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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (27 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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—¿ A esto lo llamas una broma? —Caramon se enjugó el sudor frío de la frente—. Pues a mí no me hace gracia. ¿Vas a decirles la verdad?

—¿ Y de qué infiernos iba a servir que lo hiciera? —demandó Kit, que añadió con una cólera repentina—: ¿Es que quieres verme colgada a mí? ¿Es eso? —Caramon no respondió; se sentía fatal.

»Yo no la maté, ¿vale? —afirmó fríamente Kitiara.

—Pero tu cuchillo...

—Alguien me lo robó en la confusión que hubo en el templo, me lo cogió del cinturón. Te lo habría dicho si me lo hubieras preguntado, en lugar de acusarme como hiciste.

Esa es la verdad. Es lo que ocurrió, pero ¿piensas que alguien me creería?

No, Caramon estaba seguro de que nadie le creería.

—Salgamos —orden ó Kitiara—. Despertaremos a Tanis.

Él sabrá qué hacer.

Se puso el chaleco de cuero. La espada yacía en el suelo, cerca de donde ella se había tumbado a dormir. La cogió y se abrochó el cinturón.

—Ni una palabra al semielfo de mi pequeña broma —advirtió a Caramon mientras le acariciaba el brazo—. No lo entendería.

Caramon asintió con la cabeza, incapaz de hablar. No se lo diría a nadie, jamás. Era demasiado vergonzoso, demasiado horrible. Tal vez hubiera sido una broma, una muestra de humor negro, pero el joven no lo creía así. Todavía podía oír sus palabras, la vehemencia con que las había pronunciado.

Todavía podía ver el espeluznante brillo de sus ojos.

Se apartó de ella; su contacto le ponía la piel de gallina.

Kit le dio unas palmaditas en el brazo, como si fuera un niño bueno que se ha comido todas las gachas de avena. Lo empujó para pasar delante y salió de la tienda, llamando a voces a Tanis mientras caminaba.

Caramon se dirigía hacia el puesto para despertar a Flint cuando oyó una voz gritando, resonando en el recinto ferial: —¡Va a haber un linchamiento! ¡Venid a verlo! ¡Vamos a quemar en la hoguera al hechicero!

18

Raistlin despertó con un sobresalto, plenamente alerta, con una sensación de peligro que restalló en su sueño como un relámpago, sacándolo de unas aterradoras pesadillas. De manera instintiva se quedó inmóvil, tumbado bajo la fina manta, hasta que su mente estuvo completamente despejada y activa y hubo localizado el origen del peligro.

Olió el humo de antorchas encendidas, oyó las voces hiera de la prisión, y permaneció tendido, escuchando con temor.

—Y os informo —estaba diciendo el guardia— que el inicio del hechicero se celebrará mañana. Es decir, hoy. Entonces tendréis oportunidad de hablar ante el corregidor.

—¡El corregidor no tiene jurisdicción en este caso! —respondió una voz profunda—. ¡El hechicero asesinó a mi esposa, nuestra sacerdotisa! ¡Arderá en la hoguera esta noche, corno deben arder todos los brujos por sus atroces crímenes! Apártate, carcelero. Sólo sois dos y nosotros, más de treinta.

No queremos que salga herida gente inocente.

En las celdas adyacentes, los kenders parloteaban con excitación mientras arrimaban bancos a las ventanas para ver mejor y se lamentaban de estar encerrados en prisión, ya que se perderían el asado de hechicero. En ese momento, alguno de ellos sugirió forzar la cerradura otra vez. Por desgracia, a raíz de la sustracción de las llaves, los guardias habían añadido una cadena y un candado a la puerta de la celda de los Kenders, lo que elevaba considerablemente el nivel de dificultad.

Sin desanimarse lo más mínimo, los kenders se pusieron manos a la obra.

—¡Rankin, ve a buscar al capitán! —ordenó el carcelero.

