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Authors: Margaret Weis

Tags: #Fantástico, Juvenil e Infantil

Raistlin, crisol de magia (37 page)

BOOK: Raistlin, crisol de magia
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Las risas cesaron al entrar Raistlin y los parroquianos volvieron la cabeza para mirarlo y sopesarlo, preparándose para llevar a cabo la acción que consideraran apropiada. En la chimenea ardía un buen fuego, y su brillante resplandor lo dejó deslumbrado momentáneamente hasta que sus ojos se acostumbraron, por lo que no pudo descubrir si alguno de los clientes se había mostrado particularmente interesado en él, ya que, cuando de nuevo vio bien, todos los presentes habían vuelto a lo que hacían antes.

Es decir, la mayoría. Un grupo formado por tres figuras embozadas en las capas, sentadas al fondo de la sala, lo observaba con mucha atención. Cuando reanudaron la con versación, juntaron las cabezas y hablaron con gran excitación, levantando las cabezas de vez en cuando para lanzar relucientes ojeadas en su dirección.

Raistlin encontró un banco vacío cerca de la chimenea y, agradecido, tomó asiento para descansar y calentarse. Un vistazo a los platos de los parroquianos más próximos le bastó para comprobar que la comida era normal y corriente.

No tenía un aspecto muy apetitoso, pero tampoco parecía que fuera a envenenarse al ingerirla. Sólo había estofado como plato único, de modo que pidió una ración, así como un vaso de vino.

Tomó unos cuantos bocados de carne imposible de identificar y apartó los trozos de patata y la salsa coagulada con la cuchara. El vino resultó ser sorprendentemente bueno, con un gustillo a trébol. Lo paladeó con agrado y se lamentaba para sus adentros que el escaso dinero en su bolsa no pudiera costearle un segundo vaso, cuando junto a su codo apareció un jarro.

Raistlin alzó la cabeza.

Uno de los hombres encapuchados que se habían mostrado tan interesados en él se encontraba de pie junto a su mesa.

—Saludos, forastero —dijo el hombre, que hablaba el Común con un ligero acento; un acento que le recordó a Tanis.

Raistlin no se sorprendió al ver a un elfo, aunque sí el hecho de que éste añadiera:

—Mis amigos y yo hemos advertido lo mucho que te ha gustado el vino. Procede de Qualinesti, como nosotros. A mis compañeros y a mí nos complacería compartir este jarro de nuestro excelente caldo contigo.

Ningún elfo respetable se encontraría bebiendo en una taberna regida por un humano. Y tampoco iniciaría una conversación con un humano. Ni invitaría a un humano a un jarro de vino. Por todo ello, Raistlin se hizo una idea bastante aproximada de la condición de sus nuevos conocidos.

Debían de ser elfos oscuros, aquellos a quienes «se expulsaba de la luz» o se exiliaba de su patria, el peor castigo posible para un elfo.

—Lo que se bebe y con quién se bebe es prerrogativa de cada cual, señor —repuso Raistlin con cautela.

—No es prerrogativa —contestó el elfo—. Sino vino.

—Sonrió, creyéndose muy agudo—. Y es tuyo, si lo quieres.

¿Puedo sentarme?

—Disculpadme si os parezco grosero, señor, pero no estoy de humor para tener compañía.

—Gracias, acepto la invitación. —El elfo se acomodó en el banco de enfrente.

Raistlin se puso de pie. Esto había ido demasiado lejos.

—Buenas noches, señor. Necesito descansar, así que si me disculpáis...

—Eres hechicero, ¿verdad? —preguntó el elfo, que no se había quitado la capucha que le tapaba la cabeza, aunque sus ojos podían verse. Eran almendrados y tenían un brillo claro y duro, como si estuvieran helados.

Raistlin no vio razón para responder una pregunta tan impertinente y, quizá, peligrosa. Se dio media vuelta con intención de llegar a un acuerdo con el posadero para tenderse en el suelo de la sala, cerca de la chimenea.

