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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (29 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Lemuel es... en fin, diferente, inofensivo. No nos importa que viva aquí, pero no queremos que haya más.

—Debería haberte dado las gracias —opinó Caramon, des

concertado y herido, cuando el hombre su hubo marchado.

—¿Por qué? —inquirió Raistlin con una sonrisa amarga—.

¿Por acabar con su carrera? Si el corregidor ignoraba que Judith y el resto de los seguidores de Belzor eran timadores, entonces es el mayor necio de toda Abanasinia. Si lo sabía, entonces estaba muy bien pagado para que los dejara en paz. En cualquiera de los dos casos, está acabado. Será mejor que te ponga un poco de ungüento en esas quemaduras, hermano.

Es obvio que te duele mucho.

Después de atender a Caramon limpiándole las manos abrasadas y cubriéndolas con la untura curativa, Raistlin dejó que los demás se ocuparan de recoger las cosas y fue a tumbarse en la carreta. Estaba absolutamente exhausto, tan cansado que tenía el estómago revuelto. Iba a subir a la carreta cuando un extraño, vestido con una túnica marrón, se acercó a él.

El joven le dio la espalda con la esperanza de que el hombre cogiera la indirecta y se marchara. Tenía aspecto de clérigo, y Raistlin había visto clérigos más que de sobra para toda su vida.

—Sólo te entretendré un momento, joven —dijo el extraño, que lo agarró por la manga—. Sé que has tenido un día agotador, pero quiero agradecerte que derribaras al falso dios Belzor. Mis seguidores y yo estaremos en deuda contigo eternamente.

Raistlin gruñó, se soltó el brazo de un tirón, y subió a la carreta. El hombre se agarró al borde del vehículo y se asomó.

—Me llamo Hederick, el Sumo Teócrata —se presentó con aire prepotente—. Represento una nueva orden religiosa y confiamos en establecernos aquí, en Haven, ahora que los timadores de Belzor han sido expulsados. Se nos conoce como los Buscadores, ya que buscamos a los verdaderos dioses.

—Entonces os deseo sinceramente que los encontréis, señor —dijo Raistlin.

—¡De eso no me cabe duda alguna! —Al hombre le pasó inadvertido el sarcasmo—. Quizás estarías interesado en...

Raistlin no lo estaba. Las tiendas y los petates de dormir estaban amontonados en un rincón de la carreta, de modo que extendió una manta sobre ellos y se tumbó.

El clérigo remoloneó un rato parloteando sobre su religión.

Raistlin se echó la capucha sobre la cabeza, y, finalmente, el tipo se marchó. El joven no pensó más en él y pronto lo olvidó totalmente.

Procuró dormir, pero cada vez que cerraba los ojos veía UN llamas, sentía el calor, olía el humo, y volvía a estar completamente despierto, alerta y tiritando.

Recordaba con aterradora claridad su sensación de indefensión; apoyó la mano sobre la empuñadura de su nueva daga, cerró los dedos sobre ella y notó la cuchilla, fría, afilada, alentadora. Su última defensa, incluso si ello significaba acabar con su propia vida y no con la de su enemigo.

Su mente pasó de esta daga al otro cuchillo, el ensangrentado que había encontrado junto a la mujer asesinada. Lo había reconocido como el de Kitiara. El joven suspiró profundamente y, por fin, fue capaz de cerrar los ojos y sumirse en un sueño relajado.

Los hijos de Rosamun se habían cobrado venganza.

Libro 2

«Por este medio, se emplaza al aspirante a mago, Raistlin Majere, a presentarse ante el Cónclave de Hechiceros, en la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, el séptimo día del séptimo mes en el séptimo minuto de la séptima hora.

A esa hora y en ese lugar será sometido a la Prueba por sus superiores a fin de incluirlo en las filas de los dotados por los tres dioses, Solinari, Lunitari y Nuitari.»

