida en que exige del espectador que reflexione o que admire. Casi todos los títulos que voy a citar ahora serán títulos de films, no voy a decir menos inteligentes que
Solo ante el peligro
, pero sí, en todo caso, sin segundas intenciones y en donde el talento estará siempre puesto al servicio de la historia y no de lo que significa. Hay otro término quizá más preciso que los que he sugerido anteriormente, o al menos capaz de completarlos: la «sinceridad». Quiero decir que los directores juegan un juego limpio con el género, incluso cuando están conscientes de «hacer un
western»
. La ingenuidad queda necesariamente excluida al nivel de la historia del cine en que nos encontramos; pero mientras que los
superwestern
sustituían la ingenuidad por el preciosismo o el cinismo, hay ya quien nos ha demostrado que la sinceridad es todavía posible. Nicholas Ray, rodando
Johnny Guitar
(1954) a mayor gloria de Joan Crawford, sabe evidentemente lo que hace. No es menos consciente de la retórica del género que el George Stevens de
Raíces profundas
y además el guión y la realización no están privados de humor; pero jamás adopta, sin embargo, con relación a su film, una postura condescendiente o paternalista. Aunque se divierta, no se burla. Los esquemas
a priori
del
western
no le impiden decir lo que tiene que decir, incluso aunque ese mensaje sea en definitiva más personal y más sutil que la inmutable mitología.
Va a ser en definitiva con referencia al estilo del relato, más que a la relación subjetiva del realizador con el género, como elegiré mi epíteto. Diría con gusto que los
westerns
que me quedan por evocar —los mejores a mi modo de ver— tienen algo de «novelesco». Quiero decir con esto que, sin apartarse de los temas tradicionales, los enriquecen desde el interior por la originalidad de los personajes, su sabor psicológico, por alguna singularidad atrayente que es precisamente lo que esperamos de un héroe novelesco. En
La diligencia
se ve en seguida, por ejemplo, que el enriquecimiento psicológico se refiere al empleo y no al personaje, ya que seguimos en las categorías
a priori
del género: el banquero, la beata, la prostituta con gran corazón, el jugador elegante, etc. En
Busca tu refugio
(1955) todo es diferente. Es cierto que las situaciones y los personajes son siempre variaciones dentro de la tradición, pero el interés que suscitan se refiere más a su singularidad que a su generosidad. También sabemos que Nicholas Ray trata siempre el mismo asunto, el suyo, el de la violencia y el misterio de los adolescentes. El mejor ejemplo de esta «novelización» del
western
desde el interior nos lo proporciona Edward Dmytryk con
Lanza rota
(1954), el
remake
en
western
, como es sabido, de
Odio entre hermanos
, de Mankiewicz. Para quien lo ignore,
Lanza rota
es, sin embargo, un
western
más sutil que los otros, con personajes más singularizados y relaciones más complejas, pero que no por eso dejan de estar estrictamente dentro de dos o tres temas clásicos. Elia Kazan había tratado ya en
Mar de hierba
(1947) con mayor simplicidad un tema muy próximo, desde el punto de vista psicológico, con el mismo Spencer Tracy. Está claro por otra parte que caben todos los matices intermedios entre el
western
B de pura sujeción a los cánones y el
western
novelesco, y mi clasificación tendrá forzosamente algo de arbitrario. El lector puede hacer también, por tanto, su propia clasificación.
Y a continuación propondría la idea siguiente: al igual que Walsh es el más distinguido de los veteranos tradicionales, Anthony Mann podría ser considerado como el más clásico de los jóvenes realizadores novelescos. A él debemos los
westerns
más bellos y más verdaderos de estos últimos años. El autor de
Colorado Jim
es probablemente el único de los realizadores americanos de la posguerra que parece especializado en un género en el que los demás realizan tan sólo incursiones más o menos episódicas. Cada uno de sus films, en todo caso, testimonia una franqueza conmovedora con relación al género, una sinceridad espontánea para colocarse en el interior de los temas, hacer vivir personajes atractivos e inventar situaciones emocionantes. Quien quiera saber lo que es el verdadero
western
y las cualidades de puesta en escena que supone, debe haber visto
La puerta del diablo
(1950),
Horizontes lejanos
(1952) y
Tierras lejanas
(1954), interpretadas por James Stewart. En ausencia de estos tres films, no puede en todo caso dejar de conocerse el más bello de todos:
Colorado Jim
(1953). Esperemos que el cinemascope no haya hecho perder a Anthony Mann su naturalidad en el manejo de un lirismo directo y discreto y sobre todo su infalible seguridad para unir al hombre con la naturaleza, ese sentido del aire libre que es en él como el alma misma del
western
, y gracias al cual ha vuelto a encontrar, en la escala del héroe novelesco y no ya mitológico, el gran secreto perdido de los films de
The Triangle
.
