Esta dialéctica paradójica ha sido posible porque Budd Boetticher y su guionista no han adoptado una actitud paternalista ante su historia, ni han pretendido «enriquecerla» con aportaciones psicológicas, sino simplemente llevarla hasta el final de su desarrollo lógico y obtener todos los efectos posibles del acabado de las situaciones. La emoción nace de las relaciones más abstractas y de la belleza más concreta. El realismo no tiene aquí más sentido que en los films de
The Triangle
, o, más bien, un esplendor específico surge de la superposición de la extrema convencionalidad y de la extrema realidad. Boetticher ha sabido servirse prodigiosamente del paisaje, de la variada materia de la tierra, de la estructura y de la forma de las rocas. Tampoco creo que la fotogenia del caballo haya sido desde hace mucho tiempo tan bien explotada. Por ejemplo, en la extraordinaria escena del baño de Gail Russell, donde el pudor inherente al
western
está llevado con humor tan lejos que sólo se nos muestran los remolinos de agua entre los cañaverales, mientras que a cincuenta metros de allí Randolph Scott almohaza los caballos. Es difícil imaginar a la vez una mayor abstracción y una más concreta trasposición del erotismo. Pienso también en la crin blanca del caballo del
sheriff
y su gran ojo amarillo. En el
western
saber usar tales detalles es seguramente más importante que la habilidad para desplegar cien indios en un combate.
Hay que poner, efectivamente, en el activo de este film excepcional un uso totalmente insólito del color. Conseguidos, es cierto, por un procedimiento cuyas características ignoro, los colores de
Seven menfrom now
están uniformemente traspuestos en una tonalidad de acuarela que recuerda por su transparencia y su uniformidad a los antiguos films coloreados a mano. Se diría que las convenciones en el color vienen así a subrayar las de la acción.
Está, finalmente, Randolph Scott, cuyo rostro recuerda irresistiblemente al de William Hart hasta en la sublime expresividad de sus ojos azules. Jamás juega con su fisonomía; jamás aparece en él la sombra de un pensamiento o de un sentimiento; sin que esta impasibilidad, no hace falta decirlo, tenga nada que ver con la interioridad moderna a lo Marlon Brando. Este rostro no traduce nada porque no tiene nada que traducir. Todos los móviles de las acciones están aquí definidos por las situaciones y sus circunstancias. Hasta el amor de Randolph Scott por Gail Russell, del que sabemos exactamente cuándo ha nacido (en el momento del baño) y cómo ha evolucionado, sin que el rostro del héroe haya traducido jamás un sentimiento. Pero está inscrito en la combinación de los acontecimientos como el destino en la conjunción de los astros, de manera necesaria y objetiva. Toda expresión subjetiva tendría, por tanto, la vulgaridad de un pleonasmo. Y no por esto nos sentimos menos atraídos por los personajes, bien al contrario; su existencia resulta tanto más plena cuanto que nada debe a las incertidumbres y a las ambigüedades de la psicología; y cuando, al final de la película, Randolph Scott y Lee Marvin se encuentran cara a cara, el desgarramiento al que nos sabemos condenados es bello y emotivo como una tragedia.
Así, el movimiento se demuestra andando. El
western
no está condenado a justificarse por el intelectualismo o la espectacularidad. La inteligencia que le exigimos hoy día puede servir para refinar las estructuras primitivas del
western
y no para meditar sobre ellas o para desviarlas en provecho de intereses ajenos a la esencia del género.
Lee Marvin en
Seven men from now
.
Nadie pensaría en escribir un libro sobre el erotismo en el teatro. No porque de una manera rigurosa el tema no se preste a hacer reflexiones, sino porque serían exclusivamente negativas.