De fuera llegó el ruido de forcejeos, gritos, maldiciones y un grito de dolor.

—Aquí están las llaves —dijo la misma voz profunda—.

Dos de vosotros, entrad en la celda y sacadlo.

—¿Y qué pasa con el capitán de la guardia y con el corregidor? —preguntó alguien—. ¿No intentarán entrometerse? —Algunos de nuestros hermanos ya se han ocupado de ellos. No nos molestarán esta noche. Id por el hechicero.

Raistlin se incorporó de un salto e intentó dominar el pánico y discurrir qué hacer. Sus escasos conjuros acudieron a su mente, pero el carcelero se había llevado sus saquillos con los ingredientes para hechizos. De todos modos, entre su extremado agotamiento y su miedo, dudaba que tuviera las fuerzas o la claridad mental suficiente para ejecutarlos.

«¿Y dé qué me servirían? —reflexionó con amargura—.

No podría hacer dormir a treinta personas. Quizá sería capaz de hacer un conjuro para mantener cerrada la puerta de la celda, pero, con lo débil que estoy, no conseguiría mantenerlo activado mucho tiempo. Y no tengo ninguna otra arma. ¡Estoy indefenso! ¡Completamente a su merced!»

Aparecieron los clérigos de túnicas azules, sosteniendo las antorchas en alto, registrando celda tras celda. Raistlin resistió el loco impulso, dictado por el pánico, de esconderse en un rincón oscuro. Se los imaginó encontrándolo, arrastrándolo fuera ignominiosamente. Se obligó a esperar con estoica calma a que llegaran hasta él. La dignidad y el orgullo era todo lo que le quedaba, y pensaba mantenerlos hasta el final.

Por un momento pensó esperanzado en Caramon, pero después desechó la idea y la esperanza como una ilusión poco realista. El recinto ferial estaba lejos de la prisión, y Caramon no podía saber lo que estaba pasando. No regresaría hasta por la mañana y, para entonces, sería demasiado tarde.

Uno de los clérigos llegó ante la celda de Raistlin.

—¡Aquí está! ¡Ahí dentro!

Raistlin entrelazó las manos con fuerza para ocultar que le temblaban. Les hizo frente con actitud desafiante y una expresión fría que era la máscara de orgullo que ocultaba su miedo.

Los clérigos tenían la llave de la celda; el carcelero no había presentado demasiada resistencia. Haciendo caso omiso de las súplicas y gritos de los kenders, que estaban teniendo dificultades para forzar el candado, los clérigos abrieron la celda del joven. Lo agarraron y le ataron las manos con un trozo de cuerda.

—Ya no harás más de tu asquerosa magia con nosotros

—dijo uno.

—No es a la magia a lo que teméis —manifestó Raistlin, hablando con orgullo, contento de que su voz no temblara—.

Sino a mis palabras. Por eso queréis matarme antes «le que se celebre el juicio. Sabéis que, si tengo ocasión de hablar, os denunciaré como los ladrones y charlatanes que sois.

Uno de los clérigos le asestó un puñetazo. El golpe lo lanzó hacia atrás, le dejó un diente algo suelto y le cortó el Labio. Sintió el sabor de la sangre. La celda y los clérigos parecieron ondear ante sus ojos.

—¡No lo dejes inconsciente! —lo regañó el otro clérigo—.

¡Queremos que esté bien despierto para que note la caricia de las llamas!

Agarraron a Raistlin por los brazos y lo sacaron de la celda con tanta prisa que casi lo derribaron. El joven fue dando traspiés, obligado casi a correr para evitar irse al suelo. Cada vez que se frenaba, le daban un brusco tirón, apretándole los brazos dolorosamente.

El carcelero estaba acurrucado en la puerta, con la cabeza inclinada y los ojos agachados. El joven guardia, que aparentemente había intentado defender al prisionero, yacía inconsciente en el suelo; debajo de su cabeza empezaba a formarse un charco de sangre.