Ha podido advertirse en mis ejemplos la coincidencia del nuevo estilo con la nueva generación. Pero seria seguramente abusivo e ingenuo pretender que el
western
«novelesco» es sólo el que hacen los jóvenes, que han llegado a la puesta en escena después de la guerra. Se me podrá oponer con razón que también hay algo de novelesco en
El forastero
, por ejemplo, así como en
Río Rojo
y
Río de sangre
. Me aseguran también que hay mucho, aunque yo soy personalmente menos sensible, en
Rancho Notorius
(1952), de Fritz Lang. En todo caso, es evidente que
La pradera sin ley
(1954), de King Vidor, debe ser clasificada según esta perspectiva entre Nicho-las Ray y Anthony Mann. Pero si es cierto que podemos encontrar tres o cuatro títulos realizados por veteranos que pueden ponerse junto a los jóvenes, parece todavía bastante exacto decir que son sobre todo, si no exclusivamente, los recién llegados quienes afrontan con gusto este
western
a la vez clásico y novelesco. Robert Aldrich es la más reciente y brillante ilustración con
Apache
(1954) y sobre todo
Veracruz
(1954).
Queda el problema del cinemascope; este procedimiento ha sido utilizado en
Lanza rota
, en
El jardín del diablo
(1954), de H. Hathaway, un buen guión a la vez clásico y novelesco, pero tratado sin inventiva; y en
El hombre de Kentucky
(1955), de Burt Lancaster, que ha conseguido dormir a todo el festival de Venecia. No encuentro más que un Cinemascope que haya supuesto alguna novedad en la puesta en escena:
Río sin retorno
(1954), de Otto Preminger, fotografiado por Joseph La Shelle. Cuántas veces, sin embargo, hemos leído (o escrito nosotros mismos) que si la ampliación de la pantalla no se imponía por otros motivos, iba cuando menos a proporcionar una segunda juventud al
western
, cuyas cabalgadas y cuyos espacios abiertos parecen reclamar la horizontal. Esta deducción era demasiado verosímil para resultar cierta. Las ilustraciones más convincentes del Cinemascope nos han sido proporcionadas por films psicológicos (Al este del Edén, por ejemplo). No llegaré a sostener paradójicamente que la pantalla ancha no le va bien al
western
ni incluso que no le haya aportado nada
[59]
, pero me parece ya claro que el Cinemascope no supondrá ninguna renovación esencial en este dominio. En formato estándar, en Vista-Visión o sobre pantalla grande, el
western
seguirá siendo el
western
, tal como deseamos que nuestros nietos lleguen a conocerlo.
Es ésta la ocasión de aplicar lo que he escrito sobre la política de autores. Mi admiración por
Seven men from now
no me llevará a concluir que Budd Boetticher sea el más grande realizador de
westerns
—si bien es verdad que no excluyo la hipótesis—, sino solamente a pensar que su film es el mejor
western
que he visto después de la guerra. Sólo el recuerdo de
Colorado Jim y
de
Centauros del desierto
me obligan a poner una cierta reticencia en esa afirmación. Y es que resulta difícil discernir con certeza entre las cualidades de este film excepcional, las que provienen específicamente de la puesta en escena y las que deben atribuirse al guión y a un diálogo estupendo; sin hablar, naturalmente, de las virtudes anónimas de la tradición que están siempre dispuestas a florecer cuando las condiciones de la producción no se lo impiden. Reconozco que no tengo más que un recuerdo muy vago de los otros
westerns
de Boetticher y no soy capaz de precisar lo que en el éxito de este film hayan podido influir las circunstancias que apenas tienen ninguna importancia en el caso de Anthony Mann. Sea lo que fuere, e incluso si
Seven men from now
es el resultado de una coyuntura excepcional, no estoy menos dispuesto a sostener que este film es uno de los logros ejemplares del
western
contemporáneo.
Que el lector me perdone si no puede verificar por sí mismo lo que digo; ya sé que le hablo de una obra que no verá probablemente. Lo han decidido así los distribuidores;
Seven men from now
sólo se proyectará en versión original como estreno de verano en una pequeña sala de Les Champs Elysées. Si el film no ha sido doblado nadie podrá verlo en los cines de barrio. Situación simétrica a la de otra obra maestra sacrificada,
Centauros del desierto
, de John Ford, cuya versión doblada se estrenó también en pleno verano.
Y es que el
western
sigue siendo el género más incomprendido. Para el productor y el distribuidor, el
western
tiene o bien que ser un film infantil y popular destinado a acabar en la televisión, o una superproducción ambiciosa con grandes estrellas. Sólo la cotización de los intérpretes o del director justifica el esfuerzo de publicidad y de distribución. Entre esos dos extremos, todo queda en manos de la suerte y nadie —en eso, preciso es decirlo, hay que equiparar al crítico con el distribuidor— establece diferencias sensibles entre los films producidos con la marca
western
. Es así como
Raíces profundas
, superproducción ambiciosa de la Paramount para las bodas de oro cinematográficas de Zukor, ha sido acogida como una obra maestra mientras que
Seven men from now
, muy superior al film de Stevens, pasará inadvertido y se reintegrará probablemente a los almacenes de la Warner sin haber hecho otra cosa que tapar un hueco.