El Cónclave de Hechiceros

1

Aquel invierno fue uno de los más benignos que Solace había conocido, con lluvias y nieblas en lugar de nieve y hielo. Los vecinos guardaron los adornos de Yule para otro año, quitaron las ramas de pino y muérdago, y se congratularon por haberse librado de las inconveniencias de un invierno crudo. La gente hablaba ya de una temprana primavera cuando un terrible e indeseado visitante llegó a Solace. Ese visitante era la peste y llegaba acompañada por su fantasmal compañera: la muerte.

Nadie sabía con certeza quién había llevado a ese temible huésped. El número de viajeros se había incrementado durante el suave invierno, de modo que cualquiera de ellos podía haber sido el portador. También se culpó a las permanentes ciénagas que rodeaban el lago Crystalmir, unas aguas pantanosas que no se habían helado como debería haber ocurrido durante la estación fría. Los síntomas eran los mismos en todos los casos: se empezaba con un estado febril y profundo sopor, y a continuación aparecían la jaqueca, vómitos y la diarrea. La duración de la enfermedad, de la incubación hasta el término, era entre una y dos semanas, y los jóvenes y los fuertes la superaban. Los pequeños, los viejo conseguían.

En los tiempos anteriores al Cataclismo, los clérigos invocaban a la diosa Mishakal pidiendo su ayuda; la deidad les concedía poderes curativos, de modo que la peste era una daga virtualmente desconocida. Mishakal se había marchado de Krynn con el resto de los dioses, por lo que quienes practicaban las artes curativas en la actualidad dependían de los propios conocimientos y su talento. No podían sanar la enfermedad, pero sí tratar los síntomas e intentar prevenir que el paciente se debilitara tanto que el mal degenerara en ¡ pulmonía, lo que inevitablemente llevaba a la tumba.

Meggin la Arpía trabajaba incansablemente entre los enfermos, administrando corteza de sauce para cortar la fiebre, así como dosis de un brebaje amargo y de consistencia pastosa que parecía ayudar a aquellos a los que conseguía persuadir de que se lo tragaran.

Muchos vecinos de Solace se habían burlado de la vieja curandera, llamándola chiflada o bruja. Esas mismas personas fueron de las primeras en pedirle ayuda cuando sintieron los primeros síntomas febriles. Ella nunca les fallaba, acudiendo a la llamada a cualquier hora del día o de la noche; y, aunque sus modales eran un tanto chocantes —hablaba consigo misma constantemente, insistía en la insólita práctica de lavarse las manos continuamente y obligaba a los que acompañaba n a los enfermos a hacer lo mismo—, siempre era bienvenida.

Raistlin empezó a acompañarla a hacer las visitas; la ayudaba a humedecer con esponjas los cuerpos febriles, a convencer a los niños enfermos a tomarse la amarga medicina.

Aprendió a hacer más soportable el sufrimiento de los moribundos.

Pero, a medida que la peste se extendía y hacía presa de más y más vecinos de Solace, Raistlin se vio obligado a atender a sus propios pacientes.

Caramon fue uno de los primeros en coger la enfermedad y ello fue una conmoción para el corpulento joven que no se había puesto enfermo en su vida. Estaba aterrado, seguro de que iba a morir, y faltó poco para que, en su delirio, destrozara el dormitorio combatiendo con serpientes que llevaban antorchas y que intentaban prenderle fuego.

Sin embargo, su fuerte naturaleza venció a la peste y, puesto que ya había pasado por ella, pudo ayudar a su hermano a cuidar de los demás. Caramon tenía la constante preocupación de que Raistlin se contagiara y que, débil como era, no consiguiera superarla. El joven aprendiz de mago hizo oídos sordos a las súplicas de su gemelo de que se quedara en casa y no corriera peligro. Para su sorpresa, Raistlin había descubierto que cuidar a los afectados por la plaga le proporcionaba una profunda y gratificante satisfacción.