No pasa lo mismo con la novela, ya que un sector nada despreciable de la literatura está más o menos expresamente fundado sobre el erotismo. Pero se trata sólo de un sector, y la existencia de un «infierno» en la Biblioteca Nacional concretiza esta particularidad. Es cierto que el erotismo tiende a desempeñar un papel cada vez más importante en la literatura moderna y ha invadido ampliamente las novelas, incluso las populares. Pero además de que sin duda haría falta atribuir al cine, en buena parte, esta difusión del erotismo, éste sigue todavía subordinado a nociones morales más generales que plantean justamente su extensión como un problema. Malraux, que es sin duda el novelista contemporáneo que ha propuesto más claramente una ética del amor fundada sobre el erotismo, ilustra perfectamente el carácter moderno, histórico y por consiguiente relativo, de una tal opción. El erotismo tiende a desempeñar en nuestra literatura un papel comparable al amor cortesano en la literatura medieval. Por muy poderoso que sea su mito, y prescindiendo del porvenir que se le atribuya, se ve claramente que nada específico le une a la literatura novelesca en la que se manifiesta. Incluso la pintura, donde la representación del cuerpo humano habría podido desempeñar un papel determinante, no es más que accidental o accesoriamente erótica. Dibujos, grabados, estampas o pinturas libertinas constituyen un género, una variedad con las mismas características del libertinaje literario. Se podría estudiar el desnudo en las artes plásticas y no se podría ignorar sin duda la traducción a través suyo de los sentimientos eróticos; pero éstos, también aquí, seguirían siendo un fenómeno subordinado y accesorio.
Sólo en el caso del cine se puede decir que el erotismo aparece como un proyecto y un contenido fundamental. No único, ciertamente, ya que muchos films entre los más importantes no le deben nada; pero sí un contenido mayor, específico e incluso esencial.
Lo Duca
[62]
tiene razón para ver en ese fenómeno una constante del cine: «La tela de las pantallas lleva en filigrana desde hace medio siglo un motivo fundamental: el erotismo…» Pero hace falta saber si la omnipresencia del erotismo no es más que un fenómeno general, pero accidental, consecutivo al libre juego capitalista de la oferta y la demanda. Tratándose de atraer a la clientela, los productores habrían recurrido de manera natural al tropismo más eficaz: el del sexo. Se podría añadir en favor de este argumento el hecho de que el cine soviético sea, efectivamente, el menos erótico del mundo. El ejemplo merecería cierta reflexión, pero no parece decisivo, porque habría que examinar previamente los factores culturales, étnicos, religiosos y sociológicos que han podido influir en este caso particular y, sobre todo, preguntarse si el puritanismo de los films rusos no es más que un fenómeno artificial y provisorio todavía más accidental que la sobrecarga capitalista. El reciente
Quarante et unième
nos abre desde este punto de vista muchos horizontes.
Lo Duca parece ver la fuente del erotismo cinematográfico en el parentesco del espectáculo cinematográfico con el sueño: «El cine se aproxima al sueño, a las imágenes acromáticas que son como las imágenes del film, lo que explica en parte la menor intensidad erótica del cine en color, que escapa en cierta manera a las reglas del mundo onírico».
No disentiré de nuestro amigo más que en el detalle. ¡No sé de dónde le viene el sólido prejuicio de que no se sueña nunca en colores! Quizá sea yo el único que goza de ese privilegio. Pero lo he comprobado además a mi alrededor. De hecho existen sueños en blanco y negro y sueños en colores como en el cine, según uno u otro procedimiento. Todo lo más estoy dispuesto a conceder a Lo Duca que la producción cinematográfica en colores ha sobrepasado actualmente la de los sueños en tecnicolor. Pero donde con toda seguridad no podría seguirle es en su incomprensible devaluación del erotismo coloreado. Pero, en fin, coloquemos estas divergencias en la cuenta de las pequeñas perversiones individuales y no nos detengamos más. Lo esencial continúa siendo el onirismo del cine o, si se prefiere, de la imagen animada.
Si la hipótesis es exacta —y creo que lo es al menos en parte— la psicología del espectador de cine tendría que identificarse con la de la persona dormida que sueña. Pero sabemos bien que, en último análisis, no hay más que sueños eróticos.
Pero también sabemos que la censura que los preside es infinitamente más rigurosa que todas las Anastasias del mundo. El super-ego de cada uno es un Mr. Hays que se ignora. De ahí todo el extraordinario repertorio de símbolos generales o particulares encargados de camuflar delante de nuestro espíritu los imposibles guiones de nuestros señores.
De manera que la analogía entre el sueño y el cine me parece que debe ser llevada todavía más lejos. Reside tanto en lo que deseamos profundamente ver sobre la pantalla como en lo que no podría mostrársenos. Se comete una equivocación cuando se asimila la palabra sueño a no sé qué libertad anárquica de la imaginación. Nada está más determinado y censurado que el sueño. Es cierto, y los surrealistas hacen bien en recordarlo, que no es la razón quien hace esto. Es cierto también que el sueño sólo se define negativamente por la censura y que su realidad positiva reside, por el contrario, en la irresistible transgresión contra las interdicciones del super-ego. Veo también claramente la diferencia de naturaleza entre censura cinematográfica, de esencia social y jurídica, y la censura onírica, pero quiero señalar simplemente que la función de la censura es tan esencial en el sueño como en el cine. Es uno de sus constitutivos dialécticos.