Los clérigos lanzaron un vítor cuando sacaron a Raistlin, pero el clamor cesó de inmediato cuando sonó una seca orden del sumo sacerdote. En silencio, con letal resolución, rodearon al joven hechicero y miraron a su cabecilla, esperando órdenes.

—Lo llevaremos al templo y lo ejecutaremos allí. Su fuerte servirá de ejemplo para otros que puedan tener la idea de ir en contra nuestra.

»Después de que el hechicero haya muerto, diremos que ninguno vio al kender gigante. Mandaremos a nuestra claque para que hagan las mismas manifestaciones. A no tardar, los que lo vieron empezarán a dudar de sí mismos, y nosotros sostendremos que el hechicero, atemorizado por el poder de Belzor, inició un alboroto para así escabullirse sin ser visto y asesinar a nuestra sacerdotisa.

—¿Funcionará? —preguntó, dudoso, uno de ellos—. La gente vio lo que vio.

—Muy pronto cambiarán de parecer. El espectáculo del cuerpo carbonizado del mago delante del templo los ayudará a tomar la decisión más conveniente. Y los que no lo hagan, sufrirán la misma suerte.

—¿ Y los amigos del hechicero? ¿El enano y el semielfo y los demás?

—Judith los conocía y me habló de ellos. No tenemos nada que temer. La hermana es una zorra. El enano, un necio borracho a quien sólo le importa su jarra de cerveza. Y el semielfo, un mestizo, un gemebundo cobarde, como todos los elfos. No causarán ningún problema. Estarán más que contentos de salir a hurtadillas de la ciudad. Vamos, empezad a cantar —espetó el sumo sacerdote—. Será más convincente si hacemos esto en nombre de Belzor.

Raistlin se las ingenió para esbozar una débil sonrisa, aunque hacerlo le abrió de nuevo el corte del labio. Pensar en sus amigos consiguió que su desesperación no fuera tan abrumadora y viera un atisbo de esperanza. Los clérigos no tenían tanto interés en matarlo como en montar el espectáculo de su ejecución; les hacía falta para infundir el miedo a Belzor en las mentes del populacho. Este retraso le era beneficioso al joven; el ruido, las luces y el clamor en la ciudad se propagarían incluso hasta el recinto ferial.

Entonando cánticos, alabando a Belzor, los clérigos arrastraron a Raistlin por las calles de Haven. El ruido de los cantos y la luz de las antorchas sacaron a la gente de la cama y la llevaron hacia las ventanas. Al ver el espectáculo, se vistieron con premura y salieron presurosos a la calle para presenciar lo que ocurría. Los holgazanes de las tabernas dejaron sus copas y salieron a ver cuál era la causa del jaleo. Enseguida se unieron a la muchedumbre que caminaba detrás de los clérigos.

Sus gritos ebrios acompañaban ahora los cantos.

El dolor de la hinchada mandíbula le había levantado a Raistlin una jaqueca insoportable; las cuerdas se hincaban en la carne de sus muñecas, y los dedos de los clérigos, en sus brazos. Bregó por mantenerse de pie, o de otro modo al caer lo habrían pisoteado. Todo era tan irreal que no sentía miedo.

Eso vendría después. De momento, estaba sumido en una pesadilla, viviendo en un mundo de sueños del que no despertaría.

La luz de las antorchas lo cegaba y no veía nada salvo, de vez en cuando, un rostro que sonreía con malicia y unos ojos que lo miraban con regocijo cuando lo iluminaban las antorchas fugazmente y desaparecía en la oscuridad con igual rapidez, sólo para ser reemplazado por otro. Atisbo a la joven que había perdido a su hijita, vio su semblante afligido, compasivo, asustado. Alargó la mano hacia él como si quisiera ayudarlo, pero los clérigos la apartaron brutalmente de un empellón.