El problema fundamental del
western
contemporáneo se sitúa sin duda en el dilema entre la inteligencia y la ingenuidad. Hoy en día el
western
de ordinario sólo puede ser simple y acorde con la tradición si es además vulgar e idiota. Toda una producción barata subsiste sobre esas bases. Y es que después de Thomas Ince y William Hart el cine ha evolucionado. Género convencional y simplista en sus datos primarios, el
western
debe llegar a ser adulto y hacerse inteligente si se quiere colocar en el mismo plano de los films dignos de ser criticados. Así han aparecido los
westerns
psicológicos, con tesis social o más o menos filosóficos: los
westerns
con una significación. La cumbre de esta evolución estuvo justamente representada por
Raíces profundas
,
western
en un segundo grado donde la mitología del género era conscientemente considerada asunto del film. Como la belleza del
western
procede claramente de la espontaneidad y de la perfecta inconsciencia de la mitología que está disuelta en él, como la sal en el mar, esta destilación laboriosa es una operación
contra-natura
que destruye lo mismo que pretende poner de manifiesto.
¿Pero, es posible todavía hoy, enlazar directamente con el estilo de Thomas Ince, ignorando cuarenta años de evolución cinematográfica? Evidentemente, no.
La diligencia
ilustra sin duda el límite extremo de un equilibrio todavía clásico entre las reglas primitivas, la inteligencia del guión y la estética de la forma. Más allá se llega al formalismo barroco o al intelectualismo de los símbolos, como en el caso de
Solo ante el peligro
. Anthony Mann es el único que parece haber sabido encontrar la naturalidad gracias a la sinceridad, pero lo que hace de sus
westerns
los de mayor pureza a partir de la guerra, es más su puesta en escena que sus guiones. Ahora bien, sin pretender ir contra la política de autores, hay que admitir que el guión no es un elemento menos constitutivo del
western
que el uso del horizonte o el lirismo del paisaje. Por lo demás, mi admiración por Anthony Mann se ha visto siempre algo turbada por las debilidades que toleraba en sus adaptaciones.
Así, el primer motivo de asombro que nos proporciona
Seven men from now
reside en la perfección de un guión que realiza la difícil proeza de sorprendernos constantemente a partir de una trama rigurosamente clásica. Nada de símbolos ni de segundas intenciones filosóficas; ni sombra de psicología; nada más que personajes ultraconvencionales en situaciones archiconocidas, pero, en cambio, una puesta en situación extraordinariamente ingeniosa y sobre todo una invención constante en cuanto a los detalles capaces de renovar el interés de las situaciones. El héroe del film, Randolph Scott, es un
sheriff
que persigue a siete bandidos que han matado a su mujer al robar los cofres de la Wells Fargo. Se trata de alcanzarlos atravesando el desierto antes de que atraviesen la frontera con el dinero robado. Hay otro hombre que demuestra en seguida interés por ayudarle, aunque por un motivo muy diferente. Cuando los bandidos hayan muerto quizá pueda quedarse con los veinte mil dólares. Quizá, si el
sheriff
no se lo impide, porque en ese caso habría que matar un hombre más. Así, la línea dramática queda claramente planteada. El
sheriff
obra por deseo de venganza, su acólito por interés, y al final tendrán que arreglar las cuentas entre ellos. Esta historia podría haber dado de sí un
western
aburrido y banal si el guión no estuviera construido sobre una serie de golpes de efecto que me guardaré de revelar para no estropear el placer del lector, si por suerte llegara a ver el film. Pero todavía más importante que la invención en lo que a las peripecias se refiere, lo que me parece más notable es el humor con que se las trata. Así, por ejemplo, jamás vemos disparar al
sheriff
, como si lo hiciera demasiado deprisa para que la cámara tuviera tiempo de hacer el contracampo. La misma voluntad humorística justifica seguramente también los vestidos demasiado cuidados o demasiado provocativos de la heroína, o incluso las inesperadas elipsis de la planificación dramática. Pero he aquí lo más admirable: el humor no quita nada a la emoción, ni todavía menos a la admiración. No hay ningún asomo de parodia. Todo esto supone por parte del director la conciencia y la inteligencia de los resortes que utiliza, pero sin que haya desprecio ni condescendencia. El humor no nace de un sentimiento de superioridad, sino, por el contrario, de una sobreabundancia de admiración. Cuando se ama hasta ese punto los héroes a los que se hace vivir y las situaciones que se inventan, entonces y sólo entonces puede vérseles con esa perspectiva humorística que multiplica la admiración por la lucidez. Esta ironía no disminuye los personajes, pero permite que su ingenuidad coexista con la inteligencia. He aquí, en efecto, el
western
más inteligente que conozco, pero también el menos intelectual, el más refinado y el menos esteticista, el más simple y más bello al mismo tiempo.