¡Qué pena con ese señor! (2 page)

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Authors: Carola Chávez

Tags: #Humor

BOOK: ¡Qué pena con ese señor!
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Que qué bolas tienes tu de decirle tu apellido a la vecina, ahora me rayaste con todo el edificio. Que cómo puedes vivir tu con ese apellido. Que si no puede valer lo mismo el voto de un analfabeta que el de un profesional como yo. Que si los héroes de Altamira. Que si Leopoldito y Henriquito. Que pongas Globovisión. Que no puedes opinar porque no vives aquí. Que si eres de la oposición sí te dejamos opinar aunque vivas en la Conchinchina. Que si el paro petrolero fue cheverísimo. Que si dañaron las computadoras de Pdvsa y que los brutos que pusieron ahora no pueden echar a andar la empresa. Que ojalá que vengan los marines y nos invadan. Que
Bush help us, Chávez is a killer!
Que en el muro de la libertad escribieron «sed de sangre chavista».

Que no voy para tu marcha, que no firmo, que no soy racista ni fascista, que no me trago todo lo que sale en la televisión como los globovidentes, que lo único intolerable es la intolerancia, que ya no hay mancha negra, que las cosas han cambiado, que van a seguir cambiando, que yo no soy ni—ni, que soy chavista ¿y qué?, que claro que me voy de tu casa, aunque no entiendo por qué, si soy la misma de siempre, si siempre pensé de la misma manera, sólo que ahora mis ideas tienen nombre. Da igual, si no lo puedes soportar me voy. Y me fui...

Así fui empujada a los brazos de chavismo, a las huestes de este rrrrégimen. Ahora soy parte de esas hordas de chabacanos que tienen libros en sus casas y peor aún, los leen, que no se conforman con lo que les dicen, que buscan información, que quieren un mundo más justo, que trabajan para que así sea, que creen en su país porque creen en su gente. Volví a mi país porque descubrí que tenia un país al que regresar y aquí estoy.

Mi cuñado, una vez, me gritó histérico «Si te fuiste con Caldera y regresas con Chávez es que eres chavista». Cuánta razón tenia. Me llamo Carola Chávez y nunca me gusté tanto mi nombre como ahora.

Ahora si: Prólogo

Aunque éste no es un manual de política, decidí incluir un paréntesis antes del prólogo (porólogo, si eres de Cumbres de Curumo) porque creo que fue en ese momento que narro cuando mis ojos se terminaron de abrir. Siempre me sentí como una espectadora a muchos eventos de mi vida, aunque a simple vista parezca ser protagonista de ellos.

Acostumbro a situarme fuera aunque esté atapuzada con un gentío en el mismo sofá. Escucho, veo y me asombro cada día más. Me siento a escribir como para tratar de entender. Lo peor es que mientras más escribo menos entiendo, me separo cada día más del camino que, al parecer, tenemos trazado las personas que nacimos dentro de una familia clase media, de esa clase media genérica y hueca que no acepta la disidencia. Que resiente la desfachatez de mis franelas Ovejita, mis amistades peligrosamente «niches», que pueden dar pie a comparaciones e incómodas coincidencias.

Éste no es un libro político, o tal vez si lo sea, porque es la política el mejor indicador de quién es quién en este mundo en que lo que importa es lo que pareces y no lo que eres en verdad. Hoy, dentro de esa clase media, si apoyas al gobierno de Chávez, eres definitivamente negro, pobre, flojo, bruto, aunque seas en verdad un catirisimo doctor summa cum laude que vive en Prados del Este. Y funciona perfectamente a la inversa: ser opositora para una morenaza, trabajadora asalariada y endeudada, produce el mismo efecto que forrarse de logotipos de marcas chic. Ser opositor es el símbolo de estatus más barato que hay en el mercado.

Todo lo que narro en este manual, por increíble que parezca, me ha sucedido, por eso escribo con esa risita nerviosa de quien dice ¡Qué pena con ese señor!

Capítulo I - Tasca Gao

¿Quién no ha pasado una amena velada en casa de unos amigos, tomando unos traguitos en una acogedora tasca casera? Yo lo he hecho hasta el hastío. Cada vez que una pareja de amigos se casa nos vemos obligados a visitar su apartamento nuevecito, cortesía de papá. Dicho inmueble, generalmente, ha sufrido una serie de transformaciones para ser adaptado a las necesidades de la joven y feliz pareja que allí comenzará una nueva vida, para toda la vida, o hasta que el divorcio nos separe.

Entre los trabajos de remodelación hay dos detalles que no pueden faltar: Un jacuzzi incrustado en un bañito, que queda como mucho camisón pa Petra. (Eso para el disfrute exclusivo de los enamorados). Y una tasca, para todos, al mejor estilo que ellos imaginan como andaluz.

El diseño y decoración de ese importantísimo rincón del hogar suele consumir meses, a veces años, si no toda una vida de dedicación para obtener lo que muchos consideran como un espacio de primera necesidad. Se empieza con la construcción de la barra de madera maciza, acompañada de tres o cuatro taburetes cojos, de ésos que se balancean al posarse sobre ellos, y que, a veces, se le pone un taco de servilleta en la pata para tener un poco más de estabilidad. También, un cachivache que va pegado al techo donde cuelgan las copas patas arriba como murciélagos cristalinos.