El templo de Belzor apareció a lo lejos. Aparentemente, el edificio de piedra no había sufrido los estragos del fuego, que sólo había afectado algunas partes del interior. Se había reunido una multitud en la amplia pradera que se extendía frente al templo; todos observaban a un hombre vestido con la túnica azul que estaba clavando en el suelo un grueso y alto poste. Mientras tanto, otros clérigos echaban brazadas de leña alrededor.

Muchos ciudadanos de Haven ayudaban a los clérigos a construir la pira; algunos de esos vecinos eran los mismos que sólo unas horas antes se habían burlado de ellos, ridiculizándoles, haciendo mofa. A Raistlin no le sorprendió. Una vez más, se ponía de manifiesto la miseria de la naturaleza Rumana. Bien, pues allá ellos; que Belzor los subyugara, robara y estafara. Eran dignos los unos de los otros. Los clérigos y el populacho arrastraron a Raistlin por la calle que conducía al templo. Ya estaban muy cerca de la pira.

¿Y Caramon? ¿Y Kit y Tanis?

¿Dónde estaban todos? ¿Y li los clérigos se las habían ingeniado para interceptarlos en el recinto ferial? ¿Y si estaban luchando para defender sus vidas dentro de la feria, sin posibilidad de llegar hasta él? ¿Y si habían comprendido que el rescate era imposible y se habían dado por vencidos? Esta última idea le dio escalofríos. La horda se unió al cántico coreando «¡Belzor! ¡Belzor!» Como una letanía demencial. Las esperanzas de Raistlin mulleron y el miedo lo atenazó con una terrible intensidad. Entonces una voz resonó por encima de los cánticos, de los grifos y de las risas.

—¡Alto! ¿Qué significa esto?

Raistlin levantó la cabeza.

Sturm Brightblade se hallaba en medio de la calle obstruyendo el paso de los clérigos entre la hoguera y su víctima.

Iluminado por la luz de las numerosas antorchas, Sturm ofrecía una imagen impresionante, erguido y sin asomo de temor, con el largo bigote erizado. Su rostro severo parecía mayor de lo que correspondía a su edad. Sostenía la espada desenvainada, y la luz de las antorchas arrancaba destellos de la cuchilla, como si el acero se hubiera prendido fuego. Se mostraba orgulloso y fiero, tranquilo y solemne, cual una firme roca en el centro de un torbellino.

La chusma enmudeció, sobrecogida, con respeto. Los clérigos que iban al frente se detuvieron, amedrentados por este joven que no era un caballero pero que lo parecía por su porte, su actitud y su valentía. Sturm era como una aparición surgida de los tiempos legendarios de Huma. Inseguros e intranquilos, los clérigos que encabezaban la marcha miraron hacia atrás, al sumo sacerdote, esperando sus órdenes.

—¡Necios! —gritó, furioso, su cabecilla—. ¡Es un hombre y está solo! ¡Derribadlo y seguid adelante!

Alguien en la chusma lanzó una piedra que golpeó a Sturm en la frente. El joven se llevó la mano a la herida y se tambaleó ligeramente, pero continuó plantado en el mismo sitio y no soltó la espada. La sangre le corría por la cara, obstaculizando la visión de un ojo; levantó la espada y avanzó con sombría resolución hacia los clérigos.

La chusma, que ya había saboreado la sangre, estaba ansiosa por tener más, siempre y cuando no fuera la suya. Varios canallas salieron de la masa de gente y se abalanzaron sobre Sturm desde atrás. Gritando y maldiciendo, dando patadas y puñetazos, los hombres lo derribaron al suelo.

Los clérigos arrastraron a su cautivo hacia la pira. Raistlin echó una mirada a su amigo; Sturm yacía en la calle gimiendo, con la ropa desgarrada y manchada de sangre. Entonces el populacho cerró filas a su alrededor y el joven dejó de ver a su amigo.

Había perdido toda esperanza para entonces. Caramon y los demás no iban a venir; supo que iba a morir, y de un modo horrible y doloroso.

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