—Lástima—dijo el elfo—. Habría resultado provechoso para ti si lo fueras. Un hechicero, quiero decir. Mis amigos y yo —señaló con la cabeza en la dirección de sus encapuchados compañeros— tenemos un pequeño trabajo en mente para el que nos vendría bien un mago.

Raistlin no dijo nada. Sin embargo, no se alejó de la mesa, sino que se quedó de pie mirando al elfo con más interés.

—Se puede ganar dinero —añadió el elfo, sonriendo.

Raistlin se encogió de hombros, y su interlocutor pareció desconcertado con esta reacción.

—Qué extraño. Creía que a los humanos les interesaba siempre el dinero. Por lo visto, estaba equivocado. ¿Qué podría tentarte? Ah, ya sé. ¡La magia! Por supuesto. Artefactos, anillos encantados. Libros de hechizos. —El elfo se incorporó con grácil agilidad.

»Ven a conocer a mis amigos y escucha lo que tenemos en mente. Luego, si por casualidad te topas con un hechicero...—el elfo guiñó un ojo—, podrías informarle que quizás hiciera su fortuna si se une a nosotros.

—Tráete el vino —dijo Raistlin. Cruzó la sala y se reunió con los otros dos elfos en la mesa.

El primer elfo, sonriente, recogió el jarro y se lo llevó consigo.

Raistlin sabía algo sobre los qualinestis a través de Tanis; probablemente sabía más que la mayoría de los humanos, ya que había hecho infinidad de preguntas al semielfo respecto a las costumbres y forma de vida de su patria natal. Los tres eran altos y esbeltos, como todos los de su raza, y, aunque a los humanos todos los elfos les parecían iguales, Raistlin creyó advertir cierta semejanza entre éstos. Los tres tenían los ojos verdes y la barbilla puntiaguda y saliente. Eran jóvenes, probablemente alrededor de los doscientos años. Debajo de las capas llevaban unas espadas cortas —el joven mago escuchó el tintineo metálico contra las sillas de vez en cuando— y seguramente también llevaban dagas. Asimismo, escuchó el crujido de los coseletes de cuero.

Se preguntó qué crimen habrían cometido que fuera considerado tan vil como para merecer el exilio, un castigo para los elfos peor que la propia muerte. Tenía la impresión de que estaba a punto de descubrirlo.

El elfo que había hablado primero con él era el portavoz del grupo. Los otros dos abrían la boca en muy contadas ocasiones. Quizá no hablaban el Común, como les ocurría a muchos elfos porque menospreciaban aprender un idioma humano.

—Me llamo Liam —empezó el elfo con las presentaciones—.

Y ellos son Micah y Renet. ¿Y tu nombre es...?

—De escaso interés para ti —repuso Raistlin.

—Oh, te aseguro que sí —contestó Liam—. Me gusta saber cómo se llama cualquier hombre con el que bebo.

—Majere —dijo Raistlin.

—¿Majere? —Liam frunció el entrecejo—. Era el nombre de uno de los antiguos dioses, creo.

—Y es el mío. —El joven mago bebió un sorbito de vino—. Aunque no presumo de naturaleza divina. Por favor, explica en qué consiste ese trabajo. La compañía de unos elfos oscuros no me resulta tan atractiva como para alargar esta entrevista más de lo imprescindible.

Un brillo colérico apareció en los ojos de uno de los otros elfos, el que se llamaba Renet, que apretó los puños e hizo intención de incorporarse. Liam espetó algunas palabras en elfo y empujó a su compañero para obligarlo a sentarse de nuevo. No obstante, una de las preguntas de Raistlin ya había sido contestada. Al menos otro de ellos entendía el Común.

El propio Raistlin tenía nociones de qualinesti ya que había aprendido de Tanis, pero ocultó que entendía lo que estaban hablando al razonar que quizás obtuviera información útil si los elfos creían que podían expresarse libremente en su propio idioma.