Reconozco que es eso lo que me parecía que faltaba no sólo al análisis preliminar de Lo Duca, sino, sobre todo, al enorme conjunto de ilustraciones, que constituyen en cualquier caso una documentación inapreciable.
No se trata de que el autor ignore el papel excitante que pueden siempre desempeñar las prohibiciones formales de la censura, sino el hecho de que parezca ver en ello tan sólo un ir tirando y, sobre todo, que el espíritu que preside la selección de sus fotos ilustra la tesis inversa. Se trataría más bien de mostrarnos lo que la censura corta habitualmente en los films y no lo que deja subsistir. No niego el interés ni el encanto de esta documentación, pero creo, por ejemplo, tratándose de Marilyn Monroe, que la foto que se imponía no era la del calendario para el que posó desnuda (teniendo en cuenta además que este documento extracinematográfico es anterior al éxito de la estrella y no podría considerarse como una extensión de su
sex-appeal
a la pantalla), sino la famosa escena de
La tentación vive arriba
, donde se hace levantar las faldas por una corriente de aire del Metro. Esta idea genial no podía nacer más que en el cuadro de un cine que posee una larga, rica y bizantina cultura de la censura. Tales hallazgos suponen un extraordinario refinamiento de la imaginación, adquirido luchando contra la rigurosa estupidez de un código puritano. Lo cierto es que Hollywood, a pesar y a causa de todas sus prohibiciones, sigue siendo la capital del erotismo cinematográfico.
No se me haga decir, sin embargo, que todo verdadero erotismo tendría necesidad, para florecer sobre la pantalla, de engañar a un código oficial de censura. Es incluso cierto que las ventajas sacadas de esta transgresión oculta pueden ser muy inferiores a las pérdidas. Y es que los tabús sociales y morales de los censores son un cuadro demasiado estúpido y arbitrario para canalizar convenientemente la imaginación. Aun siendo benéficos en la comedia o en el film-ballet, por ejemplo, constituyen un obstáculo estúpido e insuperable en los géneros realistas.
La única censura decisiva de la que el cine no puede prescindir está constituida por la misma imagen y, en último análisis, sólo con relación a ella puede intentar definirse una psicología y una estética de la censura erótica.
No tengo ciertamente la ambición de esbozarla aquí, ni siquiera en sus grandes líneas; quiero tan solo proponer unas cuantas reflexiones cuyo encadenamiento puede indicar una de las direcciones en las que podrá profundizarse.
Quiero antes de nada hacer una aclaración para atribuir en justicia el mérito que estas consideraciones pudieran tener, ya que proceden de una indicación que me hizo Domarchi recientemente y cuya pertinencia me parece extraordinariamente fecunda.
Domarchi, a quien nadie considera mojigato, me declaraba haberse sentido siempre irritado por las escenas de orgía en el cine, o, todavía más ampliamente, por toda escena erótica reñida con la impasibilidad de los actores. Para decirlo de otra manera: les parecía que las escenas eróticas debían poder interpretarse como las otras, y que la emoción sexual concreta de los actores delante de la cámara era contradictoria con las exigencias del arte. Esta austeridad puede quizá sorprender en principio, pero se apoya en un argumento irrefutable que no es en absoluto de orden moral. Si se muestra sobre la pantalla a un hombre y una mujer con un vestido y una postura tales que sea inverosímil que al menos un comienzo de consumación sexual no haya acompañado a la acción, yo tendría derecho a exigir, en un film policíaco, que se mate verdaderamente a la víctima o al menos que se la hiera más o menos gravemente. Y esta hipótesis no tiene nada de absurdo, porque no hace mucho que el asesinato ha dejado de ser espectáculo. La ejecución en la plaza de Grève no era otra cosa y, para los romanos, los mortales juegos del circo eran el equivalente de una orgía. Me acuerdo de haber escrito hace ya tiempo, a propósito de una célebre secuencia documental en la que se veía ejecutar en plena calle de Shanghai a unos «espías comunistas» por los oficiales de Chian-Kai-Shek, que la obscenidad de la imagen era del mismo orden que la de una película pornográfica. Una pornografía ontológica. La muerte es aquí el equivalente negativo de la satisfacción sexual a la que se ha calificado, no sin motivo, de «pequeña muerte».