No trabaja entre los enfermos movido por la compasión.

En general, no le importaban mucho sus vecinos, a quienes consideraba unos rústicos de pocos alcances. Tampoco lo hacia por ganar dinero; acudía en ayuda de los pobres con buena disposición como con los ricos. Descubrió que lo que realmente lo hacía disfrutar era el poder, ese poder que ejercía sobre los vivos, quienes habían llegado a contemplar al joven mago con una esperanza rayana en la reverencia; el poder que a veces era capaz de esgrimir contra su mayor y más temible enemigo: la muerte.

No cogió la peste, y se preguntó por qué. Meggin la Arpía decía que era porque nunca dejaba de lavarse las manos después de atender a los enfermos. Raistlin sonreía irónicamente, pero apreciaba demasiado a la chiflada anciana para contradecirla.

Al cabo, la peste abrió poco a poco su esquelética garra y soltó a Solace. Los vecinos, siguiendo las instrucciones de Meggin la Arpía, quemaron las prendas de vestir y las ropas de cama utilizadas por los que habían estado enfermos. La nieve llegó por fin y, cuando cayó, lo hizo sobre muchas tumbas nuevas en el cementerio de Solace.

Entre ellas estaba la de Ilys Anna Brightblade.

Estaba escrito en la Medida que el deber de la dama de un caballero era alimentar a los pobres y cuidar de los enfermos del señorío. Aunque se encontraba lejos de la tierra en la que la Medida se había escrito y se cumplía, lady Brightblade se mantuvo fiel a esa ley, fue a ayudar a sus vecinos enfermos y se contagió. Aun cuando sintió los primeros síntomas, continuó con su labor hasta que sufrió un colapso.

Sturm llevó a su madre a casa y corrió a avisar a Raistlin, que trató a la mujer lo mejor que pudo, aunque todo fue en vano.

—Me estoy muriendo, ¿no es así, joven? —preguntó Ilys Brightblade a Raistlin una noche—. Dime la verdad. Soy la esposa de un noble caballero y puedo soportarlo.

—Sí —respondió Raistlin, que podía oír el ruido de los fluidos acumulándose en los pulmones de la mujer—. Sí, os estáis muriendo.

—¿Cuánto falta? —preguntó ella tranquilamente.

—No mucho.

Sturm se arrodilló junto al lecho de su madre, soltó un sollozo y hundió la cabeza en la manta. Ilys alargó la mano, una mano consumida por la fiebre, y acarició el largo cabello de su hijo.

—Déjanos solos —le pidió a Raistlin con sus acostumbrados modales de autoridad. Después alzó los ojos hacia él, esbozó un asomo de sonrisa, y su expresión severa se suavizó—.

Gracias por todo lo que has hecho. Te había juzgado mal, joven. Tienes mi agradecimiento y mi bendición.

—Gracias, lady Brightblade —dijo Raistlin—. Respeto vuestro valor. Que Paladine os esté esperando en esa hora.

La mujer lo miró severamente, frunció el ceño pensando que había blasfemado y volvió el rostro.

Por la mañana, mientras Caramon preparaba para su gemelo un cuenco con un caldo espeso, hecho con harina, para sustentarlo y que aguantara la ardua tarea del día, sonó una llamada a la puerta. Era Sturm. El joven estaba demacrado y mortalmente pálido, con los ojos enrojecidos e hinchados.

Sin embargo, estaba sereno, mantenía la compostura.

Caramon hizo entrar a su amigo y Sturm se sentó pesadamente en una silla ya que las piernas no lo sostenían. Apenas había dormido desde el día en que su madre había caído enferma.

—¿Lady Brightblade ha...? —empezó Caramon, pero fue incapaz de seguir.

Sturm asintió con la cabeza.

—Lo siento, Sturm. —Caramon se enjugó las lágrimas—.

Era una gran dama.