—No es momento de mostrarse susceptible, primo. Necesitamos a este humano —dijo Liam en elfo. Luego, cambiando al Común, añadió—: Debes perdonar a mi primo.

Tiene un poco de mal genio. Sin embargo, creo que deberías mostrarte algo más amistoso con nosotros, Majere. Vamos a hacerte un gran favor.

—Si lo que buscáis son amigos, te sugiero que hables con la camarera —comentó Raistlin—. Parece bien dispuesta a complaceros. Pero si lo que queréis es contratar los servicios de un mago, entonces tendríais que hablar del trabajo.

—Es decir, que sí eres mago —dijo Liam con una sonrisa astuta.

Raistlin asintió con la cabeza.

—Eres muy joven. —Liam lo observó fijamente.

—Fuiste tú quien vino a buscarme —replicó Raistlin, cada vez más irritado—. Ya conocías mi aspecto cuando me invitaste a sentarme a vuestra mesa. —Empezó a levantarse—. Por lo visto he perdido el tiempo.

—¡De acuerdo, de acuerdo! Supongo que no importa lo joven que seas mientras puedas hacer el trabajo. —Liam se inclinó hacia adelante y bajó la voz—. Lo que te proponemos es esto: hay un mago que vive en Haven y que posee una tienda de artículos para magia. Es humano, como tú. Se llama Lemuel. ¿Lo conoces?

En efecto, Raistlin conocía a Lemuel ya que había tenido tratos con él en el pasado. Lo consideraba un amigo y esperó descubrir lo que estos elfos indeseables se traían entre manos con el fin de ponerlo sobre aviso.

—A quién conozco y a quién no, es asunto mío —re puso, encogiéndose de hombros.

Micah indicó con el pulgar a Raistlin mientras comen taba en elfo:

—No me cae muy bien este mago que te has buscado, primo.

—No tiene por qué gustarte —replicó Liam en el mismo idioma, ceñudo—. Bébete el vino y mantén la boca cerrada.

Deja que sea yo quien hable.

Raistlin los miraba afablemente, con la expresión vacua de quien no tiene ni idea de lo que se está hablando. Liam volvió al Común.

—Bien, nuestro plan es éste: entramos en la casa del mago por la noche, robamos las cosas valiosas de la tienda y las cambiamos por buenas monedas de acero. Ahí es donde entras tú.

Sabrás lo que merece la pena coger y lo que no, además de poder indicarnos dónde vender la mercancía y obtener un buen precio por ella. Recibirás tu parte, naturalmente.

—Resulta que he frecuentado la tienda de Lemuel y puedo asegurarte que estáis perdiendo el tiempo —dijo Raistlin con desdén—. No tiene nada de valor, y todo lo que hay en la tienda debe ascender a veinte monedas de acero como mucho, una cantidad que dudo os merezca tomaros tantas molestias.

El joven mago imaginó que con esto se ponía fin a la conversación y que había disuadido a los ladrones de llevar a cabo su nefando plan. De todos modos, avisaría a Lemuel para que tomara precauciones.

—Si me disculpáis, caballeros...

Liam alargó la mano y agarró a Raistlin por la muñeca. Al notar que el mago se ponía tenso, Liam lo soltó, si bien no retiró mucho su fuerte y esbelta mano. Intercambió una mirada con sus primos como pidiéndoles aprobación para proceder, a lo que ambos accedieron de mala gana, con un cabeceo.

—Tienes razón en lo de la tienda —admitió el elfo—.

Pero quizá no sepas lo que el mago guarda en el sótano, debajo de la cocina.

Que Raistlin supiera, Lemuel no ocultaba nada en el sótano.

—¿Y qué es eso que esconde?

—Libros de magia —respondió Liam.

—Hubo un tiempo en que Lemuel poseía ese tipo de libros, pero sé con certeza que los vendió.