Una vez obtenidos estos elementos comienza la decoración. Existen, al parecer, una cantidad de objetos que debe tener su tasca, pequeños detalles que le imprimen personalidad, no su personalidad, sino una genérica, una especie de híbrido entre un quillo gaditano, un mayamero frecuente y un bebedor nacional. Explico: No puede faltar una botellita de cerveza Zulia. Una colección de latas de todo el mundo, fruto de un esfuerzo mancomunado en el cual cada pariente, cada amigo, trae de vuelta de sus viajes una o más latas vacías. Otra colección indispensable es la de botellitas de avión. Estas perfectamente selladas y llenas, al contrario de sus parientes de aluminio. Algunos pocillos y ceniceros y revolvedores con logos de los Yankees de Nueva York, de la Universidad de Miami, de algún bar Key West, y el de Mickey Mouse, que no puede faltar. Un cartel taurino anunciando una tarde de corridas en Las Ventas con el nombre del anfitrión (como detalle jocoso) junto con el de algunos toreros de verdad-verdad. Cartelitos de cerámica pintados con frases graciosas como: «Entre mi carro y mi mujer, te presto a mi mujer». Lucecitas, madroños y platos pegados a la pared, una réplica miniatura de La Giralda, una muñeca made in China vestida de bailaora y comprada en Barcelona. Además, colgados de una columna, una pata de jamón polvorienta y una ristra de ajos de rafia. Detalles estos que impregnan el lugar de ese sabroso y fiestero ambientillo andaluz.

Indispensable es también una bufanda y un gorro de bufón del Real Madrid, preferiblemente, aunque pueden ser de cualquier otro equipo, pero eso sí: de la Liga Española de Fútbol. Dichas prendas deben ser colocadas sobre un televisor que se empotra a la pared con un armatoste giratorio que nadie gira nunca y que pesa más que la tele que debe sostener. Los sábados de partido todo buen anfitrión debe ponerse sus accesorios de forofo, aunque haga 40 grados a la sombra.

Sin embargo, todo este esfuerzo sería en vano si no se coronara con un cartel, uno grande, de madera oscura, con muchas capas de barniz, rectangular, de las esquinas mordidas en semicírculos y con unas retorcidas letras de mecate que digan Tasca Gao.

Si Tasca Gao fuese una franquicia, su inventor sería rico. Pero es mucho más que eso, es un elemento del acervo cultural de la clase media venezolana.

Cada vez que inauguro con mis amigos uno de estos bares domésticos les pregunto en qué lugar de la casa pusieron la biblioteca. Lo hago sólo por incordiar, porque ya sé la respuesta. Me gusta imaginar cómo sería si todos los recursos y todo el esfuerzo que emplearon en hacer un bar lo hubieran destinado a una biblioteca. O mejor aún una biblioteca con neverita y chinchorro. Porque es rico echarse a leer tomándose un traguito o dos...

Mis amigos me miran con ojos de asombro, como si apenas entonces se enteraran de que los libros existen y que sería bueno tener algunos en casa, aunque sea para disimular. ¿Disimular con quién? Si donde hay confianza da asco: «No joda, Carola, no te la vas a echar de culta ahora, tómate unos palos y déjanos ver el fútbol. ¡Gooooooool!».

Hace unos meses, mis amigos se reunieron en una de las sucursales de Tasca Gao. Estaban indignados porque un político los había llamado «clase media putrefacta y embrutecida». Yo en ese momento comprendí su indignación: ¿Putrefactos? Imposible, si todos están conservados en alcohol. Embrutecidos, por supuesto, donde hay confianza da asco, ¿no es así?

Capítulo II - Turismo enlatado. Quien Hesperia des-Hesperia

¡Ah! las vacaciones, eso momento tan esperado que se va tan pronto llega. Después de largas horas de trabajo, de colas interminables, de incomodidades, de tumultos, empujones, ruidos infernales, después de estirar al sueldo, quincena tras quincena, haciendo maromas; después del estrés, el Zolof y el Tafil, nos vamos recompensados con unos días fugaces que aprovecharemos aunque se nos vaya la vida en ello.

Nadia mejor que la clase media para organizar vacaciones inolvidables. La democratización del turismo ha proporcionado a la clase «pujante y pensante», un sinfín de opciones para gastar sus ahorros, sus energías y su tiempo. Los resorts todo incluido son el ejemplo más representativo de lo que la clase media considera una vacación de ensueño.

Los hay esparcidos por todo el mundo: desde las islas más exóticas hasta los helados parajes de montaña; las grandes ciudades tampoco se han quedado atrás, no hay lugar en el mundo donde no haya un todo incluido para satisfacer las exigentes necesidades de la clase que ha estudiado, que progresa, que aporta a la economía.