—Sí. —La voz de Sturm sonaba enronquecida. Se hundió en la silla; el temblor de un sollozo sin lágrimas le sacudió el cuerpo.

—¿Cuánto hace que no comes nada? —inquirió Raistlin.

El joven solámnico suspiró y agitó una mano con gesto despreocupado—.

Caramon, trae otro cuenco —orden ó Raistlin—.

Come, caballero, o no tardarás en seguir a tu madre a la tumba.

Los oscuros ojos de Sturm centellearon, iracundos, al mirar al joven mago por hablar con un tono tan frívolo. Iba a rehusar la comida, pero cuando vio que Caramon cogía la cuchara y se disponía a alimentarlo como si fuera un bebé, Sturm masculló que quizá podría tragar unas cucharadas. Se tomó todo el cuenco, bebió un vaso de vino y el color volvió a sus pálidas mejillas.

Raistlin apartó su cuenco cuando sólo se había tomado la

Mitad, pero esto era costumbre en él y Caramon conocía de sobra a su gemelo para protestar.

—Mi madre y yo estuvimos hablando cuando el final se acercaba —susurró Sturm—. Se refirió a Solamnia y a mi padre y me confesó que hacía mucho tiempo que había perdido la esperanza de que siguiera vivo, que sólo había fingido lo contrario por mi bien. —Agachó la cabeza y apretó los labios, pero no vertió lágrimas. Al cabo de un momento, recobrada la compostura, miró a Raistlin, quien estaba recogiendo sus medicinas, preparándose para salir.

»Algo extraño ocurrió al... al final. Pensé que debía decirlo por si habías oído algo parecido. Quizá sólo se trate de una manifestación de la enfermedad.

Raistlin levantó la vista de lo que hacía, interesado. Había estado tomando notas sobre la enfermedad, apuntando síntomas y tratamientos en un pequeño libro para tener dónde

consultar en el futuro.

—Mi madre se había quedado profundamente dormida no parecía que nada pudiera despertarla.

—El sueño de la muerte —dijo Raistlin—. Lo he visto a menudo en esta enfermedad. A veces puede durar varios días; pero, cuando se produce, el paciente ya no despierta.

—Bueno, pues mi madre sí despertó —espetó con Brusquedad Sturm.

—¿De veras? Cuéntame exactamente lo que ocurrió.

-—Abrió los ojos y miró, no a mí, sino detrás de mí, a la

puerta de su dormitorio. «Yo os conozco, señor, ¿no es cierto?», dijo, vacilante. Y añadió en tono quejumbroso: Dónde habéis estado todo este tiempo? Hace siglos que os estamos esperando». Y entonces se volvió hacia mí y me orinó: «Deprisa, hijo, trae una silla al viejo caballero».

»Yo miré en derredor, pero allí no había nadie, aunque mi adre siguió hablando: “Ah, ¿no podéis quedaros? ¿Que tengo que ir con vos? Pero eso significaría dejar completamente solo a mi hijo”. Pareció estar escuchando y después sonrió. “Cierto, ya no es un niño. ¿Velaréis por él cuando me haya ido?” Entonces volvió a sonreír, como con alivio, y exhaló su último aliento.

»Y esto es lo más extraño de todo. Acababa de levantarme de la silla para acercarme a ella cuando me pareció vislumbrar, de pie junto al lecho, la figura de un anciano. Era un viejo desaliñado, vestido con una túnica gris y tocado con una especie de gorro puntiagudo bastante raído. —Sturm frunció el entrecejo—. Tenía aspecto de hechicero. ¿Y bien? ¿Qué opinas?

—Que has pasado mucho tiempo sin comer ni dormir —respondió Raistlin.

—Tal vez —dijo Sturm, todavía con la frente arrugada en un gesto de desconcierto—. Pero la visión parecía muy real ¿Quién podría ser ese anciano? ¿Y por qué a mi madre le complació verlo? No le gustaban los hechiceros.

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