—¡No todos! —Liam bajó el tono a un susurro apenas audible—. Tiene más. Muchos más. ¡Antiguos libros de hechizos que datan de antes del Cataclismo! ¡Libros de hechizos que muchos creían que se habían perdido para siempre! ese es el verdadero botín!

Lemuel nunca le había mencionado esos libros a Raistlin.

De hecho, había dado a entender que el joven había adquirido todos los que el viejo mago tenía en su poder. Raistlin se sintió traicionado.

—¿Cómo lo sabéis? —inquirió secamente.

—No eres el único que tiene secretos —repuso el elfo con una desagradable sonrisa.

—Entonces, os deseo buenas noches de nuevo.

—¡Oh, por amor de la Reina Oscura, díselo! —intervino

o de los primos en qualinesti—. ¡Estamos perdiendo el

tiempo! ¡Dracart quiere recibir esos libros de hechizos en el plazo de quince días!

—Dracart nos prohibió que...

—Bueno, pues cuéntale sólo parte de la verdad.

Liam se volvió hacia Raistlin.

—Micah visitó la tienda con el pretexto de comprar unas hierbas. Si conoces a Lemuel, sabrás que es necio y candido incluso para ser humano. Dejó solo a Micah en la tienda mientras iba al jardín. Mi primo sacó una impresión en cera de la llave de la puerta principal.

—¿Y cómo supisteis que existían esos libros? —insistió Raistlin.

—Te repito que eso es asunto nuestro —contestó Liam con un timbre cortante y peligroso en la voz.

Deduciendo que el tal Dracart, fuera quien fuese, estaba enterado de la existencia de los libros de hechizos, Raistlin planteó otra pregunta con una actitud tan inocente como fue capaz de simular:

—¿Y qué pensáis hacer con ellos?

—Venderlos, naturalmente. ¿Qué otra utilidad tendrían para nosotros? —Liam sonrió. Sus primos sonrieron. El tono del elfo era persuasivo y sus almendrados ojos no parpadearon una sola vez.

Raistlin reflexionó. Estaba enfadado porque Lemuel le había mentido respecto a aquellos libros tan valiosos, pero no quería que le ocurriera nada malo al viejo mago.

—No quiero ser cómplice de un asesinato —dijo al cabo.

—¡Ni nosotros! —manifestó con énfasis Liam—. El tal Lemuel tiene muchos amigos en el reino elfo que se sentirían en la obligación de vengar su muerte. El mago no está en Haven, ya que ha ido a visitar a esos amigos de Qualinost.

La casa se encuentra vacía. ¡Una hora de trabajo y seremos ricos! En cuanto a ti, puedes coger la parte que te corresponde en monedas de acero o en artefactos mágicos.

Raistlin no estaba pensando en el dinero ni en el hecho de que los elfos le estaban mintiendo, que sin duda se proponían utilizarlo y después librarse de él convenientemente.

En lo que pensaba era en los libros de conjuros, unos volúmenes antiguos, quizá libros robados en el asedio de la Torre de la Alta Hechicería de Daltigoth o rescatados de la hundida Torre de Istar. ¿Qué riqueza mágica yacería entre sus cubiertas? ¿Y por qué Lemuel los mantenía ocultos, guardados en secreto?

El joven mago supo de inmediato la respuesta: esos libros debían de ser de magia negra. Era la única explicación razonable.

El padre de Lemuel había sido un mago guerrero de los Túnicas Blancas. No podía destruir los libros ya que, por una estricta ley, ningún miembro de cualquiera de las tres Órdenes tenía derecho a destruir a propósito artefactos o libros mágicos que pertenecieran a otro. El conocimiento mágico, procediera de donde procediera o beneficiara a quien beneficiara, era un bien preciado que merecía ser protegido.

Aun así, cabía la posibilidad de que hubiera considerado aconsejable ocultar aquellos libros de hechizos que a su modo de ver eran perniciosos. Escondiéndolos no sólo cumplía con su deber de preservarlos sino que evitaba que cayeran en manos de sus enemigos.

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