Recuerdo que hace algunos años, cuando mis amigos empezaron a atar lazos nupciales, era impensable ir de luna de miel a Cancún. Se trataba de un paquete turístico que ofrecía un viaje completísimo: Cancún, crucero hasta Miami y dos o tres noches en Disney World. Esto último, supongo, para que los jóvenes adultos volvieran a ser niños por unos días antes de tener que enfrentar las responsabilidades de su nuevo y complejo estado civil. Yo veía como partían felices y soñaba con mi luna de miel que no terminaba de llegar, ya mi novio era un hueso duro de roer. Esperaba ansiosa el regreso de los recién casados para beber los detalles de sus aventuras en México, país de mis sueños, que hasta el día de hoy no he podido visitar.

—¿Qué tal el viaje? —pregunté entusiasmada la primera vez.

—Arrechísimo —dijeron los tórtolos dorados por el sol caribeño, mostrando orgullosos su franelas idénticas de Mickey Mouse.

—Pero yo quería saber de México. ¿Fueron a Teotihuacan? Yo sé que no está en Cancún, pero una vez allá, ¿cómo no acercarse?

Pues no se acercaron, se quedaron en un resort, el Marriot, tu sabes, chísimo, todo incluido. Tenían un
buffet
que te mueres. Comimos coctel de camarones hasta que se nos salían por las orejas. ¿Tequila? No, pero nos daban unas piña-coladas en unas copotas con sombrillita fenomenales. Había unas pizzas de tortilla mejicana súper originales, y hamburguesas para cuando ya no querías más camarones. Hacían un show de salsa buenísimo y nos cagábamos de la risa viendo a los gringos tratando de bailar. Todo el mundo rascao. Fuimos al Hard Rock Café y nos compramos las franelas. Ya tenemos tres para la colección, la de Cancún, la de Miami y la de Orlando. Ahora tenemos una excusa para seguir viajando, porque hay Hard Rocks por todos lados, hasta en París.

Desilusionada esperé la boda y regreso de otra pareja. La misma pregunta ingenua:

—¿Fueron a Teotihuacán?

—¿Teotihua qué?

—Teo—ti—hua—can.

—¡Chanfle!

—Bueno, pero a Chichen Itzá, si fueron, ¿no?

No fueron, pero trajeron las franelas reglamentarias del Hard Rock y Mickey, los mismos cuentos repetidos: coctel de camaromes, la piñas coladas, pizza...

Así se fueron casando todos y todos regresando con los recuerdos de una luna de miel que parecía colectiva. Mi decepción casi deriva en una depre. No comprendía las razones por las que alguien que vive en el Caribe, y que no tiene más que manejar una hora para estar en una playa preciosa, se gastara una fortuna para encerrarse en un hotel made in USA, esquivando, de manera voluntaria, la suculenta experiencia sensorial y cultural que implica una visita a México. Hasta el día de hoy no lo comprendo.

Por fin me casé con mi hueso duro. Y no tuvimos entonces dinero ni ganas de ir a Cancún. No conocí un resort hasta que hace unos días vinieron unos amigos de Caracas y otros de Barcelona, la de Catalunya, venezolanos todos. Desoyendo mis consejos de lugareña reciente, se alojaron en el Hesperia. Fueron unas vacaciones inolvidables, tal como lo prometía el folletín que les dieron en la agencia de viajes. Inolvidables por malas.

Los amigos, que cruzaron el océano llenos de nostalgias, se vieron literalmente atrapados en el resort todo incluido, que incluía todo menos a los amigos a quienes vinieron a visitar. No nos permitían entrar a verlos a menos que pagáramos un día, perdonen que me repita, todo incluido. Ellos no podían salir porque en la agencia de viajes habían vaciado los bolsillos de los incautos con la promesa de que todo lo que puede el viajero buscar en Margarita estaba en el Hesperia. Ellos de tanto vivir en Europa, cayeron cual daneses y obtuvieron las vacaciones con las que todo danés sueña en los cortos días del invierno escandinavo.

Nosotros, compadeciéndonos de su tristeza, decidimos dejarnos estafar por un día.

¡Vaya día! Todo comenzó tempranito en la mañana: pagamos y nos condecoraron con unas apretadas pulseras de plástico morado que nos distinguían de los huéspedes de verdad, ellos llevaban unas de un coqueto color lima.

Nos abrazamos por fin con nuestros panas. Luego a la piscina: un sinuoso cuerpito de agua azul turquesa con una fuente intermitente que, al parecer, funciona sólo cuando hay suficientes espectadores. En las sillas y bajo los parasoles, parejas y familias enteras de extranjeros rosados y rollizos, todos leyendo algún bestseller, todos bebiendo de una copa con sombrillas y cayenas.

Resaltábamos entre la multitud por el bronceado tropical y por las carcajadas escandalosas que hacían fruncir el ceño a nuestros vecinos de parasol. Pedimos las «incluidas» piñas coladas sólo para descubrir que no tenían ni piña ni coco ni ron. Las hacían de un producto envasado, pasteurizado e insípido que, para colmo, era bautizado con aguardiente.

Para acompañar la piña colada el hotel ofrecía la oportunidad de ver el ensayo del show tropical que presentarían esa y todas las noches: un grupo de bailarines que se desbarataban al ritmo de un merengue de Olga Tañón.
Very tropical, very typical
...

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